6. Firma propia (1)


Capítulo 6

Firma propia



En Isla Blau conviven diversidades de ciudades erigidas en honor a alguno de los más grandes genios que la historia de la humanidad ha podido cosechar.

Próximo al sur, allí donde el brazo este, se extiende como un dedo que señala hacia el océano, descansa la ciudad Arquímedes. Su inmensa costa es acariciada por las olas danzarinas y su puerto es uno de los principales nodos conectores con el mundo exterior.

Al otro extremo, cerca del corazón mismo de la isla, emerge la pequeña, pero no por ello menos importante, ciudad Einstein. Una urbanización abrazada por la alta sociedad, que se codea con las imponentes formaciones montañosas que dan cobijo a uno de los puntos turísticos más importantes: el Faro del Fin del mundo.

Monumento que, a pesar de no ejercer su función principal hace ya muchos años al mantenerse tan alejado de la orilla del mar; había sido removido de las costas del brazo este para ser trasladado hacia las montañas. Una jugada que, aunque arriesgada, llevó a Ciudad Einstein a duplicar con creces su circuito de turismo.

Por último, atravesando entre los picos de las más altas formaciones montañosas y surcando cielos pincelados por las nubes, rumbo al norte de Blau, se erige la megalópolis conocida como Ciudad Einstein.

Desplegando una orquesta arquitectónica de altísimo nivel, sus rascacielos modernos y elegantes se elevan hacia el celeste infinito, cuáles gigantes luminosos, que contemplan, como solo ellos pueden hacerlo, la armoniosa fusión entre la innovación de la tecnología y la frondosidad hipnotizante de una naturaleza circundante sin igual.

Siendo Einstein, la urbanización más próxima a respirar el aire del inmenso parque natural Aldebarán a su oeste, se destaca como la ciudad más importante de toda la isla. Un sitio de paso obligatorio para cualquiera que se adentre en sus territorios.

Y en el mismísimo núcleo, la sombra del progreso se proyecta desde la cúspide de la megalópolis: Luxus Corp. Una mini-empresa que tuvo un pico de popularidad precipitado en sus primeros años, así como también, un deceso que resultó igual de veloz, convirtiéndose en el epicentro de una red de secretos y maquinaciones de cuestionables propósitos.

Durante meses, Milena Locker y Alain Torres, un par de jóvenes empresarios a cargo de llevar sus sueños a los cielos de la gloria, vieron su éxito truncado por un golpe de malas decisiones y las abrasadoras llamas del escándalo mediático.

Llamas que fueron extinguiéndose con el pasar del tiempo, bajo un tapiz de dinero y cientos de movimientos de cuentas bancarias.

Tras lograr salir de los barrotes de la justicia en un breve proceso de mes y medio, se llevó a cabo un acuerdo en el que ambos presidentes quedaron exonerados de sus presuntos pecados, bajo la premisa de continuar sus actividades dentro, y solo dentro, de los límites de la propia ciudad.

Milena Locker, una mujer de treinta y largos, se encontraba inmersa en la vorágine de papeles y documentos que poblaban su escritorio. Ella lucia un impecable cabello negro, rebosante de rulos, que enmarcaba un rostro decidido, reflejando la determinante mirada de una ejecutiva. Iba vestida con elegancia en un traje de sastre de tonos claros y homogéneos.

En un gesto fluido, Milena deslizó su bolígrafo sobre un informe, subrayando con precisión los puntos clave que merecían su atención. A su vez, la luz que se filtraba a través de las cortinas de tono crema semitransparentes, reflejaba, con sus rayos, la moderna disposición de su despacho. Las líneas limpias de los muebles de diseño contemporáneo, combinadas con toques de arte abstracto en las paredes, creaban el ambiente de trabajo idóneo que alguien de su importante estatus merecía.

El suave golpeteo en la puerta no logró distraerla de su tarea. Sin embargo, cuando la puerta se abrió con determinación, Milena alzó la vista con serenidad, manteniendo la compostura que caracterizaba su liderazgo. Ante ella, se presentó un rostro familiar que avanzó sin mediar palabra alguna.

Al mismo tiempo, Milena se levantó con gracia para acercarse a una moderna cafetera que adornaba un rincón de la habitación. Sirvió una única taza de café, solo para ella, gesto que marcaba un breve respiro en medio del frenesí empresarial y luego volvió a su sitio.

—Adelante, Torres. Estás en tu casa... —dijo la mujer haciendo resonar sus tacones al caminar—. Por ahora.

Alain Torres irrumpió en el despacho con una elegancia que rivalizaba con la de Milena. Su traje, de un azabache impoluto, acentuaba la figura atlética, pulcra y meticulosa de un hombre rubio cuyos ojos denotaban cierto deje de molestia.

Con una carpeta repleta de papeles en mano, Alain avanzó hacia el centro de la habitación llevando una expresión rígida en todo el camino.

—Aquí tienes. —Su voz resonó en el espacio, tan contundente y tajante como el sonido de la carpeta al chocar con el escritorio—. Firma.

Milena, sentada tras su pulcro escritorio, sostuvo la mirada de Alain con determinación mientras daba un sorbo a su café.

Aunque la propuesta ya había sido discutida, la atmósfera se volvía más densa con cada palabra nueva que se pronunciaba entre ambos. Sin necesidad de revisar los documentos, Milena extendió su mano para recibir la carpeta, recordando la versión original que ya reposaba en su propio expediente.

Solo cuando Alain contempló con sus propios ojos los trazos de la firma de su, ahora, ex socia, se hizo con la carpeta y volvió a hablar.

—Tendremos una última audiencia con nuestros abogados la próxima semana, pero, por mi lado, ya puedes empezar a disfrutar de tu cien por ciento de esta mugrosa empresa.

La mujer echó una mueca.

—Muy bien, veo que estás comprometido a tu idea, pero te lo preguntaré solo una vez más...

—Sí, estoy seguro. No quiero volver a tener nada que ver contigo o con tu familia. Me da igual que te quedes con la identidad de Luxus. Ya está en la ruina, gracias a ti.

—Oh, ¿eso crees, querido? ¿Quieres ver mis cifras del último mes? —inquirió ella con soltura—. Oh, claro. Ya las has visto. Estamos retomando el camino, Torres. Un muy buen camino. Si te doy esta última oportunidad es porque de verdad me caes bien. Sería una lástima que lo perdieras todo por un tonto tropiezo.

—¿Tropiezo? —Alain echó una risa nerviosa, incrédula y que intentó ocultar la efervescente ira que sentía por ella ahora mismo—. No pienso contestar a eso. Locker, ya me da igual. No me importa empezar desde cero con tal de jamás repetir los errores del pasado. Fundaré mi propio emporio, con mis propios ideales, y definitivamente, mis propias reglas.

La mujer asintió y bebió un nuevo sorbo.

—Me parece bien. Lo respeto. Es extremista, infantil y estúpido, pero lo respeto.

—No puedes hablarme a mí de ser extremista. ¿Debo recordarte que casi me arruinas la vida?

—¿Perdón? ¿Debo recordarte que fuiste tú el imbécil que habló de más? Una mocosa de mierda te utilizó como un muñeco de trapo. ¿Querías jugar al universitario? Ahí lo tienes, querido. Esas son las consecuencias. ¿Qué pensabas? ¿Qué esto iba a ser sencillo? La gente como nosotros no puede descuidarse ni un segundo. —Milena reclinó su butaca hacia atrás y desvió la mirada divertida—. Pero claro, el señor Torres quería seguir jugando al niño popular y hacer fiestecitas privadas... Yo pensaba que eras más inteligente que esto.

—No pienso discutir contigo. Nada de esto hubiese sucedido, de no ser por tus... —Alain suspiró—. ¿Para qué me gasto? Sabes bien mi postura. Terminaré el negocio que mi padre me heredó, cómo tuve que haberlo hecho desde un principio: solo.

—Como quieras. —Milena se levantó de su silla con gracia y se volteó para asomarse a la impresionante vista panorámica que ofrecía la ventana. La ciudad moderna parecía ser testigo silencioso de la fractura que se desplegaba esa mañana en el despacho—. Quédate con tu producción de tabaco de mierda. La fábrica de Drones son más rentables en este mundo. —Volvió a voltearse—. Sigue pudriéndole los pulmones a la gente.

—No, ya no lo haré a tu manera. El prototipo 2.0 será desmantelado. Volveré a mi proyecto original.

—Oh, claro. Porque te fue tan bien intentando curar enfermedades crónicas con un cigarro. —Sonrió con incredulidad—. Jamás te lo dije antes, pero, ¿a quién carajo se le ocurre algo semejante?

—A un visionario. —Subrayó él—. Ni más, ni menos.

—En fin, señor visionario, ¿puede abandonar mi oficina? Estoy esperando a un cliente —dijo Milena con frialdad.

Alain asintió. Con un movimiento tajante, depositó el anillo de su comunión con Milena Locker en el escritorio. Este pequeño objeto, antes un símbolo de confianza y colaboración, ahora reposaba como un testimonio silencioso de la brecha insalvable entre los dos.

Sin decir una palabra, se volvió y abandonó la habitación.

Al cruzar el umbral, Alain echó un vistazo al hombre que ingresó después de él. Su rostro le era inconfundible; ya lo había visto antes, cuando trabajaba codo a codo con Milena, y de manera automática, una sonrisa de desprecio se dibujó en los labios de Alain.

Decidido, apretó el paso, sintiéndose más liviano y aliviado. Jamás había estado tan orgulloso de una decisión que le hiciera perder tan considerable suma de dinero. Mientras Alain se alejaba por el pasillo, la puerta se cerró con un clic decidido, dejando a Milena Locker junto a su nuevo invitado.

—¡Efraín, mi hombre! —exclamó la mujer, esbozando una cándida sonrisa al verlo—. Por favor, siéntate. ¿Te sirvo algo?

El «cliente» de Milena se llamaba Efraín Voss, un hombre de aspecto poco usual. A sus cincuenta y pocos años, Efraín exhibía una mezcla intrigante de misterio y encanto. Su tez pálida encontraba elegantes arrugas en su frente y ojos, mientras que su moderno cabello revuelto plateado armonizaba a la perfección con una pulcra barba bien recortada.

—Milady, Locker. —El hombre ensanchó una sonrisa y su diente plateado saludó a la mujer—. La única CEO que tuve el privilegio de conocer que ofrece tan exquisita hospitalidad a sus clientes.

Lo más peculiar de Efraín era su predilección por vestir siempre de blanco, como si llevara consigo una paleta de colores congelada en el tiempo. Desde el impecable traje hasta los zapatos pulcros, cada prenda estaba impoluta, sin una sola mancha que empañara su imagen. Este contraste visual le otorgaba una presencia casi etérea, aunque, su personalidad, sin embargo, era todo... menos etérea.

—Ya sabes que me encanta moverme. El sedentarismo no es lo mío —dijo la mujer, alcanzando una taza con un café recién hecho a las manos encalladas y gruesas del hombre. Luego, de su bolsillo superior del traje, extrajo un habano que depositó sobre la mesa—. Sé que te encantan.

—No me digas. —El hombre se aproximó al cigarro—. ¿Un Montecristo No. 2? Lo guardaré para una ocasión especial, si no le molesta.

La mujer sonrió con una negativa simpática.

—Es todo tuyo.

El hombre hizo lo propio y guardó su regalo. Milena rodeó el escritorio y se dejó caer en su butaca. En una esquina, había un retrato de su numerosa familia. Entre ellos se encontraba su difunto hermano, Errol.

Para ella, su familia lo era todo. El año anterior, al enterarse sobre los misteriosos motivos sobre fallecimiento de Errol, Milena se vio impulsada a abrir una causa en contra de Vanlongward, que no llegó a ninguna resolución a pesar de haber contratado a diversidades de agentes de la ley para indagar a los presuntos sospechosos que se habían acercado a su hermano en el crucero.

Para personas como ella, los accidentes no existen. Eran más de cinco mil personas las que habían abordado el crucero, y solamente un único individuo salió terriblemente perjudicado, y que, casualmente, su apellido en la isla era de los más influyentes.

En un principio, y cuando el dictamen de los oficiales no encontró pruebas suficientes para ensartar la lanza de la culpa en ninguno de los sospechosos, no tuvo más remedio que abrirse camino por su propia cuenta. Allí fue cuando conoció a Efraín.

Juntos persiguieron una intuición que Milena cargaba desde el funeral de su hermano. Funeral que, nadie de los ingresantes en Vanlongward, tuvo la dicha de asistir. O bueno, al menos, en un primer momento. Ya que sí hubo una persona que sí lo hizo: Daniel Parker.

Milena le recordaba con mucha claridad. De los sospechosos, era el único que aparecía junto a su hermano en ese «video» que le ridiculizaba de una manera horripilante e inhumana. Ella no tenía más pruebas de las que aferrarse, pero, de todas formas, lo que sí tenía era una elevada certeza de que, quien había tomado la vida de su hermano en ese entonces, había sido ese muchachito descarado que se había dado el tupé de asistir a su funeral.

Quizás no estaba muy orgullosa de cómo había abordado la situación en aquel entonces: «¡Te odio!», «Me las vas a pagar», «Esto no se quedará así», fueron, dentro de todo, las frases más suaves que había construido en aquella breve plática.

Hasta que, luego de pensárselo detenidamente, Milena decidió que Efraín se encargase del asunto por sus propias y profesionales manos. Lo cual hizo, con una demostración intachable de maestría y profesionalidad.

—¿Cómo va el negocio, Milady? —preguntó Efraín, tras terminarse su café.

—De nuevo en el ruedo, mi querido colega. Gracias por preguntar. Aunque no quiero aburrirte con nimiedades. Ya sabes por qué estás aquí. Necesito concretar un último negocio contigo.

El hombre echó un vistazo disimulado hacia los flancos laterales.

—Ah, no te preocupes. No muerdo dos veces el mismo anzuelo. El edificio entero es una tumba —aclaró la mujer.

—Excelente. En ese caso, soy todo oídos.

Milena sonrió.

—Antes que nada. Me gustaría saber algo... —El hombre empezó a mostrar una socarrona sonrisa confianzuda antes de que ella terminase de hablar—. ¡Es que sí, hombre! Tu «proyecto» anterior fue muy distinguido. Me quedé sin palabras.

—A mis contratistas siempre les gustan las actividades extracurriculares —respondió el hombre con soltura—. Lo lamento, pero no puedo revelar más. Espero sepa entender.

—Por supuesto que sí. Muy bien, entonces hablemos de negocios. Dime, Efraín, ¿has seguido mi caso?

—Sí, en efecto. Estoy al día. Me llevé una gran y desafortunada sorpresa al enterarme.

—Un contratiempo lo tiene cualquiera. Solo quiero dar vuelta la página y seguir con mi vida. ¿Me entiendes?

—Por supuesto, Milady.

La mujer abrió un cajón de su escritorio y deslizó una foto. El hombre la tomó, la contempló, sonrió y se la devolvió.

—Era esperable. Sé perfectamente quién es, y desde ya, no tengo ningún inconveniente. Por si se lo preguntaba.

—Eso me alegra.

—Excelente, no hace falta decir más. Lo haré de inmediato.

—Ah, ah... —Milena levantó un dedo—. Por desgracia, el carácter de este proyecto se tornó personal. Así que te voy a pedir un único requisito.

El hombre exhaló divertido.

—Entiendo. Firma propia, ¿no es así?

Milena asintió.

—En ese caso, va a tomar un poco más de preparación.

—Lo que haga falta.

—Y más personal a cargo.

Milena sonrió ampliamente.

—Como dije, Efraín. Lo que haga falta.

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