O2 ── A.M
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Revisé por tercera vez que todo estuviera en su lugar: ventanas cerradas, pestillos asegurados y el gas pimienta al alcance de mi mano. Quizás Holly tenía razón al decir que las personas buenas aún existían, pero eso no significaba que dejaría mi seguridad al azar. Vivir sola siendo mujer traía consigo una serie de precauciones necesarias, y yo no planeaba relajarme solo porque el vecindario parecía tranquilo.
«¿Que si compré el gas pimienta?» pensé mientras colocaba el pequeño cilindro en un lugar accesible de la cocina. «Por supuesto que lo hice».
Después de recuperar un par de horas de sueño, mi día comenzó con un desayuno perezoso junto a Holly. Mi amiga tenía que volver al trabajo al mediodía, mientras que yo enfrentaba la abrumadora tarea de seguir organizando mi nueva casa. Las cajas seguían apiladas en cada rincón, un recordatorio constante de lo mucho que quedaba por hacer.
Sin embargo, antes de retomar mis labores, me detuve para realizar un par de compras imprescindibles. Además del gas pimienta, necesitaba llenar la nevera. Mi presupuesto no era el más holgado: tenía lo suficiente para subsistir un mes, pero sabía que debía encontrar un trabajo pronto. Los ahorros no durarían para siempre, y si seguía comprando comida a domicilio, los días de supervivencia serían aún menos. Aunque me tentaba la comodidad de la comida rápida, prefería no dejar que mis habilidades culinarias se oxidaran. Cocinar siempre había sido algo más que una tarea; era terapéutico, una forma de sentirme en control.
Las siguientes horas transcurrieron sin mayores sobresaltos. Paseé por el vecindario, familiarizándome con los alrededores, y regresé con varias bolsas llenas de alimentos y, por supuesto, mi preciado gas pimienta. Durante el resto del día, el edificio permaneció en calma. No hubo señales del hombre encapuchado que había visto días atrás. Uno tras otro, los días comenzaron a pasar sin incidentes, y aunque me esforzaba por no bajar la guardia, el recuerdo de aquella noche comenzó a desvanecerse.
Para cuando se cumplió casi una semana desde mi llegada, el incidente parecía un recuerdo lejano. Esa noche, Holly, Jesse y Alicia vinieron a cenar, llenando el departamento con risas y conversaciones animadas. Había preparado pasta al horno y una salsa que, según Jesse, podía competir con los mejores restaurantes italianos.
—¡Esta salsa es tan buena! —dijo él, gesticulando con entusiasmo mientras sostenía un trozo de pan de ajo.
—Gracias —respondí con una sonrisa, feliz de que disfrutaran mi comida.
—¿Están seguras de que no necesitan una compañera de cuarto? —bromeó, dirigiendo una mirada cómplice entre Holly y Alicia.
Holly sonrió dulcemente, mientras Alicia, con su típica expresión escéptica, alzó una ceja antes de responder con un tono divertido:
—Mi casa tiene dos habitaciones vacías, pero ya sabes que odio cocinar.
—Puedo tomar el sofá —intervino Jesse, guiñándole un ojo a Holly y luego mirándome con una expresión traviesa—. Si me pones cartón en el suelo, fácilmente podría...
—¡No empieces, hombre! —lo interrumpí, rodando los ojos mientras él reía.
El sonido de las risas llenó la sala, acompañado del suave tintineo de los cubiertos y el ocasional susurro de las cortinas que Alicia y Holly habían colgado unos días atrás. Las cortinas, de tonos cálidos y estampados bohemios, habían transformado el departamento, dándole una apariencia acogedora que contrarrestaba la frialdad de los muebles antiguos. Mi habitación, sin embargo, seguía siendo un caos. En una esquina permanecían apiladas las cajas con nombres familiares escritos en marcador negro, como guardianes silenciosos de recuerdos que aún no estaba lista para enfrentar.
Mientras recogía los platos vacíos, Alicia me lanzó una mirada inquisitiva.
—¿Ya has pensado qué hacer ahora?
Me encogí de hombros, evitando su mirada mientras balanceaba la bandeja de pan de ajo en mis manos. Jesse, siempre atento, se levantó para ayudarme.
—Gracias —le dije antes de responderle a Alicia—. He estado recorriendo el vecindario. No me gustaría trabajar muy lejos del departamento.
—¿De qué planeas buscar empleo? —preguntó Alicia, frunciendo el ceño. Su tono, aunque no intencionadamente crítico, hizo que Holly se encogiera un poco en su silla.
—Bueno, de lo que salga —respondí con indiferencia, mirando de reojo cómo Jesse devoraba el pan como si no hubiera un mañana—. Y cuidado te ahogas con el pan.
—Iré por algo de beber —intervino Holly, levantándose para ir a la cocina con una sonrisa tímida.
Alicia no dejó el tema.
—El Consejo de Repatriación Global tiene programas para personas que perdieron familiares durante el Chasquido. Podrías financiar tu educación, como tu hermana, y no...
Sus palabras flotaron en el aire, interrumpidas por la tensión que se formó en mi rostro. La incomodidad era palpable, y Alicia, con su usual pragmatismo, lo notó al instante. Bajó la mirada, suspirando.
—Lo siento. No quise decirlo así.
—Está bien —respondí con un tono que no convenció a nadie. Volví mi atención a la mesa, reorganizando platos vacíos en un intento de distraerme.
El silencio incómodo no duró mucho, gracias a Holly, quien como siempre, encontró la manera de desviar el tema.
—¿Qué opinan si buscamos en internet nuestras cartas astrales? —propuso con entusiasmo.
La expresión horrorizada de Jesse fue suficiente para hacerme reír, y, poco a poco, la atmósfera volvió a relajarse. Pasamos las siguientes horas entre bromas y conversaciones sin trascendencia, el tipo de velada que siempre había apreciado. Tener a mis amigos cerca hacía que el departamento comenzara a sentirse como un hogar.
Cuando finalmente se despidieron, el silencio del piso cayó como un manto pesado. Sus pasos se desvanecieron en el pasillo, y me quedé sola con el eco de las risas que todavía resonaban en mi cabeza.
Comencé a recoger los platos y a limpiar la sala. El crujido del suelo bajo mis pies descalzos era el único sonido en la noche. Estaba a punto de apagar las luces cuando un ruido metálico me hizo detenerme en seco. Venía de la escalera de incendios.
Mi corazón se aceleró. Dejé los platos sobre la mesa y corrí hacia la mesita de la sala, donde había dejado el gas pimienta. Lo tomé con manos temblorosas, mi mente ya corriendo con posibles escenarios. Abrí la ventana lentamente, dejando que el aire frío de la noche acariciara mi rostro. Y ahí estaba él, la misma figura alta y encapuchada moviéndose con cuidado por las escaleras.
Sin pensarlo dos veces, apunté el gas pimienta y rocié.
—¿¡Qué demonios...?! —la voz masculina resonó en la noche, y aunque el rocío no había dado en sus ojos, su sorpresa fue evidente. Dio un traspié, llevándose la mano a la boca mientras tosía.
Mi corazón latía con fuerza, pero no me dejé intimidar. Con la adrenalina recorriendo mi cuerpo, me preparé para lanzarle una patada si se acercaba. Sin embargo, cuando lo intenté, una mano metálica detuvo mi pierna en el aire con facilidad.
—¿Qué diablos pasa contigo? —gruñó, aún limpiándose la boca.
Mis ojos se quedaron fijos en su mano. No era una mano cualquiera; era una prótesis brillante y negra, con un diseño que parecía salido de una película de ciencia ficción.
—¡¿Conmigo?! —chillé, intentando soltarme de su agarre. Saltaba sobre mi otro pie, completamente fuera de equilibrio—. ¡Suéltame! ¡Voy a gritar tan fuerte que todos los vecinos se despertarán y...!
Antes de que pudiera terminar mi amenaza, él soltó mi pierna y, con un movimiento rápido, cubrió mi boca con su mano metálica. Fue un gesto brusco, pero no lo suficientemente fuerte como para lastimarme. Con el forcejeo, su capucha cayó, revelando un rostro que me dejó sin aliento.
Era él. Lo reconocí al instante.
El aire se quedó atrapado en mi garganta. No podía creer lo que estaba viendo. Él respiraba profundamente, como si intentara calmarse, y cuando notó mi mirada, frunció el ceño.
—No estoy tratando de atacarte —dijo con voz grave y profunda—. Tú me rociaste con esa condenada cosa sin razón.
Quitó su mano de mi boca, pero yo seguía paralizada, intentando procesar lo que acababa de ocurrir.
—Yo... —murmuré, incapaz de formar una frase coherente. Él cruzó los brazos, mirándome con una mezcla de molestia e incomodidad.
—¿Me viste la otra noche? —preguntó finalmente.
Asentí, aún sintiendo la garganta seca. Su ceño se frunció más.
—Creí que eras un ladrón —admití en voz baja, sintiéndome ridícula al decirlo en voz alta.
Pareció considerar mis palabras por un momento, su mandíbula tensándose mientras evaluaba la situación. Luego, suspiró y bajó la mirada.
—De acuerdo, asunto aclarado —dijo, dirigiéndose a la ventana. Pero antes de irse, se detuvo, recogió el gas pimienta que había caído al suelo y me lo entregó.
—Usa esto con responsabilidad.
Lo tomé, sintiéndome aún más avergonzada. No era eso lo que quería decir.
—Espera... —dije antes de que pudiera desaparecer por completo. Él se giró lentamente, su expresión neutral pero expectante.
—Yo... sé quién eres —susurré, consciente de lo imprudente que era mi comentario.
Se quedó inmóvil, sus ojos azules fijos en mí como si intentaran leer cada pensamiento en mi cabeza. Cerró los ojos por un momento, y su rostro mostró algo entre resignación y cansancio.
—¿Lo haces? —preguntó finalmente, su tono más bajo, casi desafiante.
Tomé aire, obligándome a sostener su mirada.
—Eso creo —murmuré, encogiéndome de hombros, sintiendo el peso de sus ojos clavados en mí. La intensidad en su rostro parecía perforarme. Tragué saliva, nerviosa, pero reuní el valor suficiente para sostener su mirada. —Eres Bucky Barnes.
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