22. Las mejores vacaciones del mundo, perras
—¡Prepárense! ¡Vamos a saltar a la cuenta de tres! —dijo Julia; la gran exponente de la moda del grupo, mientras sostenía el palo de selfi, asegurándose de que todas salieran en el video.
Detrás de ella estaba Brenda Lagos, con una imborrable sonrisa pegada a la cara, su piel lucía tan blanca como la nieve que pronto pisarían, y sus ojos alisados regalaban un simpático guiño a la cámara.
—¡Uno!
Del otro lado, Emma Clark sacudió su pelo rubio con una energía efervescente mientras se preparaba para su próxima aventura junto a su mejor amiga Vanesa; ella pegaba su rostro moreno al de su amiga mientras dibujaba una mueca divertida.
—¡Dos!
En el centro de la foto estaba Zoey Fisher, quien lucía sus fenomenales tatuajes en sus brazos; el de ángel, que se ocupaba de abrazar a Bárbara; y el de demonio, que abrazaba a Flavia. La primera mantenía un pie elevado, mientras acomodaba su cola de caballo; la segunda, hija del Rector Anderson, intentaba hacer equilibrio para no chocar a Emma o lanzarse arriba de Zoey en un traspié.
—¡Tres!
La cámara de Julia capturó el momento justo cuando todas daban un pequeño brinco frente al avión en Isla Blau, y al segundo siguiente, el avión se desvaneció, y cuando la cámara volvió a enfocarlas, ya no estaban en la sala de espera del aeropuerto.
Ahora se encontraban en un vasto escenario cubierto de nieve, con montañas blancas y brillantes elevándose a su alrededor.
—¿Ya terminó? ¡Me cago de frío! —dijo Vanesa, corriendo a volver a ponerse la campera que se había sacado para lucir mejor en el video.
—¡Chicas, este reel va directo a mis redes! —exclamó Julia, revisando el video en su cámara con una sonrisa de satisfacción—. Va a ser épico, ¡todas juntas, en la nieve!
—Espero que sepas editarlo —bromeó Zoey, dándole un suave empujón a Julia—. No quiero que mi cara salga toda pixelada, ¿eh?
—¡Ay, por favor! —respondió Julia, sin fingir el recelo que todavía sentía por Zoey tras haber mentido sobre su nombre en el primer año—. Se nota que no me conoces. Mis ediciones siempre son perfectas.
—Relájate, solo bromeaba.
Julia ni siquiera le respondió y se marchó para juntarse con Brenda.
—Bueno, bueno... —intervino Emma, colocándose bien la capucha de su campera roja. Misma campera que le había salvado la vida en el crucero. Al final, había decidido no tirarla—. Hay que ir a lo importante. Tenemos cuatro noches, así que... ¿Esquiar? ¿O ir directamente a la cabaña y abrir unas botellas?
—¡Esquiar, obvio! —gritó Brenda, levantando las manos al cielo—. ¡Quiero sentir la velocidad en mi cara!
—¿Sabes esquiar al menos? —bromeó Flavia, arqueando una ceja.
—Solo lo intenté una vez. Me caí miles de veces, pero sigue siendo una actividad que repetiría hasta la muerte.
—Yo también he tenido la oportunidad de esquiar varias veces —compartió Bárbara— Le tomas el truco enseguida. El snowboard, por otro lado, es mucho más complicado, pero no imposible.
—Yo voto por hacer lo que decía Emma. —Vanesa se dejó caer, sosteniéndose en los hombros de su amiga—. Ir a la cabaña, relajarnos un poco y luego, cuando ya estemos bien calentitas, salir a la pista.
—Creo que me uno a la moción —asintió Bárbara, acomodándose la bufanda—. Además, si subimos a la pista ahora mismo, me van a tener que arrastrar de vuelta a la cabaña después.
—¿Y eso qué tiene de malo...? —intervino Zoey, con un tono mitad burlón, mitad sensual—. Yo te arrastro por dónde sea.
—Entonces, ¿cabaña primero, luego esquí? —preguntó Julia, asegurándose de que estaban todas de acuerdo.
—¡Cabaña primero! —respondieron todas al unísono, riendo.
Con el objetivo decidido, las chicas se encaminaron hacia la cabaña que habían alquilado, una pequeña y acogedora construcción de madera situada a pocos metros del ingreso a la pista de esquí.
La nieve crujía bajo sus botas, el viento frío acariciaba sus mejillas, tiñendo de rosa sus rostros, pero el calor de la camaradería mantenía el ambiente cálido, incluso en medio de la helada cordillera.
—Este lugar es como de cuento —comentó Flavia, maravillada por el entorno—. ¡Por Dios! Esas montañas parecen sacadas de una postal.
—El pueblo se llama Khionia. Es un nombre un poco raro, la verdad, pero el lugar es una locura —añadió Emma, mientras observaba las chimeneas humeando en las cabañas cercanas—. Todo es tan... pintoresco.
—¿Khion? —preguntó Zoey, deteniéndose un momento y llevando una mano al mentón, mientras el vapor de su aliento se elevaba en el aire—. Significa nieve en griego. ¿Habrá sido fundada por griegos? ¿Qué carajo hacían en esta cordillera?
Emma se apuró a alcanzar a Zoey y con una sonrisa juguetona, le dio un leve empujón.
—Quizás vinieron de vacaciones, como nosotras —bromeó.
—O quizás el nombre les pareció cool —añadió Vanesa, encogiéndose de hombros mientras sus botas dejaban profundas huellas en la nieve fresca.
Julia resopló ante el comentario de Zoey. Sus labios, teñidos de un rojo oscuro, esbozaron una mueca de disgusto.
—¿Así de irritante será todo el viaje? —susurró a Brenda, quien caminaba justo detrás de ella.
—Tranquila. Vinimos a divertirnos. —Apuntó hacia Vanesa, quien estaba ocupada ajustándose el gorro—. Mira, a Vane también le caía mal el año pasado por todo lo que le hizo a Emma, pero aquí está, disfrutando. Deberías hacer lo mismo.
—Sí, muy bonito, pero hay un problema, Bren... —continuó Julia en un tono bajo, pero incisivo—. Es que yo tengo una cosita llamada integridad. ¿Sabes?
—Yo solo escuché: «Soy una amargada» —respondió, exagerando su voz mientras daba un paso más cerca de Julia, quien, ofendida en broma, la empujó suavemente. Ambas rieron.
En ese momento, Vanesa, con su frecuente energía, dio un brinco para quedar al lado de Flavia, quien caminaba un poco rezagada, admirando el paisaje blanco que las rodeaba.
—¡Hola, muñeca! —exclamó Vanesa—. No nos conocimos mucho. ¿A qué le vas?
Flavia, sorprendida por la repentina atención, se ruborizó ligeramente. Su frente amplia, heredada por su padre, era cubierta por algunos mechones de pelo negro que escapaban de su capucha.
—¿Eh...? ¿Cómo? —preguntó, poniéndose un poco nerviosa.
Zoey, notando la incomodidad de Flavia, se volteó con una sonrisa pícara, caminando ahora de espaldas y sin dejar de observar a Vanesa con una mirada juguetona.
—Olvídalo, tigresa —bromeó, dejando que el aire fresco llenara sus pulmones—. Las únicas dos rebanadas de tortas sexys en este viaje somos nosotras —dijo, abrazando a Bárbara por los hombros, tapándole toda la cara con el brazo. Bárbara se dejó llevar por la situación, riendo mientras intentaba liberarse del abrazo de Zoey—. Y las porciones ya están reservadas.
—¡Oh...! —gimoteó Vane, exagerando el gesto—. ¿Y habrá chicos en la cabaña?
Emma se giró hacia ella.
—Supongo, en otras cabañas —contestó, levantando las cejas mientras apuntaba a su destino, a lo lejos—. La nuestra es solo para nosotras.
—¡Genial! —exclamó Vanesa, contagiando a las demás, quienes rieron ante su emoción desbordante.
—Solo, por favor, hay que asegurarnos de que no terminemos todas en el hospital —dijo Brenda, con un tono que adoptaba una advertencia cariñosa—. Nuestras últimas excursiones en Blau fueron... moviditas.
Vanesa se estremeció ligeramente.
—¡Ni me lo recuerdes! —intervino, lanzando una mirada a su amiga—. Emma, te amo, pero no vuelvo jamás a pisar esa isla.
—¡Hey! ¡No...!
—¿Qué puta madre hacemos hablando de Blau? —preguntó Zoey alzando la voz con determinación—. Estas vacaciones son, justamente, para sacarnos todo de esa isla de nuestro sistema. ¡Nada de lloriquear por uñas rotas! ¡Nos vamos a comer esta jodida montaña!
—¡Estoy con Zoey! —exclamó Emma levantando un puño al aire en señal de victoria—. ¡Estas serán las mejores vacaciones del mundo... perras!
De repente, todas se detuvieron y el silencio reinó en el grupo. Emma sintió las miradas de sorpresa de todas asentándose sobre ella, Vanesa y Bárbara incluso dieron una vuelta completa para verla; pero un segundo después, como una chispa encendiendo una hoguera, todas gritaron al aire.
—¡Eso!
El sonido de sus voces se elevó por encima de la nieve, fusionándose con el viento que hacía silbar los árboles. Las montañas, gigantescas y majestuosas, las contemplaban desde lo alto, en un viaje... que prometía ser inolvidable.
*****
Ulises estaba sentado en la clase, pero su mente vagaba lejos del salón. El profesor Sabagh hablaba con pasión sobre la teoría del caos, trazando líneas en la pizarra y gesticulando con energía.
Pero la lluvia de números, ecuaciones y referencias científicas que llenaba la sala se deslizaba sin dejar huella en Ulises, como agua sobre una superficie impermeable.
Un murmullo a su derecha lo trajo de vuelta a la realidad.
Dos estudiantes, Ana y Lucas, intercambiaban comentarios en voz baja sobre la próxima entrega de trabajo. Ulises se giró en su asiento, intentando concentrarse en la conversación del profesor, pero sus pensamientos volvían a arrastrarlo hacia la oscuridad que llenaba su mente.
Hizo una nota mental para revisar más tarde lo que Sabagh había dicho, pero sabía que era solo un autoengaño. Su concentración estaba rota, dispersa, como las partículas en las que Sabagh insistía tanto.
—Señor Rojas, ¿qué opinas sobre el efecto mariposa en la predicción del clima? —preguntó de repente el profesor, con sus ojos intensos clavados en él.
Ulises parpadeó, sorprendido por la pregunta directa.
Buscó una respuesta adecuada en su mente, pero solo encontró silencio. Sin embargo, antes de que pudiera responder, la campana sonó, indicando el final de la clase.
Sabagh, sin perder un segundo, concluyó su explicación con una frase enfática sobre la importancia del caos en el orden de las cosas, y los estudiantes comenzaron a levantarse, charlando entre ellos mientras salían del aula.
Ulises se puso en pie con un suspiro, recogiendo lentamente sus pertenencias, como si cada movimiento fuera un esfuerzo.
Se sentía atrapado en una niebla mental. Caminó hacia la puerta, deseando escapar de la presión que sentía en su pecho.
Pero justo cuando cruzaba el umbral, se detuvo en seco.
Allí, en el corredor, estaban Emma y Zoey, de pie como estatuas de mármol, esperándolo. Emma tenía la mirada seria, pero había un rastro de compasión en sus ojos; Zoey, en cambio, estaba fría, y su expresión era dura como el hielo.
—Síguenos —ordenó Zoey.
Ulises tragó saliva, y el miedo le erizó la piel.
Sin decir una palabra, comenzó a caminar detrás de ellas, siguiendo la dirección de sus pasos a través de los pasillos, hasta que llegaron a una puerta al final de un largo corredor en el último piso del Anillo uno.
Emma se adelantó y, con un gesto rápido, introdujo una clave numérica en un panel al lado de la puerta. Hubo un suave clic, y la puerta se abrió, revelando la oscuridad que aguardaba detrás.
Zoey echó un vistazo hacia ambos lados, asegurándose de que nadie las estuviera observando, antes de empujar a Ulises para que entrara.
En la cima de la terraza, Ulises se dejó caer en un sillón, sintiendo el cuero ceder bajo su peso. El calor encima de la azotea era intolerable, pero la mirada helada de Zoey lo compensaba, calando los huesos.
Emma, a su lado, lo observaba con una mezcla de decepción y rabia contenida.
—¿Pensaste en lo que te dijimos en el funeral de Brenda? —preguntó Emma.
—Chicas, escuchen... —Empezó a decir Ulises—. Tienen que creerme. No estoy mintiendo. No sé qué está pasando, o qué fue lo que hice...
Zoey resopló.
—¿En serio crees que somos tan idiotas?
—No, Zoey. Sabes bien que no, pero... no sé como probarlo. —Ulises bajó la mirada—. Lamento cualquier cosa que haya hecho. De verdad. No sé qué decir. Mi cabeza es una nube de confusión. Jamás me sentí tan perdido en mi vida...
—Emma, sinceramente esto me parece una perdida de tiempo —espetó Zoey—. Va a seguir con esta estupidez de «perdí la memoria» hasta que encuentre otra puta manera de acorralarnos.
—Yo nunca haría eso...
—Ya lo hiciste —sentenció Zoey con brusquedad.
Emma intervino.
—Ulises, acordamos que dejarías a Macarena fuera de todo esto. Acaba de hablarme y me preguntó por ti. Hace días que no le hablas. ¿Qué te pasa?
—Emma, lo siento, pero yo no sé quién es Macarena —comenzó a decir Ulises con la voz quebrada. Trató de encontrar alguna manera de explicar lo inexplicable, pero no tenía respuestas—. No sé de qué están hablando, y lo poco que les dije en el funeral es verdad. Yo no recuerdo nada. No recuerdo nada de lo que pasó antes siquiera de empezar el año...
—¿No recuerdas lo que nos hiciste? —Zoey lo interrumpió escupiendo desprecio—. ¿Nos manipulaste, casi haces que Emma se suicide, y ahora no recuerdas nada? ¿Ni tu relación con Macarena? Qué conveniente.
Cada palabra era como un latigazo, cada acusación una herida abierta. Ulises sintió que el suelo se desvanecía bajo sus pies. Emma se movió a su derecha, cruzando los brazos sobre su pecho, su postura rígida, como si intentara contener algo más que enojo.
—Mira, Ulises —prosiguió Zoey, acercándose aún más, inclinándose sobre él—. Me da igual si mientes o dices la verdad. Conmigo ya perdiste. La única razón por la que te llamamos aquí es porque Maca habló desesperada con Emma, porque eres un puto cagón de mierda que no le contesta. Así que no importa si no tienes memoria, pero ten al menos las pelotas de hablarle y confesarle, al menos, esa estúpida mentira.
Ulises sintió el peso de esas palabras aplastándolo. La culpa lo rodeaba, aunque no podía recordar por qué. Cada fibra de su ser estaba gritando que algo no estaba bien, que algo crucial se le escapaba.
Emma, finalmente, dio un paso adelante y sus ojos brillaron con una intensidad aplastante. De repente, partículas violetas comenzaron a inundar la terraza.
—Y por si se te olvidó lo que te dije en la feria, te lo recuerdo ahora... —dijo Emma, su voz firme, segura, mientras las luces a su alrededor empezaban a arremolinarse—. Si me llego a enterar de que le pusiste un solo dedo encima a Macarena, o a quien sea...
Las partículas de luz a su alrededor comenzaron a afilarse, como cuchillas en el aire, rozando la piel de Ulises, apenas rozándolo, pero lo suficiente para que sintiera el peligro que representaban.
—La próxima vez —Emma bajó la voz, en un susurro que le heló la sangre—. Te enviaré a donde jamás puedas volver. ¿Está claro?
Ulises estaba roto, sus defensas hechas añicos. Las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas, cálidas y desesperadas, desbordando la confusión y el dolor que lo consumían.
Las palabras se atropellaban en su garganta mientras trataba de explicarse, de encontrar algún modo de hacerlas entender.
—Yo... lo siento... lo siento tanto... —su voz se quebraba entre sollozos, y sus manos temblaban mientras intentaba contener el llanto—. No quiero hacerles daño, a ninguna de ustedes. No quiero hacerle daño a nadie. ¡De verdad no recuerdo nada! ¡Nada desde antes de esa fiesta en el barco! Lo siento...
Su llanto se volvió desconsolado, sus hombros temblando con cada sollozo. Se inclinó hacia adelante, ocultando el rostro entre las manos, la impotencia y la desesperación ancladas en cada una de sus palabras.
Emma y Zoey se miraron con una seriedad enmarcada en sus rostros, pero que detrás de esa dureza, palpitaba una chispa de duda.
*****
—¿Le crees alguna palabra? —preguntó Emma, rompiendo el silencio.
Ambas estaban en el sofá de la sala de Emma, rodeadas por el confort del espacio, pero con una tensión palpable en el aire.
Zoey ni siquiera se molestó en mirar a Emma.
—No.
—Sonó un poco convincente —insistió la rubia, su tono era cauteloso, como quien tantea terreno minado.
Zoey soltó una risa amarga.
—Sí, en la feria también sonó convincente, Emma.
Emma frunció el ceño, procesando las palabras de Zoey. Había una lógica en lo que decía, pero también había algo que no encajaba.
—Pero no entiendo. Suponiendo que es verdad...
Zoey giró la cabeza, clavando sus ojos en los de Emma.
—¿En serio?
—Solo, piénsalo. Si la mujer de ojos rojos podía borrarle la memoria a Ulises, ¿por qué no hizo lo mismo con Brenda? ¿Por qué matarla?
Zoey dejó escapar un suspiro largo y cansado, llevándose una mano a las sienes.
—Le estás buscando lógica a un par de asesinos, Emma. Da igual cuánto le des vueltas. Ella y Nathan son unos hijos de puta y ya.
El silencio se hizo entre ambas, roto solo por el suave zumbido del refrigerador en la cocina. Zoey, sin embargo, no pudo evitar que las palabras de Emma se metieran bajo su piel, removiendo la culpa que había intentado enterrar.
—A veces... —empezó, con la voz apenas audible—. Pienso que lo de Brenda fue culpa mía.
—¿Qué? Ni hablar... —Emma negó con firmeza, pero la expresión en el rostro de Zoey era imposible de ignorar.
—Si la hubiese llevado conmigo, no estaría muerta... —Zoey tragó saliva, desviando la mirada, como si el peso de esa posibilidad fuera demasiado para sostenerlo—. Pero cuando me dijo que te salvara. Ni me lo pensé, simplemente, corrí y me olvidé del mundo. Si te llegaba a pasar algo... —Sacudió la cabeza—. Da igual. Olvidalo y pon otra apestosa peli con simios peludos.
Emma sintió un nudo en la garganta al ver a Zoey de esa manera. Se acercó a ella, deslizándose por el sofá de manera torpe, pero decidida, hasta que estuvo tan cerca como para rodearla con un abrazo cálido y protector.
Zoey permaneció inmóvil, sorprendida por el gesto. Pero cuando Emma le dio un apretón, casi ordenándole que le devolviera el abrazo, algo en su interior se suavizó.
Sonrió débilmente y la abrazó de vuelta, acomodando su rostro en el hueco del cuello de Emma. Cerró los ojos y respiró profundamente, inhalando el aroma reconfortante de su amiga.
Pero ese instante fue fugaz. Zoey, dándose cuenta de lo que estaba haciendo, abrió los ojos de golpe y empujó a Emma, rompiendo el abrazo.
—¡Ya! ¡Suficiente contenido LGBT para ti, pequeña! Ni que hubiéramos visto Élite. —Apuntó a la televisión—. Estos son... simios, matando a más simios.
Emma dejó escapar una carcajada, sacudiendo la cabeza.
—¡No! ¡Los simios no matan simios! ¡César lo acaba de decir!
—¿Ah, sí? —Zoey arqueó una ceja.
—¡¿No lo viste?! Fue la mejor parte.
Zoey se inclinó hacia atrás en el sofá, adoptando una pose que exageraba su indiferencia.
—La mejor parte fueron los créditos.
—¡Te odio, Fisher! —exclamó Emma, con una indignación fingida—. ¿Qué quieres ver, El planeta de los nerds?
Zoey fingió estar ofendida, llevándose una mano al pecho.
—¡Hey! He visto Blade Runner.
—Es aburridísima... —bufó Emma, rodando los ojos.
Zoey, siempre rápida para contraatacar, se inclinó hacia adelante con una sonrisa pícara.
—Pero la chica-holograma era sexy.
Emma soltó una risa, divertida, y lanzó un cojín a Zoey
—¡Eso es lo único que te importa! ¡Los hologramas!
Zoey atrapó el cojín con facilidad.
—¡No! —Le devolvió el cojín con fuerza—. ¡Hologramas sexys! —corrigió.
—¿Yo sería un holograma sexy? —preguntó Emma, cambiando el tono de su voz a uno más dulce.
—Tan sexy como un simio... —El cojín voló directo a su cara—. ¡Ay! Hija de...
La noche siguió su curso y para cuando el maratón de películas terminó, la sala de Emma se había transformado en un improvisado campamento.
Cojines dispersos por el suelo, mantas arrugadas y un colchón extra que Zoey había lanzado al suelo sin mucha ceremonia. Emma había tomado posesión del sofá, enroscada en sí misma como un gato, respirando de manera constante y apacible.
Zoey, por su parte, no compartía ese lujo de tranquilidad. Se giraba de un lado a otro en el colchón, intentando encontrar esa posición mágica que indujera al sueño, pero que siempre parecía escapar justo cuando estaba a punto de alcanzarlo.
Su mente era un torbellino de pensamientos que se negaban a asentarse.
Un suspiro de frustración escapó de sus labios mientras volvía a cambiar de postura, esta vez quedando de cara al sofá. Y ahí estaba Emma, durmiendo con total tranquilidad, con el rostro medio cubierto por una de las almohadas.
Zoey se encontró a sí misma mirándola, primero con una envidia inocente por esa habilidad de poder dormirse al instante y luego... con algo más. Algo que la hizo fruncir el ceño.
El tiempo parecía haberse detenido mientras Zoey seguía contemplando a Emma, a su respiración profunda, a su rostro...
Hubo un instante en el que el mundo se redujo al espacio entre ellas, y Zoey sintió una opresión en el pecho que no sabía de dónde venía ni qué significaba.
«Mierda», pensó, desviando la mirada bruscamente, como si acabara de tocar algo que no debía.
Intentó concentrarse en algo, cualquier cosa, pero su mente seguía regresando a lo mismo, como un disco rayado que no puede evitar repetir la misma melodía. Las palabras de Bárbara resonaron en su mente: «Sé lo que es enamorarse de alguien a quien no puedes tener».
Zoey apretó los dientes y chistó, como si así pudiera ahuyentar el malestar creciente dentro de ella.
Se dio la vuelta, dándole la espalda a Emma, obligándose a pensar en cualquier otra cosa. Tal vez en el caso, tal vez en el desayuno del día siguiente, en cualquier tontería que no la arrastrara a esa incómoda y desconocida sensación que la acosaba.
No tenía tiempo para esas estupideces. Se obligó a recordar lo que era importante: Emma era su amiga, y así se quedarían las cosas. Fin del cuento. Nada más que una amistad sólida, firme como una roca.
No había espacio para nada más. No debía haberlo.
Sin embargo, mientras su mente repetía esas palabras como un mantra, su cuerpo se rebelaba, el insomnio insistía, y una sensación de vacío se colaba entre los recovecos de su alma, dejando un regusto amargo.
Su mirada, perdida en el techo, se ensombreció, atrapada en esos pensamientos que tanto quería ignorar, pero que se adherían a ella como un fantasma persistente.
Finalmente, el agotamiento hizo lo suyo, y Zoey comenzó a deslizarse lentamente hacia el sueño, aunque su conciencia todavía se aferraba a un último hilo de resistencia. Fue una rendición a regañadientes, como si su cuerpo cediera solo porque no le quedaba otra opción.
Se quedó dormida con el ceño fruncido y una mano apretada en un puño bajo la almohada, y la otra, con sus dedos rozando sus labios.
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