Capítulo III
***Como hoy es el día del padre en mi país, les dejo un capítulo de regalo, sé que hay al menos un padre leyendo esta novela***
Diana detuvo sus pasos y dio media vuelta. El magistrado la miraba, imperturbable.
―Tome asiento, por favor, señora Gallagher ―invitó Frank, su tono era comedido, grave, sereno. Diana se sentó en la silla que estaba frente al escritorio del magistrado―. ¿Desea algo de beber? ¿Té, limonada, agua?
Diana meditó rechazar el ofrecimiento, pero la verdad sea dicha, estaba con la boca reseca.
―Una limonada sería fabuloso. Muchas gracias, milord.
Frank hizo sonar la campanilla.
Se quedaron en silencio. Él no dejaba de mirarla a los ojos y ella reparó en el azul frío de los de él. Esos iris eran un verdadero par de zafiros.
En ese instante golpearon la puerta y entró el ama de llaves. Mientras el marqués le solicitaba una limonada, Diana observó discretamente a la mujer; una rubia preciosa y despampanante, cuya sensualidad no podía ser escondida en el riguroso vestido que llevaba puesto. Si ella fuera hombre, sin duda, se la comería con los ojos. No obstante, y para su sorpresa, el marqués trataba a su empleada de una forma muy respetuosa. El coqueteo era inexistente por parte de ambos, y ella era capaz de identificar hasta la señal más sutil.
Impresionante. El marqués parecía inmune a los encantos de su ama de llaves.
Quedaron a solas otra vez. Él volvió a mirarla fijo.
―Usted dirá, lord Somerton ―exhortó Diana para romper el silente manto que los había envuelto por breves segundos. No fue capaz de sostener ese escrutinio al que él la sometía, lo sentía demasiado intenso.
Frank se aclaró la garganta.
―Me han hablado mucho de usted, señora Gallagher...
―Ya imagino qué cosas le habrán contado, milord ―interrumpió Diana con acritud.
A ella le pareció ver el atisbo de una sonrisa en él, sin embargo, desapareció tan pronto que ella pensó que había sido su imaginación.
―No soy un hombre que juzga a las personas sin pruebas y hechos concretos, y los chismes nunca han sido fehacientes para mí ―declaró firme, frunciendo un poco el entrecejo―. No tiene por qué tomar una actitud a la defensiva, señora Gallagher. Usted no me conoce.
Diana apretó los labios formando una fina línea tensa, le costaba no ser de ese modo. Desde el nacimiento de Jacob había aprendido a no bajar la guardia y preparar siempre una respuesta. Ella tenía que quedarse con la última palabra.
―¿Podría ir al punto?, no quisiera quitarle más tiempo, milord.
Frank resopló de un modo contenido que denotaba su hartazgo y aquello no pasó desapercibido para Diana.
―Tiene razón, mis disculpas, señora Gallagher... Bien, hace unos días vino el señor Grant con la intención de que lo ayudara a impugnar la compraventa de Grant House y las tierras que usted posee.
―De eso ya me han informado ―confirmó serena.
―Supongo que fue nuestro buen amigo, el señor Fletcher.
―Supone bien. Le aseguro que tengo a buen recaudo mis documentos y todos están en regla. El señor Grant solo está siendo demasiado ambicioso, siempre ha esperado heredar esas tierras, pero Abel prefirió venderlas antes de morir. Lo que ese hombre pueda decir o hacer contra mí me tiene sin cuidado.
―Confío, entonces, en que usted está tranquila respecto a ese asunto ―dijo Frank reclinándose en el respaldo de su asiento y entrelazando su dedos.
―Completamente, milord.
En ese instante entró la señora Wilde portando una jarra de limonada fresca. Sirvió con eficiencia un vaso y se lo entregó a Diana, quien bebió un sorbo, pero le fue imposible ser comedida, no pudo detenerse hasta ver el fondo del vaso.
A Frank no se le movió un musculo ante esa falta de refinamiento.
―Mis disculpas, de verdad estaba sedienta ―explicó Diana, sintiendo que sus mejillas se azoraban―. Y la limonada está muy deliciosa.
El ama de llaves le sonrió con simpatía.
―Si me permite, le volveré a servir, señora Gallagher ―ofreció la señora Wilde y Diana aceptó susurrando un «gracias».
Al terminar, el ama de llaves los dejó nuevamente a solas.
Frank tomó aire.
―Bien, el motivo principal por el cual le he comentado todo esto, es porque, como magistrado, mi deber es velar por el bienestar de la comunidad y me preocupa que esta situación pase a mayores. Debo confesarle que no me gustó la actitud del señor Grant, él no dudó en poner su nombre por el suelo. Las personas que basan sus argumentos en algo tan relativo como la reputación, suelen perder su credibilidad conmigo y es muy difícil que vuelva a tener una buena opinión respecto a ellas ―declaró severo.
Diana no supo qué replicar, en cambio, bebió un poco de limonada. No sabía si confiar en las palabras de lord Somerton, que eran justas; mas su mirada era gélida, no expresaba ningún sentimiento, ni bueno ni malo.
―Señora Gallagher ―continuó Frank ante el mutismo de ella―, sé que usted es una mujer próspera en Somerton, y sé que aquello le ha acarreado más de algún problema... A lo que quiero llegar es que deseo que sepa que puede acudir a mí, para buscar consejo, asesoría o ayuda ante cualquier problema que se le presente y sienta que no pueda manejar del todo. Primero fue Barnaby Grant, hoy fue la señora Anderson y sus nueve gallinas, sabe Dios qué será en el futuro.
Diana asintió con un leve y femenino gesto de cabeza.
―Muchas gracias, lord Somerton. Le prometo que le haré saber cuándo necesite sus servicios ―dijo con verdadera gratitud, pero no sabía qué otra cosa añadir, no estaba habituada a que le hicieran ese tipo de ofrecimientos sin pedirle nada a cambio... por el momento.
La amable y desinteresada actitud del magistrado le hacía sentir desorientada, intentó descifrar algo más en el semblante de él, pero no había nada más que un hombre serio, muy atractivo y hermético.
―Será un placer, señora Gallagher. ―Frank se levantó, gesto suficiente para indicarle a Diana que la audiencia había llegado a su fin, por lo que ella dejó el vaso con la limonada a medio terminar y también se puso de pie.
―Si me dispensa, milord, me gustaría ir hablar con su ama de llaves. ―Miró de soslayo el piso reluciente, pero salpicado de suciedad y plumas―... para limpiar el desastre de mis gallinas.
Frank sonrió.
A Diana le pareció ver a otra persona que había tomado el lugar del marqués. El cambio en las facciones de él era prodigioso. Si ya era atractivo siendo serio, sonriendo era hermoso, su cabello rubio, ligeramente ondulado, le rozaba los hombros y le confería un aire fresco y despreocupado que no había notado antes.
―No se preocupe, señora Gallagher, uno de mis muchachos limpiará. No es demasiado, después de todo. ―Diana lo observó casi incrédula.
―No, milord, me comprometí a limpiar esto. Ese fue el acuerdo.
―Y le agradezco que quiera cumplir su palabra, en serio, pero... ―Frank se sintió en la necesidad de explicar―. No me agrada la idea de ver a una mujer de rodillas limpiando el piso, y mucho menos una señora tan digna como usted.
Diana no sabía cómo responder aquella aseveración. ¿Era un halago?
―¿Ha venido a pie desde su propiedad? ―preguntó Frank cambiando de tema. Diana parpadeó y se espabiló.
―Vinimos en una carreta ―respondió Diana―. Mis muchachos me están esperando afuera.
―Muy bien, es una distancia larga desde Grant House hasta acá ―comentó―. Espero que llegue sin contratiempos a su casa.
―Muchas gracias, milord... ―Hizo una leve reverencia y Frank respondió solemne.
―Si me permite... ―Frank se adelantó unos pasos y le abrió la puerta―. La guiaré hasta la salida.
―No se tome la molestia, conozco el camino.
―Insisto.
Diana con un gesto, claudicó, y salió de la estancia. Frank caminó a su lado con las manos en la espalda y atravesaron el amplio vestíbulo, en el cual había cuantiosas plumas rojas en el suelo. Ella hizo una mueca, se apiadó del muchacho al cual le encomendarían la misión de limpiar aquel estropicio.
Al llegar a la puerta, Frank la abrió.
―Ha sido un placer conocerla, señora Gallagher. ―Hizo una breve pausa―... ¿Puedo hacerle una pregunta indiscreta?
Diana arqueó sus cejas, no se imaginaba qué tipo de pregunta le iba a hacer lord Somerton. El hombre era impredecible.
―Adelante... ―autorizó, sintiendo un leve temblor.
―Verá, no he socializado mucho en el pueblo y quisiera saber a qué atenerme... Ahora que lo pienso mejor son dos preguntas indiscretas.
―Hagalas, con toda libertad.
―Muy bien... ―Carraspeó―. ¿Toda la gente en el pueblo suele hablar mal de usted?
―Principalmente los otros terratenientes y aristócratas. ―Se encogió de hombros, resignada―. Me da igual, de todas formas compran lo que venden mis muchachos en el mercado.
―Mmmm... Entiendo... Mi otra pregunta es, ¿usted sabe qué tan desesperadas están las damas casaderas en el pueblo?
Diana rio. El duro marqués de Somerton temía a ser cazado.
―Oh, milord, ellas están tan desesperadas como lo puede estar cualquier mujer que cumple dieciocho años, pero hay que agregar el poco entusiasmo de los caballeros disponibles... ―Diana sonrió―. Si me permite el atrevimiento, cuando lo conozcan, encabezará la lista de «Los solteros más codiciados de la región».
―Curiosamente, mi cocinera dijo esas mismas palabras durante el desayuno ―replicó balanceando su peso en un movimiento casi inapreciable.
―Pues, créale a su cocinera, sus ojos deben estar tan buenos como los míos ―añadió Diana con soltura―. No se preocupe, usted viene de Londres, sabrá lidiar con eso.
―No tan bien como lo imagina... Supongo que usted irá al baile que organizan los Fletcher.
―Ahora que lo he conocido, enviaré mi confirmación de asistencia. Solo por el placer de ver las caras de las matronas al ver que usted me dirige la palabra.
―No dude que intercambiaré unas cuantas palabras corteses con usted y tal vez haga algo escandaloso.
―Con el simple hecho de saludarme, usted provocará el gran escándalo de la década, milord.
―Escándalo es mi segundo nombre, pero ese es un secreto que conservaremos usted y yo. ―Esbozó una mirada que contenía cierta picardía―. Muchas gracias por sus respuestas.
―Ha sido un placer... Hasta pronto.
―Hasta pronto, señora.
Frank se quedó observando en el umbral de la puerta cómo Diana se acercaba a la carreta tirada por un caballo y donde estaban los muchachos con las gallinas esperando por ella. Subió grácil, tomó las riendas con habilidad y emprendió rumbo hacia el camino bordeado de robles.
Frank cerró la puerta, apoyó la frente sobre ella y resopló frustrado.
¡Dios santo! ¡¿Qué le estaba pasando?!
Cuando le hablaron sobre la señora Gallagher imaginó a una joven matrona viuda con exceso de personalidad, y que por ello se había granjeado mala reputación, pero jamás se le cruzó por la cabeza que fuera alguien como ella.
Con razón ya le habían propuesto tres veces matrimonio. Sí, reconocía que sus tierras eran el motivo principal de esos hombres, pero ¡por Dios!, cualquier sujeto con sangre en las venas estaría feliz por casarse con ella.
Y para qué decir de su ropa de varón, ¡no dejaba nada a la maldita imaginación! No era que nunca hubiera visto a alguna dama vestida de ese modo, Grace, su mejor amiga y la madre de ella solían cabalgar en el campo ataviadas de ese modo, ellas eran desenfadadas y vivaces... hasta un poco masculinas, pero en Diana Gallagher el efecto era diferente, su feminidad se exacerbaba, su rostro delicado y arrebolado, sus ademanes, su forma de inclinarse, su voz y su aroma. Manejaba el sutil arte del flirteo con naturalidad, algo sumamente remarcable, ella no necesitaba recurrir a tácticas artificiosas. Probablemente, si la señora Gallagher hubiera usado vestido no sería tan impactante, pero para su desgracia, la ropa negra le calzaba como guante, como la tuviera pegada a la piel delineando el seductor contorno de su felina figura.
Si hubiera permitido que ella limpiara el suelo de rodillas, hubiera sido un martirio erótico para él. Su imaginación habría volado demasiado alto. No podía permitirse perder el control ni ponerse en evidencia. Jamás le había pasado algo semejante, de tan solo ver una mujer y que le provocara tal atracción.
Siempre había dominado sus pasiones, era un hombre que no se guiaba por el instinto ni dejaba que sus actos fueran dominados por la lujuria. Desde que conoció los exquisitos placeres de la carne, supo que se volvería adicto si lo practicaba muy seguido, por lo que se propuso mantener a raya la compulsión, no podía permitir que gobernara sus sentidos, o sucumbiría como el hombre que lo engendró.
Y lo había logrado. Frank creía que tenía todo bajo control.
Diana Gallagher, con tan solo respirar, derrumbó sus defensas como si fuera un castillo de naipes.
Frank se refregó la cara, molesto consigo mismo.
Comenzó a caminar dando largas y vigorosas zancadas en dirección al establo para ensillar a Maximus, ir a ver a los arrendatarios iba a ser una buena forma de disipar de su memoria a la seductora señora Gallagher.
Si tenía suerte, al atardecer todo volvería a su cauce normal.
*****
Mientras Diana conducía la carreta sus pensamientos iban una y otra vez hacia lord Somerton. Nunca pensó que él era un hombre joven, se imaginó a un viejo pomposo, calvo y orondo. Si no hubiera sido por el conflicto de las gallinas que le tenía hirviendo la sangre y le había enceguecido por instantes, habría estado balbuceando como una jovencita inexperta y ella ya no estaba para brindar esos espectáculos ante un extraño con unos extraordinarios ojos azules.
Suspiró, debía reconocer que era un hombre intrigante, e intrigante era una palabra poderosa, porque nadie en Somerton y sus alrededores podía catalogarse de ese modo.
Los hombres solteros del pueblo jamás la impresionaron; los de clase burguesa y aristocrática eran una horda de clasistas, presuntuosos y prejuiciosos, que confundían la fuerza del carácter con la arrogancia. En cambio, los más pobres, no lo eran solo en dinero o posesiones, lo eran en espíritu, educación, valores y ambiciones... El factor común entre todos ellos era que siempre la trataban con desdén, ella no era digna para ser tratada con respeto, ella era considerada una furcia, y bien es sabido que las furcias dejan de ser personas, solo sirven para abrir las piernas para ganarse la vida.
No obstante ese desprecio le facilitó la tarea de mantenerse firme, de pie, inexpugnable. No se podía dar el lujo de pensar en el sexo opuesto más allá que como compradores de su mercancía. El amor, el matrimonio fueron una hermosa ilusión que murió hacía tantos años que ya la había olvidado.
Lord Somerton era peligroso, porque a pesar de ser inescrutable, sus actos y palabras revelaron que era un hombre noble, justo, respetuoso y generoso... y él no debería llamar su atención, la desviaría de su principal objetivo en la vida, y ese era uno solo: Jacob. Debía afianzar su futuro y por eso se desvivía por Greenfield. No podía fallar.
Diana volvió a suspirar, pero esta vez, acongojada, y se reprendió mentalmente. Esperaba que él no se hubiera dado cuenta de su velado flirteo, a veces no lo podía evitar, era difícil desarraigar algo que estaba tan dentro de ella y no quería que el marqués lo malinterpretara. ¿Cuántas veces su difunta hermana, Juno, le había amonestado por ello? Siempre le decía que le acarrearía graves problemas si no controlaba esa parte de su forma de ser. Dios sabía que ella intentaba que no se le notara, pero era tan distinta a Juno, quien era tan tímida, sensata y reservada.
Todos los días la recordaba, porque ella era su gran consejera, ¿qué habría dicho Juno?, ¿cómo habría actuado?, ¿lo hubiera aprobado? Mientras estuvo viva siempre le brindo equilibrio, era su brújula... La extrañaba tanto cuando se encontraba en conflicto consigo misma.
Ahora estaba metida en un buen lío, le había dicho al magistrado que iba a asistir al baile, pero ahora se arrepentía en el alma. Debía reducir el contacto con él a toda costa, era la tentación en persona, no podía ni siquiera permitirse admirarlo con inocencia, sentir algo... cualquier cosa.
«Llegado el día podría aducir una jaqueca para no ir», maquinó. «Oh, pero no me puedo perder la cara que pondrán de esas viejas vinagres cuando el marqués me salude como si fuera una dama de verdad». Ese era un privilegio que no sucedía todos los días. Una parte de su alma necesitaba una pequeña revancha. No era una santa, no era su afición favorita poner la otra mejilla cada vez que surgía un rumor o cuando la despreciaban con sus comentarios desdeñosos.
Hubo una época en que era respetada por todos, sin excepción, y tenía el mundo a sus pies... Era una bonita sensación que ya no volvería a sentir y que no apreció en su momento.
Bien valía la pena aguantar por unas horas el saludo cortés de un caballero apuesto que no la despreciaba.
Sí, tal vez podía darse ese ínfimo lujo, porque después de ese baile, seguro que él cambiaría de opinión respecto a ella. Era casi imposible no prestar oídos a las habladurías, tal como rezaba el refrán «no hay humo sin fuego», tarde o temprano, lord Somerton la iba a evitar sin disimulo.
Por tercera vez suspiró, sí era lo mejor... para ella era lo mejor, sofocar cualquier chispa que amenazara con un incendio que después no podría controlar.
« There's no smoke without fire», expresión inglesa cuyo equivalente en español es «si el río suena es porque piedras trae»
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