✾ Capítulo I » Promesas Sinceras ✾
Tenía doce cuando la vi por primera vez. Fue tan mágico que llegué a pensar que era un sueño cruel, pero no. El aroma fresco de las flores contenido en el aire me lo advertían.
Era real...
Ella sostenía un pequeño ramo de gloxinias con un poco de nerviosismo, mientras caminaba hacia el altar, se posicionó junto a las otras damas de honor. Su inocente sonrisa me flechó, en ese momento sentí como las mariposas se amontonaban en mi interior.
Fue amor a primavera vista.
Recuerdo las risitas de complicidad, por parte de mis padres, cuando me hallaron observándola durante todo el acto, sus murmullos al respecto me ponían cada vez más nervioso. Cuando aquellos ojos avellanas se posaron en mí sentí como el traje se encogía y me empezaba a asfixiar.
Además que las molestas mariposas en mi estomago no me dejaron en paz durante toda la tarde.
Gracias a mis padres logré acercarme a ella, se veía un poco cansada por lo que no volvió a sonreír como lo había hecho antes.
En una ocasión, cuando tomaba algunas pastas secas la noté en una esquina del salón, miró a los lados antes de deshacerse de sus sandalias, quedando descalza. Me miró con el ceño fruncido acercándose a la mesa de dulces. El silencio reinó entre nosotros, pero no era incomodo, era un agradable silencio.
Aunque tenía una idea del sentimiento que albergaba en mí, no puedo decir que estaba 'enamorado' porque para mí el amor necesita tiempo para crecer y florecer.
Por eso esperé pacientemente a su lado.
Esperando a que aquel bonito sentimiento creciera y cuándo floreciera, ese día cumpliría mi sueño.
Pasó algún tiempo, en donde poco a poco fui conociéndola, mientras más la conocía el revoloteo de las mariposas en mi interior se intensificaban. Su compañía era agradable, quizás un poco rebelde, pero Berenice era así. Ella rompió los esquemas que tenía de 'niña delicada' convirtiéndolo en algo sin sentido lleno de travesuras y dulces.
Esos largos meses en la hacienda familiar fueron los más divertidos de toda mi vida.
Mis días en el huerto competía con la compañía de Berenice. Para mi suerte su padre tenía una pequeña casa situada en Duaca, cerca de la hacienda, por lo que siempre que podía llegaba en su bicicleta esperándome cerca de los potreros. Nunca llegaba hasta el huerto a buscarme.
Al principio, pensé que era alérgica a las flores, pero con el pasar de los meses me di cuenta que en realidad ella las despreciaba. Esa tristeza en sus hermosos ojos me lo decía.
Nunca me atreví a preguntarle el por qué.
Sentía que no era correcto entrometerme.
En esas circunstancia buscaba la manera de devolverle la sonrisa con caramelos, donas o cualquier cosa dulce que encontrábamos en el pueblo. Podía sonreír sí ella también lo hacía y eso era lo que más me gustaba.
'Sí la persona que amas es feliz, puedes darte la oportunidad de serlo también' eso decía mi padre.
Y no podía estar más de acuerdo con esas palabras.
Cuando mi tiempo en Barquisimeto estaba por culminar, planeé llevarla a los límites de los terrenos familiares para mostrarle mi lugar especial. Esa tarde estaba un poco más ansioso de lo normal, tanto que mi madre lo notó.
Hizo esa sonrisa llena de picardía y me besó la frente.
—Puedo notar que harás algo importante hoy, Tiago —habló acariciándome el rostro con dulzura.
—¿Se nota mucho, madre?
—Tengo catorce años conociéndote y sé que cuando estas nervioso sueles juguetear con tus manos, tal y como lo estás haciendo ahora —Señaló mis manos, nerviosas sobre mi regazo—. Llevarás a Berenice a ese lugar ¿cierto?
La miré asombrado, asentí recibiendo una leve risa sin malicia de su parte.
A veces me sorprendía como mi madre es capaz de descubrir mis planes con solo verme. Quizás es alguna clase de poder que solo las madres tienen, sin importar lo que fuera no podía mentirle, no a ella.
—Espero que se diviertan, recuerda que mañana regresamos a Caracas.
—Lo sé, por eso quiero llevarla antes de irme —aclaré.
Cuando escuché a lo lejos cómo los perros ladraban, supe de la llegada de Berenice, salí al patio y me encontré con la niña de cabellera oscura recogida en una coleta, con su habitual atuendo de camiseta de botones color melón, shorts y converse negros.
Me acerqué rodando mi bicicleta, me monté y me coloqué cerca de ella.
—¿A dónde iremos, Tiago?
—Es una sorpresa, sígueme.
Pedaleamos hasta los límites, dejando atrás las cosechas de piñas. Visualicé por el rabillo del ojo a Berenice, estaba confundida ya que nunca habíamos llegado tan lejos. Llegamos a las cercas de alambres, me bajé de la bicicleta dejándola a un lado, ella me siguió con más emoción.
—Me huele a que haremos algún crimen, Tiago —dijo divertida cuando pasábamos las cercas.
Reí un poco pasando por unos arbustos.
—No creo que sea para tanto.
—Es que... ¡Nunca habíamos cruzado la cerca! —exclamó, sonriendo ampliamente—. Puedo sentir la adrenalina recorrerme las venas.
Luego de un corto trayecto de arbustos, llegamos a un pequeño río de aguas cristalinas. En ese momento, su mirada se iluminó más que nunca. Se acercó a la orilla del río.
—¡Qué lindo, Tiago!
Me aproximé para sentarme a su lado.
—Bienvenida a mi lugar especial —Se colocó en posición de indio a mi lado—. Cuando era más pequeño me perdí en la hacienda y terminé aquí. Es un lugar muy tranquilo y fresco, inclusive en verano hace mucho frío aquí.
—Y yo que pensaba que tu lugar especial sería el huerto —comentó alzando una ceja.
—Ese es mi mundo personal.
Observó a su alrededor, detallándolo. Se levantó y caminó por el orillo del arroyo, la seguí en silencio hasta que se acercó a un pequeño grupo de flores que crecían cerca de los arbustos, lejos de las sombras de los árboles.
—¡Oh! Las azucenas están más hermosas desde la última vez que las vi —comenté acercándome para analizarlas.
—Oye, Tiago —susurró Berenice acercándose, con la mirada baja—. ¿Seguiremos siendo amigos?
Tomé su mano logrando que me mirase, sus luminosos ojos se veía un poco cristalizados.
—Por supuesto. Aunque me mude a otra ciudad seguiremos siendo amigos —Estreché su mano, ella sonrió leve al tiempo que sus mejillas se tornaban de rosado—. Es una promesa.
Alcé el meñique en su dirección. Berenice entrelazó el suyo con el mío y asintió.
—Tarde o temprano me mudaré a Caracas y hasta ese entonces, debes esperarme —dijo con determinación ejerciendo un poco más de fuerza en mi meñique—. Es una promesa, Tiago.
«Siempre te esperaré, Berenice»
—Ni se te ocurra olvidarme.
—A ti tampoco o te estamparé una cacerola en la cabeza para que me recuerdes, Santiago —bromeó.
Por el resto de la tarde y parte de la noche, estuvimos cerca del río jugando a las escondidas. Berenice era muy buena para encontrarme, eso y que aparte no habían muchos lugares para ocultarse, a no ser detrás de arbustos o árboles. Mientras yo me quedaba en los lugares más seguros, ella era más arriesgada trepando árboles o escondiéndose detrás de las rocas cercanas al río.
Cuando estaba empezando a oscurecer tomamos nuestras bicicletas y regresamos a la hacienda, en esa oportunidad tomamos un trayecto más corto.
Durante la cena, mi madre colocó un jarrón pequeño lleno de azucenas en el centro de la mesa. Y aunque parecía tonto, al verlas recordé a Berenice.
A Berenice no le gustaban las despedidas porque eran siempre tristes. Sin embargo, a la mañana siguiente no nos despedimos, solo fue un 'hasta luego'.
En esa ocasión le regalé una pequeña flor que guardaba nuestra promesa de no olvidarnos y mantener nuestra amistad intacta, una promesa que nunca rompería sin importar los años que pasaran.
Y así fue...
El impertinente sol me había despertado, me recibió un molesto dolor de espaldas mañanero por haber dormido en el sillón, el peso de los libros en mi estomago me pareció inhumano, los dejé a un lado levantándome.
Observé la hora en el reloj de pared, alarmado.
—¡No puede ser! ¡Llegaré tarde!
Luego de un baño rápido, una muda de ropa limpia y con algo de alimento en el estomago, tomé mi pequeño bolso para salir del departamento. Tenía alrededor de un año desde que había empezado a vivir solo, en un apartamento en San Martin. La razón era porque quería acostumbrarme, lo antes posible, a vivir lejos de los lujos y mimos de mis padres. Claro que mi mamá –como toda madre sobre-protectora– siempre venía por las tardes a ver que todo estuviera en orden, según ella 'no podía dejar a su capullo tan pronto'.
Una vez en el autobús recibí un mensaje de uno de mis compañeros de clase y mejor amigo, Ricardo. En el cual me avisaba que no podía acompañarme a la exhibición porque se había resfriando repentinamente.
Suspiré encogiéndome en el asiento.
—Siempre te resfrías cuando te pido favores, ya deberías buscar una nueva escusa —opiné para mí mismo mientras respondía al mensaje.
Me bajé en la penúltima parada y caminé el corto trayecto que quedaba hasta el museo. Ese día había una gran exhibición de arreglos flores, mi madre me había avisado de ello y me había ordenado a tomar algunas fotos para su proyecto de botánica.
A pesar que había aceptado en la primera petición, ella me lo recordó a lo largo del mes para que no se me olvidara. Estaba tan entusiasma que incluso pensé que de los dos el que más amaba las flores era ella. Claro que a mí me encantaban, ellas eran mi mundo, sus significados siempre estaban presentes en mi mente.
Puede que incluso, en algún momento de mi niñez, me haya obsesionado con ellas. En una oportunidad había llenado mi habitación de tulipanes y rosas para evitar que les cayera la plaga que azotaba gran parte del huerto, mi padre me regañó duramente al darse cuenta. Él creía que me estaba 'desviando' del camino y por eso me había llevado a jugar bolas criollas con él.
Al final, nunca entendí ese juego y las flores continuaron gustándome. Él momentáneamente fue aceptando mi mundo, sin dejar de darme sus charlas.
Cuando llegué al museo, subí al patio en donde se llevaba a cabo la exhibición, al entrar en aquel lugar tan colorido y aromático me sentía nuevamente en casa.
Era todo un espectáculo de colores.
Le quité el flash a la cámara de segunda mano que tenía y tomé una considerable cantidad de fotografías de los más hermosos arreglos, al tiempo que en mi mente aparecían los significados de cada flor.
Girasoles, admiración.
Begonias, cordialidad.
Lavandas, constancia.
Entre otras más.
Me alejé un poco de la multitud, quienes admiraba los más extravagantes arreglos. Me aproximé a unos sencillos arreglos de helenios y enfoqué el lente en su dirección cuando una familiar voz me sobresaltó.
—Veo que aún te siguen gustando las flores, Santiago.
Me volteé confundido para encontrarme con aquellos hermosos ojos, que desde niño me habían gustado, junto una divertida sonrisa que se posó en los labios de la joven de vestimenta casual; Berenice.
No había cambiado mucho en los años que llevábamos sin vernos; su aura rebelde aún estaba en ella, sin embargo había florecido más radiante que ninguna otra flor que hubiera visto.
La última vez, era una niña no mucho más alta que mi persona, con un pecho plano, de brazos y piernas escuálidos, muy diferente a la joven de atractiva belleza que me sonría con tanta calidez.
No logré pronunciar palabra alguna, estaba perplejo. A lo que ella dejó de sonreír para darme un golpe 'amistoso' en el brazo.
«Más hermosa y, al parecer, más fuerte» Pensé sobándome el brazo.
—No haces mucho ejercicio por lo que veo —bromeó riendo leve, se aproximó a mí para rastrearme con la mirada asintiendo un par de veces—. No estás nada mal, los años hicieron milagros contigo.
—Berenice... yo te creía en Barquisimeto —logré decir.
—Me he mudado a Caracas para terminar mi último año, ¿tu madre no te contó?
«Oh... entiendo. Ésta era la razón de su emoción»
Negué sonriéndole.
Sé que no debía sorprenderme, mi madre solía hacer ese tipo de cosas llevándome a 'sorpresas' sin siquiera alertarme. Claro que esa sorpresa había sido la mejor de todas.
Mi corazón pareció palpitar, tal y como lo había hecho en el pasado. Las mariposas habían vuelto porque Berenice estaba otra vez a mi lado.
Nuestras promesas de niños nunca se habían desvanecido y algo me decía que mi amor por ella tampoco.
*Gloxinias: Flechazo amoroso.
*Helenios: Lágrimas.
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