Capítulo 2: Queenie.



1 de Enero de 1927.


Nueva York.
 9:00 pm.




— ¿En serio no te gustaría bailar?

Jacob la miró una vez más.

—Lo siento...Pero no puedo, Mildred. No podría, mírame... —se señaló a sí mismo, intentando dar por sentado en la joven rubia que su fisonomía le impedía bailar con la misma gracia y sencillez con la que se movían los Neoyorkinos en la pista.

La joven mujer resopló con un deje aburrido ante la respuesta de su querido exprometido; se había vestido con esmero para aquella elegante gala; invertido en zapatillas, vestido y peinado, para que al final nadie pudiera verla. Pues ahí, sentados en la esquina más alejada del salón de aquel distinguido hotel de la quinta avenida, pocos volvían la vista a mirarla.

—Discúlpame, pero no comprendo, querido —dijo en tono impetuoso; se iba impacientando—. Es el baile de año nuevo. Las mesas están tan sólo para tomar un descanso, beber algo de escocés mientras se prepara la siguiente melodía. Somos los únicos sentados...Pensé que querías arreglar lo nuestro...

Jacob Kowalski tomó el vaso de vidrio cortado, lleno de escocés y lo llevó a sus labios, pensativo: Realmente no lograba prestar atención a las palabras que Mildred despotricaba inconforme. Su mente viajaba no muy lejos, pues las escenas que lo mantenían entretenido habían tenido lugar esa misma mañana, cuando en el interior de su tienda, una hermosa mujer de rubios cabellos, labios suaves y ojos tiernos, se adentró y le dedicó una sonrisa enigmática. Él, por alguna extraña razón, la había asociado a la cicatriz de su cuello (la cual, no recordaba como la había conseguido) y cuando deseó hablarle, preguntarle quizás como había pasado Navidad, el semblante de ella se descompuso, huyendo después de pagar los panecillos que había echado en la bolsa de papel.

El encuentro lo tenía bastante meditabundo. Antes de éste, quizás una semana atrás, el impulso de reencontrarse con Mildred lo obsesionó al punto de invitarla a pasar el primer día del año con él en aquel suntuoso baile donde iban los empresarios más prósperos; los artistas más destacados; políticos adorados, y la sociedad más refinada del estado de Nueva York. La invitación le tomó por sorpresa, pero para otros era de esperarse, pues en menos de un mes su panadería se había convertido en toda una sensación en el estado; generaba, según los banqueros, enormes ganancias. Pero para Jacob, que estaba detrás del mostrador todo el día, eran más sonrisas las que lograba conquistar.

—Tranquila, el baile apenas comienza. Te prometo que bailaremos... Pronto ¿te parece? —Murmuró Jacob, con una sonrisa de lado. Sus ojos evitaban a toda costa la figura de Mildred; la joven de aquella mañana, se le parecía un poco.

Una mueca se adueñó del rostro de la rubia, no muy convencida.

—Entonces... —continuó, con voz más tranquila—. ¿Qué hay de nosotros, Jacob?

El aludido tragó en seco, sin saber muy bien que responder.

—Nosotros... Estamos aquí, y disfrutaremos está velada.

—Perdóname —dijo de pronto la rubia, atrayendo la mirada del moreno, que le veía de forma singular.

—No hay nada qué...

—Déjame terminar —atajó dulcemente—. Yo... Me dejé llevar. ¿Sabes? Por mi mamá, por temor de ser una carga para ti... Sólo quería que fuera todo más sencillo para ti.

La mano diestra de Mildred viajó a través del mantel de la mesa redonda, buscando la regordeta de Jacob. La atrapó y apretó con firmeza aquel agarre. Jacob intentó estrujar con la misma solidez aquella mano, pero estaba atónito ante lo que ocurría. Escuchaba las palabras que antes de ese día deseaba obtener, pero... No percibía sentimiento alguno abordarlo.

—No...Te preocupes —aseguró, soltando la mano de Mildred, con el pretexto de buscar su vaso de escocés—. Estamos bien. Por eso te invité, porque no te guardo rencor o uhm, algo parecido.

Bebió del vaso, y Mildred apoyó un codo en la mesa, y el mentón en la palma de la mano, mirándole fijamente. Como si de arte se tratara. Jacob intentó sonreírle, y desvió la mirada, buscando la forma de desaparecer un momento de la presencia de la que fuera su prometida.

—Te adoro, osito —susurró Mildred, y el whisky se atoró en la garganta de Jacob produciendo fuertes tosidos y un ardor súbito en su garganta.

—Buenas noches —saludó de pronto un joven mozo, de cabellos rubios y bigote fino. Aparentaba unos veinticinco años cuando mucho. Se dirigía a Jacob, aunque veía de reojo a Mildred—. Caballero, espero este no sea un momento bochornoso para usted, o mortificante para mí, pero me gustaría poder bailar con... La señorita, sólo ésta pieza.

Kowalski tragó varias veces para lograr deshacerse de la incomodidad de su garganta y, finalmente, asintió.

—Claro. Ella está ansiosa por bailar, bueno, sólo si ella quiere.

—Sólo una pieza... —el caballero tendió la mano, y Mildred la tomó con delicadeza—. Gracias, osito. Regreso en un momento.

Jacob asintió, mientras veía como se alejaban ambos sonrientes. Se quedó solo, y pensativo, escuchando a lo lejos la música Jazz lenta y suave que impregnaba el salón; escuchaba también la conversación acalorada de grandes magnates, y los flashes de las cámaras de los fotógrafos. Era una noche de estrellas.

Sin embargo, su oído, a pesar de lograr interpretar la mayoría de los sonidos, no prestó atención al débil susurro de la seda al rozar el suelo. Bebió una vez más del escocés.

— ¿Señor Kowalski? —Juraría que nunca nadie había pronunciado su apellido de forma tan deleitosa.

Jacob volvió la mirada hacia arriba, encontrándose para su sorpresa con la mujer que esa mañana había huido furtivamente de su panadería. Abrió la boca, intentando responder, pero la impresión lo traicionó y no logró pronunciar palabra alguna por dos motivos: El primero, es que lucía despampanante; un vestido color rosa cubría gran parte de su cuerpo, moldeando sus formas femeninas, y realzando su semblante bondadoso, pero con una pizca de coquetería trazado en su rostro.

El segundo motivo, es que percibía que la conocía de antes... Quizás se la habría topado en el mercado, o...Simplemente, sabía que existía un recuerdo de ella, más no lograba encontrarlo. Estaba seguro, también, de que podía decir su nombre, aunque no supiera cuál fuese.

Sin importar que era lo que ocurría entre ambos, había una afirmación imposible de negar: Era la mujer más hermosa de Nueva York.

Y ella sonrió, como si se hubiese enterado de este pensamiento.

—Perdón si lo molesto —prosiguió ella, con esa voz femenina y bonita que derrochaba cariño—. Pero me gustaría expresarle que su pan es mi favorito en todo el mundo. ¿Puedo preguntarle algunas cosas?

Aún embelesado, Jacob asintió con la cabeza e hizo un gesto en dirección a la silla que Mildred ocupara. La joven se apuró a sentarse con toda la delicadeza del mundo, y le vio atenta, igual de absorta que él, podría jurar Kowalski.

—Es usted muy amable, no le quitaré mucho tiempo —le sonrió, mostrando todos sus impecables y blancos dientes, emocionada. Jacob pensó que quizás no era un tipo tan interesante para ocupar su noche, más ella rectificó al instante—: No puedo quedarme, no porque no quiera, cielo. —Carraspeó, algo nerviosa, y prosiguió—. ¿Dónde se inspira para sus dulces, señor Kowalski? Son figuras muy...Particulares.

Reuniendo todas sus fuerzas, se obligó a responder y dejar su faceta atontada.

—Realmente, no lo sé —contestó con la misma dulzura reverberando en su voz—. Sólo sé que cuando me colocaba frente a la masa, yo cerraba los ojos y esas figuras me abordaban la mente. Entonces decidí darles vida en el pan...Son estrafalarias y las adoro a todas...Pero mi favorito es el...

—...Demiguise —dijeron al mismo tiempo. Ella en un susurro apenas audible, pero Jacob logró captarlo. Su ceño se frunció, y una sonrisa escéptica nació en su semblante.

—Creí que nadie lo sabía —musitó después de unos segundos en silencio. La joven se miraba un poco más nerviosa.

—Lo...adiviné —se excusó alegre, pura.

—Oh, vaya...—Jacob se rascó la nuca, perplejo. De pronto se dio cuenta de que la música había cesado; apurado buscó con la mirada a Mildred, quien ya enfilaba sus pasos en dirección de la mesa.

No deseaba que la mujer de ensueño se alejara de él, no tan pronto, por lo que se puso en pie de un salto y le tendió la mano. Con más confianza, como si el hablar con ella le hubiese otorgado familiaridad. Era muy cálida y estaba seguro de que la conocía de antes, si tan sólo supiera su nombre...

— ¿Gusta bailar, señorita? Disculpe, pero no me dijo su nombre.

—Mi nombre...No es necesario, señor Kowalski —dijo, de pronto apagada, triste quizás—. No sé bailar muy bien —su sonrisa se convirtió en una mueca de desilusión.

—Ni yo, pero me gustaría quedarme más tiempo con usted. Y siento que si nos sentamos no podremos... Por favor. —Jacob no bajó la mano, y pensaba quizás, que le daba vergüenza, o tenia novio, o marido...Una mujer así...

—Está bien, acepto señor Kowalski —su mano sin enguantar se adhirió a la suya, desnuda también y el roce eléctrico de las emociones hizo eco en los sentimientos de Jacob. Para completar aquel sentimiento tan extraño, la rubia se acercó a su oído y murmuró sólo para él con voz cadenciosa y suave—: Pero sólo un instante...

Los nervios terminaron por hacer estragos en el temple de Jacob Kowalski, quien fue delatado de todo lo que ocurría en su interior por una carcajada que no logró contener; divertida, única, y a su criterio, poco varonil. Algunos invitados, se giraron a verlos, y Jacob solo atinó a ignorar las miradas de los curiosos. Tiró con suavidad del brazo de la joven mujer, y buscó la forma de evitar el perímetro visual de Mildred. No era correcto dejarla esperando; pero una fuerza superior lo unía a la mujer que llevaba de la mano, lo sabía.

No obstante, percibía que ella oponía una tímida resistencia a ser llevada. El no-maj no podía detenerse pues Mildred podría darles alcance y echar por tierra el tener unos instantes más con ella. Pero justo a unos pasos de entrar en la pista, la mujer rubia se detuvo de manera abrupta, interrumpiendo la caminata del panadero. Éste se volvió, confundido.

— ¿La he hastiado? Perdón, yo...

—Enserio... Esto es difícil, ¿sabes? Recuerdas al Demiguise, al escarbato, y a las otras criaturas, pero a mí...

Su misión de adentrarse en la pista de baile quedó anulada, y los compases de la canción de Swing comenzaron a borrar los vestigios de su acalorada conversación. Jacob arrugó el ceño, mucho más confundido que antes.

— ¿Nos conocemos?

La mujer parecía a punto de prorrumpir en llanto copioso. Jacob ideaba el plan para que ambos pudieran sentarse de nuevo, más al volver la cabeza, notó que los ojos de Mildred lo perforaban con rabia, al mismo tiempo que caminaba con paso decidido en su dirección. Sin tiempo que perder y haciendo una elección quizás antes de tiempo, volvió a coger la mano de la rubia que parecía abrumada.

—Sígame, por favor. Le hará bien algo de aire fresco. ¿Trajo abrigo? —La rubia negó suavemente con la cabeza—. Está bien, si gusta, por favor...

Atareado, Jacob la condujo hasta el lobby del hotel, casi vacío. Le pidió al botones su abrigo, y salieron del lujoso inmobiliario, enfrentándose al crudo invierno que abrazaba casi siempre a Nueva York.

De manera gentil, Kowalski depositó el abrigo sobre los hombros desprotegidos y suaves de la señorita rubia. Ella se secaba sus lindos ojos con el dorso de la mano, y él seguía sin entender que había resultado mal.

— ¿Qué le hace tanto mal? —Insistió Jacob.

—Es tarde ya, señor Kowalski. Agradezco su tiempo, pero...Debo volver a casa... Es... Peligroso para mí encontrarme entre tantas personas —La joven se inclinó y dejó un pequeño beso en la mejilla, el cual Jacob sintió familiar, abrasador para su piel. Todo tenía un sentido bizarro que no lograba encontrar.

La señorita comenzó a caminar lentamente por la acera.

— ¿La volveré a ver? ¿Podría decirme su nombre por lo menos? —Gritó el pelinegro, caminando detrás de ella, impotente por no poder detenerla.

Ella se detuvo a un par de centímetros de Kowalski y giró la cabeza con sutileza: Los ojos de ambos se encontraron, y entonces una chispa de reconocimiento encendió la mirada de Jacob, quien entreabrió los labios, sorprendido. En un instante, mil imágenes acerca de su aventura en Central Park y Nueva York lo apabullaron, y todo se volvió claro y nítido. Sí, ya sabía quién era ella.

—Mi nombre es...—comenzó la dama del vestido rosa.

—...Queenie —terminó Jacob, cuyos labios se convirtieron en una leve sonrisa—. Queenie, Queenie, eso es ¡Eso es! —Dio un paso en su dirección, con los brazos abiertos, pero ella caminó hacia atrás, con cierto temor—. ¿Qué ocurre? —Preguntó al ver su reticencia hacía él.

—Sigue siendo peligroso, cariño —procuró con una sonrisa disminuir el peso de las palabras—. Lo siento. No debí haber venido. Lo siento, lo siento mucho.

Se dio mediavuelta y comenzó a caminar apurada. Jacob intentó seguirle el paso, pero ante sus ojos, Queenie desapareció por completo en un chasquido.

— ¡No! —Gritó, exasperado por haberla perdido de nuevo—. ¡¿Queenie?! Dios, Dios... ¿Por qué me haces esto a mí?

Angustiado, Jacob se quedó de pie en medio de la calle vacía; con la nieve cubriendo sus hombros y la duda agobiando su corazón. ¿La volvería a ver? Si era así, ¿cuándo?

¿Cuánto tiempo más tendría que esperarla? 

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