XII
—Hotel Langham, por favor —indico al conductor del taxi.
Quince minutos antes de las once, según marca el reloj, ya estoy de vuelta.
Como cada día, al entrar o al salir, el viejo Tom abre la puerta y me da la bienvenida.
—Gracias, Tom, buenas noches —saludo y continúo el viaje hasta la recepción en busca de mi llave.
Ahí está la tierna Kate, sonrojada y sonriente como casi siempre.
—Buenas noches, señor Connor.
—Hola, Kate —comento y la chica hace ese divertido movimiento de pestañas—, la llave, por favor.
Da media vuelta para buscarla y aparte de una tarjeta —que de usa como llave— me entrega una nota.
Lo tomo y miro a Kate en espera de respuestas. La nota a simple vista no está firmada, asunto que me parece raro.
—Una mujer, amable y algo nerviosa, me encargó que le diera la nota.
Dijo que era importante —susurra solo para mí.
Más por curiosidad, que por otra cuestión, ahí mismo leo el contenido de aquel pedazo de papel doblado en cuatro.
<¿En el bar a las 11:00pm?>, palabras escritas con tinta azul y nada más, es todo el contenido.
De inmediato un nombre viene a mi mente causándome malestar: Jenny, pero la descartó en seguida. Kate me lo hubiera dicho, la conoce de sobra.
¿Dana?
Imposible, vengo precisamente de su casa y no pudo llegar antes que yo.
Pensar en esa posibilidad me obliga a recordar la escena de hace un rato, la cual nos dejó a ambos con un mal sabor de boca.
— ¿Qué dices? —contestó entre lágrimas.
—Nada, solo te estoy preguntando si yo soy el padre de Aurora.
Con la mirada perdida y sin dejar de llorar, Dana se sumió en un silencio profundo que no supe como interpretar.
No quería presionarla así que esperé paciente; todo era extraño e inesperado, tanto como se había vuelto mi vida desde que retrocedí en el tiempo.
Sentados en la barra de la cocina, uno frente al otro, dio un respiro profundo para calmar su tensión.
— ¿Es cierto y por eso te cuesta tanto responder? —insistí.
— ¿Por esa razón llevaste a mi hija de paseo? ¡Para cuestionarla! —por primera vez me habló en un tono seco y elevado.
—Por supuesto que no —me defendí—, Dana, debes calmarte. Llevé a Aurora de paseo porque quise hacerlo y porque lo prometí.
— ¿Entonces a que viene todo esto?
—Aurora mencionó que su padre se llama Alejandro, tu y yo tuvimos una relación especial y el hecho de que su padre se llame igual que yo me parece mucha coincidencia.
Por favor contesta, necesito saber si soy su padre.
— ¿Para qué?
— ¿Sí o no? Solo dilo y ya.
—Será mejor que te marches, es tarde y quiero dormir.
Pidió al tiempo que se puso de pie para salir de prisa, dejándome solo y sin respuestas.
El cansancio, por un momento, me anima a descartar la posibilidad de acudir a la cita con una desconocida, pero mi curiosidad es más fuerte y —a pesar de mi deplorable estado físico y emocional— decido ir al bar para encontrarme con aquella misteriosa mujer.
Justo en la entrada del bar doy un rápido vistazo al lugar para ver si reconozco a alguien. Después miró el reloj: las once en punto.
El bar se encuentra lleno.
<¿Entro o me voy?>,me pregunto.
La respuesta llega pronto.
Una mujer me da la bienvenida y me acompaña hasta una mesa.
Después de pedir una copa de vino se retira.
Miro de nuevo el reloj: 11:05pm.
Entre el bullicio y el sonido de una bella, pero triste melodía, que ya antes he escuchado, fijo mi atención en el hombre que está frente al piano.
Claro de Luna, de Beethoven.
Mi piel se enchina.
Ninguna otra melodía posee la capacidad de transmitir un sentimiento de desilusión y de esperanza al mismo tiempo.
Vaya que es oportuna, justo así me he sentido últimamente. Desilusionado y esperanzado.
Doy un trago a mi copa, bajo la mirada y de inmediato Natalie viene a mi mente.
Fue estando con ella que la escuché por primera vez.
Aquella noche en que le pedí matrimonio, cuando llegamos juntos a aquel fino restaurante donde cenamos y pasé los minutos más difíciles de mi vida —hasta ese momento,obviamente, pues meses después me enfrenté cara a cara al más doloroso momento: la muerte de mi esposa.
—Es hermosa, ¿no crees? — preguntó Natalie, aquella ocasión.
—Si te refieres a ti, puedo asegurarte que estoy totalmente de acuerdo, eres la mujer más hermosa que existe en el universo — respondí.
—No, no hablo de mí sino de la melodía, Alejandro —comentó entre risas.
Fingí estar apenado.
— ¿Sabes cual es su nombre? —me cuestionó a modo de tanteo. Me conocía tan bien como para saber que no tenía idea.
Me quedé pensando unos segundos, por supuesto que no sabía el nombre de la melodía, pero por alguna extraña razón no quise reconocerlo. Así que permanecí en silencio mirando a mi novia.
—Te daré una pista — dijo ella—, es de Beethoven.
—Con que Beethoven, y se puede saber por qué después de dos años de relación no conozco tu gusto por este tipo de música. Nunca lo habías mencionado.
Bien dicen que entre más larga la explicación más grande es la mentira, y ese fue el recurso que utilicé para salir del paso.
—No lo sabes porque solo escucho música clásica mientras me encuentro en el trabajo. Me ayuda a nivelar mi estrés, ya sabes como es el mundo del periodismo.
—Supongo que igual de loco y apasionante como lo es el de la televisión.
—Tal vez, pero no me has contestado —insistió.
—Creo que conoces de sobra la respuesta —digo dándome por vencido, pero sin reconocer que ignoro cual es el nombre.
— ¿Por qué no lo admites? No me digas que es por pena porque no estamos para eso a estas alturas de nuestra relación.
—No es pena lo que siento —aseguro.
— ¿Entonces?
—Vergüenza.
Natalie me observa en silencio.
—Claro de Luna —responde—. En cuanto a lo otro... no te creo.
—También lo sé —comenté y ambos nos echamos a reír.
Por supuesto que no fue vergüenza, fue mi falta de valor que no me atreví a reconocer que no tenía idea de como se llamaba aquella melodía frente a la mujer que se convertiría en mi esposa.
<Recordar es vivir>,pienso.
Aunque esta acción ha comenzado a volverse un martirio. No puedo basar mi vida en los recuerdos, cada evocación se vuelve un latigazo que poco a poco va abriendo las heridas.
Deseo más que eso, quiero revivir momentos.
La quiero a ella de vuelta...
—Hola
Saluda alguien que conozco bien. Por un instante siento miedo de que mi mente me esté engañando, miedo a aceptar que me he vuelto irremediablemente loco.
Miedo de alzar la mirada para descubrir a la persona que se encuentra de pie frente a mí.
Doy otro trago de vino y permanezco en silencio, con la mirada fija en mi copa.
Esto no puede ser real.
— ¿Te cuerdas de mi? —agrega, pero me niego a mirarla—. ¿Por qué no me respondes?
La sangre sube de golpe a mi cabeza, mi corazón late con fuerza descomunal y mi mente está como ausente.
No logro reaccionar, me niego a creer que esto esté pasando.
Es tan maravilloso como irreal.
Entonces ella se acerca más, se arrodilla, pone su mano encima de la mía y me observa en espera de una respuesta.
El contacto de su piel me hace recobrar la consciencia dándome el valor para levantar la mirada y encontrarme al fin con esos grandes ojos color miel.
Es ella, mi Natalie.
Tenerla tan cerca me hace perder los estribos, no puedo aguantar la sed cuando se trata de ella.
Tembloroso, tomo su rostro entre mis manos y la beso con frenesí. Saboreo cada rincón de su boca y el alma encaja en mi cuerpo haciéndome sentir vivo de nuevo.
— ¿Quien eres? —me cuestiona dando un suspiro cuando logra, con esfuerzo, separar sus labios de los míos.
—Un hombre que te ha amado desde el primer instante en que te vio. Ese que tienes hechizado y quien te necesita como al aire para vivir. Un hombre que ha desafiado el tiempo para encontrarte.
Sé que Natalie no comprenderá mis palabras, pero tengo la certeza de que las ha sentido. Lágrimas de alegría brotan de sus ojos.
—Ven conmigo —digo en un ruego.
Cuando entramos en el ascensor, después de presionar el botón marcado con el número 3, la arrincono y la aprieto a mi cuerpo para besarla otra vez.
Natalie responde con la misma intensidad a mis caricias.
El sonido del timbre indica que hemos llegado y nos obliga a reaccionar. Con nuestras respiraciones agitadas salimos al corredor y la guío a mi habitación, cierro la puerta y comienzo a despojarla de su ropa para después besar con desesperación cada rincón de su cuerpo. No estoy seguro de si se trata de un sueño, pero voy a aprovechar cada instante.
Natalie no se contiene, la siento a punto de estallar de placer gracias a las caricias que le prodigo. Su cuerpo ha despertado con pasión desbordada. No deseo que este momento termine nunca.
—No imaginas lo que he estado dispuesto a hacer para tenerte de nuevo en mis brazos. Entrégate, necesito todo de ti.
Murmuro al oído alimentando las brasas que atizan mi ser.
—Cada vez que estás conmigo, me haces sentir vivo, libre y feliz. Te amo y te amaré siempre, Nat, no importa donde te encuentres porque yo estoy dispuesto a buscarte en el mismo infierno.
Al encontrarte descubrí que existe el cielo porque contigo escribí la mejor historia de mi vida, una historia que quedó inconclusa y que deseo continuar.
Hablo sin dejar de probarla, explorando con habilidad cada espacio de su cuerpo, de este cuerpo que trato con adoración absoluta. Entregándonos ambos con la misma fuerza en aquella misma habitación que años atrás fue testigo de nuestra pasión.
Explotamos saciados por el placer del roce de nuestra piel. Experimentamos de nuevo esta utópica sensación que solo pueden conocer aquellos que encuentran la pieza exacta.
Permanecemos tumbados en la cama con nuestros cuerpos perlados por el sudor, agotados por el esfuerzo empleado, pero completamente satisfechos de habernos probado, y dispuestos a más.
— ¿En que piensas? —la interrogo al notar su mirada perdida en algún punto.
Es difícil creer que Natalie esté aquí.
—En todo y en nada —responde—. Alejandro, ¿ésto es real?
—No estoy seguro, pero deseo que lo sea.
—También yo -—dice mientras gira para quedar encima de mí logrando con ese simple acto encender mi hoguera interna—. ¿Dónde habías estado?
La pregunta me congela un instante, casi creo que está al tanto de todo.
—Justo aquí —digo al tiempo que reposo mi mano en su pecho.
—Te he visto un par de ocasiones y siento que te conozco de toda la vida, ¿por qué?
Conozco la respuesta, pero no puedo responder, al menos no con honestidad.
—Tal vez nos conocimos en otro tiempo y al encontrarnos, nos hemos reconocido.
— ¿Almas gemelas? ¿En serio crees en eso? —quiere saber entre curiosa y divertida.
— ¿Por qué no? No es un tema que me haya sacado de la manga, hay estudios e investigaciones que lo avalan.
—Lo sé, pero...
— ¿Tienes otra explicación?
—No —dice poco convencida.
—Entonces dejémoslo así: tú y yo, nacimos para encontrarnos.
—Eres todo un romántico —comenta y comienza a besarme de esa forma que me desquicia.
La noche se nos hace corta para amarnos.
Casi al amanecer el cansancio al fin nos vence...
Soy el primero en despertar, pasan de las diez cuando abro los ojos y lo primero que veo es la espalda desnuda de esa hermosa mujer que alborota cada fibra de mi ser.
Está acostada boca abajo.
Su piel pálida es como agua para el sediento.
La miro fascinado, incrédulo de tenerla en mi cama.
No, no es un sueño.
Recorro con cuidado, para no despertarla, uno de mis dedos por su espalda, el efecto que produce la sensación hace que cierre los ojos.
Respiro hondo como reflejo.
—Buenos días —comenta adormilada.
—Buenos días, mi ángel —exclamo al tiempo que la beso.
— ¿Mi ángel? —repite extrañada.
—Tú eres mi ángel.
Los labios de Nat se curvan.
—Me siento tan bien a tu lado que por primera vez estoy completa —confiesa con las mejillas encendidas.
Tomamos una ducha juntos, como solíamos hacerlo antes y nos entregamos con descaro, sin medirnos ni contenernos.
Tocamos la cima una y otra vez.
Cuando nuestros cuerpos exigen alimento, pedimos servicio a la habitación.
Disfrutamos un par de hamburguesas sentados en la alfombra.
De vez en cuando Nat se acerca y beso su cuello.
Huele tan bien.
Nos quedamos tumbados en la alfombra, Natalie está recargada en mi pecho y yo la abrazo por la cintura. Disfrutamos del silencio mirando a través del ventanal.
El calor de nuestros cuerpos nos hace sentir cómodos, ninguno de los dos deseamos separarnos, necesitamos permanecer así.
Entonces noto en su mano un detalle que llama mi atención y me obliga a recordar su situación actual.
—Nat, necesito preguntarte algo —digo sin soltar su agarre.
Ella gira su cabeza para verme.
Quizá debo posponer aquella pregunta, pero algo dentro de mí exige poner las cosas en claro. A pesar de sentirme afortunado y feliz de tenerla junto mí, necesito saber como puede ser real.
Se supone que está casada y su presencia —aún cuando me fascina—, es inadecuada.
¿Dónde está aquel hombre que aseguró ser su esposo?
—Hace unos días me enteré de que estabas hospedada aquí y fui a buscarte a tu habitación. Toque unas cuantas veces hasta que un hombre abrió la puerta.
—James —mucita.
—Ese hombre dijo que era tu esposo.
¿Es verdad?
Mi corazón se encoge por lo que estoy a punto de escuchar. Natalie me observa callada.
— ¿Él te dijo eso? —comenta con sorpresa— Por supuesto que no soy su esposa y no puedo creer que te haya mentido. ¿Alejandro, tú crees que si yo fuera una mujer casada estaría aquí?
—No —admito dejando escapar el aire contenido—. Solo necesitaba escucharlo de ti. No sabes la felicidad que me embarga enterarme de que solo se trató de una mentira, una que me causó un dolor intenso.
—Yo... lo siento, no entiendo por qué dijo eso. Justo esa misma noche le dejé claro que todo había terminado entre los dos.
Escucho atento el relato en que decidió poner punto final a esa relación, unos cuantos días antes de que se celebrara su boda.
— ¿Por qué cancelaste la boda?
—Porque apareciste tú y pusiste en jaque mi vida —confiesa ruborizada.
— ¿Yo?
—Sí, tú, con esa voz enronquecida, con tu olor inconfundible que se coló en cada poro de mi piel. Tú, con tu presencia inolvidable.
No tengo idea de que hiciste conmigo, solo sé que me has hecho sentir algo que no creí posible.
Me enamoré de ti, Alejandro, y solo hicieron falta unos minutos a tu lado.
—Cásate conmigo —pido al tiempo que invado su boca con la intención de absorber su vida—. Hagámoslo hoy mismo, te lo ruego.
—Eso es una locura —responde por completo sorprendida.
—Cásate conmigo, Natalie.
Repito en un hilo de voz pasando mi lengua húmeda por su oreja, robándole con ese acto un placentero gemido, enchinándo su piel al instante, desatando el deseo, el hambre de tenerme dentro de su cuerpo.
Ávida de mis caricias.
—Sí
Dice un instante antes de caer prisionera de las más placenteras sensaciones, esas que le arrebatan un grito y nos llevan nuevamente al clímax...
Antes de que la luna aparezca salimos del hotel directo al aeropuerto.Las Vegas nos espera, el único lugar donde podremos llevar a cabo nuestra locura.
Casarnos y regresar justo al amanecer para reintegrarnos al trabajo convertidos ya, en marido y mujer.
Este es el mejor día de mi nueva vida, entonces sé que todo ha valido la pena si la recompensa es ella, Natalie.
Mi vida, mi sueño, mi mujer...
La distancia que separa Chicago del estado de Nevada, la llamada ciudad del pecado, es de 2883km. Son casi las siete y el vuelo sale diez minutos antes de las ocho.
Tres horas de vuelo son lo único que debemos esperar, para unir nuestras vidas de nuevo. Con una diferencia de dos horas entre ambos estados, el avión aterrizará en Nevada pasadas las nueve.
Las Vegas, la ciudad más grande del estado de Nevada y uno de los principales centros turísticos.
Por petición popular, en Nevada se relajaron las leyes del matrimonio, el divorcio y el juego. Haciéndolo posible casi todo.
Para casarse en Las Vegas solo es necesario obtener una licencia matrimonial para lo cual tenemos que estar presente en Clark County Marriage Bureau, situado en el 201 de Clark Avenue, abierto todos los días del año hasta la media noche.
Solo debemos acreditar nuestra identidad y edad con un documento con fotografía y llenar una solicitud.
Así de fácil resulta casarse en éste lugar.
El tiempo apremia y en cuanto bajamos del avión nos dirigimos a dicha dirección corriendo, nerviosos entre la gente.
De vez en cuando reímos como dos chiquillos ante la aventura.
Con la licencia de matrimonio en nuestro poder, vamos a la oficina de matrimonio civil que se encuentra a unos metros de distancia.
Tras treinta minutos de espera unimos nuestras vidas ante el juez y un par de desconocidos como testigos.
La elevó y giro con ella.
Me siento feliz.
El dolor anterior se ha esfumado. Nat está a mi lado.
—A partir de este momento te has convertido en la señora Connor —comento mientras la abrazo por la cintura.
—Esto es una locura, pero me hace sentir la mujer más feliz del mundo —contesta con los ojos húmedos.
—Te amo, Nat, te amaré en ésta y en otras vidas.
—También te amo, Alejandro. Ahora que soy tu esposa, quiero pedirte algo que para mí es importante.
Vamos a Marruecos, no ahora, pero si pronto —su petición me hace sudar frío—. Podemos pasar allá nuestra luna de miel. Necesito cumplir un deseo especial.
No puedo responder, la sola mención de ese lugar me trae recuerdos de aquella noche en que la sostuve en mis brazos casi sin vida.
Siento pánico, no estoy dispuesto a regresar, no quiero perderla otra vez.
Se supone que la vida nos está dado otra oportunidad para cambiar el desafortunado destino de la mujer que amo. Y eso es precisamente lo que voy a hacer, así que debo pensar en un modo de hacerla cambiar de opinión.
¿Cómo?
Mis nervios están desgarrados a causa de la tensión del momento.
En silencio y con la mirada clavada en el piso tomo la mano de Nat y camino con ella por las calles de la ciudad.
Natalie me sigue sin decir nada, pero noto su desconcierto. Algo pasa y no logra comprender que es.
Me observa de reojo y mi corazón se encoge.
La chispa en mis ojos ha desaparecido, pareciera como si me hubieran arrebatado de golpe la felicidad que hace unos minutos brotaba por cada poro de mi cuerpo...
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