39. Un pequeño paseo



Un silencio helado, pesado y espeso se asentó en el pasillo de las celdas. La oferta de Zoey quedó suspendida en la mente de los Diorins, sin que ninguno la tomara en serio, al menos en un principio. Nathan y Madison se miraron con incredulidad, y sus labios se curvaron en una sonrisa contenida, que rompió en carcajadas inyectadas de sarcasmo.

—¿Escuchaste eso? —Madison soltó una risa aguda como el filo de un cuchillo arrastrándose contra una piedra—. ¿Estás drogada, niña?

Nathan, quien estaba apoyado contra la pared de la celda, sacudió la cabeza, todavía divertido por la situación.

—Zoey, Zoey... ¿Por qué mierda confiaríamos en ti? —dijo, con un tono despreciativo, como si estuviera hablando con un niño que había dicho una tontería—. Por favor, no pienso mover un dedo por ti. Si quieres matar a alguien, hazlo por tu cuenta. No nos metas en tu mierda.

Zoey no se inmutó. Sus ojos permanecieron anclados al suelo, hasta que los direccionó a Nathan. Dio un paso adelante.

—Ustedes son más idiotas de lo que pensaba —espetó, con una dureza que rompió el eco de las risas—. ¿No se dan cuenta? Quien me ayude con esto, le deberé un favor. Y si hacen las cosas bien, podrían tener a Emma del lado de alguno de ustedes.

Ambos Diorins se quedaron en silencio y algo cambió en el aire tras esa sentencia. Las risas murieron en sus labios y sus miradas se encontraron, esta vez con una chispa distinta, una de reflexión. El nombre de Emma era una moneda valiosa, una que ninguno de los dos podía ignorar.

Madison se cruzó de brazos, negando con la cabeza y fulminando a Nathan con la mirada.

—No confió en ella —dijo con desprecio—. Sabe que queremos algo de Emma y dudo que una vez la ayudemos ella nos devuelva el favor. Solo nos quiere usar.

Nathan, con los brazos cruzados, le dirigió una mirada de desdén a Zoey antes de hablar.

—Entonces, hipotéticamente, si te ayudamos... —Su voz era grave, como si estuviera probando las palabras antes de decirlas—. ¿Vas a olvidar que secuestré a Ulises? ¿O qué maté a Daniel? ¿Todo eso, así de fácil? ¿Solo porque sí?

Zoey dio un paso más. Había una ferocidad contenida en su mirada, un fuego silencioso que no titubeaba.

—No... —dijo, sin suavizar su tono—. No voy a olvidar lo que hicieron. Pero estas son circunstancias especiales. Si me ayudan, les prometo que cumpliré con mi palabra. Puedo influenciar a Emma, ya la convencí de unir a Julia al equipo, y de entrenar con Isaac, a quien detestaba igual o más que a ustedes. Sé cómo hacer que se incline hacia un bando u otro. —Lo siguiente lo dijo con un tono amenazante—. Pero también sé cómo hacer para que nunca, jamás, en toda su vida... se ponga de su lado.

Nathan dejó escapar una exhalación pesada. Se internó a lo profundo de su mente, evaluando las posibilidades. Madison, en la celda de en frente, lo observó con creciente incredulidad.

—No puedo creer que lo estés considerando —espetó la mujer—. Es obvio que es un engaño. No puedes confiar en ella, Nathan.

Pero él la ignoró. Se acercó a los barrotes y dirigió una mirada severa a Zoey.

—¿Y cómo sé que cumplirás tu palabra si accedo a darte una mano?

Zoey volvió a aproximarse hasta que solo los barrotes los separaban. La intensidad en sus ojos no se desvaneció ni un segundo.

—¿Es en serio? —preguntó—. Si no te ayudo, la tienes tan fácil como matarme. Ya te dije que en una hora tendrás tus poderes de vuelta y te necesito con ellos. Podrías hacer lo que quieras, y no podré detenerte, lo sabes bien.

Nathan no movió un solo músculo, procesando todo. Después de un largo silencio, volvió a tomar la palabra.

—Está bien. ¿A quién tienes que eliminar?

Madison bufó, cruzando los brazos con desgano.

—No puedes estar hablando en serio. Esto te va a salir caro, Becker.

Nathan la miró solo un instante, con una expresión vacía.

—No me importa —dijo, casi en un susurro—. Quizás el destino que vio mi hermano para el mundo aún pueda cumplirse. Y haré lo que sea necesario para intentarlo.

Zoey asintió.

—Okey. La persona a la que tengo que eliminar es muy importante. Así que no será fácil. Su nombre es Serafina Vance —dijo con un tono frío y directo—. La CEO de Quántum Tec. Según lo que averigüé, ella está en la isla, pero se irá mañana. Tenemos que actuar esta noche.

Nathan inclinó la cabeza.

—¿Y cómo haremos para encontrarla?

—Te daré los detalles más tarde —dijo desviando la mirada a Madison—. No aquí. No delante de ella.

Nathan se volvió hacia Zoey.

—¿Qué sigue entonces?

—Primero, te libero a ti —dijo, mientras abría la celda con una llave—. Pero hay algo más que debemos hacer antes.

Nathan dio un paso hacia la libertad, estirando los músculos entumecidos de sus brazos.

—Bien, ahora... —continuó Zoey, dirigiendo su atención hacia la otra prisionera—. Tendremos que asegurarnos de que sus dones no vuelvan. Madison, si nos ayudas, lo haremos de manera pacífica. Si no, no dudaremos en usar la fuerza. No podemos arriesgarnos.

El rostro de Madison se endureció y sus ojos chispearon con odio puro. Se apoyó contra la pared del fondo de la celda, pero no dijo nada, manteniendo su postura desafiante. Zoey no se inmutó ante su reacción.

—Tendrás que inyectarle el suero —le indicó a Nathan, pasándole una pequeña jeringa con un líquido claro y brillante—. No hagas ruido. Emma y Mateus no pueden despertar, ¿entendido?

Nathan asintió, observando la jeringa en su mano por un breve segundo antes de girarse hacia Madison. Su expresión no revelaba nada, pero en su mente las piezas ya estaban cayendo en su lugar.

Zoey, con un gesto decidido, liberó la celda de Madison. Las rejas se deslizaron lentamente, abriendo el paso. Madison, como un animal acorralado, retrocedió un paso, con la furia escrita en cada línea de su cuerpo.

—No me toques... —gruñó.

Nathan dio un paso adelante. No dijo nada. No tenía que hacerlo. La frialdad de su mirada era suficiente.

—Esto no tiene que ser más difícil de lo necesario —murmuró Zoey desde la puerta, observando la escena con los brazos cruzados, lista para cualquier eventualidad.

Nathan levantó la jeringa y se inclinó sobre Madison. Ella lo miró con una mezcla de odio y traición, pero, en el último segundo, algo en su mirada cambió.

A pesar del odio, había un entendimiento entre ellos, una comprensión tácita. Nathan acercó la jeringa a su cuello, pero en lugar de hundir la aguja en su piel, la deslizó suavemente sobre la superficie.

El contacto fue leve, un gesto calculado para que Zoey no lo notara desde donde estaba, pero Madison lo sintió.

Y entonces, lo supo.

—Tch... —resopló, fingiendo un dolor falso, cerrando los ojos mientras sus labios se fruncían en una mueca fingida de sufrimiento. Se llevó una mano al cuello, apretando la piel con los dedos para hacer que la escena pareciera más real.

Nathan dio un paso atrás. No le dirigió ni una palabra a Madison. Zoey, al observar la escena, no vio nada fuera de lugar. Para ella, el suero había sido administrado con éxito.

—Bien —dijo Zoey—. Que todo siga en silencio.

Nathan se apartó y, sin mirar a Madison, volvió hacia Zoey. La puerta de la celda se cerró con un clic definitivo, encerrando a la Diorin una vez más.

—¿Y ahora? —preguntó Nathan.

Zoey lo miró, pero no dijo nada, simplemente hizo un gesto con la cabeza, indicándole que la siguiera. Nathan, sin una palabra más, comenzó a caminar tras ella. Madison, por otro lado, esbozó una pequeña sonrisa al verlos marcharse.

*****

El chasquido de los dedos de Nathan resonó en el silencio de la camioneta. Frunció el ceño cuando no apareció la chispa que esperaba.

—Todavía nada —murmuró, mirando sus dedos con cierta incredulidad antes de suspirar—. Ya pasó la hora, pero seguimos aquí esperando.

Zoey, con los ojos entrecerrados, observaba el Puente de la Fortuna a lo lejos, su estructura se reflejaba en el río como una serpiente de luz.

—El efecto puede variar —dijo en tono bajo—. No debería demorar mucho más.

El ambiente alrededor del vehículo se sentía enrarecido, pesado, con una calma que rozaba lo incómodo. La tenue luz de las lámparas de seguridad iluminaba un estacionamiento casi vacío.

Más allá del parabrisas, el Puente de la Fortuna se elevaba con elegancia, cruzando el río con su curva perfecta, mientras sus luces se reflejaban en el agua, creando un efecto de espejo que alargaba la imagen de la ciudad Edison hasta lo infinito.

A lo lejos, dominando el horizonte nocturno, el Hotel White Edén, con sus 50 pisos de cristal y acero, brillaba con la arrogancia de un coloso urbano.

Nathan se recostó en el asiento, moviéndose incómodo en un traje ajustado que habían conseguido en una tienda de segunda mano. La tela le apretaba en los hombros y el pecho, obligándolo a desabotonar algunos botones para sentirse más cómodo.

—Este traje es un maldito desastre —murmuró mientras se soltaba el cuello con un bufido—. ¿De verdad esto era lo mejor que podíamos encontrar?

Zoey, en silencio, sacó su mechero dorado y encendió un cigarro.

Las primeras bocanadas de humo se disiparon en el aire, apenas perturbando el silencio. Ella no parecía alterada por el ambiente tenso ni por la incomodidad de Nathan.

—Lo que importa es que funcione lo suficiente —respondió ella, sin apartar la mirada del hotel mientras exhalaba humo—. Ya sabes lo que tienes que hacer. Clona su cuerpo para ingresar y luego me la traes aquí. Ya te pasé la foto de ella. Asegúrate de que nadie se entere de nada.

Nathan agitó una mano en el aire con desdén, apartando la preocupación de Zoey como si fuera insignificante.

—No es la primera vez que hago esto, niña. Lo tengo controlado. —Una sonrisa irónica se dibujó en su rostro mientras recordaba—. Ahora que lo pienso, la última vez que lo hice fue para hacerme pasar por Emma y secuestrar a Ulises. Entré a su edificio como si nada.

Nathan la miró de reojo, buscando alguna reacción, esperando ver algún atisbo de molestia o irritación en su rostro. Pero Zoey siguió fumando, sin demostrar emoción alguna.

—Qué divertida... —murmuró Nathan en un tono burlón.

El silencio entre ellos volvió a crecer, pero esta vez era diferente. Era más denso, más incómodo. Como si ambos estuvieran caminando sobre un campo de minas, esperando una posible explosión en un traspié.

—Entonces... ¿Cómo descubriste mi identidad? —preguntó él con una sonrisa ladeada.

—Eso no te incumbe —dijo ella—. No hay nada que tengamos que hablar.

Nathan rodó los ojos, aburrido de la frialdad con la que Zoey se manejaba.

—Oh, por favor, relájate un poco —murmuró, girando la cabeza hacia el puente, observando cómo las luces bailaban en el agua. Después de unos segundos de silencio, volvió a hablar, esta vez con un poco más de interés—. Entonces, ¿cómo planeas proceder una vez que tengamos a Serafina? Ya sabes que la policía estará detrás de nosotros tan pronto como lo hagamos.

Zoey giró lentamente su cabeza hacia él, con su cigarro colgando entre sus labios, y exhaló con calma antes de hablar.

—No si haces bien tu parte. Cuando la tengas, la llevaremos a un sitio lejano y escondido —respondió con seguridad—. Tengo alguien resolviendo ese tema ahora. Solo tendremos que ser rápidos.

Nathan asintió y se recostó en el asiento del piloto, entrecerró los ojos con un aire pensativo. De repente, su mirada cambió, como si algo acabara de cruzar por su mente.

—¿No sería más sencillo que yo mate a Serafina? —preguntó como si estuviera planteando la cosa más lógica del mundo. Se incorporó un poco, y al chasquear los dedos, una pequeña llama apareció en la punta de su pulgar—. Es tan fácil como acercarme a ella y... —La llama danzó, iluminando su rostro con un brillo cálido—. Oh, genial, mis poderes volvieron.

Nathan sonrió, observando la pequeña llama como si fuera un viejo amigo.

—No —respondió Zoey—. Yo quiero verla a la cara, así que lo haremos a mi manera.

Nathan contempló el rostro de Zoey por un segundo, estudiándola como quien intenta leer un libro cerrado. Luego, sin apagar la pequeña llama en su mano, inclinó la cabeza hacia un lado, y su mirada se ensombreció de repente.

—Te tengo una pregunta... —Su voz se volvió suave, pero destilaba veneno—. ¿Qué pasa si me ahorro toda esta mierda y te prendo fuego aquí mismo?

Las llamas en su mano crecieron apenas un poco, lo suficiente para que la luz parpadeara sobre el rostro de Nathan, cuyos ojos, volviéndose dorados, se inyectaron de una malicia sádica.

Zoey no se inmutó. Su actitud seguía impasible como siempre, ignorando la amenaza que crepitaba junto a su rostro, hasta que, finalmente, ladeó la cabeza hacia él, y sus ojos, fríos como el acero, se asentaron en Nathan.

—Te tengo otra pregunta... —dijo ella, lanzándole humo mientras hablaba—. ¿Qué te detiene?

El silencio que siguió fue espeso. El fuego seguía ardiendo en los dedos de Nathan, como una amenaza viva.

La mirada del hombre se estrechó, buscando en el rostro de Zoey alguna señal, alguna grieta, alguna debilidad a la que pudiera aferrarse... Pero no encontró nada. Solo la misma calma imperturbable, como si ella no estuviera preocupada en lo más mínimo por el fuego a centímetros de su piel.

Nathan la miró un instante más y luego echó una risa corta, casi incrédula, y con un movimiento rápido de su mano, extinguió la llama entre sus dedos.

—Sí que eres aburrida... —murmuró con una sonrisa torcida, sacudiendo la mano como si no hubiera pasado nada.

Zoey exhaló una última bocanada de humo y apagó el cigarro en el cenicero del auto. El momento había llegado.

*****

El silencio de la pequeña celda era opresivo.

Madison llevaba horas sentada en el suelo, con la espalda contra la pared y los brazos cruzados sobre las rodillas.

Su respiración era suave, controlada, pero sus pensamientos eran un hervidero. Cada minuto que pasaba la enfurecía más, como un fuego que no hacía más que crecer, consumiéndola lentamente desde adentro.

Habían jugado con ella, con su mente, con sus poderes. Su rabia bullía, pero más que nada, era el sentimiento de vulnerabilidad lo que la carcomía. Ella, que siempre había sido capaz de aplastar la voluntad ajena, ahora estaba atrapada en una celda improvisada, una burla a su antiguo poder.

Se pasó una mano por el cuello, recordando la inyección... y a Nathan. Lo había visto en sus ojos, ese fingimiento de último minuto.

El veneno que le había prometido sumisión nunca había entrado en su cuerpo. Pero aun así, los minutos parecían eternos. Se sentía ordinaria. Débil. Como si aquellos dones que la definían no fueran más que un recuerdo lejano.

Se levantó con lentitud, estirando sus entumecidas piernas. A su alrededor, el espacio era pequeño y sofocante. Las paredes y los barrotes la rodeaban como un caparazón.

Inhaló profundamente, cerrando los ojos por un instante. Necesitaba moverse, hacer algo. Empezó a caminar en círculos, nerviosa y agitada, hasta que, de repente, sintió algo extraño, como una descarga eléctrica, una chispa que recorrió su columna vertebral.

Y un hormigueo inusual se presentó en el interior de sus manos.

Instintivamente, extendió una hacia los barrotes de hierro. No esperaba nada; solo estaba buscando algo con qué aferrarse, algo tangible. Pero al rozar los dedos con el metal, lo sintió: una vibración leve, imperceptible para cualquiera que no fuera ella. El metal bajo su tacto comenzó a temblar, apenas un murmullo al principio, pero luego... con más fuerza. Lo supo antes de verlo. Algo profundo dentro de ella había despertado.

Los poderes habían regresado.

El alivio llegó como una oleada. No una alegría evidente, sino una satisfacción fría, peligrosa. Un oscuro placer recorrió su pecho. Se concentró, cerrando los ojos por un segundo, y sintió cómo las moléculas del metal respondían a su voluntad.

Los barrotes, que alguna vez la habían contenido, empezaron a doblarse, torciéndose como si fueran de papel bajo una fuerza invisible.

El sonido del metal cediendo era casi hipnótico. En cuestión de segundos, había creado un espacio suficiente para deslizarse fuera de la celda.

Madison se detuvo un momento en el pasillo. Lo había logrado. Sus poderes estaban allí, más fuertes, más precisos. Y ella... de nuevo, se sentía invencible.

Con un ligero movimiento de su mano, un destornillador cercano se levantó de una repisa y flotó junto a ella, girando en el aire como un satélite. El control era total.

Pero entonces, sus ojos se posaron en lo que verdaderamente la separaba de su libertad: una puerta gruesa, acorazada, hecha para resistir cualquier intento de escape. La habían diseñado con precaución, era una entrada imponente con un pesado marco de acero.

Madison sonrió. Nada podía detenerla ahora.

Caminó hacia la puerta, con el destornillador flotando junto a ella como una sombra. Alzó una mano, con la palma abierta hacia el frente.

No necesitaba violencia. Ni siquiera necesitaba hacer ruido. Al concentrarse, sintió cómo los pernos de la puerta vibraban y como los engranajes internos comenzaron a girar a su antojo.

Las bisagras se aflojaron, y el pestillo cedió sin resistencia alguna. No hubo sonido. No hubo esfuerzo. La puerta, que debía haber sido su última barrera, se abrió lentamente, como si hubiera decidido rendirse ante ella.

Madison respiró hondo al cruzar el umbral. Ahora sí, era libre.

*****

La habitación de lujo en la que Serafina Vance se encontraba era la definición misma del exceso y el refinamiento.

Los ventanales panorámicos de piso a techo dejaban entrar una luz tenue de la ciudad, que se desplegaba como un manto de estrellas modernas a sus pies.

La decoración era una mezcla ecléctica de lo contemporáneo y lo clásico: muebles de cuero blanco, detalles dorados, y obras de arte exclusivas colgando de las paredes de mármol pulido.

Serafina se inclinó sobre una mesa de cristal frente al ventanal, degustando un delicado bocado de sushi. La pieza, con una hoja de oro decorativa en la parte superior, se deshizo en su boca, provocándole una ligera sonrisa de placer. Frente a ella, una bandeja con foie gras, caviar y pequeñas torres de mariscos descansaba, rodeada de elegantes copas de vino.

—Este lugar es un paraíso —comentó Serafina, deslizando los dedos por la suave superficie de la mesa—. A veces, pienso que podría vivir el resto de mi vida en habitaciones como esta.

Sus guardias de seguridad, tres hombres de complexiones fuertes, pero de rostros amables, se relajaban en un sillón cercano, disfrutando de una conversación tranquila entre ellos mientras bebían cócteles de ginebra con una sonrisa relajada.

—A mí no me vendría mal quedarme aquí también —comentó uno de los guardias, Ben, mientras observaba el caviar con una mirada curiosa—. Aunque nunca sé cómo empezar con estas cosas. ¿Lo comes con una cuchara? ¿Con pan?

Serafina dejó escapar una risa suave.

—Ben, querido, es caviar de beluga. No lo mastiques como si fuera una hamburguesa —dijo, divertida, mientras le entregaba una pequeña rebanada de pan de centeno—. Aquí, acompáñalo con esto y un poco de mantequilla de trufa. Te prometo que no lo olvidarás.

Ben siguió el consejo de su jefa, mientras los demás en la habitación observaban con atención. El asistente personal de Serafina, Greg, que revisaba unos papeles en una esquina de la sala, dejó de lado sus notas por un momento y se unió a la conversación.

—No puedo creer que aún no te hayas acostumbrado a estas cosas, Ben. Trabajando para Serafina, uno pensaría que ya te habrías convertido en un experto en cocina gourmet.

Ben se encogió de hombros, sonriendo, mientras degustaba el caviar con una expresión de sorpresa.

—Es que prefiero lo simple. Pero debo admitir... esto está bueno. Aunque sigo prefiriendo una buena pizza.

Serafina sacudió la cabeza, divertida.

—Y por eso me caes bien. Mantienes las cosas reales —dijo, volviendo a tomar un sorbo de su vino. Al levantar la copa, notó la llegada de una figura a través de la puerta entreabierta.

Kassia Nowak, la joven influencer que había revolucionado el mundo de las redes, entró con la energía fresca que la caracterizaba.

Su cabello blanco, que caía en ondas suaves hasta sus hombros, brillaba bajo la luz de la habitación, y llevaba un atuendo moderno, compuesto por una chaqueta ajustada al cuerpo y unos pantalones crema, casuales pero elegantes.

—¡Pero miren qué tenemos aquí! ¡A esto llamo yo un banquete de lujo! —exclamó Kassia con una sonrisa vibrante, mientras se acercaba a la mesa con una gracia que parecía ensayada.

Serafina la recibió con un gesto cálido.

—Kassia, justo a tiempo. Sabía que no te perderías una buena comida ni aunque tu agenda estuviera repleta.

Kassia tomó asiento junto a Serafina, continuando con su transmisión en vivo para sus millones de seguidores, sin siquiera interrumpir la conversación.

—Chicos, no se imaginan lo que estoy viendo ahora. Sushi como nunca antes, y caviar... ah, esto es vida. Extrañaba esta hermosa isla —dijo con naturalidad mientras el contador de vistas subía a miles en segundos. Kassia movía la cámara con destreza para mostrar el entorno justo, de una manera que no invadiera la privacidad de la reunión.

Greg le hizo una seña y ella asintió despreocupada, apagando el celular y abandonando la transmisión tras despedirse de sus seguidores.

—¿No te cansas de estar siempre en directo?

Kassia le lanzó una sonrisa pícara.

—Nunca. Siempre hay algo que compartir con el mundo. Pero no te preocupes. Ya no lo encenderé más.

—Kassia, ¿tú ya conocías esta isla? —preguntó Ben.

—Ah, sí. Solo un poco. Estuve de paso por aquí el año anterior, antes de... —contempló con una sonrisa a Serafina—. Que mi vida diera un vuelco completo.

Serafina inclinó su copa hacia Kassia.

—Estoy feliz de que estés aquí. Sabes lo mucho que hemos logrado avanzar gracias a Harry, Natia y tú. Hoy, celebramos algo grande —comenzó Serafina, tomando otro sorbo de su vino—. He cerrado uno de mis tres grandes tratos en esta visita. Alaín Torres oficialmente se ha unido a nosotros. Este es el comienzo de algo... inmenso. Aunque todavía nos quedan dos más.

Greg levantó una ceja, interesado.

—Oh, el hijo de Magnus Torres —añadió Greg mientras llenaba su copa de nuevo, con evidente curiosidad—. ¿Cómo habrá conseguido ese compuesto? Hemos intentado de todo y es imposible sintetizarlo.

Serafina asintió con satisfacción.

—No creo que sea algo de lo que Alaín esté enterado. Se habrá llevado el secreto a la tumba. Es una lástima que, sin saberlo, le dejó a su hijo una herencia que podría cambiar el mundo.

Greg bajó la mirada, preocupado.

—¿Y qué pasará con los Aionistas? —preguntó mientras se inclinaba un poco hacia Serafina, bajando el tono por reflejo—. ¿Qué planeas hacer con ellos?

Serafina dejó la copa sobre la mesa y lo miró con una serenidad casi inquietante.

—Mañana temprano iré a ver a Ptolomeo —dijo como si no fuera gran cosa, mientras tomaba un pedazo de sushi con elegancia—. Ese es el segundo gran trato a cerrar, pero podría necesitar un poco de ayuda de nuestra querida Kassia, para... agitar un poco el avispero.

Kassia levantó la cabeza de inmediato, sonriendo.

—Cuenta conmigo —dijo, como si la idea de generar caos fuera simplemente un día más en su vida.

Serafina asintió.

—Solo un recordatorio sutil de lo que somos capaces. Algo que Ptolomeo no pueda ignorar, y así ofrecerle un acuerdo, que no pueda rechazar.

—Muy bien —aceptó Kassia, con la curiosidad encendida—. ¿Y el tercer acuerdo?

—Ese me lo reservo para mí —dijo guiñándole un ojo.

La noche prosiguió su curso hasta que, finalmente, la cena llegó a su fin.

Los platos de porcelana y las copas de cristal aún brillaban bajo la suave luz de la lámpara de araña, pero la conversación había comenzado a apagarse.

Kassia, que había estado charlando animadamente momentos antes, dejó escapar un bostezo largo y disimulado, cubriéndose la boca con la mano mientras sus ojos, cargados de sueño, se entrecerraban.

—Creo que ya es mi hora, chicos —dijo ella con una sonrisa cansada, levantándose lentamente de su asiento y estirando los brazos como una gata perezosa—. Fue una noche increíble, pero si no duermo ahora, mañana seré un zombi de verdad.

Serafina le devolvió una mirada cálida, y Greg, con una media sonrisa, asintió.

—Descansa, Kassia. Mañana será otro día largo.

Kassia saludó a todos con una simpatía natural. Se inclinó para dar un leve abrazo a Serafina, luego levantó una mano hacia los guardias en un gesto amistoso.

—Buenas noches a todos. ¡Nos vemos mañana! —dijo mientras caminaba hacia la puerta.

Al salir, el aire fresco del pasillo la recibió con un soplo suave. Caminó con tranquilidad hasta que, unos metros más adelante, se cruzó con uno de los guardias de seguridad. Él estaba en el extremo opuesto del corredor, inclinándose contra la pared, pero había algo inusual en su vestimenta. No llevaba el traje típico; su atuendo era diferente, algo más informal.

—¡Ey! —le dijo Kassia, alzando una ceja con una sonrisa divertida—. ¿Qué te pasó? ¿Y esa ropa? Si te ve Sera, te mata.

El hombre se rascó la cabeza con una risa ligera.

—Ah, ya sabes, una de esas noches. —Se encogió de hombros, y su voz adquirió un tono jocoso—. Un tipo en una de las habitaciones intentó fumar dentro, dejó el cigarro encendido y... bueno, ya te imaginarás. Sábanas en llamas. Fui a revisar por si había alguien en peligro, y los malditos detectores de humo se activaron. Me empaparon entero. —Señaló el traje, que desprendía un aroma a quemado—. Este fue lo único seco que encontré a mano.

Kassia rio, llevándose una mano a la nariz.

—Ya decía yo que había algo raro por aquí. —Ella hizo una pausa, más seria—. ¿Alguien salió herido?

El guardia negó con la cabeza.

—Por suerte no. Solo un susto y algo de acción para romper la rutina. Ya sabes cómo son estas cosas.

—Bueno, me alegra que al menos te hayas entretenido un poco. Que tengas buenas noches —respondió Kassia, haciéndole un gesto amistoso antes de girar hacia la puerta de su habitación—. Yo me voy a dormir. ¡Nos vemos!

Kassia desapareció tras la puerta de su suite, dejando el pasillo en silencio. El guardia la observó un momento más antes de girarse con cuidado y caminar hacia la habitación de Serafina. El hedor seguía impregnado en el pasillo. Cuando llegó frente a la puerta de la habitación, la abrió con calma y entró.

Dentro, la conversación seguía siendo distendida. Los guardias que estaban con Serafina lo miraron al entrar, con sonrisas llenas de complicidad.

—Vaya pinta llevas, amigo —dijo uno de ellos, riendo—. ¿Quién te dejó entrar con esa ropa?

El hombre, que había mantenido una actitud relajada, no contestó de inmediato. En lugar de ello, sacó el arma que llevaba oculta y, sin previo aviso, disparó tres veces.

Las balas atravesaron el aire en un susurro sordo, impactando a cada uno de los guardias en el pecho y derribándolos antes de que pudieran siquiera reaccionar. Greg, que había empezado a levantarse de su asiento, cayó al suelo con los ojos aún abiertos por la sorpresa.

Serafina permaneció inmóvil, aunque su expresión se había endurecido, sus ojos se fijaron en el hombre. No gritó, ni se movió. Solo lo observó.

El intruso, irradiando una calma preocupante, se sentó frente a ella mientras tomaba un pedazo de sushi y se lo llevaba a la boca con total naturalidad, como si la sangre que manchaba el suelo a sus pies ni siquiera lo perturbara.

—Tienes buen gusto, ¿eh? —comentó, masticando y apreciando el sabor del pescado crudo—. No está mal. Aunque prefiero la comida... caliente.

Serafina lo miró en silencio unos segundos, sus labios apenas se curvaron en una sonrisa fría.

—Tú no eres Jonathan.

El hombre soltó una carcajada corta, su sonrisa afilada como una navaja.

—Muy perspicaz, señora Vance —dijo, mientras se inclinaba hacia adelante—. Mi identidad da igual. Estoy ayudando a una pesada. Parece que los ricos aman hacer enojar a los pobres.

Serafina mantuvo la calma, aunque sus dedos apenas rozaron la mesa, buscando apoyo. Su mirada se volvió más gélida mientras observaba cómo el hombre terminaba el bocado y se limpiaba la boca con una servilleta de lino.

—¿Y qué es lo que quieres?

El hombre se reclinó en la silla, su arma descansaba en su regazo como una extensión natural de su cuerpo. Aunque sabía que podía ser diez veces más letal sin ella.

—Ya lo dije. Hay alguien que tiene muchas ganas de verte, así que, tú y yo, vamos a dar un pequeño paseo.

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