Capítulo II
―¡Lo sabía! ―masculló Diana molesta al ver el tamaño minúsculo del huevo―. ¡Esa vieja envidiosa me las va a pagar! ―Miró a la gallina que torcía su cabeza como si le entendiera―. Oh, no, tú no, gallinita preciosa... Apuesto que la vieja esa ni siquiera te ha puesto nombre. Te llamarás... ―La contempló por un instante y decidió―. Leila.
Tomó el resto de los huevos que puso Leila y los depositó con cuidado en la canasta. Comparado con el tamaño de los demás, los huevos de la gallina usurpadora parecían de codorniz. Lo mismo ocurrió con dos gallinas más Laila y Lila. Ya era bastante sospechoso el comportamiento de esas gallinas que no obedecían las órdenes y tardaron demasiado en poner esos «intentos de huevos». Diana salió del gallinero, pensando en que la situación debía llegar a su fin de un modo definitivo y ejemplar.
Nadie podía robarle tres gallinas ―las mejores ponedoras del pueblo― y reemplazárselas con tres ejemplares que solo servían para hacer una sopa... Aunque ahora que ya les había puesto nombre, no podía comérselas.
A menos que imaginara que la sopa era de pato y que no eran gallinas cuyos nombres eran Laila, Leila o Lila...
Dejó de divagar.
―¡Mamá! ―la llamó su hijo que iba corriendo a su encuentro. La situación parecía un sueño que se repetía más seguido de lo hubiera pronosticado.
Diana, como cada vez que se repetía la situación, lo saludaba vigorosamente con su mano. Cuando Jacob llegó jadeante a su lado, su madre alzó un dedo.
―¿Quién vino ahora? ¿El señor Fletcher? ―interrogó a su hijo, quien alzó sus cejas pensando que su madre era adivina.
―¿Cómo supiste, ma? ―preguntó el muchacho.
―Es el cuarto hombre soltero del pueblo que ganaría algo con un matrimonio conmigo ―respondió resuelta―. Apuesto que te dijo: «muchacho, llama a tu madre, quiero hablar con ella» ―aventuró, imitando el acento y tono del señor Fletcher.
―¡Fueron esas mismas palabras, mamá! ―exclamó Jacob, agregando mentalmente esa capacidad recién descubierta de su madre al extenso catálogo de habilidades, ¡lo sabía todo!
Diana dio un prolongado suspiro y enfiló sus pasos hacia la casa con todo y canasta. Llegó hasta las puertas francesas y vio al señor Fletcher bebiendo limonada, el cual al reparar en la presencia de la señora Gallagher se levantó para saludar.
―Buenos días, señor Fletcher ―saludó Diana y alzó su dedo para impedir la forzosa cortesía―. Nos vamos a ahorrar todo el mal rato para ambos. La respuesta es no, muchas gracias. ―Dio media vuelta y se dirigió a la salida de la estancia.
―Oh, entonces es verdad de que ha rechazado tres propuestas. ―Rio el señor Fletcher socarrón―. Sin embargo, no he venido a proponerle matrimonio.
―¿De verdad? ―preguntó Diana, suspicaz.
―Mis intenciones son totalmente honorables ―aseguró alzando sus manos―. Al menos más honorables que su atuendo ―señaló con censura.
―Intente llevar una propiedad con un vestido que estorba a cada pisada ―contestó desafiante.
―Veo que esos rumores son ciertos... ―Recorrió con la mirada a Diana de arriba abajo, sin disimulo. Ella carraspeó incómoda por aquel escrutinio―. Perdón, ¿en qué estábamos?
―En sus intenciones supuestamente honorables.
―Oh, sí que lo son... ―Volvió a quedarse ensimismado en la cintura estrecha y anchas caderas de Diana.
―Las intenciones de los otros caballeros también eran honorables ―replicó ella elevando un poco el tono de su voz para que el señor Fletcher centrara su atención en ella.
El señor Fletcher volvió a parpadear y la miró a la cara.
―Las mías solo son con fines sociales, no matrimoniales y patrimoniales... que al caso es casi lo mismo.
Diana volvió sobre sus pasos, dejó la canasta de huevos en el suelo y se sentó en la poltrona que estaba al lado del señor Fletcher, que había hecho lo mismo en cuanto ella lo invitó con un gesto.
―Soy toda oídos ―animó Diana a su casi inocente visitante.
―El nuevo magistrado ha llegado a Somerton ―informó sin más preámbulos.
―Eso no es ninguna novedad, ya me lo han contado, creo que llegó el cinco de julio.
―Le contaron mal, llegó en la tarde del primero... el día cinco fue cuando nos dimos cuenta de que había llegado.
―¿Y eso tendría que importarme?
―Por supuesto, se trata de su vecino.
―¿Me está hablando de lord Radcliffe? ―interrogó confundida. El barón era su único vecino.
―No, por Dios, él apenas tiene cerebro para atender sus propios asuntos... Su otro vecino, el marqués.
Diana abrió su boca y sus labios describieron una perfecta «O».
―¿Lord Somerton? ¿Él es el nuevo magistrado?
―En efecto. Frank Smith, marqués de Somerton, lleva una semana y ya le ha hecho justicia a la fama que arrastra desde Londres.
―Me va a disculpar mi ignorancia, pero, ¿cuál es esa fama?
―Es un hombre severo, inflexible y sumamente reservado... Y Dios pille confesados a sus enemigos. En fin, acabo de hacerle una visita para invitarlo a un baile de bienvenida que está organizando mi madre y adivine quién estaba ahí...
―¿Barnaby Grant?
―¡¿Cómo lo adivinó!?
―Suelen decir ese nombre cuando me proponen matrimonio. Al parecer es verdad que quiere impugnar la compra de mi propiedad ―pensó en voz alta―. ¿Y qué más sucedió?
―El viejo Grant salió hecho una furia, mascullando algo sobre una furcia embaucadora, cuentas bancarias y documentos legales. Tal parece que solo llevaba como único argumento que usted sedujo a Abel para obtener esta propiedad.
―Si Barnaby hubiera visitado al menos una vez a su hermano en los últimos diez años sabría que eso es falso. Él fue como un padre para mí... ―Hizo una pausa, emocionada, recordar la soledad en la que vivía Abel antes de que se conocieran, era desolador―. Si antes guardaba luto por mi difunto esposo, ahora lo hago por mi gran amigo... ―Miró al señor Fletcher, suspicaz―. ¿Por qué me dice todo esto?
―Porque adoro el cotilleo ―reveló con picardía―. Y también, para matar dos pájaros de un tiro. Dado que su propiedad estaba de camino, le vengo a entregar su invitación para el baile. ―El señor Fletcher le ofreció a Diana una invitación escrita a mano con una preciosa caligrafía.
―¿En serio? ―dijo asombrada, recibiendo la invitación―. Digo, ¿está seguro de invitarme? No digamos que la crema y nata de la sociedad de Somerton me tiene en muy alta estima.
―Algunos no pensamos lo mismo, pero no nos gusta contradecir a nuestras madres. Insistí en que se debía invitar a todos el pueblo, sin excepción. Lo cual aprobó lord Somerton sin objetar nada, dijo, textualmente: «así no me hacen perder el tiempo y los conozco a todos de una vez».
―Vaya, es un poco...
―¿Cascarrabias? ¿Quisquilloso?
―No... práctico. Se nota que no le tiene aversión a mezclarse con los que no son de su propia clase.
―No lo había visto desde ese punto de vista, y tiene mucha razón, un magistrado debe tratar con toda clase de gente... Bien, no le quito más tiempo, he de seguir con mi labor. ―Se levantó de su asiento y Diana hizo lo mismo.
―Muchas gracias por la invitación, señor Fletcher. Le confirmaré durante la semana.
―Insisto en que vaya. Hay pocos bailes a los que usted puede asistir sin que el anfitrión le ponga mala cara.
Diana esbozó una sonrisa e hizo una leve reverencia. El señor Fletcher hizo lo mismo con mucho respeto.
Al quedarse a solas, Diana comenzó a reflexionar. La conversación con el señor Fletcher había sido muy reveladora. En primer lugar, ya podía especular el motivo de las inesperadas proposiciones de matrimonio que le habían hecho. Era cierto que Barnaby Grant pretendía quitarle sus tierras y, si eso sucedía, él se podía convertir en el terrateniente más grande, incluso por sobre el marqués, lo que le daría un poder sobre los demás y sus intenciones de subir escalones social y políticamente.
Comenzó a caminar en el salón, dando pasos lentos de un lado a otro, cavilando. En supuesto caso de que Grant lograra su objetivo, todos esos caballeros que le propusieron matrimonio, quedarían en desventaja.
Si ella aceptaba cualquiera de esas proposiciones, todo su trabajo habría sido en vano. Todos ellos solo querían obtener el poder que suponía el hecho de casarse con ella. ¿Y qué recibía a cambio? Nada, porque ella no les importaba... y mucho menos Jacob.
―Todos esos imbéciles son unos verdaderos hijos de... ―masculló sin terminar la oración en voz alta, pero sí derramó unos cuantos juramentos mentales.
Al menos podía estimar que el magistrado, lord Somerton, no era un imbécil que tomaba en cuenta solo la palabra de un sujeto para declarar una demanda como admisible, había que presentar pruebas tangibles, no dudas razonables basadas en rumores malintencionados. Si Grant quería sus tierras tendría que sudar sangre para encontrar algún resquicio legal para impugnar la venta de Grant House y los sesenta acres de tierra, y eso era imposible.
Abel había previsto todo eso, y más.
―Gracias, amigo mío ―murmuró Diana―. Hiciste todo por protegernos, pero si Barnaby llega hasta las últimas consecuencias, quedaré expuesta... ―Suspiró largo y profundo―. No sé si estoy preparada para ello.
*****
Querido hijo:
Ya han pasado ya casi dos semanas desde que te marchaste y te extrañamos mucho. Hace cuatro días, tal como teníamos planeado, hemos llegado a la propiedad de a tu tío Andrew para pasar unas cuantas semanas y disfrutar del aire puro de Cragside. Tu tía Olivia y tus primos te envían saludos y cariños.
Espero que nuestra estancia en Cragside nos distraiga a todos de tu ausencia. Emily, Sophie y Eleanor se sienten raras sin que les hagas bromas. Ernest mira de reojo tu asiento vacío en la mesa, mientras que Justin y Horace intentan animar a sus hermanas fingiendo que lo pasan muy bien acompañándolas a sus paseos por el campo o de compras en el pueblo. Tu padre las intenta consolar recordándoles las largas temporadas de tus años de estudios.
A mí me cuesta acostumbrarme a la idea de no verte todos los días, pero entiendo tus motivaciones. En ese sentido eres parecido a August, eres un perfeccionista y quieres hacer bien las cosas, pero tampoco buscas glorias vacías.
Estoy tan orgullosa de ti. Sé que le devolverás a Somerton la dignidad, ya lo has hecho, en mi corazón siento que has cumplido tu meta. Pero sé que te sientes en deuda con el bastión de tu nombre.
Todos te amamos y extrañamos. Si Dios nos lo permite, esperamos visitarte pronto.
Tu madre que te adora.
Minerva Montgomery
Frank dobló la carta y la guardó en el bolsillo interno de su chaqueta con una sonrisa adornando sus labios. Tomó un sorbo de su café y le dio una mordida a su tostada. Miró de reojo a la cocinera y el ama de llaves que estaban un tanto incómodas con el marqués desayunando donde lo hacían los sirvientes.
―Señora Wilde, debería acostumbrarse a mi presencia en la cocina ―amonestó a la ama de llaves volviendo a dar una mordida a su tostada.
―Usted debería desayunar en el comedor, o en su despacho, milord ―respondió la mujer con sinceridad. Era bastante joven, una rubia exuberante que ocultaba sus atributos en vestidos de colores oscuros y peinados severos. Era tan solo un par de años mayor que su señor, pero se expresaba como si tuviera veinte más.
―¿No le cansa tener esta conversación cada maldita mañana? ―replicó Frank sin medir su vocabulario. Pero a la señora Wilde no le importaba ese despliegue lingüístico en lo absoluto. Ella había escuchado juramentos peores en sus años de juventud, pues había trabajado en un burdel, vida que abandonó hacía dos años, cuando el hermano del marqués le contó sobre una escuela para mujeres que quisieran aprender un oficio para dejar de ganarse el sustento en la profesión más antigua del mundo.
―No, hasta que tome el lugar que le corresponde, no junto con la servidumbre.
―Pues va a tener que esperar sentada, porque no me iré de aquí. Detesto comer solo. ―Y dicho esto, bebió más café.
Una risita mal disimulada provino de la jovial voz de la cocinera. Frank la miró y la muchacha apretó los labios, pero no podía ocultar que la situación le provocaba gracia, sus ojos verdes la delataban.
Había salido del mismo burdel que el ama de llaves.
―Señora McDowell, ríase con ganas, eso demuestra que el berrinche matutino de la señora Wilde es muy gracioso ―dijo Frank mirando a la aludida―. Llevo dos semanas aquí, ya debería tener claro que no voy a cambiar de parecer. Tal vez lo haga cuando forme mi familia.
―Entonces eso sucederá dentro de poco ―terció la señora McDowell.
―¿Por qué lo dice? ―interpeló cruzándose de brazos.
―Porque, probablemente, se convertirá en el soltero más codiciado de este pueblo cuando las damas lo vean en el baile ―respondió.
―Todas las madres que tienen hijas casaderas querrán ponerle sus garras encima ―agregó la señora Wilde en venganza al ver esa postura tan a la defensiva que había adquirido Frank―. Es más que seguro que alguna la logrará... Tiene todo lo que una mujer quiere ―especificó alzando sus cejas con malicia.
Había cosas que no olvidaba de su antiguo oficio. A ver si con eso expulsaba al marqués de la cocina.
―¿En serio? ―dijo haciéndose el desentendido.
―No le responderé, milord. Creo que usted sabe qué es lo que le devuelve el reflejo del espejo.
Frank rio y negó con la cabeza.
Se levantó de su asiento, agradeció el maravilloso desayuno y se dirigió a su despacho a paso relajado. Al poco andar llegó al vestíbulo y luego entró a la estancia que ya sentía suya. Tenía vagos recuerdos de Somerton Court, pero ninguno era feliz. Sin embargo, aquello no lo desanimaba, sino todo lo contrario. El tiempo pasaba volando ocupándose de Somerton Court y aclimatándose a los cambios. Tal como había pronosticado, los asuntos relacionados con su magistratura no eran complicados de resolver, algunos eran hasta casi graciosos.
Sin embargo, uno le preocupó en particular.
Toda su servidumbre provenía de Londres, llevaban solo una semana más que él en Somerton, por lo que poco y nada sabían de sus habitantes, por lo que no le podían proporcionar información útil. La oportuna visita del señor Fletcher y su afición a los cotilleos le había brindado los antecedentes suficientes para confirmar que la ambición del señor Barnaby Grant era peligrosa. Esperaba haberle dejado más que claro que difamar a una mujer no daría resultado mientras él fuera magistrado, y si no tenía pruebas de algún ilícito en la compra venta de la propiedad, poco importaba si la señora Gallagher fuera la furcia más grande del reino.
Se sacudió un poco para quitarse la creciente molestia al recordar al señor Grant y procedió a entintar su pluma, iba a responder la carta de su madre.
Pero su acción quedó a medio camino. La voz de varias mujeres rompió la quietud del momento. Era un alboroto con todas sus letras.
Segundos después golpearon su puerta.
―Pase ―autorizó Frank. Se trataba del ama de llaves que entraba con solemnidad en la estancia.
―La señora Diana Gallagher y la señora Anderson solicitan audiencia con usted. Vienen a denunciar un robo de gallinas ―anunció con voz monocorde.
Frank, sin evidenciar su sorpresa, asintió con la cabeza y el ama de llaves salió por breves segundos. El marqués dirigió su atención a la puerta. El bullicio volvió a escucharse y fue aumentando de intensidad, hasta que penetró en su despacho.
Una mujer vestida de hombre, llevaba atado a un joven; a la saga, venía una mujer mayor, y varios jóvenes llevaban dieciocho gallinas rojas, grandes y gordas confinadas en jaulas.
En medio de los cacareos de las gallinas, la mujer mayor insultaba a la más joven, la cual le respondía de peor manera. El muchacho apresado, con la cabeza gacha no decía nada, al igual que los demás.
Ellas, por sí solas, daban un espectáculo dantesco.
―¡Silencio! ―exclamó Frank.
Aquello no dio resultado.
―¡¡SILENCIO, SEÑORAS!! ―Eso sí funcionó, de inmediato. Las mujeres callaron, e incluso las gallinas cesaron con su histérico cacareo. Se podía escuchar hasta el aleteo de una mariposa a cinco leguas de distancia―. Una palabra más y las hago inaugurar el calabozo ―amenazó mirándolas alternadamente―. Bien, ¿quién de ustedes viene a hacer la denuncia?
―Yo ―dijeron las mujeres al mismo tiempo. Se miraron con odio.
Frank se pellizcó el puente de la nariz. Las volvió a observar. Supuso que la señora Gallagher era la que vestía de varón, iba más acorde con la fama que ya le habían colgado.
―¿Usted es la señora Diana Gallagher? ―preguntó mirándola a los ojos. La mujer asintió segura―. Necesito que me dé su versión de los hechos.
Diana explicó firme que había descubierto que le habían robado tres gallinas y las habían reemplazado por otras tres, aparentemente idénticas. Admitió que dejó pasar el asunto, a pesar de tener fuertes sospechas del perpetrador del crimen, pensando en que no volvería a repetirse. Pero una semana después descubrió el mismo ardid, tres gallinas robadas que fueron reemplazadas. Eso fue la gota que rebalsó el vaso y ordenó vigilar el gallinero durante la noche.
―Eso fue hace seis días, y anoche descubrimos al sirviente de la señora Anderson cometiendo el delito intentado reemplazar tres gallinas más ―prosiguió Diana―. Lo apresamos y, antes del amanecer, fui a buscar las gallinas que me robaron y que se encontraban en el gallinero de la propiedad de esta mujer.
―Y ahí fue cuando sorprendí a esta «señora» ―intervino la señora Anderson―... ¡Robando a mis gallinas! ¡Su acusación es totalmente infundada! ¡No conozco a este muchacho!
―¡Por supuesto que lo conoce! ¡No sea mentirosa, vieja sinvergüenza!
Y comenzó de nuevo el escándalo en el despacho de Frank.
Él las ignoró. En medio del griterío y el cacareo, abrió una caja de madera, tomó un cigarro de tabaco cubano, cortó un extremo y el otro lo encendió con parsimonia. Aspiró varias bocanadas y hasta que salió un humo denso y blanco.
El fuerte olor a tabaco en el ambiente hizo que las mujeres dejaran de discutir y miraron desconcertadas al magistrado que parecía estar en otro mundo.
El silencio se cernió en la estancia, las gallinas cloqueaban tranquilas.
―Ya veo que han terminado. Sus cacareos no son muy diferentes al de esas gallinas ―aseveró Frank con desdén.
Ambas mujeres ahogaron un grito, ofendidas. Frank aspiró su cigarro, degustó y expulsó el aire, indolente. Miró al muchacho que la señora Gallagher había capturado.
―¿Cuál es tu nombre?
El muchacho negó con la cabeza, miró de soslayo a la señora Anderson, quien intentaba ignorarlo.
―Se llama Nathan Lee, es mudo, milord ―respondió Diana.
―¡Qué conveniente! ―ironizó Frank―. Señora Gallagher, yo veo dieciocho gallinas exactamente iguales, ¿cómo puede comprobar cuáles son las suyas y cuáles son las «impostoras»?
―Mis gallinas obedecen por sus nombres ―aseveró con cierto orgullo―. Son muy inteligentes.
―Entonces, si hacemos el experimento de soltar las gallinas y las llama, estas vendrán a usted ―conjeturó Frank un tanto incrédulo y volvió a aspirar su cigarro.
―Es tal cual como lo dice ―afirmó Diana haciendo un ademán con su mano, el olor del cigarro era molesto.
―¡Esto es ridículo! ¡Solo son gallinas! ―intervino la señora Anderson con altivez.
―No son solo gallinas ―replicó Diana―. Son las que me han dado de comer cuando llegué a este pueblo, nadie vende mejores huevos que yo, los más grandes y sabrosos. Los huevos que ponen las gallinas impostoras, no son más que una pobre imitación.
―Bien, entonces procedamos ―resolvió Frank, apagando su cigarro en un cenicero de cristal―. Si las gallinas obedecen a su dueña cuando las llama por su nombre, sin ningún otro incentivo, entonces, tomaré su denuncia, señora Gallagher. Si resulta lo contrario, usted devolverá las gallinas robadas a la señora Anderson y procederé como dicta la ley, junto con el joven Lee.
Diana esbozó una sonrisa triunfal. Los muchachos que llevaban las jaulas las abrieron y dieciocho gallinas rojas se dispersaron en el despacho de Frank. No había forma de saber cuál era cual. Pero ella ya había hecho contacto visual con una de las aves.
―Petu... Petu, Petu, Petu, Petu, Petu ―llamó Diana a la primera gallina con un tono de lo más cómico.
Frank casi estalló en carcajadas, pero para su asombro, una de las gallinas fue rauda hacia la señora Gallagher, quien tomó al ave entre sus brazos y le dio una caricia como si se tratara de un cachorro.
―Buena, chica... ¿me extrañaste, Petu bella? ―Metió a la gallina en una de las jaulas y miró ufana a Frank, quien le alzaba una ceja.
Estaba bastante impresionado. Era casi como ver un número circense.
―Eso solo fue suerte ―desestimó la señora Anderson.
―Es una duda razonable ―admitió Frank―. Prosiga con la prueba, señora Gallagher.
Diana ya estaba mirando a su próxima gallina.
―Tita. Tita... Tita, Tita, Tita, Tita, Tita, Tita, Tita, Tita, Tita, Tita, Tita, Tita, Tita... ―llamó rápido a otra.
El ave que estaba buscando comida en un rincón de la estancia alzó su cuello y emprendió una carrera acelerada hacia su ama.
Una tras otra, las gallinas obedecieron a los nombres de Nani, Mima, Popi, Lula, Pipi, Noni y Loli. Y así, la prueba llegó a su fin.
La señora Anderson miraba con nerviosismo la salida de la estancia.
―A las tres primeras impostoras también les puse nombre ―aseveró Diana―. No pondrán buenos huevos, pero también son obedientes... ¡Lila!... ¡Leila!... ¡Laila!
Las gallinas impostoras también fueron al encuentro de Diana. Frank estaba realmente impresionado, miró adusto a la señora Anderson.
―Señora Anderson, no puede negar que esas gallinas le pertenecen a la señora Gallagher. Si fueran suyas esos animales no habrían acudido al llamado. Creo que usted no tenía idea de este hecho. ―La mujer no respondió―. No solo orquestó un robo sino que también insultó la inteligencia de la señora Gallagher al dejarle otras gallinas que reemplazaran a las robadas. ¿Sabe cuál es el castigo por ser el autor intelectual de este robo?
La señora Anderson negó con la cabeza.
―El que planea un crimen es tan culpable como quien lo ejecuta. Por la gravedad tendría que derivar este delito al tribunal trimestral para esperar a su juicio y, probablemente, la sentencia sería enviarla por una larga temporada a las colonias y al señor Lee también ―respondió severo.
El rostro de la mujer palideció, al igual que el de su evidente y mudo secuaz.
―Pero, pero, pero... ―balbuceó.
―Insisto en que el robo es un delito grave, más si es el sustento de otra persona. Da lo mismo que sea una terrateniente y que le sobren recursos para obtener más animales, el robo no deja de serlo... Ahora dígame, ¿usted mandó a robar esas seis gallinas?
La señora Anderson solo miró al suelo, negándose a decir alguna palabra.
―Señora Anderson, soy el magistrado de esta localidad y soy un representante la ley. Si usted se niega a colaborar, de todas formas tomaré una decisión con las irrefutables pruebas que se me han presentado.
La mujer lo miró aterrada. Solo se escuchaba el cloqueo de las gallinas.
―Bien, ¿no se defenderá? ―Silencio―. No me deja más alternativa.
―Milord ―intervino Diana―... ¿Y si me retracto?... tengo a mis gallinas de vuelta... No es necesario hacer todo esto.
Frank la miró, ceñudo.
―Señora Gallagher, si se retracta, me habrá hecho perder mi tiempo y mis sirvientes tendrán doble trabajo para limpiar las heces y plumas que han dejado sus animales en el suelo y en la alfombra de mi despacho.
―Yo limpiaré la suciedad.
Frank la observó, impertérrito.
―¿Está segura de querer retirar esta denuncia? Cabe la posibilidad de que ellos reincidan. Deberían recibir un castigo ejemplar.
―La retiraré, pero quiero que la señora Anderson no se acerque a mi propiedad, al igual que Nathan.
Frank miró a la señora Anderson, sin rastro de emoción.
―Señora, ¿entiende el alcance de la inmensa bondad de la señora Gallagher? ―Diana alzó las cejas, sorprendida ante ese elogio―. Si no fuera por ella, yo estaría enviando su caso al tribunal y créame que no hay piedad para los ladrones, hubiera estado diez años trabajando en una colonia y habría arruinado su vida y la del señor Lee.
La señora Anderson susurró un «sí». Apenas podía emitir una palabra entre la vergüenza, la humillación y la expectativa de pagar demasiado caro por un crimen que no era necesario cometer. Pero estaba tan segura de que nadie le creería a la señora Gallagher.
―Bien... Señora Anderson, míreme a la cara. ―La mujer obedeció, sus ojos estaban llorosos y rezumaban temor―. Queda estrictamente prohibido acercarse a la propiedad de la señora Gallagher. Si me entero que usted o el señor Lee están a un palmo de los límites de la propiedad, me encargaré yo mismo de enviarla a la colonia más lejana... ¿O prefiere la horca? Las dos sentencias llevan a la muerte pero una es más lenta que la otra... Dígame, ¿entendió?
La mujer susurró una respuesta ininteligible.
―No escuché bien. Tuvo la valentía de robar, responda como mujer y como una persona adulta que se hace cargo de sus actos.
―Sí, milord ―chilló nerviosa.
―Señor Lee, ¿usted ha entendido?
El muchacho abrió muy grandes sus ojos castaños y asintió con vehemencia, al tiempo que emitía una especie de gemido.
―Perfecto. Ya que la señora Gallagher ha recuperado sus gallinas, y se ha comprometido a limpiar el piso de mi despacho, esta audiencia llega a su fin. Pueden retirarse. ―Todos comenzaron a abandonar el despacho en silencio―... Excepto la señora Gallagher.
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