Capítulo 19 - Le sumamos agua a la ecuación

El primer mes de noviazgo oficial y convivencia fue sobre ruedas. Con Leo nos sorprendía sobremanera lo bien que nos llevábamos. Por supuesto, cada uno tenía sus vicios de vivir solo; como él que dejaba la tapa del inodoro arriba siempre, y yo que tiraba los zapatos en cualquier lugar después de un largo día de trabajo.

Habíamos tenido una o dos peleas por estas rutinas tan marcadas, pero no eran para preocuparse, porque después de las discusiones terminábamos en la cama, compensando el "intercambio intenso de opiniones".

Él había ofrecido comprar o alquilar algún departamento neutro cosa de que yo no fuera la única en mudarme, pero en ningún momento lo sentí necesario: me sentía demasiado cómoda allí. La primera semana trabajamos poco en la oficina —lo hicimos desde el celular— y mis tíos nos ayudaron con las cosas que tenía para mover.

El que yo me mudara le sirvió a Leo para dejar varias de las cosas que él no usaba en cajas así luego las daba a caridad. Según él, si había algo que llevaba dos años sin uso, ameritaba darlo a la caridad; poco y nada importaba si estaba casi nuevo. Me robé esa mentalidad para guardar lo mío y también terminé dando muchas de mis cosas estancadas. Algunas a las mellizas, otras a una iglesia que quedaba a la vuelta de nuestro hogar.

Al culminar el primer mes, con Leo decidimos celebrarlo con algo pequeño en casa. Solo nosotros dos, una rica pizza, cerveza para él y gaseosa para mí.

—¿Te imaginabas que esto nos iba a pasar? —pregunté curiosa esa noche después de cenar.

Él estaba ya tirado en la cama, ojeando un libro mientras esperaba a que yo terminara de lavar los platos. Odiaba, en general, lavar platos, pero era lo mínimo que podía hacer teniendo en cuenta que él había hecho la pizza desde cero.

—Jamás.

Sentí sus brazos rodeándome y pronto su tibieza se anidó en mi corazón. Me asustaba con cuánta facilidad me había acostumbrado a su presencia en mi rutina diaria hasta el punto que no podía dormir si él debía quedarse fuera de hora en la oficina.

—Yo tampoco.

—Oh, cariño, eso ni siquiera tienes que decírmelo, lo sé —me respondió tentado por mi honestidad.

Ese mero gesto se llevó una de mis sonrisas y algo avergonzada, escondí mi rostro en su pecho desde donde pude escuchar nacer una de sus carcajadas guturales. Esas que, sensuales, brotaban desde su interior para enredar todos mis sentidos.

—¿Qué vas a hacer ahora? —indagué curiosa cuando sentí que sus brazos se movían por detrás de mí, y no para abrazarme más fuerte.

—Juro que estoy a nada de terminar este capítulo, después de eso, soy todo tuyo —me rogó avergonzado y al girarme pude ver cómo de alguna forma había logrado ponerse de nuevo en posición de lectura.

Me sentía ofendida. Estábamos celebrando nuestro primer mes de convivencia, los dos tumbados en la cama y él sólo quería terminar ese capítulo.

En otro momento de mi vida, lo hubiese esperado sin problema alguno; los dos éramos lectores empedernidos y nos acompañábamos en esas pequeñas obsesiones. Sin embargo, en esa instancia, su obsesión me había herido en el ego frágil que tenía.

Una parte de mí, decía que debía ser paciente y esperar; otra, me susurraba al oído que ya no le parecía atractiva; y la última, muy desde el fondo, gritó que eso era guerra y mi llama de la competitividad se encendió sin que yo pudiera hacer algo para evitarlo. Por alguna extraña razón, para mí en esos momentos era el libro o yo, y lo iba a hacer cambiar de opinión.

Le planté un beso en la mejilla, con mi mejor expresión angelical para luego enderezarme en la cama y pararme. La cabeza me volaba a mil por hora pensando en qué haría a continuación: como si me hubiese poseído el demonio mismo.

Estaba escaneando el recinto, mirando sin mirar, cuando el foco de la idea imaginario que tenía sobre mi cabeza se encendió por sí mismo y sonreí divertida, ¿en verdad me animaría?

Verlo acostado sin prestarme atención alguna me confirmó que sí, lo haría.

Esa noche llevaba unos jeans negros, una camisa blanca abotonada hasta el tope y un lazo negro de raso ancho, atado bajo el cuello de la camisa como un moño. Deshice el nudo que la tela negra tenía y desprendí tres botones; luego, me arrodillé sobre la cama para marchar con suavidad hacia Leónidas.

—Casi termino...—susurró él concentrado, como sabiendo que me estaba acercando.

Bajé el libro que él sostenía y lo lancé sin cuidado alguno bien lejos de nosotros. Aprovechando su expresión atónita, tomé de nuevo el lazo entre mis manos y lo até a sus muñecas con bastante presión para que no pudiera moverse a su antojo. Leónidas estaba a punto de pagar bastante caro por lo que me había hecho.

Pensé que con el exabrupto, su sorpresa dudaría al menos un poco más; pero mi jefe, quien se caracterizaba por adaptarse de manera brillante a su entorno, se sonrojó desde las mejillas a las orejas en un microsegundo. No tenía que bajar mi mirada para saber que él estaba sufriendo una erección.

—Nuestro primer mes y tú con un libro —le reté fingiendo enojo—. Heriste muchísimo mis sentimientos y ahora te toca pagar.

—¿Estás en verdad enojada o solo estás haciendo esto para crear el clima? Me gustaría saber si lo que estoy por vivir es algo más yendo a Cincuenta Sombras o a Mentes Criminales.

Le golpeé con bastante fuerza la cabeza e intentando no reírme volví a repetir:

—Heriste mis sentimientos, dije.

—Claaaaaaaaaro que sí —su respuesta se ganó otro golpe correctivo en la cabeza, esta vez del otro lado para equilibrarle las neuronas.

Yo estaba tratando de mostrar mi lado seductor y él se había puesto en idiota. Ahora estaba enojada. Lo dejé en la cama, busqué algo en uno de los cajones y me encerré en el baño sin contestar sus preguntas de si estaba bien. Ahora él se estaba preocupado, sobre todo porque había sacado una caja de Victoria Seecret desconocida para él. Leónidas era idiota, pero era un idiota consciente. Hasta él sabía que la había cagado.

Señoras y señores: estaba jodido, no había duda alguna de eso. ¿De dónde provenía esa seguridad ciega que no necesitaba evidencias? Pues la historia venía así:

Dos semanas atrás, Clara y sus hermanas habían salido de compras en plan "gastemos como que no hay mañana". Ninguna de las tres mujeres era derrochadora por naturaleza, mas la situación lo ameritaba. La poca ropa que Clara se había dejado era demasiado desactualizada o de trabajo.

Me ofendí al descubrir que mi novia prefería ahorrar por si las moscas que comprarse cosas de su gusto. Por eso, tomé una de mis tarjetas de débito extras y deposité una buena cantidad de dinero allí. Luego, le di la orden a las mellizas de que no volviesen sin haber hecho un gasto significativo.

Debían comprar todo lo que su hermana necesitara y hasta darse varios gustos. El premio serían mil dólares para que cada una también comprase lo que quisiera. Motivadas, las dos adolescentes secuestraron a mi Clari sin perder el tiempo, como presas del miedo porque cambiara de opinión.

Esa noche, cuando Clara volvió, me mostró feliz todas sus compras. Se la notaba alegre, con un brillo intenso en los ojos, resultado del tiempo de calidad que había pasado con sus amadas mellizas. Sin embargo, al momento de llegar a las compras de Victoria Seecret, mi novia se puso colorada como tomate y escondió todo en un cajón, diciendo que si yo siquiera me acercaba, estaría muerto.

Eso quería decir una sola cosa: las mellizas la habían obligado a comprar lencería sensual y ella moría de la vergüenza. Sabiendo cómo era Clara con su cuerpo, borré ese detalle de mi mente pues era más que consciente de que mi novia podría ponerme duro hasta con una bolsa de paja encima, no necesitaba la lencería especial en lo más mínimo.

Conocía a la perfección a la mujer de la que estaba enamorado y jamás se atrevería a usar lo que fuese que hubiese comprado. Así que, automáticamente, borré toda preocupación de mi cabeza.

Gran error.

Clara aún después de seis años seguía siendo capaz de sorprenderme.

Abrió la puerta, luego de unos interminables minutos, y el corazón me dio un vuelco. Llevaba puesto algo, porque lejos estaba de saberle el nombre a esa cosa, de una sola pieza. Era negro y solo podía decir que tenía transparecias y encaje en todos los lugares correctos.

La erección de mi pantalón, la cual se había mantenido por la curiosidad, ahora hasta casi dolía. Moría por agarrarla entre mis manos y arrancarle todo con los dientes. Las escasas semanas que llevaba de verla —más los años de imaginarla— desnuda, no me habían preparado lo suficiente como para la experiencia que era Clara en lencería sensual.

Maldición, en verdad estaba jodido, lo comprobé cuando quise soltarme del agarre de ese endemoniado lazo y no pude. Ella, por su parte, sabiéndose en completo control, se sentó sobre mi falda para torturarme con su proximidad.

Yo tenía las manos contra el pecho, quemándome por querer agarrarla y tenerla toda para mí. Clara, por su parte, pasó toda su cabellera para el lado derecho, dejándome libre su hombro izquierdo. No precisé más indicaciones y le clavé los dientes a esa piel blanquecina que parecía regodearse de mis ganas de acariciarla. Por un segundo perdí control de mi cuerpo y para cuando volví en mí, me separé para verla a los ojos, pues ella había gemido.

Ahora, su cuello estaba adornado por una rojiza y llamativa marca. Toda mi vida me había vanagloriado de nunca haberle hecho algo así a mis compañeras. En mi raciocinio, hacerle eso era una falta de respeto al cuerpo de ellas. A pesar de toda mi lógica, un incomprensible orgullo había brotado en mis entrañas, obligándome a sonreír contento ante un trabajo bien hecho.

Ella, por su parte, comprobó que estaba en una zona sencilla de ocultar y me empujó sobre la cama, donde yo caí de espaldas. Alzó mis manos hacia el librero y perjuró que si yo me movía, estaba muerto.

Si a ella le gustaba atarme, con gusto compraría otra cama con un respaldo reforzado donde pudiera hacerlo con mayor comodidad.

Con sus manos frías, Clara desabrochó muy lento mi camisa y con una pícara tranquilidad que me había puesto los pelos de punta, besó mi cuello con pasión pero control. Estaba a punto de pedirle que dejara de torturarme cuando inició su descenso por mi pecho. Algunos de sus roces eran solo besos, otros venían acompañados por mordiditas que me ponían en un estado peor del que ya estaba.

Mis ojos se abrieron de par en par cuando la vi desabrochar mis vaqueros para agarrar mi verga. ¿Estaba a punto de hacer lo que yo cre...? Sí, lo había hecho. Gemí por sorpresa y placer al mismo tiempo mientras sentía unas increíbles olas de placer atacarme el cuerpo. Sus ojos clavados sobre mí, mientras yo intentaba no correrme allí mismo, terminaron por lograr su cometido: dejarme como un adolescente necesitado de un buen polvo.

Para cuando quise acordar, le estaba rogando más mientras con las manos la agarraba del cabello y le pedía que devorara un poco más mi pene con su boca. Trataba no ser grotesco o forzoso, si en algún momento ella demostraba la más mínima señal de incomodidad, pensaba parar de lleno; pero mientras ella se adaptara a mi ritmo de embestida con su hermosa boca, no pensaba frenar el ritmo hasta estar al borde del abismo.

—Clara... —le advertí soltándole el pelo, estaba a punto de correrme y no quería hacerlo en su boca. Ella merecía muchísimo más respeto.

A pesar de todas mis reservas, mi novia apuró el ritmo de cómo subía y bajaba, para terminar por ponérselo casi entero en la boca, antes de que pudiera sacarla de allí, sentí ese placer indescriptible que se llamaba orgasmo y me vine en su boca. Ella tragó parte de mi semen, pero no pudo evitar retroceder por la sorpresa. Parte del blanco líquido quedó en su mejilla, casi abajo de su ojo.

—Ay, mi amor... —le pedí ayuda para desatarme y cuando lo hizo, me abalancé a su rostro preocupado, muriendo por ver que no le había pasado nada malo.

—Es bastante amargo...—comentó ella a milímetros de mí, se la veía tan confundida como curiosa.

—Claro que sí, cariño, ¿qué esperabas? ¿que fuera un dulce? —La tomé en brazos, no sin antes patear lo que me quedaba de ropa para que cayese al suelo.

La llevé al baño y mientras abría la ducha para acomodar la temperatura del agua, ella aprovechó para lavarse los dientes y el rostro. Mirándome pícara desde el espejo, me miró satisfecha para luego decir:

—¿Estás listo para sumarle agua a la ecuación? Porque quiero que esta noche me des como nunca me diste en tu vida.

Esas palabras fueron suficientes para que mi erección volviese con más fuerza. Apagué la ducha y enseguida abrí el grifo del jacuzzi; Clara no tenía idea del monstruo que acababa de despertar.

La mirada de Leo se oscureció de manera automática por el deseo; fue con tanta intensidad que podría haber sido muy difícil creer que recién se había corrido en mi boca. Me miraba desesperado como si no se hubiese encamado con una mujer en años.

De callado y sin preámbulos, Leónidas se abalanzó sobre mí, me obligó a girarme de un solo movimiento y con su mano en mi nuca, me besó con una intensidad que se me hizo desconocida. Sentí cómo la ansiedad y la desesperación subían cabeza a cabeza, logrando que me mojara por completo. Él, por su parte, rasgó sin piedad mi conjunto de lencería y no paró hasta dejarme desnuda.

Luego, sin siquiera avisarme, se tiró al piso y tomó una de mis piernas para poder pasarla por sobre su hombro. Después de eso, se cobró venganza por lo que yo le había hecho en la cama y no paró hasta tenerme en la palma de su mano, temblando con desesperación por los dos orgásmos que me había provocado.

El cuerpo entero me temblaba, los brazos los tenía débiles contra los bordes fríos del lavabo y él, fresco como si hubiese estado descansando todo el día, me tomó en brazos para luego meterme con dulzura en el jacuzzi. Hasta parecía que el sexo oral lo había practicado solo para hacer tiempo mientras la tina se llenaba.

La tensión de mi cuerpo se aflojó bastante bajo el poder del agua cálida y sus dedos en mi interior entrando y saliendo fueron poco a poco preparándome para lo que se venía. Él estaba como poseído, por completo concentrado en su labor.

—Desde que hablamos la otra vez en el spa sobre tener sexo en el jacuzzi, no he dejado de pensar en eso —confesó besándome una vez más con esa extraña pasión que me quemaba la piel y el alma—; por eso compré este gel por impulso hace unos días, esperando con ansias a usarlo cuando estuvieras lista. No pensé que sería tan pronto.

—Oh, es la primera vez que escucho de esta fijación tuya.

—Fantasía sexual —corrigió jugando con sus dedos en mi interior por última vez antes de enderezarse para ponerse el preservativo.

Para su desgracia, su pene erecto era lo más tentador que había visto en mi vida y cada vez que lo veía, no podía evitar querer devorarlo. Era su culpa, los gemidos de placer que él intentaba guardarse para sí mismo eran adictivos.

—No. —Sacó mi mano, la cual había salido a su encuentro y su firmeza me puso a mil. Si ya estaba caliente, ahora sentía que estaba a nada de explotar de las ganas de que me cogiera como solo él sabía hacerlo.

Terminó de ponerse el preservativo y luego, sin palabras pero dando un mensaje claro, me hizo ponerme de espaldas a él, afrontando la parte trasera del jacuzzi. Arrodillada y con las manos sobre el borde para una mayor comodidad, él se colocó por detrás y besó mi cuello no sin antes pegarse a mi espalda.

Sentirlo tan cerca pero tan lejos me estaba llenando de frustración. Si él no empezaba a embestirme pronto, tomaría manos en el asunto —literal— y aceleraría el ritmo por mi cuenta.

Por suerte, no tuve que llegar a mostrar ese grado de locura y necesidad, porque Leo me embistió sin aviso alguno y hasta el fondo. Podría mentir y decir que fue lo más placentero del mundo, pero debido a la posición, al agua y ese movimiento sin piedad alguna de él, me creó solo una pequeña incomodidad. Incomodidad que podría haber sido un gran dolor sin el lubricante que había ocupado antes.

Nada que unas buenas embestidas en contra del frío de la tina no pudiera solucionar. El placer se expandía por todo mi cuerpo, elevando así la temperatura. Nuestros cuerpos quemaban por la satisfacción de sentirse entrelazados y el frío bajo mis manos le daban el toque perfecto. No llegaba a sentir la frescura, que me sentía arder de nuevo.

Para colmo, Leo parecía poseído. Con una mano me tenía del pelo, casi tironeando de una manera muy sensual y con la otra le daba placer a mi clítoris volviéndome loca. Sabía cómo moverse, dónde rozarme para robarme la cordura. Este tiempo que habíamos compartido las sábanas, mi novio se había tomado muy en serio eso de descubrir qué teclas me hacían detonar de placer. Parecía ser capaz de leer mi cuerpo como si de un libro abierto se tratara.

—¿Te gusta cuando te toco así? —preguntó ronco y con voz profunda mientras aceleraba el ritmo de sus dedos sobre mi clítoris.

—Ay... —fue lo único que pude responder mientras me aferraba con fuerzas a la tina para no correrme allí mismo—. Me encanta, siento que ya no puedo aguantar más.

—¿Ya? Esto recién empieza. —Separó su mano de mis zonas íntimas para, sin previo alguno, darme una nalgada fuertísima en el culo. Quedé por unos segundos petrificada por el gesto, pero mi cuerpo se terminó tensando por lo morboso de la situación y terminé pidiendo más. Era como si esa incomodidad estuviese directamente conectada al placer, pues cada vez que me azotaba me sentía más al borde del orgasmo.

—Estoy que me vengo —confesó él en mi oído mientras mordía mi lóbulo.

—No todavía, te aguantas —le advertí con descontrol mientras apretaba mis paredes vaginales para volverlo loco.

Después de eso no pude decir nada más, él me tomó de las muñecas con firmeza para tirarlas para atrás y arqueándome la espalda por la tensión, aceleró el ritmo y fuerza de las embestidas. Amaba con toda el alma cómo su pene golpeaba contra mi punto G y lo bien que me hacía sentir. Desde el interior de mi ser se lanzaban golpes eléctricos por todo el cuerpo. En menos de un minuto me corrí como jamás lo había hecho hasta ese entonces.

—No sabía que te ponía tanto el dolor —comentó confundido pero satisfecho cuando recaí en su pecho, temblando por el tremendo orgasmo que aún estaba experimentando, él había aprovechado para embestir unas veces más, bien profundo, y correrse también.

—Me siento una puta. —Me tapé las manos avergonzada por todo lo que habíamos hecho en esa tina a la cual ya no podría volver a ver de manera inocente. En algún momento del acto, él había sacado el tapón y fue luego de que todo había acabado que me di cuenta de algo curioso: solo durante la primera parte lo habíamos hecho en el agua.

—El agua me estaba incomodando —se excusó divertido, dejando claro con su rostro que no se arrepentía de nada—, era difícil clavarte como quería.

—Ay, no lo digas así. —Busqué enderezarme pero las rodillas me dolían, él me abrazó a mitad de la caída.

—Y no eres una puta. O sea, a lo que hoy en día se le llama puta es a una mujer que sabe lo que quiere y no tiene miedo de buscarlo. Si es así, quiero que siempre seas una puta conmigo. Te voy a dar tantas veces como me lo permita el cuerpo, para que nunca sientas necesidad de irte con otro.

—¿Para qué quisiera irme con otro cuando tú me coges tan bien? —Mi pregunta le hizo reír, casi se cae saliendo del jacuzzi por la sorpresa de mi comentario.

—Dilo de nuevo. —Colocó sus manos bajo mis axilas y me levantó, como si no pesara nada, para luego alzarme de frente. Mis piernas amarradas a su cintura y mis brazos sobre sus hombros se sintieron muy bien al aprisionar su calor.

—No quiero irme con nadie cuando tú me coges tan bien —respondí con una media sonrisa y me froté contra su pene una vez más.

—Basta, loca, que me vas a exprimir. Dame por lo menos media hora para recuperarme. —Divertido me besó con pasión y ternura para llevarme en brazos hasta la cama.

—Ahora que desbloqueamos el jacuzzi, deberíamos ir por la cocina la próxima vez —comenté divertida fingiendo inocencia mientras le besaba la punta de mi nariz. El azul oscuro en que se tornaron sus ojos me dejaron saber sin palabra alguna que la idea le había fascinado.


¡Ay ay ay! ¡Que la cosa se me puso candente! Si sos de leer esta novela en público, dejame decirte que no te lo recomiendo en lo más mínimo jajajaja. 

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