Prólogo

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Para entender a Frank Smith, sexto marqués de Somerton, no bastaba con intercambiar unas palabras en una conversación, o ser uno de sus compañeros de estudios, o haber compartido un baile, o haber trabajado con él.

Nadie, salvo el círculo de amigos y parientes que lo rodeaba, lo conocía. Solo aquellos que fueron testigos, en mayor o menor medida, podían entender el motivo por el cual él decidió iniciar una vida que estaba lejos de las expectativas que la sociedad tenía para él.

Todo se remonta a la lluviosa noche del primero de mayo de 1810, cuando Frank Smith, su padre, el quinto marqués de Somerton, esperaba el nacimiento de su primogénito rogando que fuera un varón. Su esposa, Minerva, llevaba más de doce horas de labor de parto y no se vislumbraba que aquello fuera a terminar pronto.

El marqués era un hombre que, a sus treinta y dos años, se había casado por conveniencia con la señorita Witney, quien en ese entonces, estaba a punto de convertirse en solterona por la mala reputación de su familia, ocasionada por sus difuntos progenitores que la había sumido en la pobreza junto con sus hermanos. La modesta dote que la joven otorgó a la unión ―cortesía de su tío paterno― fue suficiente para sanear la deuda más grande del marquesado y, de este modo, evitar la ruina a la que tanto temía su madre, Charlotte, quien siempre ejerció un gran poder sobre él.

Primero lo presionó para que saneara todas las deudas que heredó de su padre, el que fue un hombre mediocre y soberbio, y murió al caer de su caballo. Tras cinco años de arduo trabajo, Somerton se demostró a sí mismo que era mucho mejor que su antecesor. En el transcurso de ese tiempo, intentó cortejar a cuanta heredera que poseyera una gran dote para salir más rápido de su situación, pero la pobreza de su título ya era información de dominio público y lo convertían en un candidato menos que apropiado para cualquier dama con orgullo y visión de futuro.

Hasta que, de la nada, apareció Minerva, quien estaba tan desesperada como él para contraer matrimonio. Todo fue rápido, en tres meses ya estaban casados. Ella era hermosa y, a pesar de ser todo lo que se esperaba de una esposa; callada, femenina, obediente y conocedora de su rol, parecía estar siempre triste y melancólica.

Era tan extraño, sus amigos le decían que tenía suerte por hallar una mujer como ella, pero él no sentía ninguna clase de afecto, indiferencia era una buena palaba para expresar lo que ella le provocaba. De hecho, jamás había sentido por nadie algo parecido al amor, ni siquiera en su más tierna infancia. Sin embargo, aquello no le importaba mucho.

Sea como fuera, Dios les concedió el ansiado heredero sin muchos esfuerzos, y ya no era necesario visitar la alcoba de su esposa. Sus apetitos carnales ―lujuria, eso sí podía sentir― los saciaba con una amante con la que llevaba unos cuantos meses, gracias a que empezaba a tener ganancias suficientes para mantenerla.

Lógicamente, su madre desconocía esa doble vida y esa falta de sentimientos hacia su esposa, sino sería un verdadero infierno escuchar sus malditos sermones, pero en el fondo, Somerton disfrutaba lo prohibido, esa la exquisita tensión que le proporcionaba saber que podía salirse de los límites sin que nadie lo notara.

Un llanto vigoroso irrumpió en medio del sonido de la lluvia. Somerton sintió una suerte de escalofrío, una sensación nada natural ante el nacimiento de un hijo.

Al cabo de unos minutos su madre salió con un bulto entre sus brazos.

―Es un varón, Somerton ―reveló con una sonrisa llena de orgullo aristocrático―. Es idéntico a ti y, por supuesto, se llamará como tú. Toma a tu heredero, el nuevo conde de Dunster.

«Frank... como los cuatro anteriores a mí», pensó Somerton con sorna mientras recibía a su hijo en sus brazos. Se preguntó qué sentimiento habría atravesado el corazón de su padre cuando lo recibió, nunca lo supo en realidad y, en ese instante, el pánico le atenazó el corazón.

Nada. Un vacío enorme. No sentía nada por ese niño, salvo alivio, sin duda lo era. No más presiones.

Había cumplido con su deber, tenía un heredero... Tal como Charlotte deseaba.

―En cuanto se recupere tu esposa, tendrás que engendrar al segundo de repuesto ―sentenció su madre.

La sensación de alivio había sido demasiado efímera.

―En cuanto se recupere ―convino Somerton sin emoción, devolviendo a su primogénito a los brazos de su madre. Esa tarea de procrear a otro vástago la iba a retrasar tanto como fuera posible. No toleraba estar a solas con su esposa por más de medio día, ni siquiera para el sexo servía.

El hijo de repuesto llegó tres años después. Charlotte lo nombró Ernest.

*****

El primer recuerdo de Frank Smith, hijo, que conservaba de su padre fue a los cuatro años.

Podía recordar con claridad que jugaba con un soldadito de plomo y su hermanito dormía en una cuna. De pronto, entró a su campo visual una bota enorme. Alzó la vista, era su padre, quien lo contemplaba con una expresión que no supo interpretar. El pequeño sonrió y le estiró los brazos con ilusión, a lo mejor, ahora lo iba a alzar como lo hacía siempre su madre.

Su padre no respondió. Hizo una mueca de rechazo y dio media vuelta.

El niño no sabía qué había hecho mal. Miró a su madre con unas inusitadas ganas de llorar. Ella miraba cómo se iba el marqués con una expresión tan acongojada que aquello le hizo sentir peor.

―¡No llores, Dunster! ―espetó su abuela con dureza―. Solo las niñas lo hacen, ¿acaso eres una?

El pequeño, asustado, se limpió la cara con premura, el pecho le dolía por el esfuerzo supremo de contener su llanto.

Minerva se acercó a su hijo. Estaba a punto de tomarlo en brazos cuando Charlotte la fulminó con la mirada.

―No te atrevas a fomentar su debilidad, Minerva. Dunster deber forjar su carácter, será un marqués, no puedes transformarlo en un pelele ―insistió con ese tono de voz que oprimía a Frank y que humillaba a su esposa, despojándola de autoridad frente a todos.

Minerva no replicó, sin embargo, como un silente acto de rebeldía, tomó a su hijo en brazos y se lo llevó de la estancia, dejando a su suegra con la palabra en la boca.

―Llora, Frank. Si quieres hacerlo, hazlo, porque vendrán días en que no podrás ―le susurró su madre mientras se dirigían a la habitación infantil.

Frank lloró en medio del cobijo y consuelo de su madre. Nunca más permitió que su abuela lo viera derramar lágrimas, ni tampoco se atrevió a pedirle a su padre una muestra de amor.

*****

Tres años después, Charlotte murió. Nadie lloró, ni siquiera Somerton. Frank tenía siete años y a partir de ese instante, esa vida carente de afectos ―salvo el de su madre y hermano― se transformó en una verdadera pesadilla.

Somerton, al verse liberado del yugo que representaba Charlotte en su vida, desató su verdadera naturaleza como una tormenta que arrasaba con todo, y comenzó a llevar una vida alejada de los preceptos a los que lo había sometido su madre. Ya no disimulaba ser un hombre de conducta intachable y desarrolló una compulsión por las apuestas, fiestas, alcohol y orgías.

Si para Minerva ya era humillante la indiferencia de su esposo y las intervenciones de su suegra, lo que vino después fue peor; la vida llena de vicios de Somerton llegaron a su propia casa, que a fin de cuentas jamás pudo llamar hogar. Fiestas decadentes y hedonistas, borracheras, sexo sin pudor en cada habitación de su casa. Minerva terminó recluida junto con sus hijos en la habitación infantil, hasta donde llegaban los sonidos ahogados de los excesos de su esposo.

No podía escapar, ella no manejaba dinero, ni siquiera poseía algo propio para empeñar y marcharse con sus hijos. Sin embargo, tampoco tenía dónde llegar o cómo subsistir después de la huida. Tenía un hermano, Andrew, que con suerte se mantenía a sí mismo en un puesto mediocre en el Ministerio de Relaciones Exteriores y su otra hermana, Margaret, estaba en una situación tanto o peor que la propia, por más que intentara aparentar lo contrario. Su destino estaba atado a ese hombre, ella no tenía armas para enfrentarse al mundo. No iba a hacerles la vida más difícil a sus hermanos, cada uno llevaba su propia carga como podía.

Todo era negro, no veía salidas.

El pequeño Frank era consciente de aquello. Cuando veía a su madre llorar. Cuando su padre entraba borracho para humillarlos solo por el placer de hacerlo. Cuando no podía dormir en las noches porque escuchaba extraños gritos de mujeres, o las fiestas nunca llegaban a su fin. Cuando no podía despertar a su madre de sus largas siestas y parecía muerta.

Todo eso lo hacía sentir más pequeño e insignificante de lo que era. Quería proteger a su madre y a su hermano de todo eso, pero lo único que lograba era distraer a Ernest con juegos, simulando que eran niños felices, que tenían otra vida, otro padre y que su madre era amada.

Una noche, en la mitad de ella, Frank despertó sin motivo aparente. Su octavo cumpleaños había pasado sin notarlo. En la habitación solo había oscuridad y silencio... lo había despertado el silencio. Lejos de tranquilizarlo, aquello lo inquietó. No pudo dormir bien esa noche, ni las siguientes, como si esperara algo grande y demoledor.

Y llegó en pleno verano, en un día del mes de agosto. Primero fue el barrullo de los sirvientes, cuando todos se fueron para gran desconcierto de Minerva. No se enteró de ese hecho hasta que notó que no llevaban el desayuno a la habitación infantil. No había rastro de Somerton desde hacía días, solo rumores de que estaba de viaje.

Frank no supo si estar feliz o no, pero sí supo que estaban a punto de emprender un viaje sin retorno, cuando vio a su madre, frenética, llenar baúles con ropa. Fue como ella si hubiera despertado de un profundo letargo, jamás la había visto tan viva, tan desesperada. No le dio miedo verla así, en el fondo, ese cambio le daba esperanza, la cual se reforzó cuando salieron de la casa con unos objetos metidos dentro de una bolsa. Alquilaron un carruaje donde metieron los baúles llenos de ropa y anduvieron por calles que Frank apenas recordaba, hasta llegar a un lugar, cuyos escaparates estaban llenos de objetos tan disímiles, que él no podía definir qué tipo de establecimiento era. Su madre le dio al hombre que estaba detrás del mostrador unos candelabros, cubiertos y su anillo de matrimonio, el que perteneció generaciones al marquesado de Somerton. A cambio de ello, le dieron dinero.

Tomaron un carruaje de postas y abandonaron Londres. Minerva les contó en el camino, que llegarían a la mansión de tío Andrew, quien, por azares del destino, era el nuevo vizconde Rothbury desde hacía muy poco. Nada hacía presagiar que allí, en la propiedad de su tío, encontrarían de todo, menos tranquilidad.

No fue fácil al principio, por culpa de Minerva, principalmente, que estaba amargada, ciega y dolida, al punto de descargarse en los demás. Frank no entendía demasiado la situación, únicamente sabía que todos los días eran diferentes; a veces su madre dormía sus largas siestas, otros días ella discutía con su tío Andrew, un par de veces fue a la iglesia. A veces ella ordenaba que no jugaran con los otros niños de la mansión, otros días cambiaba de opinión. Se le veía triste, enojada, a veces tranquila, otras veces lloraba.

Frank y su hermano se sentían a la deriva... Era extraño, estaban en un lugar en que todos los miembros de esa familia les brindaban tranquilidad y cariño, y su madre parecía no aceptarlo.

Y un día, luego de una gran discusión, llena de gritos, llantos y recriminaciones, que se escucharon en cada rincón de la mansión, Minerva cambió.

Fue prodigioso. La tranquilidad llegó como un cálido manto que abrigó a la familia llenándola de una atmósfera confortable.

Nunca más tuvieron noticias sobre Somerton.

Luego vino el cambio mayor.

Apareció un hombre, abogado, viudo, padre de gemelos. August Montgomery, un amigo de la infancia de Minerva.

Todos los días él aparecía en la mansión con sus hijos Justin y Horace, para visitar a Minerva. Frank tardó poco en descubrir que ese hombre amaba a su madre y ella lo amaba a él. Ellos eran felices cuando estaban juntos, se les veía en las caras, en la forma en que se miraban, en el respeto que se prodigaban.

August cuando llegaba de visita, los saludaba a él y a su hermano con cariño, les revolvía el cabello, una caricia en la mejilla y les preguntaba cómo estaban, si habían hecho travesuras o si habían estudiado... con el tiempo se convirtió en el padre que nunca tuvieron y les pareció natural cuando Minerva les comunicó que se iban a vivir con August y los gemelos.

Meses después se casaron.

Eso fue el indicativo para Frank que algo había sucedido con su padre. No sabía cómo sentirse, porque cuando se fue y los abandonó sin decir nada, solo dejó de existir.

No quiso averiguar qué había pasado, le temía a la verdad que subyacía en ese hecho. Nada iba a empañar eso que empezaba a disfrutar y apreciar; ser un niño feliz, con una familia que lo amaba y que crecía, una madre dichosa y sonriente, un hombre que era más que un padre. Frank sentía que tenía todo lo que siempre deseó para él, su hermano y su madre.

A los nueve años, un mes antes de entrar a estudiar al colegio Eton para empezar por fin su instrucción formal, August lo llamó a la biblioteca. Quería tener una conversación de hombre a hombre. En esa instancia él le reveló el fatídico destino del hombre que lo engendró; Frank Smith, quinto marqués de Somerton había fallecido escapando de la justicia por haber asesinado un hombre, lo irónico era que no era cualquier hombre sino que se trataba del esposo de su tía Margaret, su tío. El chico intuía que su padre había terminado mal, pero nunca a ese nivel.

Atrás quedaba su título de cortesía, ya no era el conde de Dunster, ahora era el nuevo marqués de Somerton, su padre era el asesino del padre de su primo con el cual iba a entrar a estudiar.

―¿Thomas lo sabe? ―preguntó Frank por su primo.

―Sí, hijo ―respondió August con tono conciliador.

―¿Mi primo no me odia?

August sonrió con bondad.

―No, tu primo no te odia... Su situación es parecida a la tuya, el azar unió fatalmente el destino de tu padre y el padre de Thomas. ―August suspiró y continuó―: Sin embargo, es más importante el motivo por el cual te he revelado todo esto. En un mes más entrarás a Eton y es más que seguro que la fama de tu padre te precederá. Te acosarán, te molestarán, intentarán doblegarte. Los niños son crueles, hijo mío, pero ellos no deben convertirse en un impedimento para que estudies en el mejor colegio del país. Debes unir fuerzas con tu primo, juntos podrán hacer frente a quien ose intentar hacerles sentir mal por algo que no tuvieron culpa. Dirán cosas horribles de tu padre, de Minerva, de mí, de tus hermanos. Debes ser fuerte...

―No lloraré ―prometió Frank.

―Llorarás ―contradijo August―. Y hazlo, pero que ellos no te vean o será peor.

Frank asintió vehemente.

―Seré fuerte ―afirmó.

―Sé que lo serás ―aseguró August con fe y convicción―. Recuerda siempre; no importa lo que haya hecho tu padre, tú no eres él.

―Él no es mi padre ―negó Frank.

―No, hijo... no me has entendido, tú no eres como tu padre...

―No... ―interrumpió el niño con firmeza―. He entendido bien, él nunca fue un padre, él no fue como tú... Tú eres mi padre.

August abrió sus ojos, sorprendido y honrado. Frank notó que los ojos castaños de él se le humedecieron de emoción.

―Oh, Frank... ―August abrazó al niño, a quien consideraba su hijo. Desde el instante en que Minerva volvió a su vida, sabía que no debía amarla solo a ella, sino también a sus hijos. Si hacía esas odiosas diferencias, iba a condenar a esos niños que no eran culpables de nada. No supuso mayor esfuerzo, August era un hombre que tenía una fuente inagotable de bondad y amor y, a su vez, Frank y Ernest estaban sedientos de amor paternal―. Es un honor que me consideres de ese modo.

―Siempre me has llamado «hijo»... papá ―respondió Frank, derramando, por primera vez en su vida, lágrimas de felicidad.

*****

Tal como pronosticó August, los primeros meses en Eton fueron un infierno para Frank y Thomas. Los acosaban constantemente, les decían que sus progenitores eran verdaderos demonios; un asesino, un estafador, ambos pecadores, viciosos y libertinos. Enlodaban el nombre de sus madres, tratándolas de furcias adúlteras.

Ellos eran «Los Herederos del Diablo».

Ambos niños aguantaron estoicos, pero toda paciencia tiene un límite. Y comenzaron a devolver cada palabra, cada insulto y cada golpe de un modo sucio, artero y cruel.

Empezaron por los más débiles del grupo que solía atacarlos. Uno por uno, fueron sometidos al castigo que consistía en dejar «regalos» en sus camas; ranas muertas, gusanos, barro, hiedra venenosa, espinas. Emboscadas que terminaban con niños colgados de los pies en un árbol o maniatado dentro de un armario. Nadie sabía quién era el siguiente, solo que sus pequeños crímenes eran firmados por «Amudiel» ―Frank― o «Alastor» ―Thomas―, sobrenombres que ellos mismos habían escogido.

Así fueron escalando, hasta vengarse de cada uno que osaba a ofenderlos. En todo el colegio comenzaba a extenderse el rumor que si te metías con Los Herederos del Diablo, tarde o temprano pagabas tus pecados.

No importaba si los profesores los castigaban por sus travesuras, ni que llamaran a sus padres para quejarse por su comportamiento. Al llegar las vacaciones de verano, ya nadie los molestaba.

Los Herederos del Diablo habían triunfado, y sus fundadores, Amudiel y Alastor habían allanado el camino de sus hermanos, amigos y parientes.

Eran implacables, duros e inflexibles.

Esa fama persiguió a Frank, incluso veintidós años después.

Nadie lo conocía, nadie se preocupó de saber qué había más allá.

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