Capítulo VII
Se encontraba en un lugar bastante conocido para él. La calidez de la chimenea golpeaba sus mejillas, la claridad de aquel día nublado se filtraba por los ventanales, donde unas impecables cortinas blancas colgaban majestuosamente hasta el suelo. Oía las risas de sus padres fuera de la habitación, la voz de su madre; a sus abuelos. Su corazón se disparó y cuando estuvo a punto de salir en busca de su familia, otra voz conocida acarició sus oídos.
—Chéri...
Se giró rápidamente y la figura de Sasha se asomaba entre una de las cortinas. Sus rizos caían en una cascada dorada, tocándole apenas los hombros. Aquellos ámbares sonrientes lo miraban con una expresión pícara en el rostro, esa que a él tanto le gustaba.
—Juguemos al escondite.
Su voz sonaba como una dulce melodía que parecía alejar todo ese dolor que tenía alojado en el alma. Una sutil caricia que le hacía olvidarlo todo por un momento.
Corrió hasta donde estaba, estrechando el delgado cuerpo del muchacho entre sus brazos. Se aferró a él cuando un nudo en su garganta amenazó con convertirse en llanto. Tenía a Sasha entre sus brazos, podía sentir su calor, su aroma a jazmines.
—No te abandoné, mon amour, juro que no lo hice. Por favor, perdóname, perdóname y quédate conmigo.
—Avriel, ¿qué dices? —Sintió las cálidas manos del muchacho sobre sus mejillas—. Estás aquí, ¿cómo me vas a abandonar?
—Sí... —estrechó su cuerpo aún más contra el pecho, hundiendo la nariz en los rizos del chico—. No voy a dejarte nunca. Jet' aime, Sasha.
Entonces, el rostro de Sasha pareció oscurecerse. Podía ver cómo sus labios se movían pero ya no escuchaba su voz. Comenzaba a alejarse de él como si una fuerza sobrenatural lo hubiera arrancado de sus brazos, y de pronto, se vio parado en medio de una casa en ruinas, y la voz de la bruja resonó en sus oídos, como una tétrica melodía de una vieja cajita musical.
«Nunca dormirás, nunca morirás.
Tu letargo durará hasta que tu sed de sangre te obligue a despertar.
Te condeno a vivir sufriendo por el resto de la eternidad».
Despertó con el corazón latiéndole en las sienes y esa sensación de vacío volvía a abrazarlo. La llama débil de la chimenea apenas iluminaba la sala. Hacía mucho tiempo que había dejado de sentir calor. Se llevó la mano a la frente, cerrando los ojos para tratar de retener un poco más la imagen de Sasha. Quería seguir recordando su aroma, su voz, el brillo de sus ojos. Temía que el tiempo siguiera pasando y olvidarlo todo. La llama bailoteaba sobre el tronco, amenazando con apagarse en cualquier momento. Se levantó, caminando a paso lento hacia la salida, deteniéndose bajo el umbral para dedicarle una melancólica mirada a la luna, que se asomaba tímida entre algunas nubes grises. La corriente gélida apartó algunos mechones oscuros de su mejilla cuando cruzó la puerta; la noche le brindaba esa paz interior que necesitaba cuando sentía la locura amenazar la poca cordura que le quedaba. Caminó sin rumbo, disfrutando de la soledad y el silencio de las calles desiertas. Llevaba días sin alimentarse, sentía el cuerpo pesado y sus movimientos se habían vuelto lentos y torpes. Se negaba a seguir cumpliendo la condena de la bruja, pero el dolor comenzaba a ser tan intenso que apenas podía pensar con claridad, y allí era cuando el instinto comenzaba a apoderarse de sus sentidos y responder por él. Un callejón lo cobijó cuando sintió que las piernas no aguantarían dar un paso más. Apoyó la espalda sobre la pared, al pie de un edificio, cuando el dolor agudo atravesó su estómago como una afilada cuchilla clavándose en sus entrañas. Necesitaba alimentarse. Se puso en cuclillas, cerrando los ojos. En ese instante toda clase de sonidos llegaron hasta sus oídos; desde una gota de agua cayendo hacia un charco, hasta los zapatos de aquellos noctámbulos que todavía deambulaban por las calles. Incluso oía el flujo de sangre corriendo por sus venas, sus latidos eran seductores e irresistibles. Apretó los ojos cuando aquella sensación volvió a invadirle. Era como si cayera en un especie de trance que lo hacía moverse contra su voluntad, como si actuara por instinto, cual animal salvaje. No supo en qué momento logró deslizarse callejón adentro, pero al salir de aquella hipnosis, una rata chillaba, apretada entre sus delgados dedos. Tragó saliva antes de hundir los colmillos en el animal, bebiendo de él hasta dejarlo sin una gota de sangre.
Se sentía el ser más miserable del mundo.
«Te condeno a vivir sufriendo por el resto de la eternidad».
Las bisagras crujieron al mover la vieja puerta de madera. La llamarada bailoteaba más viva que nunca dentro de la chimenea, iluminando la figura de Rafael, que descansaba a lo largo del sofá, envuelto en una frazada de lana gruesa. Lo observó durante unos instantes: algunos rizos rubios caían desordenados sobre su mejilla, colorada por el calor de la estufa. Le dolía verle, le dolía el parecido tan increíble que tenía con Sasha. Incluso a veces podía ver el mismo brillo en sus ojos cuando se atrevía a sostenerle la mirada. El destino parecía no cansarse de hacerle jugadas crueles; Rafael era una de ellas. No quería hablarle, ni mirarlo. El solo hecho de tenerlo cerca lo lastimaba, pero el chico no tenía culpa de ello, y él no podía prenteder que se alejara, no quería que lo hiciera. Estiró los dedos, apartando los mechones con delicadeza. Rafael se removió, abriendo los ojos al notar la presencia del hombre parado junto a él.
—Tenía mucho frío, por eso vine junto a la chimenea, ya me voy.
—No es necesario, quédate, por favor.
Rafael se sentó, frotándose los ojos. La frazada alrededor de sus hombros cubría su espalda.
—¿A dónde fuiste?
—Necesitaba... —Suspiró, sentándose en el suelo con la espalda apoyada en el filo del sofá—. Quería salir a recorrer. Las cosas han cambiado muchísimo.
—Podrías salir en la mañana, hace mucho frío afuera.
—No siento ni el frío ni el calor. Lo único que mi cuerpo experimenta desde que desperté es sed y dolor. El sol me hace daño.
—¿Entonces por qué enciendes la chimenea todas las tardes? —Se acercó, cruzándose de piernas.
—Porque tú sí sientes el frío. Siento como tiemblas durante las noches y sé que no bajas porque estoy aquí.
—¿Cómo es que tú...?
—Puedo sentir y escuchar muchas cosas. Siento tus pasos y tu olor cuando estás lejos de aquí, puedo escuchar tus pensamientos, siento como late tu corazón en este mismo instante.
—¿Es en serio? Es como si tuvieras un superpoder o algo así. De todas maneras, creo que es un poco invasivo que te estés metiendo en la cabeza de la gente para ver lo que piensa. Es... vergonzoso.
—No puedo evitarlo, llega como un murmullo hasta mi cabeza y no consigo hacer que se calle. También sé que te gustan mis ojos. —Esbozó una pequeña sonrisa al ver la expresión en el rostro del muchacho.
Rafael sintió cómo los colores se le subían al rostro.
—Ahora mismo siento que tu corazón saldrá de tu pecho y saltará a la chimenea. —Amplió su sonrisa, levantando el rostro para mirarle.
Durante un momento, ambos sostuvieron la mirada. Avriel se permitió perderse en aquellos ámbares que removían sus recuerdos. Por un momento ya no sentía dolor, sino una calidez que logró calmar la tormenta que se formaba en su pecho cuando la melancolía regresaba para torturarlo. Desvió la mirada, fijándola en el fuego.
—Avriel... —la voz del muchacho sonó tan suave que apenas pudo escucharse—. ¿A qué huelo?
El chisporroteo de la chimenea fue lo único que se escuchó hasta que la voz de Avriel rompió aquel tenso silencio que se había formado.
—A jazmines.
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