|| A Second Chance ||
Su vida era miserable, él pensaba que lo suyo no tenía remedio. Dentro de su cabeza transcurrían ideas frecuentes de inutilidad, indefensión y fantasías suicidas.
Lo único que le sostenía la vida era una vieja tienda de dulces que había heredado de su abuela, y la atendía cada día con menos energía.
A sus 26 años, a Kim Namjoon se le había apagado la vida de una forma atroz debido a una depresión sin tratar, a las crisis de ansiedad frecuentes y a una irremediable aura de soledad que le rondaba.
Una noche, mientras intentaba cerrar su tienda, fue asaltado por un sucio chico que usaba un pasamontañas y cargaba un cuchillo que amenazó su garganta para que le diese todo el dinero de la caja, que era poco para lo que el ladrón esperaba.
Esa noche sufrió una crisis de ansiedad tan fuerte al llegar a su vieja casa con las manos vacías. No le había quedado ni un solo centavo. Deseó con muchas fuerzas quitarse la vida, pero el temblor en sus manos y el pánico dentro de su cabeza lo congelaron, impidiéndole siquiera tomar su revólver y volarse los sesos.
Pero a partir de esa traumática noche, cosas extrañas empezaron a pasarle.
Él era un supersticioso de primera, no creyente ni religioso, más si ingenuo ante los rumores populares que hablaban de lo sobrenatural.
Su lavadora no funcionaba bien, no escurría y todos los días era lo mismo: sacar la ropa, escurrirla y tenderla. Su refrigerador fallaba de vez en cuando, la comida se pudría al no recibir suficiente frío; su lavabo tenía goteras y también había una fuga de gas que no arregló nunca con la esperanza de que un día aquel desperfecto haría explotar la casa y podría morir en paz mientras dormía.
Pero en el transcurso de solo un mes, le ocurrieron tantos milagros que no podía creerlo. La lavadora empezó a funcionar, su refrigerador enfriaba mejor, la comida le duraba más, ya no había goteras y el olor a gas se había esfumado.
Por un momento creyó que estaba loco, que probablemente sólo estaba soñando, o que ahora su salud mental estaba tan perturbada que era de esos sonámbulos que arreglaban cosas mientras dormían.
Pero entonces notó que no solamente los desperfectos estaban arreglados, sino que a veces le faltaba ropa, las cosas estaban en diferente lugar, había migajas de pan que él no se había comido, tenía menos comida y en la hierba de su patio había huellas de zapato.
Entonces solo pudo pensar en una cosa: tenía un duende.
Pero no un duende común de esos que molestan a los niños, rompen cosas y te asustan mientras duermes.
Pensó que se trataba de un duende benévolo, de una especie de espíritu guardián que había llegado a ayudarlo a sentirse menos miserable.
Para comprobar su existencia, una tarde antes de irse a trabajar, le dejó en un plato algunos dulces variados: chocolates, paletitas, dulces de mantequilla; y le dejó una nota que decía "Para mi duende. Disfrútalos".
Y al llegar en la noche, las envolturas estaban vacías.
En lugar de sentirse asustado por tal intruso en su casa, la felicidad lo embriagó al saber que no estaba solo.
Todos los días le dejaba suficientes dulces en aquel plato y a veces charlaba con él. Le contaba lo triste y solo que se sentía, y eso lo hacía sentir mucho mejor. Calmaba su alma el saber que alguien, aunque fuera invisible, lo escuchaba y lo entendía. De ser un alma en pena permanente, pasó a ser un hombre ligeramente feliz e incluso dormía mejor por las noches.
Pero esa felicidad sólo fue pasajera, pues una orden de desalojo lo sorprendió una mañana.
Ya no importaban los desperfectos arreglados ni aquel amigo invisible que se instaló en su casa. Pronto lo desalojarían y no tenía a dónde ir. Enterrado en el pánico, buscó su revólver pero no tenía balas. Entonces se decidió por hacer un nudo, colgarlo en una viga del techo y rodear su cuello con él.
Se dejó caer sin pensarlo mucho. Todo estaba acabando por fin, no más sufrimiento, no más miseria.
Despertó sin saber cómo llegó a su cama y se aterró al saber que seguía vivo.
Desorientado, miró a su alrededor y una nota amarilla en su buró llamó su atención. Todo dentro se derrumbó cuando leyó el mensaje adentro:
Hola.
Perdón por asaltar tu tienda aquella noche, por haberme escondido por tanto tiempo en tu cobertizo, por robar tu comida y tu ropa. Cuadrupliqué con apuestas el dinero que te robé, úsalo bien.
Me enamoré de ti al cuidarte, pero no puedo soportar que veas la vergüenza de persona que soy, por eso me fui.
Así es mejor.
Atentamente:
Park Jimin, tu duende.
P.D: Gracias por los dulces.
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