Parte 1. Los hombres muertos no cuentan cuentos
Y aún sabiendo que no eres el mejor partido
Dime ¿quién puede contra cupido?
El calabozo era a parte más aislada del castillo, hasta debajo de la torre principal. Estaba cerca al mar, lo suficientemente cerca como para escuchar el ruido de las olas chocando contra las paredes de las celdas, haciendo eco en la terrorífica atmósfera del lugar.
Estaba demasiado húmedo ahí abajo, volviéndose algo sofocante, y hacía que la llama de su antorcha crepitara, lo cual era el único sonido que se escuchaba ahí. Las paredes lucían pegajosas y llenas de moho en todos lados. El lugar le mandaba escalofríos por todo su cuerpo, pero Alec lo ignoró, continuando su camino por el corredor, ignorando también a los prisioneros que roncaban dentro de sus celdas. Hasta que encontró el prisionero que estaba buscando.
Magnus estaba ahí, sentado en el piso y despierto.
La celda estaba a penas iluminada por un pequeño agujero en la pared que permitía que la luz de la luna entrara. De alguna forma esa pequeña luz iluminaba el rostro de Magnus, haciendo que su piel pareciera oro y sus ojos le hipnotizaran.
Magnus levantó la mirada cuando Alec se paró en frente de su celda y alzó una ceja al verle.
– Alteza, – masculló Magnus, sin expresar nada.
– No, – Alec suspiró.
– ¿No teme manchar su sangre real al venir a visitar a un pirata? – Magnus continuó, con una media sonrisa, pero sin el humor que Alec había visto tantas veces atrás.
Aunque sus ojos eran otra cosa. Lucían derrotados, cansados y eso solo hizo que Alec se sintiera peor.
– Intenté explicárselos, pero no me quieren escuchar, – Alec masculló, en un intentó desesperado de defenderse a si mismo.
– Asesiné a alguien, Su Alteza, – Magnus respondió, ásperamente. – Se lo confesé. –
– No creo que te condenen cuando sepan toda la historia, – Alec suspiró de nuevo. – Te lo prometo. –
Magnus chasqueó la lengua, viéndole duramente.
– ¿Qué cree que harán, Su Alteza? – le preguntó. – ¿Qué me darán mi libertad y me dejarán ir después de haber asesinado? –
Claramente era un pregunta retórica, por lo que Alec no contestó. No había punto en hacerlo. Magnus tenía razón. Había cometido un error al confiar en La Clave con una historia que ni siquiera era suya para contar. Magnus le había advertido sobre lo corruptos que eran, pero Alec no había querido creerle. Le había parecido imposible, en ese entonces, que culparan a Magnus por lo que había hecho en el pasado y por lo que no había tenido opción.
– Deja de llamarme así, – dijo en su lugar, sintiéndose vulnerable de repente.
– ¿Cómo? – Magnus soltó con desprecio. – ¿Su Alteza? Bueno, ese es tu título, ¿no? ¿O prefieres Alteza Real? ¿O Majestad? Nunca he sido bueno con las formalidades. –
– Para ti es Alec, – susurró Alec.
Magnus soltó un suspiró resignado, pasando sus manos por sus cansados rasgos.
– ¿Qué estás haciendo aquí, Alec? – Magnus suspiró. Su tono había cambiado de frío a cansado, como si ya no hubiera sido capaz de mantener la fachada.
– Tenía que verte, – dijo, soltando las palabras, sintiendo como estaba a punto de desmoronarse. – Te-tenía que hacerte saber que hice todo lo que pude. Lo intenté. Lo siento, Magnus. Se que es mi culpa. –
– Fui yo el que asesinó a un hombre, – Magnus argumentó, cansado. – Quizá si merezca la horca. –
Dejó salir las palabras tan fácilmente, como si no fuera nada, y Alec casi deja caer la antorcha del shock. Su estomago se revolvió en dolor, mientras se acercaba más.
– No es cierto, – dijo, envolviendo una de las barras con su mano.
Magnus negó y finalmente se puso de pie, en un elegante movimiento, haciendo que los collares y brazaletes en su cuerpo tintinearan en una hipnotizante melodía.
No se acercó mucho, pero ya estaba al mismo nivel de Alec, quien ya podía ver su expresión.
– Soy un pirata, Alec, – dijo Magnus, impasible. – Me atraparon. Ahora voy a ser colgado. ¿Qué es lo que tanto repiten tus amigos de la Clave? La ley es dura, pero es la ley. –
– Quizá la ley está equivocada, – dijo Alec sin dudar, su voz aumentada y su mano apretando más duro la barra de metal. – Quizá la ley deba cambiar. –
Magnus alzó una ceja y se acercó. – Baja la voz o vas a terminar en un celda como yo, sin importar tu sangre de la realeza, – le masculló.
– ¿Por qué te importa? – Alec preguntó, sin ser capaz de contener una sonrisa.
Pero claramente no fue lo mejor a decir, ya que los ojos de Magnus se oscurecieron, dando otro paso hacía Alec, mirándole fríamente.
– No intentes aligerar las cosas, – siseó amenazadoramente. – Tu fuiste el que mintió. Me importaste lo suficiente como para ser honesto contigo. Te dije cosas sobre mi, cosas privadas, y aun así me mentiste. Cometí la estupidez de confiar en ti y mira donde terminé. – dijo, señalando la celda donde estaba,
– Lo se, – Alec suspiró, su pequeña felicidad desapareciendo de nuevo. – Pero tu también me importas. Pensé que estaba haciendo lo correcto. –
– ¿Al ocultarme tu verdadera identidad? –
– No, en eso no, – Alec negó, haciendo muecas. – En eso solo estaba siendo un idiota. –
– No puedo negarlo, – dijo Magnus, sin expresión alguna, cruzando sus brazos.
Alec giró los ojos. – Es solo que...– pausó, respirando profundamente. La mirada que le estaba dando Magnus le apretaba el corazón. – Al principio, era porque eras un pirata, – masculló, pasando nerviosamente su mano por su cuello. – Pensé que intentarías asesinarme si lo sabías. –
Magnus estaba a punto de protestar, pero Alec le detuvo. – No puedes culparme por eso, Magnus, – dijo Alec, firmemente. – No te conocía. Tu eras un pirata y yo estaba usando el uniforme de la marina. Eso en ningún mundo nos volvía camaradas. –
– ¿Así le dicen estos días? – Magnus dijo, en doble sentido, con una media sonrisa.
Alec le miró, bajando la antorcha para que no viera su sonrisa divertida.
– Luego te conocí, – prosiguió, decidiendo ignorar sabiamente la insinuación de Magnus. – Y resultaste no ser como pensé que serías. No eras para nada como me habían descrito a los piratas. –
– Tengo mis dientes perfectos, – Magnus dijo, burlón. – Y normalmente huelo bien, excepto cuando he pasado dos noches en una celda. –
Alec giró los ojos esta vez, incapaz de contener una pequeña carcajada.
– No eras despiadado. O cruel. O ninguna de las cosas que pensé que serías, – murmuró Alec, cerrando los ojos en un intento de controlar su acelerado corazón. – En su lugar, eras paciente, y divertido y... y amable. –
– Olvidas devastadoramente sexy, – Magnus replicó.
Alec bufó esta vez. – Intento explicarme. –
– Lo se, – el pirata dijo, suavemente, dando un último paso para terminar de cerrar la distancia entre Alec, las barras y él.
– Y entonces me entró el miedo de que si supieras quien era, me verías diferente. Y no quería perder... lo que sea que tuviéramos, – Alec masculló, mirando al piso. – Por primera vez en mi vida me sentí libre y todo fue gracias a ti pero... aun así te mentí y lo siento. –
Por un momento que pareció durar por siempre, Magnus se quedó en silencio y Alec solo le miró a los ojos, tratando de leer las palabras que no decía, los insultos que sabía que merecía.
Pero Magnus no le dijo nada de eso. En su lugar, tomó la mano de Alec, acariciándola sobre la barra.
– No necesitas disculparte, Alec, – masculló. – Pero si es lo que necesitas, entonces quedas absuelto. Acepto tus disculpas. Ahora por favor, no me tortures más. Voy a morir mañana, y no quiero que mi último recuerdo tuyo sean esos ojitos tristes. –
– No quiero que mueras, – confesó Alec, en un susurro que Magnus solo escuchó porque estaban demasiado cerca.
– A mi tampoco me encanta la idea, cariño, – Magnus contestó, en el mismo tono.
Alec sintió la necesidad de soltar una carcajada por el apodo cariñoso. Al principio lo odiaba. Ahora solo era una muestra del afecto que había surgido entre ellos y el recuerdo de las dos semanas que habían pasado juntos.
Dos semanas. Parecía algo ridículo que se hubieran unido tanto en ese tiempo, pero de alguna forma el pensar en perder a Magnus era como si alguien le arrancara el corazón del pecho, algo que solo sentiría con alguien que había conocido de toda la vida.
Alec tenía otra confesión en la punta de su lengua, pero se la guardó para si mismo.
No había necesidad de decir en palabras los sentimientos que debía expresar en acciones. La esperanza que tontamente había crecido en el iba a morir mañana, junto con Magnus.
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Alec se arrastró con sus brazos, alejándose del mar, tosiendo el agua que quemaba en sus pulmones. Se dejó caer sobre la arena tan pronto como estuvo lo suficientemente lejos del océano. Su cuerpo se sentía en llamas, algo extraño dado que estuvo a punto de morir ahogado.
Se tomó un segundo para acomodar sus pensamientos. Estaba casi seguro que no se iba a desmayar, así que se recargó sobre sus brazos, viendo como su barco desaparecía hundiéndose en el agua.
Miró desesperadamente a su alrededor, buscando otros sobrevivientes, pero rápidamente se dio cuenta de que era el único.
– Eso es tener mala suerte, cariño, – dijo una voz, detrás de él.
Al parecer la playa no estaba tan vacía como había pensado. Alec se levantó rápidamente, sintiéndose mareado por los acontecimientos recientes.
No fue hasta que el mareo pasó que pudo enfocar su vista en el hombre.
Su aliento se atoró en su garganta y no tuvo nada que ver con el casi ahogarse. Aunque ver a ese extraño se sentía así, su corazón se aceleró en su pecho, sintiendo como su sangre se llenaba de una mezcla de miedo y adrenalina.
Lo primero que notó fueron sus ojos. Eran una mezcla de café con dorado, rodeados en una línea negra que los resaltaba aun más. Sonreía de una de esas formas que Alec tanto odiaba, algo engreída, como si se sintiera superior. Viniendo de la realeza, Alec había visto ese tipo de sonrisa bastante seguido en su familia.
Siguió inspeccionando al extraño con su mirada, notando la morena piel que brillaba bajo la luz de sol, su torneado pecho exageradamente expuesto por su camisa desabotonada y sus duros pómulos. Eventualmente sus ojos vagaron por sus fuertes brazos y la piel expuesta de sus muñecas, dejando entrever la inconfundible marca de un pirata.
Alec inmediatamente se puso en guardia, buscando el arco que siempre estaba en su espalda, pero sin encontrarlo. Maldijo internamente mientras tomaba su espada, agradeciendo que esa no se hubiera soltado.
El pirata chasqueó la lengua divertido al verlo, mientras que Alec estaba en posición lista para pelear, aunque la simple posición casi le hace caer de nuevo al suelo. Se encontraba demasiado débil.
– Pirata, – Alec siseó en advertencia, intentando que su voz sonara amenazadora junto con su postura.
– ¿De verdad? – el extraño exclamó, alzando una ceja. – A penas si te puedes sostener. –
– Aun así puedo matarte, – gruñó Alec.
El pirata suspiró profundamente, negando y en un rápido movimiento, antes de que Alec pudiera reaccionar, el pirata saltó sobre él, golpeando sus piernas. Alec cayó de nuevo sobre su espalda sintiendo de nuevo el dolor.
– Claro que si, – el pirata bromeó, quitándole la espada de la mano, parándose frente a Alec con las manos en la cadera.
– Hiciste trampa, – Alec se quejó petulante, tosiendo por el dolor en sus pulmones. – Ni siquiera avisaste. –
El pirata soltó una carcajada y dijo juguetón. – Bueno, tu mismo lo dijiste, cariño. Soy un pirata, y nosotros no seguimos las reglas. –
Alec comenzó a ver estrellitas, pero estaba seguro que aun era medio día. No estaba seguro si venían de los ojos de ese hombre o eran producto de su imaginación. Decidió que probablemente de ambas.
– Tramposo, – fue lo último que dijo, casi en murmullo, antes de caer en la oscuridad.
*
Alec se despertó por el sonido de las olas chocando contra las rocas y un fuego chasqueando a su lado. Todo si cuerpo le dolía, como si una horda de caballos le hubiera pasado encima. Abrió sus ojos lentamente y se maravilló con la oscuridad sobre él, solamente iluminada por miles de estrellas en el cielo. Por un momento se sintió en paz, admirando la belleza que la noche, que logró calmar su mente.
Aunque su calma le duró poco.
– Entonces, niño bonito, ¿qué le pasó a tu barco? – preguntó una voz detrás de él. Si hubiera tenido la fuerza, se hubiera levantado de un brinco.
En su lugar, giró su cuerpo para ver al extraño, que estaba sentado junto al fuego, tallando despreocupadamente con su cuchillo, un pedazo de madera.
– ¿Quién eres? – preguntó Alec, su voz aun sonaba ronca por su casi ahogamiento.
– Mi nombre es Magnus Bane, – dijo y Alec sintió escalofríos, sus ojos se agrandaron. Buscó por su espada, pero esta ya no estaba. El pirata sonrió burlón. – Oh, así que has escuchado de mi, – se mofó. El fuego hacía que el dorado de sus ojos café brillara más, haciendo su sonrisa como la de un demonio.
– Por supuesto que si, – Alec replicó con todo el vigor que pudo. – Eres un pirata. Eres de los más buscado en Idris y en todos los reinos cercanos. –
La sonrisa de Magnus solo se agrandó, tomando una postura aun más engreída. – ¿Y que vas a hacer, niño bonito? – soltó con burla, y maldad en su voz.
– Te voy a arrestar, – Alec replicó obstinadamente. Con dificultad logró arrodillarse frente a la fogata.
Magnus soltó una gran carcajada, echando la cabeza hacía atrás, haciendo que el fuego de la fogata danzara sobre su piel, haciéndola brillar. Y Alec se encontró maldiciéndose a si mismo por no poder apartar la mirada.
– ¿Tu y quien más? – el pirata se burló.
– No necesito un ejercito, – Alec gruñó. – Yo mismo te arrestaré y te llevaré a Idris para que seas juzgado. –
– ¿Juzgado? – Magnus se rio de nuevo, pero esta vez con algo de rencor. – Oh, cariño. – Lo dijo con tanta condescendencia que tuvo que aguantarse las ganas de tomar su espada. Ya la había encontrado, estaba a unos pasos de Magnus.
– Deja de llamarme así, pirata, – soltó, entre dientes.
– Bueno, no tengo otro nombre con que llamarte, – replicó el pirata.
Alec le miró poco sorprendido pero no contestó, convenciéndose mentalmente que la ley del hielo era lo más maduro que podía hacer.
Así que se enfocó en su situación. Se las había arreglado para terminar en lo que parecía ser una isla desierta en medio del océano con uno de los piratas más buscados del reino. Al ver el horizonte se encontró deseando volver a casa solo para poder contarle su historia a Max, quien siempre se emocionaba con la sola mención de piratas. Algo que era una desgracia para sus padres, pero que internamente Alec le alegraba el entusiasmo de su hermanito.
La playa era lo que los separaba del mar, la vegetación era un bosque que lucía tan peligroso como la tormenta en el océano enfrente de ellos. Alec se sentía avergonzado de admitir que no sabía que hacer. Estaba acostumbrado a tener un montón de gente a su alrededor haciendo las cosas por el siempre. Eso no significaba que fuera un inútil, pero si fue un gran golpe darse cuenta que de estaba solo por primera vez en su vida. O casi.
A parte del pirata. Sus padres no le iban a decir que hacer, decir o como comportarse. Su tutor no estaba aquí para hacerle aprenderse y recitar tomos y tomos de libros de leyes. Nadie le iba a obligar a entrenar por tres o cuatro horas al día.
Sabía que pronto sus padres notarían que algo había ido mal. El viaje se supone que era corto, de dos días, y cuando sus padres vieran que no llegaba, mandarían a toda una flota a buscarle.
Hizo una mueca cuando su estómago gruñó con fuerza en la silenciosa noche, lo que le hizo buscar en los arboles cercanos por algo comestible. Pero no podía ver nada en la oscuridad, por lo que se rindió con un suspiró. Ya buscaría algo en la mañana.
Estaba a punto de acostarse de nuevo cuando unos dedos llenos de anillos se materializó enfrente de su rostro. Al levantar la vista, estaba Magnus, viéndole con una sonrisa malévola. Alec no le había escuchado acercarse. Pero le estaba dando un mango, ya abierto, listo para ser devorado. Pero Alec le miró con duda.
– ¿Qué es eso? –
– Es un mago, niño bonito, – Magnus se burló. – Estoy seguro que en tu gran reino los conocen. –
– Claro que si, – replicó. – ¿Pero porqué me estás dando un mango? –
– Porque no voy a dejar que mueras de hambre, soldado estúpido, – Magnus rodó los ojos.
– ¿Por qué no? – Alec preguntó, genuinamente confundido.
– Porque quizá sea un pirata, pero no soy un monstruo, – Magnus suspiró. – Pero si no lo quieres, puedo comérmelo yo. –
Alec escuchó el malvado tono burlón y no pudo evitarlo. Alzó su mano y la cerró en torno a la muñeca del hombre, justo arriba de su marca de pirata. – No, – protestó, sonando más desesperado de lo que quería
Magnus chasqueó la lengua y dejó que tomara la fruta de su mano. – Estaba bromeando, niño bonito, – se burló. – Yo ya me comí unos tres. Así que, cómelo. –
Alec le miró perplejo alejarse, tarareando una canción pirata y sentándose de nuevo junto a la fogata.
– Alec, – se encontró diciendo, sin poder evitarlo. – MI nombre es Alec. –
Espero que les esté gustando esta traducción.
Supongo que no hay persona en este mundo que no haya visto al menos la primer película de Piratas del Caribe, así que ¿quien creen que será Barbosa? 😂
Gracias por leer 💜
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