(A) 09. Amigos por Siempre

Observaba a JeongGuk conversar con el señor Gang mientras yo estaba sentada e intentaba entrar en calor. Jeon parecía disfrutar de la plática. Sonreía cuando era oportuno y daba comentarios si los creía necesarios. De vez en cuando me echaba vistazos y, ya que yo le estaba viendo, hacíamos contacto visual unos segundos. No era incómodo, pero sí extraño.

Siempre me pareció que la lluvia llevaba consigo un ambiente melancólico. Mi ánimo decaía con ese clima y, de forma contradictoria, me gustaba. Tendía a hacerme recordar cosas que estaban al borde del olvido o aquellas que yo quería evitar.

Como por ejemplo: Jeon JeongGuk. 

Él tenía muchos significados en mi vida. Muchos papeles que interpretar. Fue mi rival, fue a quien envidiaba y odiaba, fue la perfección hecha persona y también fue mi primer mejor amigo. Aún le tenía cariño por eso. Hicimos muchos recuerdos en nuestra infancia hasta que la situación se volvió insostenible para mí.

Al principio asumí que era mi culpa que mamá me comparara con JeongGuk todo el rato. No sacaba buenas notas y tampoco era obediente. Siempre cometía errores que acababan en desastres y no podía hacer nada bueno. Ni siquiera era bonita, solo promedio. Incluso en eso JeongGuk me ganaba, porque él era muy guapo y, como el vino, se ponía mejor con los años.

Estaba consciente que mi odio partió de la envidia más que otra cosa. Si, por ejemplo, fuera menos atractivo o menos inteligente o menos obediente, ya no sería perfecto y no me afectarían tanto las comparaciones, pero él lo hacía todo bien. Seguro alguien bendijo su alma antes de que naciera y le dieron todo lo bueno del mundo. Incluso tenía suerte. Una vez, cuando teníamos como once, él encontró un trébol de cinco hojas. ¡Cinco! Yo pensaba que solo había hasta los de cuatro. Él intentó regalarme su hallazgo, pero no lo acepté, porque no era lógico. Si él lo encontró, significaba que la fortuna era suya, no mía y, por más que tuviera su trébol, ese hecho no iba a cambiar.

Pensándolo mejor, JeongGuk tenía la costumbre de querer regalarme todo lo que pensaba que me iba a gustar. Dulces, flores, el mismo trébol, su sudadera favorita a los nueve. Y no voy a decir que me disgustaban esas cosas, pero me sentía algo culpable, pues yo nunca le regalé nada. Bueno, le había dado una cosa y ni siquiera estaba segura de que fuera un recuerdo real o si lo inventé, porque todo era muy difuso, pero, a los seis, le prometí que me iba a casar con él.

Antes de empezar a fastidiarme y de que le tuviera envidia y de que le odiara, cuando aún era inocente e ilusa, JeongGuk me gustaba mucho. Demasiado. Recordaba cómo le preguntaba a mamá, todos los días, si JeongGuk iría a casa y, cuando decía que sí, yo sonreía en grande y subía a mi habitación a ponerme bonita según mis conceptos en la época. Una vez me había robado un pintalabios rojo de mamá. Intenté no salirme de la línea, sin embargo, el borde parecía carretera sin mantenimiento, aun así, él me dijo que me veía bonita y me dio un beso en la mejilla. Después de eso, huyó. 

Es que JeongGuk no era mala persona. Me sentía cómoda pasando el rato con él. 

Recordaba que una vez estábamos jugando muy brusco cuando teníamos nueve y le lancé un balón de básquet, el cual no vio, así que aterrizó en su cara. Me reí de él y él se rio conmigo. Después sintió el líquido rojo salir de su nariz y la risa pasó a ser llanto. Yo también lloré porque me sentí culpable, pero él me perdonó. Dijo algo como:

―No puedo enojarme contigo incluso si me lastimas, TaRara.

Ah, ese era el apodo infantil con el que solía llamarme antes. Siempre lo decía con cierto ritmo que era familiar,  enfatizando la última sílaba. A veces lo extrañaba, el sobrenombre quiero decir. Yo siempre sonreía cuando JeongGuk lo decía, pero la última vez fue hace unos diez años.

Resultaba irónico que, justo un mes antes de decidir alejarme, él y yo nos prometimos que íbamos a ser amigos por siempre. Me sentía mal por eso. 

―Toma, chocolate caliente por cortesía del señor Gang.

JeongGuk dejó la taza humeante sobre la mesa y se sentó frente a mí con la suya entre ambas manos para tomar calor suponía yo. Imité su gesto y rodeé mi taza con ambas manos. Sentí el calor llegar y fue muy satisfactorio. Esperaría un rato así hasta que la bebida se entibiara para poder tomarla sin quemarme la lengua.

―Gracias.

Con el silencio regresé a mi mente.

Estaba segura de que le odiaba, como era evidente, sin embargo, nunca pensé sobre si dejó de gustarme. Tal vez seguía gustándome y el odio no me dejaba saberlo. Sacudí la cabeza para desechar la idea. Daba igual, porque él tenía novia.

―TaRa, crees que ahora que estamos aquí, ¿podemos hablar?

―¿Sobre qué? ―Le miré a los ojos, pero él se puso nervioso y desvió la mirada. Siempre lo hacía.

―Nosotros.

No había un nosotros según mi perspectiva. Éramos solo Jeon JeongGuk y Min TaRa, cada uno por su lado, muy aparte del otro. El único motivo por el que seguíamos en contacto era por nuestras madres.

―No entiendo, JeongGuk.

Él suspiró y le dio un sorbo a su bebida. Me parecía curioso que él soportaba el calor. Nunca le había visto quemarse la lengua.

―TaRa, estamos en nuestros veinte. Se supone que somos adultos.

―Sí ―le respondí sin saber a dónde diablos quería llegar.

―Nunca te pregunté en ese entonces, pero aún quiero saber. ¿Por qué te alejaste de mí? ―Tomó coraje y reanudó el contacto visual.

En sus ojos reconocí cierto tipo de aflicción. Se veía triste, dolido y curioso. Sus ojos redondos eran muy expresivos y era una cualidad bastante linda. Podía ser todo un bebé y luego todo un adulto.

―Solo porque quise.

Bueno, en realidad no había querido alejarme de él. Quise aguantar las comparaciones de mamá, porque estar con JeongGuk me hacía feliz y me olvidaba del tema, pero llegó un punto en el que los cuestionamientos de mi progenitora eran constantes. Siempre elogiaba a Jeon. Literalmente tuve JeongGuk para desayunar, para almorzar y para cenar. Y también de tentempié si me cruzaba con mamá entre las comidas. Me estresé y frustré muchísimo por no sentirme suficiente para mis padres. Más para mi madre, porque papá siempre intentaba encontrar lo mejor en mí. De hecho, sólo por él no estaba viviendo en la calle, porque mamá sí tuvo la intención de echarme cuando no logré entrar a la universidad.

―Ya que somos adultos, deberíamos hablar sobre las cosas, TaRa. Yo necesito razones reales. Quiero ―enfatizó― las razones.

Relamí mis labios.

―Porque te odio.

Fue la primera vez que se lo dije. Siempre supuse que él sabía por cómo me volví arisca, aunque nunca grosera. Era indiferente con él. No se lo había dicho porque carecí de motivos. En nada nos afectaba eso.

―Ahora, pero en ese entonces no lo hacías. ―Sí, demostraba que era avispado―. Yo sé que no me odiabas cuando te alejaste ―añadió.

Mi cerebro se bloqueó. Había olvidado que, debido a que pasábamos juntos la mayor parte del tiempo, él me conocía bien en esa época. Sabía si estaba enojada, triste o feliz. Sabía si le mentía o si bromeaba. Siempre lo sabía todo y debí suponer que también sabría eso.

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