Capítulo III

(Feliz Navidad 2021 y próspero 2022. Les dejo este capítulo de regalo y no se me engolosinen, es solo por navidad. El lunes volvemos a la rutina semanal)

―Supongo que no podré evitar que no te involucres ―apostilló Horatio, mirando fijo a los ojos de Marian.

―Estoy más que involucrada. Esas muchachas son mi responsabilidad, necesito saber qué fue de ellas ―respondió Marian con vehemencia, sin evadir la intensidad de ese par de azules.

―Debes decirle a tía Olivia, merece saberlo ―intentó convencer Horatio, rompiendo el contacto. Eligió una galleta y se la zampó.

―No, no deseo que se preocupe ―desestimó, tajante―. Mamá ya tiene suficiente trabajo con la temporada de Florence y organizar las jornadas de beneficencia de la academia.

―Florence lleva dos temporadas, ya tiene experiencia suficiente, no creo que sea una carga para tía Olivia ―insistió Horatio.

―Con una solterona basta y sobra en la familia.

―¿Acaso no dijiste hace un momento que la soltería te daba libertad? ―replicó mordaz―. Así como lo veo, solo son ventajas.

―Que yo esté bien tal como estoy, no significa que ella se sienta feliz viendo el tiempo pasar. Este año cumple veintiuno, estoy segura de que encontrará a algún hombre honorable que la ame. No quiero que esto salga a la luz de algún modo y perjudique a mi hermana, a las donaciones o a la reputación de la academia. Recuerda que no solamente mi padre, el tuyo y nuestros tíos son benefactores ―argumentó―. ¿Podríamos concentrarnos en lo nuestro, Horatio?

Él resopló y claudicó. Era tan obstinada.

―Bien... Entonces empecemos por los archivos que tienes de las internas.

Marian se levantó de su asiento y se dirigió a uno de los archiveros. Con eficiencia buscó las carpetas con la información de las mujeres desaparecidas.

Mientras tanto, Horatio terminó de beber su té y se comió un par de esas deliciosas galletas de mantequilla. Al menos, ya se sentía menos nervioso. De a poco se acostumbraba a la insoslayable presencia de Marian.

Pero ya veía que era complicado llevar a cabo esa tarea de obviar todo lo que provenía de ella.

De hecho, ese lugar era Marian en sí; la decoración sencilla, muebles femeninos, mas no recargados; el aroma en el ambiente, que en el cual se podía identificar el del papel, pero predominaba el limón y lavanda, el cual se mezclaba con la fragancia de las rosas frescas del sobrio florero; incluso el juego de té de porcelana delataba a su dueña, tetera y tazas blancas, sin más adorno que un ribete dorado en los bordes y asas.

Así era Marian, femenina pero austera.

¿Cómo llegó a saber tanto de ella? Ni siquiera a sus propias hermanas las conocía a ese nivel de detalle.

«Debe ser porque Marian y yo tenemos casi la misma edad. En cambio, la diferencia con las duendes es mayor», se convenció Horatio con el argumento más simple y lógico.

Aun así, surgió una duda en su mente. Se preguntó cuántas veces había estado a solas con Marian por más de cinco minutos.

Horatio se dio cuenta de que siempre estaban rodeados de familiares y amigos. A través de los años, ellos habían compartido innumerables juegos, fiestas, bailes, reuniones, cenas, vacaciones.

Pero estar solo con Marian, tan cerca... Solo una vez.

Podía recordar muy bien cuando todo comenzó, fue esa absurda noche en la que él asistió a la presentación en sociedad de Florence. Él y Marian compartieron un vals. Ella, preciosa y elegante, le sonreía; y él, por su trabajo, estaba serio y cansado.

Ese día algo extraño tenía el champán; un hechizo sin duda. Contra todo protocolo, etiqueta y normas morales, Marian se llevó de la mano a Horatio a jugar a las cartas a la biblioteca. Durante esas interminables manos de Vingt-Un, transcurrió la noche y vaciaron un par de botellas de oporto. Horatio le habló de sus problemas en el trabajo, las incertidumbres y lo difícil que era abrirse paso en la institución. De lo solo que a veces se sentía, pese a estar rodeado de gente, y Marian solo lo escuchó.

Después fue el turno de ella y le abrió su corazón. Irónicamente, tenían casi los mismos pesares y problemas. También hablaron del difunto prometido de Marian, de los años que habían pasado, de cómo se sentía, descifrar si lo amaba aún...

Al otro día se llevaron una tremenda reprimenda cuando Andrew, el padre de Marian, los encontró durmiendo a pierna suelta, abrazados en un sofá.

Marian apenas podía articular dos palabras con coherencia y tenía una horrenda resaca. En cambio, Horatio estaba sin secuelas etílicas. Relató los hechos tal como ocurrieron ―guardando las proporciones de los secretos confesados―, y Andrew no puso en duda el honor de nadie.

Tan solo fue una chiquillada...

Pero a Horatio esa noche lo marcó, nunca había experimentado esa íntima unión de espíritu con otro ser humano; de sentirse tranquilo, comprendido, querido y protegido por alguien que no fuera alguien de su familia y, a su vez, de querer dar eso mismo a otra persona.

A Marian, para ser más preciso.

Se dio cuenta de que ese afecto que sentía por ella siempre fue diferente.

Después, él la evitó a toda costa. Horatio pensaba que si ella lo miraba a los ojos lo descubriría todo. Y él estaba muy seguro de que esos sentimientos no eran recíprocos.

Ella solo lo había animado. El cariño de crecer juntos como familia la había impulsado a consolarlo.

Aunque, en el estricto rigor, ningún vínculo sanguíneo los unía.

Y ahí estaba, como idiota esperando que esa sensación amainara, pero cuando la miraba... Quizás trabajar codo a codo junto a Marian fuera una buena instancia para quitarse de encima esa sensación ridícula que lo invadía cada vez que la evocaba.

Unas carpetas entraron en su campo visual.

―Aquí tienes. ―Marian esperaba a que Horatio recibiera lo ofrecido.

Horatio parpadeó e inspiró, al tiempo que tomaba las carpetas.

―Gracias ―susurró con gravedad.

Horatio carraspeó, bebió un sorbo de té, tomó otra galleta y procedió a leer los antecedentes en orden de desaparición.

Marian se sentó frente a él, a la espera. Se sirvió más té y se dio cuenta de que Horatio había arrasado con la mitad de las galletas. Sabía que la debilidad de él eran los dulces, y si se había comido tantas en tan poco rato, era porque estaban muy deliciosas.

Tomó una, se la comió y la disfrutó con embeleso. Sí, cada vez le quedaban mejores. Todas las semanas ella misma preparaba las galletas que consumiría a la hora del té y para atender a quien fuera a visitar su oficina.

Sonrió, satisfecha.

A lo largo de los años aprendió cada uno de los oficios que se impartían en la academia. Debía dar el ejemplo a las internas y comprobar con hechos, y no con palabras, que no era solo una señoritinga que estaba al mando de la academia por el simple hecho de ser la hija de la fundadora.

Si la ruina y la desgracia caía sobre ella, y la dejaba sin más apoyo que su propia alma, pues se las apañaría muy bien sola, podía trabajar casi en lo que quisiera. Aunque, siendo sincera, esperaba no llegar a esa instancia. Podía estar resignada a su estado de soltería, pero no concebía su vida sin su familia, sus seres queridos y sus amistades. Le gustaba trabajar en la academia, pese a las dificultades que enfrentaba día a día.

Observó a Horatio, estaba concentrado leyendo los archivos. Desde su lugar podía observar su imponente estatura, complexión y facciones que apenas eran suavizadas por el abanico que formaban sus pestañas oscuras y rojizas; los labios ligeramente carnosos, que en ese momento eran una línea recta; la mandíbula firme y masculina, sombreada por la incipiente barba; la forma en que su ancho pecho subía y bajaba a un ritmo pausado y regular. Si ella no conociera a Horatio, pensaría que es un hombre duro, inaccesible e inflexible. La apariencia de él no era del todo amistosa y cualquier persona con poco carácter le temería.

Era una fortuna saber que él era todo lo contrario.

Horatio era un hombre muy singular y ella sabía que podía contar con él para lo que fuera. De hecho, si Horatio no hubiera sido policía, sin duda habría recurrido a él de todas formas para resolver su problema.

Era posible que, para él, el cariño entre ellos fuera de lo más normal, pero para ella todo cambió esa noche que recordaba tan bien, pese al todo el alcohol que bebieron. Ninguno de los dos estaba pasando por un buen momento, pero él le brindó el consuelo que necesitaba en ese instante. Quizás Horatio no lo recordaba, y no había sido nada más que una buena conversación entre primos y camaradas.

Pero si él supiera que la liberó del sentimiento de culpa por la muerte de su prometido, que la sepultaba día a día.

Siempre iba a estar agradecida de él.

Pero no solo sentía gratitud... Esa lejana mañana, cuando amaneció entre los cálidos brazos de Horatio, sintió que ese era el mejor lugar del mundo para despertar.

¡Vaya tontería!

Sí, una placentera tontería. Una que jamás volvería a experimentar.

Hubiera sido un total desastre si su padre no hubiera sido un hombre razonable y comprensivo. Cualquier otro los habría obligado a casarse y ella jamás deseó un enlace sin amor... sin sentirse amada.

Horatio tampoco merecía que lo obligaran a contraer un enlace por honor, si ninguno de los dos había hecho nada malo. Merecía amar a una mujer que lo apoyara en su difícil y extenuante trabajo. No tenía por qué conformarse con el deber de respetar y darle un tibio afecto a su esposa.

En ese matrimonio ella se habría enamorado, no había duda de ello, pero no podía esperar lo mismo por parte de Horatio.

Nunca más el tema fue tocado.

Pasó un año. Cuando él volvió con el verano, se encontraron en Cragside. Esa ocasión fue especial; después de mucho tiempo, todas las familias pudieron coincidir en Rosebud Manor, la residencia de verano del vizcondado para pasar unas semanas de la temporada veraniega. En el momento en que ella lo vio, su corazón latió más de la cuenta. Horatio no le dio ningún indicio de sentir algo más que el familiar afecto. Era el mismo de siempre.

Y siguieron coincidiendo en las siguientes ―e inesperadas― fiestas que se sucedieron. En cuestión de semanas, sus primos mayores; Frank y Ernest se casaron.

Luego Thomas contrajo nupcias, no hubo celebración familiar. No obstante, meses después se encontraron en las fiestas de presentación en sociedad de sus nuevas primas, quienes ya estaban encinta. Tres grandiosas mujeres se habían unido a la familia.

Ella estaba tan feliz por ellos.

Ah, la ironía de la sociedad reinante; ellos, siendo mayores, no eran catalogados de solterones, en cambio ella era casi crucificada.

Siempre estaba agradecida de pertenecer a una familia que nunca la presionó a contraer matrimonio, pese a cumplir con las normas establecidas de presentarse en sociedad y entrar al mercado matrimonial. Para sus padres, los bailes y eventos de la aristocracia solo eran una opción más, las cosas sucederían en el momento preciso, ni antes ni después.

Y si no llegaban... pues ahí estarían de todos modos.

No obstante, en su interior, Marian admitía que la entristecía no haber formado su familia, y eso que no se trataba de su único sueño. Ella siempre había hecho su voluntad, se sentía conforme con su trabajo, pues sacaba a relucir sus capacidades intelectuales y de liderazgo. Pero cuando se encontraba a solas en su habitación, en medio de la penumbra, sentía la soledad.

Se imaginaba en su lecho de muerte, sola.

Quizás rodeada de parientes y amigos, eso le aliviaba.

Aun así, si lo imaginaba, sentía la frustración, el vacío de no experimentar las alegrías y dificultades de tener esposo, hijos, tal vez, si tenía suerte, nietos. Sentir que no lo había hecho todo, que nunca más volvió a despertar una mañana en el calor de un abrazo.

Convertirse en una fría lápida, olvidada demasiado rápido...

¡Pamplinas!

Era mejor no pensar.

―Interesante. Las tres provienen del mismo burdel ―musitó Horatio sin levantar la vista.

Aquellas palabras interrumpieron el deprimente hilo de los pensamientos de Marian. Ella lo observó, sintiéndose mal por haber pasado por alto ese fundamental detalle, pues siempre obviaba la procedencia de la mayoría de las internas.

Prefería enfocarse en el presente, y no caer en el prejuicio.

―¿En serio? ―preguntó Marian.

―El palacio de madame Écarlate. Muy elegante ―añadió.

Horatio alzó la mirada y Marian le arqueaba una ceja.

―Disculpa si te he ofendido... Olvidé que eres una dama y ustedes no deben...

―Horatio, por favor, sé qué pasa en esos lugares ―amonestó―. No te preocupes por mi sensibilidad moral. Creo que, para escándalo de muchos, casi no poseo ceguera social. Sé cuál es la consecuencia de la pobreza en las mujeres.

―Entonces, ¿por qué me alzas las cejas?

―¿Lo he hecho? ―interpeló, sorprendida.

―Todavía lo haces.

Marian parpadeó y se masajeó la frente, como si quisiera emborronar su expresión de su rostro.

―Lo siento ―se excusó mortificada.

―Ya sé qué estás pensando ―aseguró Horatio y añadió en un falsete, imitando a una matrona de alta sociedad―: ¿El inspector habrá visitado aquella casa de la perdición? ¡Qué terrible e inmoral!

Marian apretó los labios, evidenciando su culpabilidad.

Horatio le dedicó una media sonrisa ladina.

―Es muy famosa entre los varones de la alta sociedad, pero no he tenido el placer de visitarla ―admitió―. La gran mentira de mi género es que somos animales que no se pueden controlar. Es una excusa barata de algunos especímenes que no les gusta hacerse responsables de sus actos, ni quieren controlar sus impulsos más primitivos.

―¿Y tú te haces responsable de tus actos? ―se atrevió a preguntar.

Horatio se aclaró la garganta, no vio venir esa atrevida interrogante.

―Por supuesto. Me conoces, ¿o no?

―Por supuesto. Siempre he sabido diferenciarte de Justin. Eres, por lejos, el más apuesto ―bromeó sin pensar.

Fue el turno de Horatio de alzar una ceja. Marian se dio cuenta de las palabras lanzadas al viento.

Su rostro se encendió en un salvaje color carmín.

―Por eso eres mi favorita ―replicó, osado.

Ambos pensaron que algo extraño tenía el té, les desconectaba el cerebro de la lengua.

Horatio se levantó, impelido por el mero instinto de supervivencia. Al otro día volvería a la academia para recabar más información. Si pasaba más tiempo junto a Marian, terminaría confesándose en media hora, convirtiendo la investigación en un suplicio incómodo para ella.

―Creo que es un buen momento para volver a Scotland Yard. Ya tengo suficientes antecedentes para iniciar la investigación. Averiguaré si alguna de las señoritas en cuestión volvió a su antigua profesión ―resolvió con claridad.

―¿Irás ahora?

Horatio sonrió y sacó su reloj de bolsillo.

―A esta hora en el palacio de madame Écarlate todos deben estar en el quinto sueño. Iré a la noche...

―¿Puedo ir? ―pidió Marian, levantándose de su asiento.

―¿¡Qué!? ¡No! ―negó rotundo. A Horatio casi se le salieron los ojos de sus cuencas ante la insólita petición.

―¿Y cómo las vas a reconocer? No sabes cómo son ―cuestionó―. Las mujeres que trabajan ahí jamás usan su nombre verdadero... Muchas, incluso estando aquí, tampoco lo usan.

Horatio entornó sus ojos, ella tenía razón. ¡¿Cómo diantres metería a Marian en ese lugar?! Si se enteraba su tío Andrew, de seguro le sacaría los ojos con una cuchara.

«Piensa, piensa, piensa... Marian no puede ir, así como así», se apremió con desesperación.

«¡Piensa, idiota, piensa!».

¡Sí! Ya sabía cómo resolver ese entuerto. En parte...

―¿Sigues siendo una sobresaliente dibujante? ―preguntó Horatio, desconcertando a Marian.

―El talento es algo que no se pierde ―replicó, altanera.

―Entonces dedica tu tiempo en hacerme un bosquejo de las muchachas. En los registros solo se habla de estatura, color de cabello, ojos y complexión. Como tú dices, no sé cómo es su apariencia. Necesitaré uno con su rostro al natural y otro con maquillaje recargado y peinados sofisticados. ¿Puedes? ―desafió.

―Sí, por supuesto que puedo.

―Pasaré a tu casa esta noche a buscarlos. ―Marian abrió la boca para replicar. Horatio alzó su índice en un gesto imperativo―. No hay pero que valga. No me acompañarás a un burdel.

―¡Santo cielo! ―exclamó una voz femenina tras la puerta.

Marian no pudo cerrar su boca. Solo se limitó a ser testigo de cómo Horatio daba un par de zancadas y abría la puerta de par en par para sorprender a la espía cotilla.

Gracias a Dios era un rostro familiar.

Mas bien dos.

Florence, la hermana de Marian, y Emily, la hermana de Horatio.

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