I


París, 1985.

Justo hoy cumplimos dos años juntos y no deseo esperar más.
Hoy es el gran día.

Lo tengo todo planeado.

Justo antes del anochecer —cuando vayamos caminando tomados de la mano por las frías calles de París que han comenzado a pintarse de blanco gracias a la presencia de la nieve— sin que ella lo espere, llegaremos a la habitación del hotel y antes de que pueda reaccionar debido a la sorpresa que le he preparado con la ayuda de un par de  empleados —motivados   por una buena propina—, sacaré del bolsillo de mi abrigo un pequeño objeto brillante cuya finalidad será sellar el compromiso que unirá nuestras vidas.

La quiero a mi lado para siempre, por toda la eternidad si se pudiera.   
    
Solo espero que ella lo desee tanto como yo y acepte.

— ¿Te encuentras bien, Alejandro?  —pregunta Natalie, con esa chispa de diversión en su mirada, al darse cuenta de que la observo con insistencia.

Conozco a detalle cada facción de su rostro: esos finos hoyuelos que enmarcan su sonrisa, el sube y baja de su pecho cubierto de pecas, el jugueteo de sus dedos cuando se pone nerviosa, y ese discreto lunar justo en la mejilla, muy cerca de su nariz.

—De maravilla —contesto.

¿Cómo no estarlo si la tengo frente a mí?

Se ha vuelto tan necesaria que su solo aroma me llena de paz.
Me reconforta a tal punto que, a veces, me asusta.

Verla así —tan pasiva y despreocupada—, sumida en sus pensamientos mirando el atardecer, trae a mi mente aquel día en que el destino —deseoso por presentarnos— nos puso en el mismo lugar...

Chicago, 1983.

Un interés particular por los sucesos que habían tenido lugar a lo largo de la historia, el amor por la naturaleza, mi habilidad nata por apreciar los pequeños detalles y los bellos paisajes, sumados al respeto que me generaba todo ser viviente, marcaron el rumbo que tomaría mi vida.

Desde entonces, trabajaba —como fotógrafo— para una importante cadena de televisión: N&G.

Viajaba con frecuencia, por lo que pasaba la mayor parte del tiempo en hoteles y aviones.
Literalmente, una vida de nómada.

A mis veinticuatro años, conocía casi todo el continente Africano, así como gran parte de América y Europa. En parte gracias a mi profesión, aunque también contribuyó mi alma de viajero y esa hambre que siempre había tenido por conocer y  aprender.

El 4 de agosto me encontraba en Chicago, ciudad donde pasé gran parte de mi vida pues allí se encuentran las instalaciones centrales de la televisora para la cual trabajo.

Justo ese día se llevaría a cabo un importante evento donde líderes de varios países de primer mundo se reunirían para dialogar sobre el cambio climático y la importancia de intervención para frenar los daños que la vida moderna causaba al planeta.

Tras años de trabajo duro y de extenuante investigación, mis fotografías habían servido para dar testimonio de lo que acontecía.
La contaminación ambiental sofocaba nuestro planeta.

Fue ésa la razón por la había sido invitado a participar en dicho evento.

—Hola  —me saludó una chica de dulce voz—, creo que estás ocupando mi lugar.

Me dejó tan impactado que puse poca atención en sus palabras.
Era un chica de ojos grandes color miel, pelo largo castaño y labios color carmín.
Sin mencionar que llevaba puesto un vestido blanco el cual dejaba al descubierto sus piernas, marcando a la perfección sus lindas curvas.

<Parece un ángel>, pensé en cuanto la vi.

— ¿Cómo?

Susurré después de haberla observado con franca atención. No por morbosidad, sino por admiración.

—Mi boleto dice asiento número 13 y tú estás sentado en el  —aclaró.

Sus mejillas se pintaron de un color rosado. Fue sencillo notarlo pues su piel lucía casi tan blanca como la espuma del mar.

— ¡Lo siento!

Respondí sintiéndome un tonto al tiempo que de inmediato me puse de pie para dejarla ocupar su lugar mientras observaba con atención el número marcado en mi boleto para verificar el asiento que me correspondía.

<Catorce, debió equivocarse la edecán>, pensé dando un suspiro.

En ese preciso instante surgió en mí la necesidad de estar con ella. Efecto similar a una droga.
Sentimiento prematuro, pero real.

Aquel ángel no necesitó hacer mucho, su sola presencia bastó para  hechizarme.

—Silencio, esto no es una reunión de amigos, es un evento de importancia mundial —nos reprendió un hombre  bien vestido, que se encontraba frente a nosotros.
Quien por cierto miraba con insistencia a la bella dama.  

<Fanfarrón>, dije en silencio al descifrar sus verdaderas intenciones.

En ese momentos tuve clara una cosa:  no perdería detalle de la mujer que se encontraba sentada a mi lado.

Después de concluir ambos nuestra  participacion, no tuve empacho en hacer uso de ese don nato —que poseía— para ligar.
Cómo resultado logré que en un par de ocasiones la chica fijará su atención en mí.
Me inflé como pavorreal.

Solo bastaron unos cuantos minutos de charla para darme cuenta de lo especial e inteligente que era, pero lo que llamó mi atención fue su pasión por proteger la vida, en todas sus formas.

Verla y escucharla mientras debatía abiertamente con personajes importantes a nivel mundial, su carácter y seguridad mostrada, causó en mí gran respeto.

Era una mujer impresionante en todo sentido.

—Hemos hablado mucho y aún no me has dicho tu nombre  —comenté un rato después.

—Natalie Sanz —respondió relajada.

—Natalie —mucité—. Lindo nombre, tanto como tú.

Aquel comentario causó el efecto esperado. De nuevo sus mejillas se encendieron.

—¿Y? —dijo mientras sus labios se curvaban para dejar ver su dentadura perfecta.

Fruncí el entrecejo y guardé silencio mientras trataba de comprender lo que esperaba que dijera, pero fue imposible concentrarme teniéndola tan cerca.
Mis manos estaban húmedas.

Me sentí un chiquillo.

— ¿Tu nombre? —preguntó al darse por vencida.

—Alejandro Connor —comenté sintiéndome un tonto. 

Por inercia llevé una mano a mi cabeza. Jamás me sentí tan confundido.

—Mucho gusto, Alejandro —dijo al tiempo que extendió su mano.

La recibí encantado.

Una corriente eléctrica atravesó cada célula de mi piel cuando hicimos contacto.
Una especie de calor y frío subían y bajaban desde mi cabeza hasta mis pies.

La miré fijo, necesitaba estar seguro de que ella había sentido lo mismo. Entonces noté sus pupilas dilatadas y
Por un instante creí que la conocía desde siempre.

No entiendi todo aquello, en verdad me sentía un novato.
Lo único seguro era que ella lo provocaba.
Cómo la ponzoña de un insecto que después de morder suele aniquilar.

No podía dejarla escapar.
Estaba fascinado por el diamante que  tenía a mi lado.
Esa mujer de mirada intensa que quizá no todos notaran, pero que una vez en la mira, no puedes resistir la tentación de probarla.

Desde ese momento me propuse conquistarla.
Aunque no resultó tarea fácil.
Tuve que limpiar con cuidado el territorio que la rodeaba.

Nada importaba, solo ella.
Me volví su acosador, me aparecía en los lugares que solía frecuentar.
Parecía un enfermo.
Hice hasta lo imposible, no tuve límites.

Invitaciones, obsequios, risas y diversión fueron los recursos utilizados para lograr una primera cita con esa mujer que se metió en mi sangre.

Probar sus labios por primera vez fue el más delicioso de los manjares.

Entonces supe que estaba jodidamente perdido.

Natalie logró lo que hasta ese momento parecía un imposible: Me enamoré...

París, 1985.

—Es hora de irnos, señorita —le digo extendiendo la mano en clara invitación a seguirme.

Ella duda un instante y sonríe de  lado, quizá presiente  lo que está a punto de suceder.

—Anda  —insisto.

—Alejandro Connor, ¿por qué tengo la impresión de que estás planeando algo?

—Figuraciones tuyas —respondo mientras alzo los hombros para restar importancia—. De prisa que hace frío —la apuro sereno.

No deseo que lea mis verdaderas intenciones.

Con sus ojos fijos en mí toma mi mano y se levanta. Acto seguido, se pega a mi costado, recarga su cabeza sobre mi hombro y salimos del  bar.

Me siento un chiquillo a punto de cometer una travesura.
Mis manos se han humedecido y los latidos de mi corazón se aceleran con cada paso que nos acerca al hotel.
Los nervios y la emoción me han tomado como rehén.

<¿Qué has hecho de mi, Nat?>, pienso mientras caminamos por las frías calles de París.

—Hagamos una apuesta —propongo antes de salir del ascensor.

— ¿Así que quieres jugar? —cuestiona divertida— ¿Qué apostaremos?

—Eso lo decidirás tú si logras llegar de aquí hasta nuestra habitación con los ojos vendados. Yo creo que no lo conseguirás, te aseguro que en estos días no te has molestado en contar los pasos existentes entre el ascensor y nuestra habitación. ¿Me equivoco?

Pregunto para desviar su atención de mis planes para esta noche.

Nat me mira con la boca muy abierta.  Su expresión deja claro que he dado en el blanco.
En silencio, pero sin apartar la vista de mí, comienza a quitarse la bufanda para vendar sus ojos.

—No te sientas muy seguro y ve pensando como pagarás la apuesta, Connor  —comenta lista para el desafío.

La conozco y sé que a Natalie no le gusta quedarse atrás.
Es audaz. Libre de miedos, y hacerla sentir el sexo débil solo sirve para empujarla.

Caminando un par de pasos atrás, verifico que la puerta de la habitación se encuentre abierta. Sonrió al vislumbrar en el interior, decenas de velas encendidas.
Una botella de champagne reposa en la mesa acompañada por dos copas.

— ¿Qué es lo que estoy pisando? —quiere saber.

El leve crujido de cientos de pétalos de rosas rojas —que se esparcen por su camino— la alertan.

—Pronto lo sabrás —murmuro, está a punto de lograrlo.

— ¡Aquí!  —grita mientras aplaude.

Asiento en silencio.
No deja de sorprenderme.

— ¿Estás segura?

— ¿Acaso dudas de mis capacidades?

—Jamás —respondo al tiempo que desato la bufanda que cubre sus ojos. 

Cuando su visión se adapta a la luz, se queda inmóvil y en silencio.

Me esfuerzo en vano por descifrar lo que ocurre en su mente.
Los segundos pasan y Natalie no dice nada.

Mis piernas comienzan a fallar, dudo en sí debo intervenir y por impulso tomo su mano.

— ¿Te gusta? —la interrogo tembloroso.

— ¡Sí, acepto!

Las lágrimas escurren por su rostro, rodea mi cuello con sus brazos y me besa como solo ella sabe.
Mi cuerpo responde al instante, mis sentidos se desbordan encendiendo la pasión que quema mis venas.

No he tenido que preguntar nada, pero Natalie ha aceptado.

Haciendo uso de toda mi voluntad, abandono sus labios para colocar en su dedo un anillo —de oro blanco coronado con un diamante— que le queda con tal perfección que sé ha sido diseñado justo para ella.

—Te amo, Alejandro —mucita cerca de mis labios.

Su cálido aliento se introduce por mis fosas nasales.

—Eres mi vida, Nat. Estar a tu lado me hace feliz, saber que eres mía me vuelve un demente. Sé mi esposa —pido.

—Y tú, sé mi esposo  —dice con esa sonrisa que me enamoró.

No es necesario decir nada más, nuestros cuerpos se encargan de responder al cerrar la puerta detrás.

Beso cada milímetro de su piel pálida con adoración total, la hago mía una y otra vez con frenesí.
No puedo evitarlo, Natalie me enloquece y deja mi mente en blanco.
Cuando estoy con ella, no existe nada más.

La amo y la deseo con desesperación; su aroma sacia cada fibra de mi ser y su sabor envenena mi cuerpo.
Me he vuelto un adicto incapaz de resistir a está mujer.

—Catorce —dice Nat. 

Está desnuda, aún en la cama, con  una copa de vino en la mano.
Atenta a mis movimientos.

<Parece una diosa>, suspiro al admirarla.
La miro en espera de una respuesta.

—Son los pasos que separan nuestra habitación del ascensor ¿Recuerdas nuestra apuesta? Los he contado en silencio desde el día en que llegamos hace casi una semana —confiesa.

Sus ojos brillan.

—Sabías que ganarías —comento resignado. Ella es capaz de eso y más— ¿Qué deseas como pago?

—Nuestra luna de miel en Marruecos —pide con decisión.

Ya antes me ha hablado de sus ganas por conocer aquel país.
Viajar a ese lugar se ha vuelto casi una obsesión.

No tiene que pedirlo dos veces, por supuesto que estoy dispuesto a complacerla.

—Tus deseos son ordenes para mí.

Como si de una niña de tratara, Natalie comienza a brincar en la cama y derrama el liquido de su copa sobre su cuerpo.

La visión es titánica.
A sus veintitrés años es descaradamente apetecible.

Después de unos segundos no logro resistirme, así que la atrapo entre mis brazos.
Mi deseo por ella no tiene límite.

Natalie se convertirá en la señora Connor, mi mujer, y esa sola idea me tiene al borde de la locura...

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