Capítulo III
Avriel permanecía sentado frente a la tenue luz de la chimenea, sostenido las cartas de su amado entre manos. Las ojeaba con melancolía, conteniendo su tristeza, en tanto Rafael lo observaba desde la distancia. Sentía como su alma se rompía en mil pedazos al repasar cada palabra de Sasha, incluso si cerraba los ojos, podía ver su hermosa sonrisa y aquellos ámbares brillantes que iluminaban su rostro fresco y juvenil. Miró de soslayo al chico, que permanecía parado al pie de la escalera, observándolo con curiosidad.
-No sé quién seas, pero esta es mi casa, o alguna vez lo fue... así que márchate y déjame solo.
-Yo vivo en este barrio desde que nací, este lugar estuvo abandonado desde siempre... yo venía a jugar con mis amigos aquí y nunca... -Se acercó con timidez-. Es decir... no puede ser tu casa, ¿no estarás... perdido?
-¿Perdido? -Rió amargamente-. Sí, lo estoy. Pero no de la forma que tú crees. -Estrujó las cartas, guardandolas en el bolsillo del sacón roñoso.
-¿Tú eres... el hombre del cuadro? -inquirió vacilante.
-Ese retrato no es más que un vestigio de lo que alguna vez fuí. ¿A dónde quieres llegar, muchacho?, ¿es que te parece absurdo que venga el dueño de una casona a reclamarla luego de tanto tiempo? sí, a mí también me parecería una locura.
En ese momento pudo notar que el hombre pronunciaba cada palabra con un acento peculiar, como si el español no hubiera sido su lengua natal, sino un idioma aprendido. Recordó entonces las palabras en francés que había leído en las cartas, y supuso que quizás aquel muchacho tuviera sus raíces en aquel país, lo cual le resultó curioso y a la vez, más confuso.
-¡Es absurdo! -Rió, intentando ordenar sus ideas-. Si dices eso, tienes más de sesenta años, y no es posible que tengas sesenta años, es ridículo... -Movió la cabeza en un gesto de negación, creyendo que aquel hombre estaba intentando jugar con su mente. Quizá desde el momento en que lo llamó con el nombre del destinatario de las cartas. Llegó a pensar que tal vez había algún compartimento en la habitación donde se mantuvo oculto. Quería dejar de creer que era un viajero del tiempo. Pero aquellos ojos; aquel rostro, el del cuadro y el suyo; eran uno solo, y eso era muy confuso-. ¡Bah!, solo eres un chiflado... -espetó y se dio media vuelta para marcharse.
-¿Crees que debo convencer a un niño? -Se levantó con brusquedad, dando zancadas hasta donde se encontraba el muchacho, tomándolo del brazo- ¡No necesito que me creas! - Se detuvo unos instantes, suavizando su mirada cuando sus tormentas se enfrentaron a los ámbares temblorosos del chico, que le evocaron la mirada nerviosa de su amante, cuando era descubierto tras una picardía-. Márchate. No quiero seguir viéndote. -Ladeó el rostro.
-No tengo a donde ir...
-Entonces escóndete, vete a otro lugar, aléjate de mí; si soy un "chiflado", mejor cuidas tu espalda; podría hacer cualquier locura.
Lo soltó, volviendo al sillón. Rafael se quedó de hombros caídos, como si hubiese sido regañado por una mala actitud. Se abrazó a sí mismo, observando la sala, y luego se fue escaleras arriba, encerrándose en la habitación. Las frazadas volvieron a ser su refugio en medio de la oscuridad. Durante unos instantes pareció ver el dolor reflejado en sus ojos, se sintió tentado a bajar de nuevo y saber un poco más sobre él; toda esa historia seguía pareciéndole una locura, algo muy difícil de creer. Se quedó dormido con aquellos pensamientos rondándole en la cabeza.
Despertó cuando su estómago volvía a reclamar algo de alimento. Se sentó en la cama paseando la vista por la habitación, estaba solo. Se calzó las zapatillas, levantándose con pereza. El frío le calaba los huesos, y sentía que ya no sería suficiente una simple lata de legumbres, debía conseguir algo de comer. Asió el pestillo, tirando de la puerta con suavidad. Avanzó lentamente por el pasillo, sintiendo la brisa helada de la mañana acariciando su rostro. Bajó las escaleras con parsimonia, cuidándose de no hacer demasiado ruido. Aquel hombre se encontraba allí, frente a la chimenea en la que ahora solo quedaban algunas cenizas. Se quedó observándolo durante unos instantes, hasta que la voz ronca del mayor lo obligó a bajar dos escalones de una sola vez.
-¿Qué estás haciendo?- preguntó con aquel acento tan peculiar.
-Nada, yo estaba... -Suspiró, tratando de calmar los nervios que le había provocado el ser descubierto-. Voy a salir. Tengo un poco de hambre y supongo que tú también, esto...
El hombre se mantuvo en silencio, sin despegar la vista del viejo y polvoriento libro de lomo negro. Rafael pasó frente a él, esperando una respuesta que nunca llegó.

Caminaba a paso apresurado por la vereda, ocultando el rostro bajo la capucha de su canguro. Guardaba las manos en los bolsillos delanteros, tratando de mantener la temperatura. Al llegar al edificio, subió las escaleras hasta el tercer piso y golpeó suavemente la puerta del apartamento, rogando para que su mejor amigo estuviera en casa. Se le iluminó el rostro cuando escuchó las llaves girando sobre la cerradura, y acto seguido, el rostro pecoso del muchacho, que esbozó una sonrisa al verle.
-¡Rafael! -su amigo se apuró a recibirlo con un abrazo-. ¿Dónde te habías metido, hombre? Tu padre llamó anoche, dice que pasaste la noche fuera.
-Ah, ¿me está buscando?-Negó- Él fue quién me echó a la calle y ahora me busca.
-¿Discutieron otra vez?
Su amigo ya conocía la historia, sabía el cambio que había tenido su padre cuando su madre murió, había alojado a su amigo incontables veces cuando su padre, en uno de sus tantos ataques de cólera, lo echaba fuera de su casa.
-Sí, pero esta vez fue peor que todas las anteriores. Me dijo cosas terribles y casi me golpea. -Se sentó en el sofá de mullidos almohadones, descansando la espalda en el respaldo-. No voy a regresar. Si vuelve a llamar dile que no sabes nada de mí.
-¿Y dónde te estás quedando? -su amigo le habló desde la cocina mientras preparaba dos chocolatadas calientes y algo de comer-, me llego a enterar de que te estás quedando en la calle otra vez y te caigo a golpes, por capullo.
-No, no estoy en la calle. -Recibió la taza humeante entre sus manos, aspirando el delicioso olor a chocolate. Su amigo se acomodó en el sillón frente a él, con una ceja alzada, esperando una respuesta más concreta-. Por ahora no puedo decírtelo. Si mi padre sabe que tú te enteraste, tratará de saberlo así tenga que llamar todas las noches para averiguarlo. No quiero meterte en esto. -Dio un sorbo de su bebida, apretando la taza entre sus manos para conseguir un poco de calor.
-Rafael, soy tu amigo, joder. No me importa lo que tu padre haga, no puedes estar deambulando por ahí.
-No estoy deambulando por ahí. -Se acabó de un último sorbo la bebida caliente.
Gerard era tres años más grande que él. Se había mudado a un apartamento pequeño cuando sus padres se divorciaron, ya que según él, su madre se había vuelto una mujer insoportable y dependiente. Todavía mantenía contacto con sus dos padres, incluso su madre iba a visitarlo de vez en vez para asegurarse de que no se estuviera muriendo de hambre.
-Cuando te canses de andar dando vueltas, puedes venir. -Se puso de pie, levantando la taza de su amigo y se dirigió la cocina, donde en una bolsa comenzó a guardar algunos alimentos para él-. Mientras tanto, estaré esperando a que decidas decirme cuál es tu nuevo escondite secreto. -Regresó hasta donde estaba el muchacho, entregándole la bolsa-. Supongo que esto te bastará. Puedes darte una ducha si quieres, te prestaré un poco de abrigo, afuera está congelante.
-Tengo abrigo. -Se levantó de golpe-. Saqué algunas cosas de mi casa cuando mi padre no estaba. Tú no tienes que...-Se detuvo cuando la mirada acusadora de su amigo lo amenazó-. Necesito conseguirme un trabajo y empezar a mantenerme por mi cuenta.
-Tienes diecisiete años, tonto. Ni siquiera terminaste el bachillerato. -Se acercó a la chimenea, atizando el fuego, que respondió lanzando algunas chispas hacia la baldosa-. De todas maneras, puedo hablar con Ángel y preguntarle si puede tomarte en la tienda, al menos hasta que cumplas los dieciocho y puedas conseguir algo mejor. -Se acercó a su amigo, apoyando las manos sobre los hombros del chico-. Pero debes prometerme algo; si estás en aprietos vendrás a mi casa y te quedarás aquí, ¿lo prometes?
-Lo prometo. -Bajó la cabeza, apretando las asas de la bolsa-. Gracias, hermano.

Esa tarde regresó con una chispa de esperanza encendida en su interior. Le debía demasiados favores a Gerard. Desde pequeños, él solía ser el típico hermano mayor que lo sobreprotegía gran parte del tiempo. Fue un apoyo cuando su madre murió, un refugio cuando sentía que estaba completamente solo, un amigo al que podía recurrir en cualquier circunstancia.
Las bisagras de la vieja y pesada puerta chirriaron cuando la empujó para entrar en la casona. Buscó con la mirada al hombre, pero no encontró más que un puñado de leña junto a la chimenea. Suspiró, dejando la bolsa sobre el sofá para poder echar algunos leños sobre las cenizas y darle un poco de calor al lugar. El sol parecía haberse ocultado más temprano ese día; la casona pronto se vio completamente oscura hasta que la pequeña llama comenzó a crecer, alimentándose de las delgadas ramas que nacían de los troncos. Se sentó con las piernas cruzadas frente a la estufa, estirando las manos para calentarse. Entonces, sintió un sonido apenas perceptible y cuando volteó, la figura del hombre emergía de uno de los rincones de la casa. Se levantó rápidamente, dando un salto.
-¡Jesús! -chilló, llevándose la mano al pecho-, pensé que te habías marchado.
-No pienso irme, no es que tenga un lugar a donde ir.
Se acercó a la biblioteca, pasando los dedos por los pocos libros que mostraban sus lomos, cubiertos de polvo. Eligió uno, limpiándose las yemas sobre el sacón que todavía llevaba puesto.
-Bueno, hm...-Volvió a acercarse a la chimenea-. traje algo de comer, ¿quieres?
-No. -Se sentó en una esquina del sofá, abriendo el libro.
Rafael decidió que sería mejor no continuar con aquella conversación. Podía notar la incomodidad en el rostro del hombre, le esquivaba la mirada y comenzaba a mover los hombros, como si su sola presencia le molestara. Tomó la bolsa con las provisiones, un tanto molesto, otro tanto incómodo por la situación, y se marchó escaleras arriba. Si aquel extraño no quería de su ayuda, él no pasaría malos ratos por su culpa.

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