2. Las mil clases de gastronomía
Por suerte que habían dos armarios en cada lado de la habitación.
No sabía eso, así que cuando me dispuse a acomodar mi ropa abrí la puerta del armario de Phoebe y casi entro en pánico al ver que literalmente no había espacio para nada más.
Pensaba en cómo dejaría mi ropa en mi maleta cuando noté la puerta del otro armario en mi lado del cuarto.
No era algo grande, solo de tamaño normal con el suficiente espacio para guindar mi ropa y una cómoda pequeña de cuatro gavetas para guardar otras prendas.
En la mesita de noche puse todas las cosas que había traído de casa: una lámpara con forma de gatito rosado que guiña un ojo, un par de fotos de mi familia: con mis padres antes del divorcio, con ambos por separado, con el abuelo y también otra dónde estábamos papá, el abuelo y yo en la cabaña en Tahlequah. En las gavetas de la mesita de noche guardé cosas más pequeñas.
De ambos lados de la habitación habían unos estantes, Phoebe había usado el suyo para colocar todo menos libros.
Mientras guardo mis libros en el lugar designado, sonrío viendo cada una de las portadas. Tenía una gran fascinación por la literatura, me gustaban las historias clásicas, claro que también tengo un gusto culposo por las actuales. ¡No me culpen! Soy fan del romance y los de ahora no todos terminan con los protagonistas matándose, era un punto a su favor. La fascinación por los libros es algo que tengo desde los nueve años, a mi abuelo también le gustaba leer mucho, supongo que aprendí esa costumbre de él.
Echo un suspiro al aire, tomando asiento en la orilla de mi cama, tomo la última fotografía que me hice con mi abuelo: habíamos ido a un viaje en Arkansas, mi abuelo decía que ahí había sido uno de los primeros lugares donde estuvieron los cherokee antes de Oklahoma. Él estaba tan feliz mientras me contaba con una sonrisa todo emocionado como los Chickamauga habían hecho alianzas con los Shawnee para atacar los asentamientos de los colonos blancos.
Mi abuelo era de una tribu cherokee en una reserva de Tahlequah, Oklahoma. De niña siempre me contaba todas las creencias y leyendas cherokee, enseñándome a mantener el respeto hacia la Madre Tierra y que todas las cosas y seres vivían gracias a Él Gran Espíritu, o como le llaman en la tribu, Unetlanvhi, también puede ser El Creador.
Cuando pasábamos los días en la reserva, el abuelo me contaba cuentos cherokee para dormir, sobre cómo se originó el universo, la creación del día y la noche así como también la dualidad de las cosas. Cada vez que las escuchaba me gustaba más que la vez anterior y nunca me cansaba de oírlas.
Mi papá nunca creyó en esas historias, que le parecía entretenido contármelas como entretenimiento o para dormir, pero que no creía que los dioses cherokee, ni en los tótems espirituales de protección como el que me había regalado mi abuelo.
Si soy honesta... creo que papá no se sentía muy cómodo con eso de tener sangre cherokee, creo que tenía un poco de vergüenza y que por eso siempre me decía que las historias del abuelo eran solo eso, historias, viejas leyendas de los nativos, y que Oklahoma se llama «Oklahoma» y no «La nación cherokee»
De igual forma... ya no tenía a nadie que me contara historias de las tribus o los viejos héroes, ni de los significados de los tótems de cada clan, el abuelo había fallecido hace un año por cáncer. De toda mi familia, con el que mejor me llevaba era con él. Claro, amo a mis padres, pero con mi abuelo las cosas eran menos... estresantes, era todo más relajado y sencillo. Él era más calmado que mamá y no me pedía tanto. Mi abuelo se enorgullecía de cualquier cosa que hacía así si la dejaba a medias. Por eso cuando murió fue muy difícil para mí.
Ahora incluso lo era, dolía, pero tenía que aceptar que ese había sido su momento de irse y que él estaba bien con eso.
Había sido mi abuelo el que me regaló el colgante artesanal que siempre llevaba y que le prometí nunca quitarme. Lo había hecho él mismo. Decía que era una especie de protección cherokee. Lo había hecho con la forma de la lechuza ya que es un animal sagrado, el abuelo solía contar una leyenda dónde la lechuza y el puma habían sido los únicos animales capaces de permanecer despiertos durante las siete noches de La Creación, mientras que todos los demás se habían dormido y que por eso ahora tienen hábitos y visión nocturna.
También me dijo que la lechuza es diferente a otras aves, que se asemejaba a un anciano que camina y a veces puede ser confundido con un gato, «Su hermano nocturno» había agregado mi abuelo.
Cuando me contó la parte del anciano había pensado: «Okey, llevaré un colgante que representa a un viejo» y cuando el abuelo vió mi expresión crispada, agregó sonriendo:
—La lechuza tiene un significado especial para nosotros, Ocasta. Como el número siete: representa la altura de la pureza y lo sagrado. Consideramos que es un nivel difícil de alcanzar, pero que solo la lechuza y el puma lograron. Está hecho con madera de cedro, así que nuestros antepasados te cuidarán siempre en el camino que te llevará al éxito. Algún día tú serás capaz de alcanzar esa altura de la pureza.
No pude más que abrazarlo fuertemente agradeciéndole por todo.
Pensar en eso, en todos los momentos que compartí con él y con papá en esa vieja cabaña en Tahlequah, escuchando viejas historia y canciones de las tribus bajo la noche en compañía de una fogata y malvaviscos, me hace extrañar muchísimo a mi abuelo y todos los momentos que no volverán a ser porque él ya no estaría.
Vuelvo a poner la foto en su lugar, decido terminar de acomodar mis cosas, en cuanto todo está hecho, pensé que era bueno conocer el lugar. Conocía el internado solo por lo poco que me habló mi mamá, pero en realidad, yo nunca había estado ahí hasta ese día.
Cuando cerré la puerta de mi cuarto, Percy venía saliendo del suyo.
El chico iba con vaqueros desgastados, zapatillas deportivas junto con la misma sudadera negra con detalles azules de hace un rato, tenía pinta de ser algo vieja. Antes no lo había notado, pero del cuello le colgaba un sencillo collar de... ¿Plata? No estaba segura, tenía un anillo como dije, como esos a los que le dan a los graduados de la preparatoria.
—Hey, hola —saludo con una sonrisa.
Me seguía dirigiendo aquella mirada de la entrada: una seria sin un ápice de emoción, como si él solo fuera un autómata. Sus ojos caleidoscópicos habían adoptado un color azul cielo. Aún me seguía sorprendiendo los colores que tenían sus irises.
—Hola.
Su voz no era nada de otro mundo: la voz de un chico de diecisiete años. Sin embargo, hizo que se me erizaran los pelos de la nuca y dejó una sensación extraña recorriéndome la espina dorsal.
—Yyy... ¿Llevas mucho tiempo estudiando aquí? —le pregunto, empezando a caminar a su lado.
—Sí.
—Oh, eh... ¿Desde qué grado?
—Desde décimo —responde, serio. De hecho, su tono fue muy seco y frío.
Asentí apretando los labios. Bien, Percy, mensaje recibido: «No quiero hablar contigo»
—Bueno... —musito, metiendo mis manos en los bolsillos de mis tejanos.
Seguimos caminando al lado del otro, cuando llegamos a las escaleras, Percy se me adelantó cuando estuve a punto de preguntarle dónde estaba el dichoso salón de química avanzada. Puse cara de ofendida sin evitarlo. Vale, era un chico cerrado y poco conversador con una cara de culo constante, comprendo.
Decidí que era mejor irme por el pasillo contrario a él.
Habían puertas a cada lado del pasillo, todas estaban abiertas así que podía ver a los alumnos adentro, unos en clases y otros esperando a que empezara. La mayoría de los chicos que por aquí rondan son menores: trece, catorce y quince. Supongo que esta es el área de los de séptimo hasta noveno. También habían de más edad: dieciséis, diecisiete y dieciocho, nada más andando por ahí como yo.
Al final del pasillo habían otros dos más cortos, el del lado derecho solo tenía tres puertas y una al fondo, era como una salida de emergencia, pero que noté a varios chicos pasando por ella sin problema, quizá una salida alternativa.
El lado izquierdo es casi igual, con tres puertas y una al fondo, que era una doble pintada de un rojo chillón. Me causó curiosidad, así que fui hacia ese lado.
Empujo la puerta con la fuerza que tengo en mis bracitos de fideo, hay chirrido sonoro por el eco del salón detrás.
Con la puerta ya abierta, miro la otra estancia. Mi mandíbula se cae con cada recorrido que hacen mis ojos.
¿Quién demonios había construido ese edificio? Porque por fuera no parece a nada de lo que en realidad es por dentro.
Detrás de las puertas de color rojo había un salón enorme con una piscina, ¡también enorme! Habían también unas gradas para el público, al fondo noté que habían otras puertas dobles, esas de color blanco. Las duchas, supuse. Intenté detallar más el lugar pero la piscina seguía robándose mi atención, el agua es cristalina como un espejo. Juro que cuando me acerqué a la orilla pude ver mi reflejo.
La estancia estaba siendo alumbrada por los rayos del sol que entraban por las ventanas varios metros por encima de mi cabeza. En el centro del alto techo había una de esas lámparas industriales de luz blanca.
No sabía que aquí veían clases de natación. Genial, este lugar tiene cosas muy guais.
Cerré la puerta detrás de mí y escuché el claro eco que hubo, mis ojos se cerraron por el sonido fuerte.
Las otras puertas eran salones con cosas que normalmente hay en las preparatorias: una enorme biblioteca, (no hay que aclarar que quedé chillando de emoción) una enfermería, y las demás ya eran las oficinas de registro.
Un lugar al cual tenía que ir.
Toqué la puerta que estaba solitaria del lado derecho del pasillo, escuché un suave «pase» femenino desde adentro.
Al entrar me sentí como en la sala de espera del dentista. No era un espacio tan grande, pero era cómodo. Había un mostrador que de lado contrario tenía a una chica: aparentaba veintitantos, rubia de ojos claros y tez perfectamente bronceada. En cuanto me mira, forma una sonrisa amable. Me sentí cómoda en su presencia.
—Eres la alumna nueva, ¿no?
—Sí, lo soy. Me llamo...
—Paulette Seavey. Sí, tengo tu información aquí. ¿Vienes a buscar tu horario de clases?
Oh, cierto que mamá me había dicho que debía de retirarlo. Ups...
—Eh, sí, sí. Vengo por mi horario.
—Muy bien, dame un momento —busca algo en una gaveta en su lado del mostrador, un par de segundos después me extiende dos hojas de papel: un horario plastificado y la otra información de las clases—. Este es una guía para los estudiantes nuevos, para que conozcan qué clases impartimos, sus maestros y a qué clases extracurriculares pueden inscribirse.
—Oh, bueno, muchas gracias.
Tenían un montón de opciones para las clases extras: danza, teatro, música, lectura, robótica, de cocina. Esa última se dividían en subtemas: gastronomía europea, asiática, latina, norteamericana y de Oceanía. También estaba la opción de llevar una clase donde te enseñaban todas, ya que cada una era una clase por separado; y también estaban las de repostería: decoración, trabajo con la crema, el fondant y más... Dioses, pero esto es increíble.
—Cuantas opciones... —musito con emoción, recorriendo mis ojos por todas las clases que impartían. En mi vieja preparatoria si acaso asistía la maestra que daría la materia.
La rubia del otro lado del mostrador se ríe, no tanto a modo de burla, si no más bien... con entendimiento de que todo lo que ofrecen cause sorpresa.
—Aquí, en el internado Leighton, procuramos que nuestros alumnos tengan la mejor educación. Así que bienvenida, Paulette Seavey.
Le regalo una sonrisa de lado, viéndola.
—Gracias.
Salgo de la oficina aún sorprendida por todo.
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