O1 ── A.M

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Después de dar al menos una docena de vueltas sobre el colchón, finalmente desistí. No había manera de quedarme dormida, no cuando llevaba más de tres horas intentando sin éxito conciliar el sueño. A mi lado, Holly respiraba profundamente, completamente ajena a mi insomnio. Su cabello rubio estaba recogido en dos trenzas que, incluso en la penumbra, le daban un aire aún más juvenil. Parecía tan tranquila, como si nada pudiera perturbarla.

Holly había insistido en quedarse conmigo esta primera noche. Aunque no lo dijera en voz alta, yo sabía que estaba preocupada por mí. Siempre encontraba maneras de demostrarlo sin parecer condescendiente, y por eso la quería tanto. Esta mudanza no solo representaba un cambio físico para mí, sino también un reto emocional: apenas estaba comenzando a procesar el luto... por segunda vez.

Era casi irónico. Uno pensaría que, tras perder al mismo ser querido dos veces, ya no dolería tanto. Pero no era así. Descubrí a las malas que las pérdidas no se superan; se aprende a vivir con el dolor, día tras día, como un huésped no deseado que nunca se marcha. A veces, ese dolor se vuelve más llevadero. Otras, es un peso insoportable.

En mi niñez y adolescencia, el sueño nunca fue un problema. Claro, me desvelaba como cualquier otra persona de mi edad, pero cuando realmente quería dormir, simplemente cerraba los ojos y lo lograba. Ahora, era diferente. Llevaba más de cinco años sin poder dormir más de unas pocas horas seguidas. Holly siempre bromeaba diciendo que mis ojeras desaparecerían si me hidratara más, y aunque exageraba, tenía un punto. Mi amiga tenía casi una obsesión por el cuidado personal, algo que contrastaba por completo con mis hábitos descuidados.

Me levanté con cuidado, asegurándome de no pisar nada ni derribar alguna de las cajas que aún no habíamos desempacado. La mitad de mi ropa ya estaba colgada en el armario, pero el resto estaba desperdigada por el suelo, formando montones que parecían pequeños obstáculos en una pista de carreras. Holly y yo habíamos trabajado hasta pasada la medianoche, desempolvando los sillones y dejando la cocina funcional. Sin embargo, aún quedaba mucho por hacer.

Eché un vistazo al teléfono, sacándolo de debajo de la almohada, un mal hábito que nunca pude abandonar. La pantalla iluminó la habitación, marcando las 3:45 a.m.

«Si papá estuviera aquí, ya me habría regañado», pensé con una sonrisa amarga. Sus advertencias aún resonaban en mi cabeza: «Un día ese aparato va a explotar, Dannika. No deberías dormir con él». Lo que alguna vez me pareció fastidioso ahora era un recuerdo cálido que atesoraba profundamente. Sin embargo, esos pensamientos hicieron que la habitación pareciera más pequeña, más opresiva. A pesar del frío invernal que se colaba por las rendijas de las ventanas, necesitaba aire fresco.

Decidida, me acerqué a una de las ventanas que daba a la escalera de incendios y la abrí. El viento gélido golpeó mi rostro, arrancándome una pequeña sonrisa. Siempre me había gustado el frío; me hacía sentir despierta, alerta. Podía imaginarme a Holly frunciendo el ceño si me viera así, saliendo al aire helado con apenas una camiseta de tirantes. Peor aún, mi madre probablemente se presentaría en mi puerta con sopa caliente en cuanto escuchara mi voz ronca por teléfono.

Con esos pensamientos en mente, busqué un suéter entre las cajas. Escogí uno viejo, uno que había estado conmigo durante años. Tenía una manga desgastada, pero su textura suave era reconfortante, como un abrazo silencioso.

Justo cuando estaba a punto de volver a salir, noté algo que me dejó helada. Una figura encapuchada emergió de la ventana al otro extremo de la escalera de incendios. El aire se me quedó atrapado en los pulmones.

Las nubes ocultaban la luna, y las luces de Brooklyn no eran suficientes para iluminar el rostro del desconocido. Pero su silueta era inconfundible: un hombre alto y corpulento. «Dios mío», pensé, presa del pánico. «Va a exprimirme como un granito».

Antes de que pudiera decidir entre gritar o huir, él se percató de mi presencia. Cerró la ventana de un golpe y, para mi sorpresa, no hizo nada más. Ni se acercó, ni intentó asustarme. En lugar de eso, bajó rápidamente por las escaleras, desapareciendo en la oscuridad sin siquiera mirarme directamente. Justo antes de perderlo de vista, un destello dorado en su mano izquierda captó mi atención.

«Oh, Dios mío. ¿Estaba robando la joyería de alguien?»

Mi corazón latía con tanta fuerza que apenas podía pensar con claridad. Cerré la ventana de golpe y aseguré el pestillo con manos temblorosas antes de hacer lo más razonable que se me ocurrió en ese momento:

—¡Holly! —grité, corriendo hacia ella—. ¡Holly, vi a un ladrón!

Holly apareció segundos después, sosteniendo un zapato de tacón como si fuera un arma. Su expresión decidida se desvaneció al verme sola, y levantó una ceja confundida.

—Mire, señor ladrón, le aviso que... ¿Eh? ¿Dónde está el ladrón?

A pesar de mis nervios, no pude evitar reír al verla con el flequillo pegado a la frente, el tacón en mano y su pijama de ballenas.

—¿Dannika, qué rayos está pasando? —preguntó, dejándose caer en el sillón más cercano.

Mientras intentaba recuperar el aliento, le expliqué lo que había visto. Su rostro pasó de la incredulidad a la preocupación mientras escuchaba cada detalle. Sin embargo, cuando mencioné que había vuelto a entrar al departamento para buscar un suéter antes de salir, me sonrió con aprobación.

—Bien hecho. No quiero que te resfríes. Pero... —su semblante se tornó más serio—. ¿Estás segura de que estaba robando? ¿Y si simplemente lo asustaste?

—¿Hablas en serio? —bufé, exasperada—. Holly, no era un tipo pequeño. Créeme, dudo mucho que pudiera intimidarlo.

—Creo que te subestimas. Puedes ser intimidante a veces —dijo con una sonrisa, mientras se levantaba y se dirigía a la cocina. Sacó la vieja tetera que había traído conmigo y comenzó a llenarla de agua.

La seguí, cruzando los brazos.

—Hablo en serio. Debí traer conmigo la pistola de balines de papá.

Holly se giró hacia mí, horrorizada.

—No hablas en serio.

—Claro que sí. ¡Son balines! —respondí con una ceja alzada, disfrutando de su reacción exagerada.

—¡Aun así, eso podría lastimar a alguien! —replicó, agitando una cuchara como si fuera un mazo de juez.

—Ese es el punto, mujer.

Holly negó con la cabeza, murmurando algo ininteligible mientras añadía canela al agua caliente. Me apoyé contra la barra de la cocina, viendo cómo sacaba un par de pastelillos de una caja y me ofrecía uno. Acepté sin dudar y lo devoré en tres mordidas, para su evidente diversión.

—Yo sé lo que vi —insistí, tomando el segundo pastelillo que me ofreció—. Salió de una ventana, llevaba algo dorado en la mano y huyó en cuanto me vio.

Holly frunció el ceño, pensativa, mientras vertía el té en dos tazas desparejadas. Su actitud tranquila siempre lograba calmarme, incluso en los momentos más tensos.

Holly tomó un sorbo de su té, sosteniendo la taza con ambas manos como si quisiera absorber todo el calor posible. Su mirada estaba fija en algún punto de la cocina, claramente procesando lo que acababa de contarle.

—¿Y qué piensas hacer? —preguntó al fin, con una nota de preocupación en su voz.

—Voy a comprar gas pimienta, por si acaso —respondí con tono casual, llevándome la taza a los labios.

Holly casi deja caer su taza.

—¿Gas pimienta? ¿Eso no es un poco... extremo? —me miró con los ojos muy abiertos, y su ceño se frunció de una manera que me recordó a una mamá regañando a su hijo.

—Es una medida preventiva. No voy a usarlo a menos que sea necesario —me defendí, encogiéndome de hombros.

—Dannika, eso suena como algo que diría alguien antes de terminar en las noticias locales —replicó, con las mejillas sonrojadas. Luego suspiró, dejando su taza en la barra—. Mira, sé que estás tratando de protegerte, pero tal vez deberías hablar con el encargado del edificio. Podrían reforzar la seguridad, poner cámaras o algo. ¿No sería mejor que... no sé, dejes que otros manejen esto?

No pude evitar sonreír. Holly siempre encontraba una forma de preocuparse por todo y, al mismo tiempo, suavizar los bordes de mi impulsividad.

—Está bien, lo consideraré —mentí, más para calmarla que porque realmente lo haría.

Ella pareció relajarse un poco con mi respuesta, aunque seguía mirándome como si no terminara de creérmelo. Antes de que pudiera replicar, un bostezo se apoderó de su rostro, y al instante sentí una punzada de culpa por mantenerla despierta.

—Anda, ve a dormir un poco más. Yo vigilaré al ladrón invisible —bromeé, empujándola suavemente hacia el dormitorio.

Holly dejó escapar una risita nerviosa, como si no supiera si estaba hablando en serio. Pero obedeció, echándome una última mirada preocupada antes de desaparecer tras la puerta.

Cuando me quedé sola, miré por la ventana. La noche estaba tranquila otra vez, pero mis pensamientos no lo estaban. Holly podía tener razón, tal vez lo mejor sería dejar esto en manos de alguien más... aunque, para ser honesta, no podía sacarme de la cabeza esa mano dorada y la mirada fugaz del desconocido.


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