Capítulo I

Somerton, 1 de julio de 1840.

Diana Gallagher se secaba el sudor de su frente en medio del cloqueo de las numerosas gallinas que acababa de alimentar. La mañana era soleada y calurosa, y el negro de su atuendo no ayudaba en nada para evadir la sofocante sensación.

Todos los días se levantaba antes de que saliera el sol, cuando Alectrión, el gallo de la granja, anunciaba con su potente canto que otra jornada estaba a punto de comenzar. Por algún motivo que ella no comprendía, alimentar las gallinas era una tarea que siempre le relajaba. Tenía sesenta acres de tierra que administraba, cultivaba y le proveía de sustento, al igual que a cualquier persona que tuviera el valor de pedirle trabajo.

Su reputación solía ser el primer obstáculo para ello, por lo que tenía pocos trabajadores y arrendatarios ―la mayoría mujeres―, pero fieles y respetuosos. Miró al cielo, y sus pensamientos se fueron hacia el viejo Abel, ¡cómo lo extrañaba! Sus enseñanzas y su cariño fueron un tesoro de valor inestimable, todos los días lo recordaba, pero lo que más añoraba, por sobre todas las cosas, eran esas conversaciones a las cuales se había aficionado desde que puso un pie en el pueblo.

Habían transcurrido un poco más de ocho años desde que eso sucedió. En ese entonces, Diana era una muchacha irlandesa de veinte años vestida de luto, con un hijo a cuestas y con el dinero suficiente para comprarle la pequeña propiedad que Abel Grant pretendía poner a la venta porque estaba viejo, solo y era demasiado cascarrabias y quisquilloso para seguir aguantando a la gente. Quería retirarse, vivir de sus ahorros y no seguir partiéndose el lomo con el trabajo de la tierra.

Ese fue el inicio de una gran amistad ―y de un sinfín de habladurías de gente que no tiene vida―. Con la compra de la propiedad se convirtieron en vecinos y Abel le enseñó a Diana todo lo que sabía. Aquello fue la chispa que encendió su frágil reputación y la redujo a cenizas.

No obstante, Diana aprendió que, mientras tuviera para comer, lo que dijeran los demás debía importarle bien poco.

Con el pasar de los años, Abel le terminó vendiendo todo, y firmaron un acuerdo en el cual él permanecería en la propiedad hasta su muerte y luego Diana pasaría a ser la propietaria legal.

Ese día Abel cumplía seis meses desde su muerte, ella se había convertido en la dueña de Greenfield y se había trasladado a Grant House. Era la terrateniente más grande y adinerada de Somerton ―a pesar de que no le podía sacar todo el provecho a su propiedad―, solo después de las tierras que poseía el marquesado ―y que colindaban con las suyas―, la cual llevaba décadas funcionando sin la presencia del marqués y eran administradas por un tal Angus Montgomery a quien nadie lo conocía y vivía en Londres.

―¡Mamá! ―la llamó Jacob, que iba corriendo a su encuentro. Diana lo observó esbozando una sonrisa y lo saludó haciendo un gesto vigoroso con su brazo.

Siempre le sorprendía lo grande que estaba. Los años habían pasado muy deprisa ―nueve para ser precisos―, y ya no quedaba en él algún rasgo infantil. Su hijo se estaba convirtiendo en un jovencito muy guapo; había heredado todo los rasgos de su padre, excepto el color y forma de los ojos que eran grandes y marrones como las avellanas. Su aspecto contrastaba tanto con el de ella que, si no fuera por la mirada, todos dirían que no compartían la misma sangre. Los cabellos de Jacob eran negros como las alas de un cuervo, ondulados, desordenados y brillantes, muy diferentes a los de Diana que eran de color caoba y ondulado. La piel de él era morena como si hubiera pasado una larga temporada en el Mediterráneo; la de ella, era blanca como la leche y bastaba poco esfuerzo para que se sonrojara.

―Mamá... te busca... Lord Radcliffe ―informó Jacob, jadeante, cuando llegó al lado de su madre. El acento del muchacho era una extraña mezcla entre británico ―cortesía de Abel― e irlandés ―cortesía de ella―.

―¿Lord Radcliffe? ―Diana frunció el ceño, muy extrañada. No solía recibir visitas masculinas y menos de algún lord o caballero―. ¿Te dijo qué quería?

―Solo dijo: «muchacho, llama a tu madre, quiero hablar con ella» ―repitió, imitando el tono pomposo del sujeto en cuestión―. La señora Lewis lo está atendiendo en la sala matinal.

―Solo a él se le ocurre hacer una visita a esta hora en que todos estamos trabajando ―masculló molesta, quitándose el delantal y sacudiéndolo. Miró de reojo a las gallinas, tres de ellas tenían un aspecto sospechoso. Sacudió la cabeza, después vería ese tema.

Su inoportuna visita la esperaba. Lord Radcliffe era un barón miembro de la pequeña aristocracia de Somerton y no se sometía a los rigores del trabajo de la tierra.

―¿Me veo presentable? ―preguntó Diana a su hijo mientras adecentaba su ropa.

―Tan presentable como para alimentar a las chicas ―bromeó el muchacho mirando a las gallinas gordas rojas y ruidosas―. Lord Radcliffe tendrá que aguantar que estés con ropa de trabajo.

―Mi reputación me precede ―declaró ufana―. Bien, vamos a ver qué es lo que quiere ese hombre.

Atravesó el patio trasero a grandes y vigorosas zancadas, hasta llegar a la gran casa señorial. Decidió entrar por las puertas francesas que daban una gran vista del jardín que cuidaba con esmero y se internó en la sala matinal que todavía conservaba el estilo masculino de Abel. Diana no lo había cambiado, le gustaba que fuera de esa manera.

El barón le daba la espalda mientras bebía un vaso de limonada fría y unas galletas que la señora Lewis, el ama de llaves de Grant House, le había servido. El sonido de la puerta al abrirse la delató y lord Radcliffe dejó su vaso y se levantó para saludar a la señora Gallagher. Al verla no alcanzó ocultar su sorpresa.

El atuendo de Diana era de hombre y a la vez no lo era; llevaba botas de trabajo de buena manufactura, pantalón ceñido, al igual que la camisa y el chaleco, todo de color negro, lo que hacía resaltar su curvilínea figura, el color de la piel y los cabellos de ella que estaban sujetos en un moño severo.

―Lord Radcliffe, buenos días ―saludó Diana con cortesía. Su acento irlandés ya no era tan pronunciado como cuando llegó, los años lo habían difuminado, pero siempre lograba llamar la atención de algún modo u otro.

―Señora ―inclinó su cabeza a modo de saludo―. Es un gusto verla tan... tan... saludable.

Diana rio femenina, casi coqueta. Aunque su intención no lo fuera.

―Saludable es una buena palabra, sin duda. Por favor tome asiento, milord ―invitó y ella hizo lo propio sentándose en la poltrona que estaba al lado del barón. Sus ademanes eran tan elegantes como se lo permitían los pantalones. Tomó la jarra de cristal que reposaba sobre la mesita auxiliar y se sirvió un vaso de limonada―. ¿Cómo está su madre? ―preguntó por mera cortesía, dado que la baronesa viuda la odiaba desde que se cruzaron en el mercado por primera vez.

―Saludable ―respondió lord Radcliffe y carraspeó.

―Saludable... ―repitió Diana con diversión y bebió limonada, tal parecía que ese día el vocabulario del barón era reducido ese día―. Y... ¿A que le debo el honor de esta visita? Debo ser honesta, su presencia en Grant House es tan extraña como la mía en la iglesia.

―He venido a proponerle matrimonio.

Diana impertérrita, bebió un poco más de limonada, como si no lo hubiera escuchado. Se limpió los labios con una servilleta, ejecutando movimientos en extremo parsimoniosos.

El hombre era un buen partido, no había duda de ello; el soltero más codiciado de la zona, bien parecido, tenía todos sus dientes, olía bien, poseía una gran fortuna y era encantador... cuando quería.

Miró al barón y le sonrió.

―El negro es un color que me gusta mucho y prefiero seguir usándolo.

El barón intentó replicar, pero no hallaba el sentido a las palabras de la señora Gallagher.

―Soy una viuda. Me bastó estar casada una vez y no quiero repetir la fabulosa experiencia ―ironizó―, prefiero seguir de ese modo, milord ―aclaró con respeto―. Muchas gracias por su propuesta.

―Pero no puede negarse tan a la ligera, piénselo, señora Gallagher. Una unión entre nosotros le proporcionará muchas ventajas.

―¿Ventajas? ―Diana alzó sus cejas―. Yo no veo ventajas, al menos, no para mí.

―Usted es la que más saldría ganando con esta unión; tendrá la protección que le puede brindar mi nombre, obtendrá una nueva posición ante los demás, su reputación ya no se pondrá en tela de juicio y nuestras tierras unidas...

―Ahí está el problema, lord Radcliffe ―terció Diana―. Ahí, precisamente. «Nuestras tierras unidas», eso jamás será así, porque si yo me caso con usted, mis tierras ―recalcó― pasarán a ser sus tierras ―volvió a recalcar―. Y eso sucederá sobre mi cadáver, Greenfield es mi legado para Jacob. Su protección, su posición y su reputación no son ventajas para mí. Lo siento y se agradece la proposición, pero la respuesta es no, milord ―sentenció Diana firme, rayando la altanería.

«Y ni siquiera ofrece cariño o respeto, el muy cretino, pues puede irse a la...»

―Está jugando con fuego, señora Gallagher ―advirtió lord Radcliffe―. Cambiará de opinión cuando Barnaby Grant, el medio hermano del difunto señor Abel Grant, impugne la venta de las tierras ante el magistrado local.

«¿Ya llegó el reemplazo del magistrado?», se preguntó Diana sin evidenciar su sorpresa. El señor Knight ―el antiguo magistrado― llevaba un par de meses muerto.

―Todo está en regla, milord. Barnaby Grant perderá tiempo en impugnar. No tengo nada que temer ―zanjó ella sin evadir.

―¿En serio? Parece que es verdad todo lo que se dice en el pueblo, que sedujo al viejo Abel para que le vendiera las tierras.

―Pueden decir de mí lo que se les antoje. ―Diana se levantó de su asiento con dignidad―. Si fuera tan amable, retírese de mi casa, milord

―Mi oferta todavía está en pie, mi señora. ―Se inclinó soberbio y se retiró de la estancia dando un portazo.

Diana resopló y se arregló un mechón de cabello que cayó rebelde sobre su frente.

«Imbécil arrogante».

Se dirigió a la biblioteca mascullando maldiciones, al ritmo de sus pisadas. Entró y fue su turno de dar un portazo, respiraba agitada como una bestia salvaje. Miró a su alrededor, centró su atención en la licorera. Se sirvió un dedo de whiskey ―porque, según Abel, si bebía más de eso en el día se iba a volver alcohólica― y lo bebió de un solo trago. El fuego del alcohol le quemó la garganta y paladeó el sabor remanente en su boca con los ojos entornado.

Al abrirlos contempló la biblioteca, que estaban en el lado opuesto de la estancia. La familia Grant era muy aficionada a la lectura por lo que ese lugar tenía muy bien puesto el nombre. Se dirigió a los anaqueles llenos de libros, en muchos de ellos se notaba que habían sido leídos más de una vez. Se agachó, acarició el lomo de los libros que estaban el último nivel, contó hasta el décimo libro, titulado Almanaque de coprolitos y dónde encontrarlos y lo inclinó hacia ella.

Se escuchó un clic y toda una sección de anaqueles conformaba una puerta que, al abrirse, dejaba al descubierto una caja fuerte.

Diana la abrió y sacó del interior todos sus documentos, los cuales leyó para convencerse y comprobar que no había nada que temer. Al cabo de unos minutos, volvió a guardar los documentos y cerró la caja respirando tranquila y aliviada.

Abel se lo había advertido, los hombres no toleran a una mujer que tenga demasiado poder y dinero, de inmediato quieren ponerle el pie encima para conservar el status quo.

Se habían demorado demasiado en reaccionar, pero ella estaba lista para dar la pelea.

Nadie le iba a quitar Greenfield.

*****

Desde lo alto de la colina, Frank admiró la extensión de sus tierras montado en su caballo bayo Maximus, que piafaba y resoplaba, inquieto, quería seguir galopando a rienda suelta, pero su amo lo había obligado a detenerse.

―Tranquilo, Maximus ―murmuró Frank con cariño a su caballo y le palmeó el cuello―. Ya llegamos, lo has hecho bien.

El campo se veía precioso bañado en la luz dorada del crepúsculo, era como una gran alfombra verde, salpicada de bosques y árboles que delimitaban su vasta propiedad.

Según su padre, August, todo debía estar en orden para su llegada a Somerton Court. Había contratado sirvientes que atendieran sus necesidades básicas; cocinera, ama de llaves, un encargado para el establo y un par de chicas para el aseo general. Había que sacarle provecho a la mansión que pertenecía a su título, junto con los cien acres de fecundas tierras. Frank sentía que debía, en cierto modo, devolverle el honor al lugar que le había dado un nombre.

El marqués anterior ―su progenitor, mas no su padre― había sido vicioso, libertino, asesino y soberbio, una muy mala combinación para el título, al que llevó a la más absoluta ruina. Fueron años de trabajo, August lo interiorizó a él y a su hermano Ernest en la administración desde pequeños. Ambos sabían lo que había costado sacar a flote todo su patrimonio. Si bien Ernest era su heredero aparente mientras él no se casara y engendrara uno, no era el típico hermano vago y segundón de un título. Frank le había asignado tierras del título para que las administrara y ganara un sueldo. Debía admitir que su hermano había sido muy astuto, porque lo que obtenía de su trabajo lo invertía en una compañía ferroviaria que solo daba ganancias. Lamentaba que Ernest no influía en los planos del ferrocarril y todavía no llegaban hasta Somerton, por lo que a Frank no le quedó más alternativa que viajar a caballo desde Londres, tal como lo hacían los caballeros desde tiempos inmemoriales.

Lo bueno de haber sido criado y educado por un hombre que se ganaba su sustento con su trabajo y que amaba a su madre al punto de la veneración, era que le había dado una perspectiva de vida muy diferente a la de sus pares de la aristocracia. Por eso estudió leyes en Oxford y, al recibir su título, ejerció varios años como abogado ―algo extraño y fuera de lugar para un marqués―, y la fama que arrastró en sus días de estudio repercutió en su profesión. Cuando aparecía en la corte los jueces lo saludaban diciendo «las puertas del infierno se han abierto y Amudiel ha llegado». Debía reconocer que disfrutaba de esa reputación que por sí sola alejaba a cualquier persona que carecía de carácter y le permitió obtener un cupo en la corte de Bow Street. Él trabajaba, le gustaba hacerlo, no era un simple aristócrata que recibía una renta anual por sus tierras.

Frank era un hombre que necesitaba mantenerse activo y que esa actividad rindiera frutos. Cuando se enteró de que había fallecido el señor Knight, el antiguo magistrado, no perdió el tiempo y solicitó el cupo a la comisión que otorga los cargos, con el compromiso de residir en Somerton. No quiso perder la oportunidad y gracias a sus estudios y trabajo como abogado, era el mejor candidato.

Inspiró el tibio aire estival, sentía que los pulmones se hinchaban con una acogedora serenidad, la misma que experimentaba cuando era niño y volvía por las vacaciones a su hogar con su ruidosa y numerosa familia, padre, madre, tres hermanos, tres hermanas.

Cualquiera diría que, a sus treinta años estaba escapando de Londres para pasar el verano en su propiedad, y después volver a su rutinaria actividad en la corte.

No, la verdad sea dicha, él quería dejar atrás la bulliciosa capital, con sus bailes, debutantes, cotilleos y crimen. Vivir en el apacible campo y ejercer el cargo de magistrado era un plan de vida más que perfecto. Resolver casos pequeños con el mayor profesionalismo le iba a permitir sentar un precedente en la justicia, todos los magistrados debían ser competentes e imparciales por muy pequeña que fuera la localidad donde ejercían.

Y si de este modo podía dedicarle todo su tiempo a revivir la antigua gloria de Somerton Court, tanto mejor.

Quería dejar su huella, una que fuera capaz de borrar el detestable legado del hombre que le dio la vida. Quería ser recordado como un buen hombre que logró muchas cosas con su esfuerzo y trabajo. Demostrar su valía, que su sangre no portaba el pecado que era capaz de corromper el alma de quien la llevara en las venas.

Espoleó a Maximus. Deseaba llegar pronto al lugar que quería llamar hogar.

Sentía que era el auspicioso comienzo del resto de sus días.

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