Una nueva clase de varita

El olor a carne quemada lo llenaba todo cuando coloqué el caldero. Me enfoqué solo en el sonido del agua hirviendo y en el crepitar de las llamas. Las hierbas extranjeras las habían teñido de un rojo opaco, intenso, como si fuera sangre.

Detestaba esa parte del proceso, pero no estaba dispuesto a perdonarlos, no después de esa noche.

Entrar al cementerio siempre había sido sencillo. Los espíritus de los muertos me aceptaban inmediatamente, así que no alertaban a los centinelas. Ser necromante, un aliado de la Muerte, era complicado, pero ciertamente ofrecía sus ventajas.

Mi hijo aún ardía en la Plaza Mayor, en el centro del pueblo. Le habían puesto precio a su cabeza muchos años antes, cuando comenzó a robar a los ricos para dar a los pobres, a los esclavos, los desterrados y herejes. Aquellos que eran como nosotros.

Muchos perdieron el oro que le correspondía a sus descendientes por culpa del mío, y aunque habían intentado dar con su familia para extorsionarlo, ambos fuimos tan cuidadosos como fue necesario para que nunca lo supieran.

Mientras que él ayudaba a los vivos, yo atendía a los muertos, ayudándoles en sus últimas horas a partir en paz. Los demás campesinos evitaban hablar conmigo más que por medio de cartas, pero siempre acudían a mí cuando uno de sus familiares entraba en agonía.

Yo les facilitaba el viaje, les ayudaba a cruzar el umbral entre los mundos, y cuando la necesidad era genuina o el peligro inminente, los traía de regreso por un par de horas para que estuvieran al lado de sus familiares.

Casi todos estaban en deuda conmigo, más de uno me agradecía haberles evitado la agonía, y casi siempre ayudaban a mi muchacho cuando este saqueaba las bóvedas de oro de quienes robaban al pueblo por medio de impuestos y extorsiones.

Con mis propios ojos había visto a los guardias del rey incinerar las cabañas de quienes no podían pagarles cuando exigían el oro que, clamaban, pertenecía a la corona. Más de una vez las calles se llenaron con el olor a humo y a muerte, mientras me ocultaba entre las multitudes y las sombras para guiar a familias enteras a el descanso.

Esa noche, sin embargo, no estuve allí cuando el fuego ardía, no estuve allí cuando mi única familia, bajo las órdenes de un rey demente sediento de sangre y poder, abandonaba este mundo. No estuve allí porque no hacía falta. Fue mi hijo quien me recibió en el cementerio, junto con todos aquellos a quienes ayudé a cruzar.

Los reconocí a todos. El herrero anciano que trabajó cerca de la entrada del reino, la prostituta asesinada en los callejones del este de la capital, el erudito y su hijo que alimentaban a los enfermos, la chamana que curó a muchos y que fue abandonada por su familia cuando era niña... Todos sabían por qué estaba allí.

Fueron ellos quienes sofocaron mis gritos con su aliento cuando me corté el brazo, los que pararon la sangre y cerraron mis heridas con su toque gélido, y fueron ellos quienes tallaron el hueso con sus propias manos.

Ahora, solo resta esperar a que la carne se separe por completo. Las leyendas dicen que no hay varita capaz de comandar a los muertos, de dominar las almas, pero los sabios de la antigüedad ignoraban que los propios difuntos podían forjar tal arma.

Soy un hereje, un pagano, un infiel y enemigo de la fe. Los sacerdotes de las iglesias dicen que todos tenemos un ángel guardián, excepto yo, y tienen razón. Yo tengo un ejército de difuntos.

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