Capítulo I

Esa tarde volvía a escapar de su casa tras una fuerte discusión con su padre. La intensa lluvia golpeaba sus mejillas, llevándose consigo las lágrimas que se atrevió a dejar salir cuando estuvo lejos de lo que alguna vez consideró su hogar. Corrió sin rumbo hasta que sus piernas le exigieron un descanso. Los truenos quebraban la bóveda celeste, ensombrecida por espesos nubarrones grisáceos que le daban al entorno un toque melancólico.

No supo exactamente cuánto se había alejado de su casa, tampoco tenía intenciones de regresar esa noche.

Sabía que se encontraba cerca de la casona abandonada a la que más de una vez intentó entrar con sus amigos. Se acercó temblando hasta la cerca que la rodeaba, cerrando los puños sobre el alambre, deteniéndose a recuperar el aliento. Limpió sus ojos con el dorso de la manga empapada, para al menos esclarecer la visión. Entrar allí solo no le parecía la mejor idea, pero era mejor eso que pasar la noche en un callejón, como tantas otras veces. Estaba seguro de que ese era el último lugar al que su padre iría a buscarlo. Caminó a lo largo de la cerca, tratando de recordar dónde se encontraba el agujero que había hecho en el tejido tiempo atrás. Se escabulló, manchándose la pechera del jersey con lodo. Se armó de valor antes de atravesar la vieja y destartalada puerta de madera. Decidió pasar por alto una vez más, el cartel de "peligro de derrumbe". La casona por dentro lucía mucho mejor. Todavía conservaba algunos muebles: un sillón empolvado cerca de unos ventanales, una vitrina de madera con adornos finos, trabajados en sus vértices y patas, junto a una vieja estantería con algunos libros roídos, y en las paredes algunos cuadros familiares bastante estropeados por la humedad. Caminó con cuidado, esquivando los agujeros en el suelo. La madera crujía bajo sus desgastados deportivos; el viento entraba por los vidrios rotos, emitiendo un silbido que le puso la piel de gallina. Subió las escaleras, donde había varias habitaciones repartidas a los lados del pasillo. Una larga alfombra roja, algo gastada, cubría los boquetes. Algunas habitaciones ya no tenían puertas, otras estaban estropeadas casi por completo debido a la humedad, pero había una que aún permanecía intacta. Asió el viejo y herrumbrado pestillo, entrando con cautela. Dentro de la habitación había una cama pequeña, una mesa de luz de roble, con grabados similares al mueble que había visto en el primer piso. Bajo la ventana, un sillón pequeño de dos cuerpos de color verde aterciopelado; y junto a la puerta, una cómoda. Todo parecía estar bien conservado, daba la impresión de que alguien se había tomado el trabajo de quitarle el polvo a los muebles. Cerró la puerta, haciendo girar la llave pequeña con algo de dificultad para asegurarse de dormir tranquilo esa noche. Miraba los detalles a su alrededor, preguntándose qué clase de personas vivieron allí; ¿por qué la habían abandonado sin siquiera llevarse sus pertenencias?

Se quitó el jersey, sintiendo la brisa helada acariciar su torso desnudo. Dejó la prenda junto a sus pantalones de mezclilla extendida sobre el sofá, envolviendose en una vieja frazada tejida para conseguir un poco de calor. Se acostó en la cama, acurrucándose en posición fetal. Quizá ese sería su nuevo escondite cada vez que discutiera con su padre y se le ocurriera echarlo a la calle; sabía que esas situaciones seguirían sucediendo, así había sido desde que su madre se fue. Cerró los ojos, quedándose dormido unos momentos más tarde.

Despertó en plena madrugada, con el estómago rugiendo de hambre y la sensación de que alguien lo observaba. Se sentó sobre la cama, mirando a su alrededor; la puerta permanecía trancada como él la había dejado, y los vidrios de esa habitación no estaban rotos, por lo que era imposible que alguien se metiera. Volvió a acostarse, cubriéndose la cara con el dorso del brazo. Extrañaba más que nunca a su madre, sentía que se había quedado completamente solo.

Por la mañana decidió que debería regresar a su casa a buscar algunas de sus pertenencias. Sabía que su padre lo molería a golpes si lo veía entrar, pero a esa hora solía estar trabajando y no regresaría hasta la noche, así que podría recoger sus cosas y salir rápidamente. Se escabulló por la ventana de la cocina, subiendo las escaleras hasta su habitación. Sacó de su armario un bolso mediano, comenzando a meter las cosas que más necesitaría: bastante ropa de abrigo, su cepillo de dientes, unas frazadas y una linterna pequeña. Cerró el bolso, colgándoselo al hombro. Justo en el instante en que estaba por salir de la habitación, la foto de él y su madre sobre la mesa de luz lo obligó a detenerse. La contempló unos instantes antes de regresar a la habitación para tomarla y guardarla en el bolsillo de su canguro. Bajó rápidamente las escaleras, corriendo hacia la cocina, donde tomó una caja de cerillos, una bolsa de pan, algunas latas de carne y legumbres. Salió de la casa por el mismo lugar que había entrado, echando a correr. El día estaba igual de frío y nublado, pero al haber más claridad, podría investigar la casona un poco mejor. Al llegar, luego de asegurarse de que nadie lo estuviera viendo, lanzó el bolso por encima del tejido para luego escabullirse por el hueco. Una vez estuvo dentro, dejó el bolso sobre el viejo sillón del primer piso y se dispuso a limpiar. Le quitó el polvo a los muebles y a los sillones, sacó las hojas secas que se habían metido por los vidrios rotos de los ventanales y las lanzó a la chimenea para, más tarde, poder echar algunos leños y darle un poco de calor a la fría y solitaria casona. Encontró una puerta redonda que daba a una cocina pequeña, donde había un horno antiguo, una alacena de madera y una mesa de estilo campestre con tan solo tres sillas, estropeadas por el paso del tiempo. Las ramas del viejo árbol que había crecido en el costado de la casa habían roto los vidrios para colarse a través de las pequeñas ventanas. Tomó su bolso y fue directamente a la habitación en la que había dormido la noche anterior. Todavía sentía esa extraña sensación de que alguien estaba detrás de él; había pasado prácticamente toda la tarde allí, y estaba seguro de que estaba solo.

Antes de que el sol cayera, salió a buscar algunas ramas, las colocó sobre las hojas secas en la chimenea, encendiendo una pequeña fogata que pronto iluminó todo el lugar. Había colocado la puerta nuevamente en las bisagras y utilizó el mueble grande para bloquear la entrada a todo el que quisiera escabullirse durante la noche. Se había sentado frente a la estufa, con las piernas cruzadas, y mientras cenaba la carne molida en lata, limpiaba cuidadosamente uno de los cuadros que estaba colgado en medio de la sala. Pasaba los dedos por los finos detalles labrados en la madera, fascinado. Consideraba que sería mejor dejarlos en su lugar, por respeto a los dueños de la casona aunque ellos ya no estuvieran allí. Los fue limpiando uno a uno, y el lienzo descascarado iba contándole historias realmente increíbles. En uno de ellos, el más pesado, había un hombre esbelto, de pelo oscuro y tez pálida, con un uniforme negro y algunas medallas colgadas en la chaqueta, que se paraba detrás de una preciosa muchacha de cabello bien oscuro y ojos grises, la cual sostenía un bebé envuelto en un rebozo de lana blanca, sentada en un sillón. Admiró los rostros sonrientes, pintados de una forma tan minuciosa que realmente parecía una fotografía. En otro, un poco más alargado, aparecía una pareja de ancianos. La mujer llevaba un elegante vestido beige, el cabello canoso recogido en un moño, y junto a ella, sosteniendo su mano, un hombre con un uniforme oscuro muy similar al del cuadro anterior. El tercero fue el que más le llamó la atención, era el que estaba más estropeado. Limpió con cuidado los bordes y luego comenzó a quitar el polvo y las manchas de humedad de la pintura. Un par de ojos grises se revelaron, adornando un rostro pálido con rasgos delicados. Un par de cejas gruesas enmarcaban aquellos ojos grandes, donde unas pestañas tupidas le daban un toque misterioso a su mirada. Curiosamente, este muchacho no llevaba el mismo uniforme que los dos hombres anteriores, en lugar de la chaqueta, algo similar a un sacón de color azul marino, y una camisa blanca con algunas manchas amarillentas que no pudo limpiar por temor a estropear la pintura. Decidió colgarla encima de la chimenea, en medio de las otras dos.

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