18. El sendero de las lunas


Teodoro estaba frente a una cabina de tiro al blanco, donde intentaba derribar unas latas metálicas con una pistola de aire comprimido.

En su rostro se dibujaba una ligera sonrisa, concentrado en apuntar, pero en el fondo de su mente, la preocupación se agitaba, apenas contenida. Había pasado tiempo desde que Maggie se había alejado, y el recuerdo del reciente apagón aún resonaba en su cabeza.

Justo cuando estaba a punto de disparar, sintió una presencia a su lado. Bajó el arma y se giró, encontrándose con la figura esbelta de Maggie, quien llegaba caminando con una elegancia despreocupada, como si el mundo a su alrededor no tuviera mayor importancia.

—¿Qué hacías tanto en el baño? —preguntó Teodoro, con una ceja arqueada, guardando el arma en el mostrador mientras la observaba. Su tono no era de reproche, sino de una ligera curiosidad mezclada con ese toque protector que siempre había caracterizado su relación con ella.

Maggie sonrió de medio lado, con una chispa de picardía en sus ojos.

—Tú conviviste en tu infancia con dos hermanas, deberías saber la respuesta —dijo ella, con esa astucia juguetona que tanto le gustaba.

Teodoro soltó una leve risa, negando con la cabeza.

—Touché.

Por un momento, se quedaron en silencio, pero la preocupación en Teodoro seguía ahí, latente.

—Me preocupé por lo del apagón —confesó, buscando en los ojos de Maggie alguna señal que le asegurara que todo estaba bien. Su mirada era suave, pero firme, como quien quiere cuidar de algo que teme perder.

Maggie inclinó la cabeza ligeramente, restándole importancia con un gesto de la mano, como si todo aquello no fuera más que un inconveniente menor.

—¿Eso? No fue nada —respondió ella, con una calma que parecía imperturbable—. Estas cosas pasan en las ferias. Probablemente, sobrecargaron el sistema eléctrico. —Sus palabras eran tranquilizadoras, pero había algo en su mirada que indicaba que no quería quedarse en ese tema por mucho tiempo—. Y todo está bien. Vamos a jugar a otra atracción, ¿sí?

Teodoro vaciló solo un instante antes de sonreír, dejando que el deseo de verla feliz lo guiara.

—Imposible negarme a esa sonrisa. ¿Qué te apetece? —preguntó, extendiéndole la mano.

Maggie la tomó con una elegancia natural en ella y entrelazó sus dedos con los de él. No sabía a dónde iría todavía, pero ya lo averiguaría sobre la marcha. Teodoro, por su lado, no podía evitar sentir que, aunque Maggie le parecía increíble, había algo en ella que seguía resultando un tanto misterioso. Pero, quizás, era justamente ese, el rasgo que más le gustaba.

*****

Emma, con su mente aún enredada en los eventos recientes, se había encontrado de nuevo en su antiguo edificio.

Tras convencer al conserje con una mentira poco elaborada —algo acerca de haber visitado a un viejo vecino del consorcio—, salió a toda prisa antes de que César pudiera hacer más preguntas.

Emma caminaba a paso acelerado mientras observaba, con una mezcla de nostalgia, la ciudad en la que había residido durante tanto tiempo de su vida.

El cartel que había visto se hallaba a unas cinco o seis manzanas de distancia, por lo que había llegado a calcular a ojo. No tenía idea de qué se encontraría una vez llegase ahí, pero algo adentro de ella le decía que se trataría de algo importante.

Algo que no podía dejar pasar.

Caminó durante algunos minutos y encontró el cartel, iluminado por la luz amarillenta de los faroles que coronaban la estructura. Una alambrada lo rodeaba, separándolo del tránsito humano.

Emma miró a ambos lados; nadie parecía estar prestándole atención, así que, siguiendo su impulso de curiosidad, se deslizó por un hueco en la reja y comenzó a escalar por una escalera oxidada.

Sus dedos se aferraban a las barras metálicas mientras subía. Su ansiedad la llevó a dar un pequeño traspié que hizo que su pie resbalara. Eso la hizo recapacitar sobre su creciente ansiedad y avanzar con más cuidado.

Finalmente, llegó a la cima y se encontró en una pequeña plataforma. Desde ahí, la vista de la ciudad era impresionante, pero Emma apenas le dio importancia. Había algo ahí, oculto, y tenía que encontrarlo.

El problema es que no sabía exactamente qué buscaba. Después de intentar descifrar si la pista trataba sobre el cartel publicitario de una marca de desodorantes para hombres, y de rebuscar en algún sitio de la plataforma algún cofre oculto, que por supuesto no encontró, su frustración empezó a burbujear en su interior.

¿Se había arriesgado a subir para nada? ¿Se había equivocado de localización? ¿Ese dibujo realmente era una pista? ¿O solo una mala pasada de su mente revolucionada y agotada?

Desvió la mirada un poco apenada y sintió cómo la vergüenza empezaba a inundar su cuerpo. Quizás no había nada que buscar y había hecho esto en vano. De repente, algo en la esquina inferior del cartel capturó su atención.

Apenas visible bajo la tenue luz de los faroles, había un pequeño dibujo, casi imperceptible a simple vista.

Emma se acercó con cautela, rozó el dibujo con los dedos, para cerciorarse de que no se tratara de un espejismo, pero no lo era.

Era una luna menguante, similar a la que había visto en su edificio, pero esta vez había una línea diagonal que descendía hacia la derecha.

Dentro de ella recorrieron cientos de emociones. Definitivamente, estaba en el sitio correcto. Esta era una nueva pista. Recordó el proceso que había seguido en la terraza, alineando su dije con la luna real, así que optó por intentar lo mismo. Se volteó, sacó su collar y levantó la vista hacia el cielo.

La luna estaba ahí, alta y brillante, colgando en un cielo estrellado que parecía estirarse infinitamente. Emma alineó el dije de su collar, tal como lo había hecho antes, pero esta vez replicando la inclinación diagonal que indicaba el dibujo en el cartel. Con cuidado, movió la cadena, recreando el ángulo exacto que la pequeña línea le sugería.

Y entonces lo vio.

Desde la altura en la que se encontraba, pudo notar una estructura apenas visible entre los tejados y edificios que se extendían más abajo.

Su cadenita apuntaba hacia la esquina de un edificio de dos pisos, una construcción que habría pasado desapercibida en cualquier otro momento, pero que ahora brillaba con un significado nuevo y misterioso.

Emma sintió una mezcla de excitación y ansiedad. Sabía que debía dirigirse a ese lugar, que había algo allí que necesitaba descubrir. Guardó el collar, respiró hondo y comenzó su descenso. Cuando llegó al edificio de dos pisos, su objetivo parecía sencillo, pero la realidad era otra.

La estructura era modesta y discreta, no había nada que la hiciese resaltar del resto de las edificaciones. Se metió al interior de un callejón y llevó su mirada hacia arriba. Había una escalera de emergencia que bajaba desde la azotea, pero estaba demasiado alta para alcanzarla.

Resopló, mirando a su alrededor en busca de una solución. El callejón estaba desierto, salvo por un contenedor de basura apostado en un rincón.

—Supongo que es mejor que nada —murmuró, con una mezcla de ironía y resignación.

Empujó el contenedor hacia la pared, haciendo un ruido que resonó por las estrechas paredes. Intentó hacerse valiente e inhaló aire, pero se arrepintió de inmediato. El contenedor apestaba a orina... y no de animal.

—Lo que hago por seguir lunas dibujadas —se dijo a sí misma mientras levantaba una pierna, casi perdiendo el equilibrio en el proceso.

Después de un par de intentos fallidos, finalmente consiguió subirse al contenedor, y desde allí, logró alcanzar la escalera de emergencia.

Se colgó con fuerza, usando todo su peso para hacerla descender, y luego subió con agilidad, aunque no sin lanzar alguna mirada preocupada al callejón por si alguien la veía. Mientras escalaba agradecía internamente aquel riguroso entrenamiento que había tenido con Mikael. Si bien ya no practicaban juntos, ella seguía ejercitándose regularmente...

A veces.

Cuando lo recordaba.

Quizás debería volver a entrenar con Mikael.

Una vez en la azotea, respiró hondo y caminó hacia la esquina.

Y entonces lo vio: otra luna menguante, esta vez dibujada en la pared baja que precedía a la reja de la azotea. Ahora le era más fácil distinguirlas, porque ya sabía lo que buscaba.

En esta ocasión, la luna estaba acompañada por otra línea, ahora inclinada hacia abajo a la izquierda, marcando un nuevo ángulo.

Emma sacó nuevamente su collar y alzó la vista al cielo, repitiendo el proceso de alineación. Esta vez, la cadena debía moverse en una nueva dirección. Cuando lo hizo, sus ojos siguieron la línea imaginaria hasta que su mirada se posó en otro punto, más allá de los edificios, donde una estructura más alta se erguía sobre la ciudad.

Por un breve segundo, la mezcla de la emoción y la ansiedad le hicieron sonreír. Se estaba acercando a algo, algo que la luna parecía querer mostrarle. Con una última mirada al dibujo, se puso de pie y se preparó para bajar del edificio.

—Muy bien, luna... ¿Qué más tienes para mí? —susurró, mientras se encaminaba hacia su siguiente destino.

Emma se movía como una sombra por la ciudad. Su determinación, mezclada con una creciente adrenalina por develar el misterio de esos dibujos, la llevaba a través de una serie de lugares cada vez más extraños y peculiares.

En un parque tranquilo, se encontró escalando la base de una estatua antigua, donde encontró un nuevo dibujo tallado en la piedra. Con un pie en el pedestal y el otro tratando de mantener el equilibrio, ella trazó la línea con su dedo, como si fuera una brújula.

—¡Hey! ¿Qué haces ahí arriba? —le preguntó un hombre que pasaba con su perro, mirándola con el ceño fruncido.

Emma, atrapada en el acto, sonrió con una mezcla de vergüenza.

—Yo... —Su mente se bloqueó. No tenía ni idea de qué decir como para no verse sospechosa, así que optó por la vergonzosa verdad—. Sigo una búsqueda del tesoro —respondió apretando los labios en una ligera risa.

El hombre negó con la cabeza y siguió caminando. Emma bajó de la estatua con cuidado, ocultando la sonrisa que aún le bailaba en los labios, y se dirigió al próximo punto señalado.

Más tarde, se encontró subiendo por la escalera de incendios de un teatro viejo, cuyos ladrillos ya descoloridos se desmoronaban con el paso del tiempo.

En el último peldaño, casi oculta detrás de una grieta en la pared, estaba otra luna, indicando una nueva dirección. Esta vez, el rastro la llevó a un puente bajo el cual fluía un arroyo de aguas tranquilas y reflejaba la noche estrellada como un espejo. Allí, en la parte inferior de un pilar del puente, la esperaba el siguiente dibujo.

Los minutos se convirtieron en horas mientras Emma atravesaba distintas y variadas localidades de su antigua ciudad. Si alguien le hubiese dicho, hace un par de años atrás, que estaría ahora corriendo de aquí a allá persiguiendo dibujos y trepándose por todos lados, se le hubiese reído en la cara.

Cada paso una mezcla de expectación y satisfacción. Y en cada nueva luna, sentía que el «juego» al que había sido invitada iba borrando poco a poco el cansancio y llenándola de una extraña y sutil euforia.

Finalmente, llegó a un callejón estrecho y sombrío, con paredes cubiertas de graffitis y anuncios viejos. Allí, la última luna que encontró era diferente. La línea que descendía de la menguante estaba trazada hacia abajo, tal como la primera que había encontrado.

En esta ocasión Emma no necesitó usar su dije, la luna estaba justo delante de ella, en el espacio que se abría entre los edificios al salir del callejón. Siguió una línea imaginaria en descenso, y atravesando el callejón, cruzando hacia una calle con una diagonal, el interminable sendero de las lunas, reveló su último destino.

Su respiración se cortó al reconocer el sitio.

Era una cafetería, con un cartel apagado y ventanas cubiertas por persianas metálicas. Era un sitio al que ella solía detenerse regularmente a desayunar, antes de que toda su vida cambiara por completo.

Emma avanzó a paso acelerado, pero con una creciente sensación en el pecho de nostalgia y curiosidad. El letrero sobre la entrada decía simplemente «Cafetería: La Cafetería».

Era un nombre que siempre le había parecido ridículamente obvio, tanto que solía reír cada vez que lo leía, pero esa noche, el cartel parecía tener un significado diferente, como si estuviera allí, solo para ella.

Al acercarse, sus ojos captaron las mesas de hierro en la parte posterior del local. Eran toscas y sencillas, pero Emma siempre las había preferido. Como toda fumadora empedernida, le gustaba sentarse afuera, encender un cigarrillo y dejar que el aroma del café se mezclara con el humo en el aire de la mañana.

Sabía que no era lo más saludable, pero había algo casi ritualístico en esa combinación que la hacía sentir en paz, aunque fuera por un rato.

En aquellos momentos de soledad, en los cuales su madre le hacía tanta falta, eran esas breves mañanas en las que podía sentirse, al menos, un poco mejor. Emma avanzó hacia la mesa que solía ocupar, pero entonces, algo inesperado, la hizo detenerse.

Allí, justo en el centro de la mesa, había una taza de café, idéntica a las que solía pedir. Un tenue rastro de vapor se elevaba desde el líquido oscuro, retorciéndose en el aire frío de la noche.

Emma se quedó congelada. ¿Cómo era posible? La cafetería estaba cerrada, todo dentro estaba apagado y desierto, pero esa taza estaba ahí, esperándola, como si el tiempo no hubiera pasado desde la última vez que se sentó en ese mismo lugar.

Con una cautela casi exagerada, Emma miró a su alrededor, esperando encontrar a alguien, alguna pista de quién podría haber dejado ese café allí.

Pero no había nadie.

El callejón estaba desierto, y el silencio se hacía más pesado con cada segundo. Tomando aire, dio un paso adelante, luego otro, hasta que finalmente llegó a la mesa.

Se quedó de pie por un momento, mirando la taza como si pudiera desvelar algún secreto oculto en su interior. Luego, con un último vistazo a su alrededor, tomo coraje y decidió sentarse.

La silla chirrió cuando se acomodó y Emma sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Sus dedos se extendieron hacia la taza, y cuando la movió, notó algo más.

Debajo, grabada en la mesa, había una pequeña luna menguante, igual a las que había estado siguiendo durante toda la noche.

De repente, una mezcla de miedo y asombro la invadió. ¿Qué significaba aquello? No había más líneas que seguir, solo esa luna, solitaria, que la observaba desde la superficie de hierro frío.

Una parte de ella quería salir corriendo, pero otra, la instaba a quedarse. Y así lo hizo.

Despacio, casi como si estuviera viviendo un sueño, llevó la taza a sus labios y tomó un sorbo. El primer trago fue como una explosión de recuerdos y sensaciones.

El sabor era exactamente como lo recordaba, cálido, intenso, con ese toque justo de amargura que le encantaba.

Cerró sus ojos y un suspiro de alivio se escapó de su pecho, y sin poder evitarlo, un gemido de placer acompañó a una sonrisa que se le dibujó en el rostro.

Emma no podía creerlo. Con ese primer sorbo, fue como si hubiese viajado en el tiempo, de regreso a aquellas mañanas tranquilas.

El aroma, las voces a su alrededor, el silbar del viento, el cantar de los pájaros... Emma no se había dado cuenta de cuánto había extrañado este tipo de momentos. Casi por arte de magia, todo lo demás se desvaneció. El miedo, la angustia, la confusión, los misterios; todo se diluyó en la oscuridad, dejando solo a Emma y su taza de café.

Por un breve y pequeño instante, como hacía mucho tiempo que no tenía, Emma Clark... encontró paz.

—La vida es volátil y...

—¡Aaah!

El chillido de Emma rompió con la tranquilidad del momento, y la taza salió disparada de sus manos, volando en el aire como si fuese una escena en cámara lenta.

El café trazó un arco perfecto antes de estrellarse contra el suelo, esparciendo su contenido por todas partes. La taza se desintegró en mil pedazos justo en medio de la calle.

Un hombre alto, con un simpático bigote, estaba de pie a pocos pasos de la puerta de la cafetería, y su rostro se había vuelto una máscara de pura sorpresa al presenciar el desastre.

Emma miró al hombre, luego a la taza hecha añicos en el suelo, y de nuevo al hombre. A la misma vertiginosa velocidad, sus manos volaron a cubrir su boca, mientras su cara se teñía del intenso color de la vergüenza.

*****

Una nueva taza de café, humeante y perfectamente servida, apareció en la mesa frente a Emma.

Una vez más, murmuró disculpas, como lo había hecho ya varias veces. El hombre del bigote, sin embargo, restó importancia con un gesto relajado y se acomodó en la silla frente a ella. Ahora se encontraban dentro de la cafetería, donde solo algunas luces estaban encendidas, creando un ambiente íntimo y tranquilo.

Emma, aún apenada, no podía evitar mirar la taza con cierta cautela, como si en cualquier momento pudiera repetir el desastre anterior. El hombre la observó, divertido.

—Parece que asustarte está empezando a convertirse en un ritual —comentó, con una sonrisa ladeada que revelaba una pizca de travesura. Emma levantó la vista, un poco avergonzada.

—Lo siento —dijo, aun con las mejillas enrojecidas—. Es que me han pasado... bastantes cosas raras últimamente. Supongo que estoy con la guardia muy alta.

El hombre rio con suavidad.

—No te preocupes. Todos tenemos días así. —Levantó su taza hacia ella, como si brindara por los días extraños y las sorpresas inesperadas.

Un breve silencio se instaló entre ambos mientras tomaban un sorbo de café, disfrutando del sabor y del simple hecho de estar allí, en ese rincón del mundo donde, por un momento, todo parecía estar en su lugar.

Emma fue la primera en romper el silencio.

—Entonces... —comenzó a decir, jugando con el borde de su taza—. Fuiste tú quien dejó los dibujos de las lunas, ¿verdad?

El hombre asintió con un aire de complicidad.

—Sí, fui yo.

—Bueno, tengo dos preguntas —dijo Emma, inclinándose un poco hacia él, sus palabras estaban teñidas de un tono entre lo jocoso y lo serio—. La primera: ¿por qué lo hiciste? Y la segunda: ¿por qué tomarte tantas molestias para hacerme recorrer casi toda la ciudad?

El hombre soltó una risa sincera.

—Yo me hice exactamente la misma pregunta.

Emma lo miró con sorpresa, y él, con una sonrisa, pareció recordar algo.

*****

Estaba de pie, junto a Dean Becker, quien se inclinaba sobre la mesa de hierro, escribiendo con fervor en un cuaderno. El hombre del bigote observaba con curiosidad, incapaz de contener su pregunta.

—¿Es necesario que haya tantos dibujos? —preguntó, viendo cómo Dean seguía garabateando con una energía casi frenética.

Dean no respondió de inmediato, simplemente dejó escapar una carcajada profunda, una risa que, aunque pudiera parecer maliciosa, estaba impregnada de una extraña satisfacción.

Una risa que se incrementaba y que parecía responder: «Lo hago porque puedo».

Dean siguió escribiendo, como si el mundo dependiera de ello.

*****

—Entonces, ¿conociste a Dean Becker? —preguntó Emma, intrigada tras escuchar la breve anécdota.

El hombre del bigote asintió con una ligera inclinación de cabeza.

—Apenas, pero para cuando me quise dar cuenta, estaba dibujando lunas en las paredes de toda la ciudad. Espero que no haya resultado tan molesto.

Emma soltó una risa que se fue desvaneciendo mientras sus pensamientos se alineaban con su respuesta.

—La verdad, fue divertido. —Tomó un sorbo de café, buscando las palabras adecuadas—. Entonces, ¿usted sabe sobre...?

—¿Sus poderes? —interrumpió el hombre, estudiando el rostro de Emma—. Casi nada, en realidad. Solo sé de la existencia de ciertos dones gracias a la poca interacción que tuve con Dean. Aunque no voy a mentir, al principio me costó creerlo.

—¿A quién no? —Emma desvió la mirada hacia la ventana, donde las luces de la calle se reflejaban en el vidrio—. Supongo que es mejor que sepa poco sobre ello. No traen más que problemas.

El hombre del bigote dejó la taza sobre la mesa.

—De eso justamente quería hablarle, Emma Clark. Tengo un...

—Perdón. —Emma lo miró con una mezcla de curiosidad y disculpa.

—¿Sí?

—¿Cómo te llamas? Sé que me habías dicho tu nombre hace mucho tiempo, pero... se me olvidó.

El hombre sonrió.

—Prefiero mantenerlo en secreto.

—¿Por qué? —preguntó ella, frunciendo ligeramente el ceño.

—No lo sé. Supongo que se me pegó eso del «misterio» de Dean.

Emma alzó una ceja, divertida.

—Oh... ¿Y cómo te llamo entonces?

El hombre pensó por un momento, como si sopesara varias opciones, antes de responder con una ligera inclinación de hombros.

—Puede decirme «hombre del café».

Emma no pudo evitar soltar una risa ligera.

—Muy bien, hombre-café. Un placer volver a verlo.

—Lo mismo digo, señorita Clark. —El hombre-café acompañó su respuesta con un tono ceremonioso que provocó que Emma rodara los ojos con una sonrisa.

—Ugh... tienes las mismas vibras que Lambert. Es el encargado de mi edificio. «Señorita Clark» —imitó ella, alzando la voz y eligiendo un tono exageradamente formal.

El hombre-café sonrió.

—Seguro es un buen hombre. En fin, lamento tener que apurarme, pero no tenemos mucho tiempo. Su vuelo saldrá pronto. —De su bolsillo sacó un pasaje de avión y lo deslizó por la mesa hacia Emma. Su nombre estaba impreso en el billete.

Emma lo tomó, sorprendida y algo incrédula.

—¿Usted sacó un vuelo...? —Sus palabras salieron casi en un susurro, mientras examinaba el pasaje—. Gracias, le prometo que se lo pagaré. Entonces, ¿de qué va ese mensaje?

El hombre-café entrecerró los ojos, como si saboreara las palabras que estaba a punto de pronunciar.

—Voy a citarlo textualmente: diviértete.

Emma parpadeó, claramente desconcertada, mientras una ceja se alzaba en una expresión de incredulidad.

—¿Eh?

El hombre se recostó un poco en su asiento, cruzando los brazos sobre el pecho.

—Usted ve sus dones como una carga —explicó—. Piensa que son los culpables de todo lo malo que acontece a su alrededor y preferiría no tenerlos. ¿Me equivoco?

—Es que... —Emma bajó la mirada, jugando con el borde de la taza entre sus dedos—. Es la realidad. Desde que los tengo, no paran de suceder cosas malas. La gente a mi alrededor muere, y pienso que yo seré la próxima en cualquier momento.

El hombre-café se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en la mesa.

—¿Y qué no es así la vida misma?

Emma arrugó el entrecejo, confusa por su respuesta.

—Quiero decir —continuó él, suavizando su tono—, ¿acaso no muere gente todo el tiempo? ¿Por diversas causas? ¿Por qué busca hacerse responsable de todo lo que sucede a su alrededor?

Emma dejó que sus palabras se hundieran en su mente, mientras sus pensamientos giraban como engranajes tratando de encajar.

—Porque se supone que mis poderes son para ayudar... —murmuró—. Y hasta ahora no he logrado nada con ellos.

El hombre-café tomó su taza, girándola entre sus manos antes de hablar de nuevo.

—Quizás es porque les tiene miedo. —Pausó, mirando por la ventana antes de volver su atención a Emma—. Pero la vida es igual, señorita Clark. El hecho de vivir da miedo. Nadie tiene un pasaje gratis a una vida plena, llena de dicha y seguridad. Siempre tenemos que pagar un costo.

—¿Y qué sugiere? ¿Que haga de cuenta que todo está bien? Ya he pasado por eso... y no es sano.

El hombre-café negó con la cabeza, con una expresión seria, pero no exenta de comprensión.

—Porque una cosa es «hacer de cuenta» que todo está bien, pero eso sería mentirse a uno mismo. En eso estoy con usted, no es nada saludable. —Su voz adquirió un tono más suave, como quien comparte un secreto importante—. Pero hay otra manera, y es aceptar lo que no está bien y procurar hacer lo posible por intentar mejorar la situación de la mejor forma que pueda, la próxima vez. Es una cuestión de enfoque, señorita Clark.

Emma frunció el ceño, confundida.

—¿Entonces qué? ¿Tengo que aceptar que soy una desgraciada?

El hombre-café soltó una risa suave, como si estuviera encantado por la honestidad de Emma.

—Algo así, sí.

Emma dejó escapar un suspiro frustrado.

—Lo siento, pero... —desvió la mirada, apenada—. Soy un poco corta y no te estoy siguiendo.

El hombre sonrió.

—Es bueno aceptar nuestras limitaciones —dijo—. Justamente de eso se trata. Ya sabes que eres «corta», lo tomas con humor y me vuelves a preguntar. En vez de «hacer de cuenta» que no eres corta, e intentar comprender algo que está fuera de tu alcance, frustrarte y culpar a tu cerebro por no ser mejor.

Emma lo observó con más atención.

—Okey, creo que estoy captando. Entonces me dices que debo aceptar que mis poderes son una mierda, que la mierda va a seguir, así yo no lo quiera, y actuar positiva igualmente.

—Casi. No es cuestión de «actuar», quizás es más... dejarse llevar. —El hombre-café se inclinó hacia atrás, su mirada se desvió un segundo hacia la ventana, como si buscara inspiración en el mundo exterior—. Déjeme preguntarle algo. ¿Cómo se sintió cuando estuvo recorriendo toda la ciudad siguiendo mis dibujos?

Emma se quedó pensativa por un momento.

—Al principio, me sentí un poco confundida y tenía miedo —admitió—, pero en cuanto lograba descubrir un nuevo dibujo y me iba hacia otro sitio, creo que llegó un momento en que dejé de pensar en eso. Solo quería descubrir qué era lo que estaba pasando. Como ya le había dicho, fue un poco hilarante. Me sentía como en una película.

—Así, más o menos así, es cómo debe actuar siempre —dijo el hombre-café, con una sonrisa que transmitía aprobación—. No hablo de tomarlo todo a la ligera, pero sí intentar mantener un equilibrio entre lo importante y lo absurdo. Tienes un don que nadie más posee, eso conlleva tomar el asunto con seriedad. A su vez, habrá situaciones que la lleven a tomar medidas acordes a esa seriedad, pero... no todo el tiempo.

Emma desvió su mirada hacia el suelo, procesando cada palabra con detenimiento.

—Mientras descubre sus poderes, mientras los acepta como una nueva parte de su vida, ¿por qué no divertirse un poco? ¿Por qué no explorarlo con los mismos ojos que un niño explora un juguete nuevo? Después de todo, siempre habrá espacio para volver a ponerse en ambiente.

Emma dejó escapar un suspiro.

—Es que... eso hice al principio. Cuando descubrí mis dones, los usé como una tonta. Gané un concurso que yo no merecía, y en vez de ser más cuidadosa, muchas personas pagaron el precio con su vida.

El hombre-café la miro directamente a los ojos.

—No puede cargar con la culpa de todo lo que ocurre a su alrededor, señorita Clark —dijo, con una firmeza amable—. Es un peso que nadie, ni siquiera usted, debería llevar. Piense en un médico: si asumiera la responsabilidad por cada vida que no puede salvar, ¿qué quedaría de él? Tener poderes no la convierte en una omnipresencia. No puede estar en todos lados, ni resolver todos los problemas. Al final del día, sigue siendo una persona, con límites. Acepte su don, sí, pero no se eche al hombro cargas que no le corresponden.

Emma asintió con pesadez, sus ojos estaban anclados en la taza, como si buscara respuestas que ya empezaban a tomar forma en su mente.

—En resumen, señorita Clark —continuó el hombre-café, suavizando su tono—, si la situación lo permite... admítase disfrutar un poco del camino. Al igual que lo hizo siguiendo las lunas.

Emma levantó la mirada, y con los ojos humedecidos y con una pequeña, pero genuina sonrisa, contestó:

—Gracias.

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