un rato más
En el ápice de mis diecitantos,
conocí a la chica del poema.
Era brava maldita y dulce empalagosa.
Desconocía entonces
la fragilidad del amor,
aunque decía por ahí,
en alardes fastidiosos,
que una que otra vez me habían roto.
Sin embargo,
fue cuando la conocí que descubrí
que siempre podés caer más abajo,
romperte más, perderte más.
No hay parte de mí
que no haya alcanzado,
ni falta que no haya cometido.
Tampoco hay poema
que no le haya escrito.
Sé, en el fondo,
que todavía los tiene guardados
en su mesita de luz.
La misma mesita a la que,
inclinada y con solo una remera ancha,
se aferraba con fuerza cuando la embestía,
tapándole la boca
para que sus padres no nos escuchasen
en el cuarto conjunto.
Después de eso,
nos acostábamos
y nos quedábamos abrazados.
Inventaba una excusa para irme,
ella volvía a poner esa carita.
Una hora más,
media hora más,
quince minutos más.
No te vayas.
Así hasta que amanecía.
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