XVI
Lleno de horror y desesperación soy testigo de como una fuerza invisible y desconocida me absorbe dentro de una espiral donde la bruma me impide ver con claridad, alejándome de la mujer que amo.
Mi interior se agita, lucho en vano por zafarme de los lazos que me jalan.
<¡Nat!>,grito enfurecido.
No puedo permitir que todo se desvanezca como si nunca hubiera sucedido. Llegué con un objetivo y no me iré sin lograrlo. Nat no morirá esta vez, no ahora que conozco que no ha sido un accidente sino un asesinato planeado por Jenny en complicidad de James.
Es imperativo acudir a la policía para desenmascarar a esos dos bastardos. No se saldrán con la suya. No destruirán mi relación.
Comienzo a sentirme mareado, el aire escasea y las fuerzas casi me han abandonado. Por más que lucho, no logro evitar lo que está por suceder.
Mi destino ha sido reescrito...
— ¿Está vivo? —pregunta desde la puerta el hombre a cargo de la demolición.
Todos los presentes se miran, nadie se atreve a acercarse. No conocen la respuesta, aunque dudan que eso pueda ser posible.
Mi aspecto pálido y grisáceo, mi cabello sucio, la delgadez de mi cuerpo y todas estas velas rodeándome los tienen atemorizados.
—Déjenme pasar —ordena el hombre ante el silencio reinante. Él mismo se encargará de verificarlo.
Todos se hacen a un lado, pero lo miran de reojo, en espera de noticias. Seguro en tantos años de trabajo nunca se habían topado con una escena similar.
En cuanto está cerca se agacha y pega su oído en mi pecho. Continúo recostado en el viejo sofá.
Algo llama su atención y entonces pone uno de sus dedos debajo de mi nariz. Una débil corriente de aire refresca su dedo.
Sí, continúo respirando, pero mi corazón late con dificultad.
No hay duda, estoy vivo.
—Está vivo —dice sin dejar de observar mi cuerpo lánguido—, pero no lo estará por mucho tiempo. ¡Llamen una ambulancia!
Lo escucho gritar.
Al despertar me siento desorientado. El cuarto de paredes blancas, con varias camas acomodadas en fila una frente a la otra, me resulta desconocido.
<¿Dónde estoy?>, hablo bajo a la nada.
A excepción de un hombre que duerme tranquilo en una de las camas, el cuarto se encuentra vacío.
Con los ojos muy abiertos miro a mi alrededor. ¿Qué hago aquí?
No tengo idea.
Respiro profundo varias veces para calmar mi pulso acelerado, para despejar mi mente y de este modo ir entendiendo lo que sucede.
Mis pupilas se dilatan cuando un recuerdo llega: Natalie.
Un escalofrío me recorre solo de pensarla.
Me pongo de pie y, tambaleante, comienzo a caminar. Sin darme cuenta me arranco cables y el suero que se colaba por mi brazo. Un leve sonido, parecido al de una alarma, se deja escuchar.
Salgo de la habitación por mi propio pie, pero tengo que recargarme de las paredes. Me siento débil, mis piernas apenas si logran sostenerme.
¿Qué está pasando?
Un grupo de enfermeras corre hacia mí.
— ¿Qué hace levantado, debe volver a la cama —comenta una de las mujeres.
Dos de ellas me agarran de ambos brazos y me llevan de nuevo a la habitación.
— ¡Déjenme, debo proteger a mi esposa! —vocifero al tiempo que me esfuerzo por zafarme de su agarre.
—Lo hará después, señor, ahora necesita recuperarse.
— ¿Dónde estoy? —quiero saber.
Quizá un poco de información ayude a tranquilizarme.
—En el hospital —responde una mujer de piel morena y cabello negro como el azabache.
El aspecto del lugar y la apariencia de las mujeres me atemorizan. No porque crea que me harán algún daño sino porque presiento que continúo en un país desconocido.
— ¿América? —pregunto cauteloso esperando que la respuesta sea un sí.
—No, señor, esto es Marruecos.
Las palabras que salen de la boca de la mujer me paralizan y pronto soy invadido por cientos de recuerdos y escenas de lo que había acontecido.
Respiro profundo, nuevamente, quiero saber más, pero mi mente y cuerpo comienzan a desquiciarse.
— ¿Cuánto tiempo llevo aquí? —contengo la respiración por un instante, estoy a punto de recibir el golpe final.
Las tres enfermeras me miran entre sorprendidas y preocupadas, es evidente que el interrogatorio les parece extraño.
Dudan antes de contestar.
—Dos semanas —dice una.
Mis ojos se abren de par en par.
¡Dos semanas!
Eso es mucho tiempo y es justo lo que no tengo.
He vuelto en el tiempo dejando atrás a Natalie. No he podido salvarla. Todo resultó en vano.
En mi mente destellan imágenes y voces de hombres, uno de ellos se acercó a mí.
<Encontraron mi cuerpo y me despertaron>,deduje sintiéndome derrotado.
Por eso me encuentro en el hospital. Bashira me lo advirtió.
He vuelto con las manos vacías y un hueco enorme en mi interior.
Me levanto de nuevo y las mujeres me miran con sus rostros transformados. Intentan detenerme, pero las aparto con brusquedad.
Retroceden sin remedio.
Tengo que salir y buscar a Bashira, ella me ayudará a regresar.
Antes de llegar a la puerta mi camino se ve obstaculizado. Esta vez se trata de dos hombres vestidos de blanco. Intentó correr, pero es inútil.
Con las pocas fuerzas que me quedan los golpeo. Aprovecho mi altura y fuerza y aun en estas circunstancias puedo derribar a uno de mis captores.
—Tengo que regresar en el tiempo, mi esposa me necesita —grito.
—Señor debe tranquilizarse —comenta alguien.
— ¡Suélteme, debo cambiar el destino!
Parezco un demente que intenta escabullirse de su prisión. Golpes, gritos y objetos cayendo convierten la escena en un campo de batalla.
Las pocas personas que están cerca, se apartan.
— ¡No lo entienden, quieren asesinar a mi esposa!
Ninguno de los ahí reunidos comprende mis palabras, mucho menos logran entender de donde proviene la fuerza, casi sobre humana, con la que lucho para escapar.
— ¡Suéltenme! —es lo último que digo antes de caer entumido.
Estaba tan concentrado en mi lucha que no vi venir a una enfermera que llevaba en su mano una jeringa preparada con alguna especie de líquido que inyectó bruscamente en mi brazo.
Una dosis alta de algún tranquilizante, la única forma que encontraron para someterme.
Intento moverme, pero unas cuerdas atadas a mis muñecas lo impiden. Abro los ojos y giro la cabeza para cerciorarme en dónde me encuentro.
Una habitación pequeña con paredes acoginadas de color blanco, al lado, un buró con una charola encima donde puedo observar una jeringa y un pequeño frasco lleno, hasta la mitad, de un líquido amarillento.
Una mujer que lleva puesto un uniforme azul manipula con destreza una bolsa de suero casi vacía que cambia por otra. No ha notado que he despertado.
— ¿Qué hago aquí? —pregunto en voz baja. Estoy drogado, no tengo duda.
Por un instante creo reconocer el lugar, aunque quizá solo se trate de una broma de mi cerebro anestesiado. Necesito confirmar mis sospechas.
La mujer casi deja caer la bolsa de suero al escucharme.
—Tranquilo —dice con media sonrisa— aquí se recuperará.
La respuesta lejos de calmarme activa mis alertas.
— ¿Recuperarme de qué?
Mi lengua está tan entumida que apenas puedo articular palabra.
¿Qué me han hecho?
—El Dr. Mijail se ha encargando de atenderlo. Si se porta bien y sigue al pie de la letra las indicaciones, pronto su cabecita mejorará. No debe preocuparse, está internado en el hospital de Tetuán.
— ¿Un psiquiátrico? —tartamudeo.
—El mejor de todo Marruecos. Quien lo ingresó aquí debe preocuparse mucho por usted. Este hospital solo admite casos muy específicos.
La mujer habla con tal naturalidad que congela mi sangre.
— ¿Por qué estoy aquí?
Me cuesta creer todo lo que la mujer ha dicho. Parece una pesadilla.
¿Cómo he llegado aquí?
— ¿Te parece poco haber atacado a varias enfermeras y al personal de seguridad del sanatorio Casablanca? Pasaste días seminconsciente hablando sobre volver al pasado y de una mujer llamada Bashira.
— ¿Creen que estoy loco?
—No importa lo que crea, para eso está el Dr. Mijail. Él fue quien autorizó tu ingreso —comenta—. Bueno, basta de preguntas, si se enteran que le he contado todo esto, me costará el empleo.
Obedezco porque he recibido suficiente información por un día.
Una relajación inusual invade mi cuerpo. La mujer ha inyectado algo en el suero y como resultado me mantengo medio inconsciente.
¿En esto consiste el tratamiento?¡Mantenerme drogado la mayor parte del tiempo!
No estoy loco, sí es verdad lo que esa mujer contó y he hablado dormido sobre mi viaje en el tiempo, todos deben pensar que soy un paranoico.
Mi cuerpo dueme, pero mi mente se mantiene alerta y grita que se han equivocado. Yo no tengo por qué estar en éste sitio.
Tengo que convencerlos de que están en un error. Debo salir para ir en busca de Natalie.
Pensar en ella me anima y al mismo tiempo me aterra.
¿Habrá cumplido su promesa y no salió del hotel aquella noche? ¿Continúa con vida?
La impotencia me destroza lentamente. Es una agonía vivir sin respuestas, sin saber que hacer, sin ella…
Me mantengo en un estado de mutismo obligado por mucho tiempo. Mi mente se aferra a la consciencia, pero mi cuerpo continúa adormecido.
Lo único que puedo hacer es pensar en ella. En Natalie.
Me pierdo en un mar de recuerdos e imaginó que estoy dentro de una iglesia —lugar que no suelo frecuentar— e hincado frente al altar, ruego por que mi esposa esté viva.
Lloro en silencio, no quiero perderla de nuevo.
¿Por qué la vida insiste en separarnos? ¿Qué daño causa al mundo el amor entre dos personas? ¿Por qué se ensañan con nosotros?
No lo entiendo ni deseo hacerlo.
Mis oraciones se vuelven reclamos.
Nunca me consideré una persona devota, pero sí creyente.
<Protégela>, pido sin dejar de mirar la imagen en el altar.
El ruido de algo que es arrastrado me despierta. Veo pasar rápidamente varias lámparas que brillan con una intensidad que compromete mi visión.
Mi cuerpo se estremece.
Quiero hablar, pero algo dentro de mi boca lo impide y mis ojos se abren como platos. No me agrada aquella sensación.
Un par de minutos después me encuentro solo en un cuarto pequeño — iluminado solo por la luz que se cuela por una especie de ventana— donde hay un aparato metálico con varios botones con números anotados y dos paletas de metal unidas por un cable grueso.
Mis manos y pies están amarradas a los barandales de la cama.
No puedo moverme, no puedo hablar y un mal presentimiento me azota con la fuerza de un huracán.
Mi pulso late desbocado y mi respiración se ve gravemente comprometida.
Sé que estoy en medio de un ataque de pánico.
Un ruido llama mi atención cuando alguien abre puerta. Giro la cabeza y visualizo a un hombre calvo que trae puestas unas gafas de gran aumento. Lleva encima una bata blanca.
Nos miramos un instante, el rostro del hombre no transmite nada, sus gafas recorren un espacio de su nariz y —antes de continuar su camino— las acomoda con uno de sus dedos.
Se coloca detrás de mí y enciende el aparato que produce un ruido intermitente. Quiero levantarme, pero todo esfuerzo es inútil.
—Es necesario —dice el hombre—, luce peor de lo que en realidad es. No te preocupes tanto.
Quizá le hubiera creído, pero la chispa maliciosa en sus ojos dice más que sus palabras.
Detiene mi cabeza con ambas manos para atarla a la cama con una cinta ancha de cuero, después pega dos gomas en forma de círculos. Uno en cada costado.
Verifica que el bucal que se encuentra dentro de mi boca este bien sujeto y lo que sigue eriza mi piel.
En poco tiempo, la consciencia me abandona mientras por mi cabeza viaja un calor intenso que estoy seguro derritirá mis neuronas. Uno que a gran velocidad pulveriza cada célula de mi cuerpo el cual, como respuesta, se azota con brusquedad en la cama.
Hasta entonces entiendo la función del plástico duro dentro de mi boca. Ha sido gracias a éste que no me he arrancado la lengua de una mordida.
La corriente eléctrica que ha ingresado a través de aquellos parches pegados a mi cabeza me noquea. La última imagen que rescató antes de que mis ojos se sellen, es la de Natalie.
Dos semanas antes:
Los nervios me carcomen, un halo de preocupación invade mi interior. Minutos antes Alejandro me ha dejado en la puerta del hotel y me hizo prometer que no saldría por nada del mundo.
Transpiraba temor.
¿Qué estaba pasando?
No sé que pensar.
¿Por qué aún no ha llegado? ¡A dónde fue!
Desde que estuvimos en el cementerio Alejandro parecía nervioso, inquieto. Tal vez incluso temeroso.
Todo el camino de regreso no hablamos.
En mi cabeza anida una imagen: Alejandro discutiendo.
¿Con quién?
Me esfuerzo en recordar, pero no me queda más remedio que aceptar que no vi a nadie más.
¿Hablaba solo?
Mi cabeza está a punto de estallar, quizá producto de la angustia que insiste en permanecer en mi interior.
¿Por qué sus manos temblaban al despedirse de mí?
< ¡Dios! Tantos detalles esparcidos mermando mi tranquilidad. No debí dejarlo marchar>,me recrimino.
De pie en el balcón observo, con los ojos abiertos a tope, como un halcón acecha a su presa en las calles de Casablanca.
Muchas personas pasean por los alrededores aún cuando ha oscurecido. La están pasando bien. La majestuosidad de la ciudad se presta para eso y mucho más.
Desde un balcón ubicado en el quinto piso de un lujoso hotel, lo busco entre la gente, pero no lo veo por ningún lado.
Mi pulso se ha acelerado y me invade un calor intenso que me sofoca sin piedad a pesar de tener puesto el clima.
El mar luce soberbio rodeando aquel pedazo de tierra, levanto la vista hacia el cielo despejado y murmuro un: cuídalo, abuela, casi a punto del llanto.
Soy una mujer fuerte y segura de mí misma, pero bajo estas circunstancias —solo comparada con el momento en que murió mi abuela— me siento una hormiga más, dentro del hormiguero.
La reina —en este caso la preocupación— me tiene trabajando a marchas forzadas, aniquilando a cada segundo mi fuerza de voluntad.
Amo a mi esposo con la misma intensidad que él me ama. Es imposible inclinar la balanza hacia algún lado.
Desde que nos casamos en Las Vegas, no nos habíamos separado por tanto tiempo. Llevaré grabada en mi memoria aquella noche.
Mi sangre hierve solo de recordar sus ojos color miel, su voz ronca y sensual, su cuerpo firme y esos labios que me succionan las entrañas. No soportaría perderlo, mi mundo se derrumbaría en un abrir y cerrar de ojos.
Alejandro lo significa todo.
Nunca me había sentido tan desamparada, parezco una niña perdida.
¿En qué momento me volví una adicta a él?
Me siento en el sofá e imagino a Alejandro contemplando las estrellas. Le apasiona la belleza de la naturaleza, pero la noche, es su perdición. Su aliada.
Cuando empieza a oscurecer su instinto lo hace mirar el ocaso, ver como se oculta el sol lo sumerge en un trance.
A veces, despierto de madrugada y lo contemplo a detalle. Es tan guapo y sexi que verlo acostado a mi lado me parece irreal.
Es como un dios del Olimpo. Ningún mortal podría competir con Alejandro.
Es el mejor entre los mejores.
Me siento tan afortunada, siempre lo soñé, lo habría esperado sin importar cuantas vidas tuviera que vivir. Algo en mi interior decía que el correcto aparecería.
Lo amo con todo mi ser y así será por toda la eternidad. Ni siquiera la muerte podría impedirlo...
Una, dos, tres, cuatro horas más, el reloj continúa andando y nada. Comienzo a impacientarme, es demasiado tiempo. ¿Qué lo está retrasando?
Se supone que teníamos una reservación en el Malecón.
¡Es nuestra última noche en Marruecos!
<No puedo más, voy a salir o me volveré loca>.
Me levanto del sofá y tomo mi bolso con la clara intención de salir a buscarlo.
Lamento no poder cumplir mi promesa, pero no puedo esperar más.
Mi instinto me advierte que algo anda mal.
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