Capítulo II

Cuando la puerta del elegante carruaje se cerró tras Horatio, él se sentó frente a Marian. Ella miraba con curiosidad el maletín que él portaba, el cual era de un tamaño considerable.

Una leve sacudida y el sonido de los cascos fue el indicativo de que ya estaban rumbo a la academia.

―Marian, ¿me haces el favor de mirar hacia la calle? Me voy a cambiar.

―¿Cómo? ―interpeló abriendo sus ojos y su boca, en una expresión que era una mezcla de sorpresa y escándalo.

―¿Querías que pasara a mi casa, me cambiara de ropa y desde ahí partir de a la academia? ―preguntó sereno e impertérrito ante la reacción de Marian―. En honor al pragmatismo, tengo ropa de civil en este maletín. No seas exagerada, no es la primera vez que me ves en paños menores ―bromeó.

―La última vez fue cuando tenías diez, Horatio. No seas ridículo, es evidente que no es lo mismo.

―Por eso mismo, mira hacia la calle. Tu bonete protegerá mi virtud de tu curiosidad.

―Idiota ―masculló y centró su atención al exterior.

Horatio lanzó una risita masculina, pensando en que sí, los nervios lo ponían idiota. Era un extraño mecanismo de defensa, que lo protegía de mirarla embobado. Por lo general, él actuaba con seriedad y solemnidad, pero cuando se trataba de Marian, no podía evitar sacarla de sus casillas.

Sí, era un verdadero idiota.

Tenía que serlo. Si la trataba con cariño, su corazón empezaba a latir con fuerza y sentía esas horrorosas ganas de abrazarla, besarla y prometerle el cielo, el mar y la tierra.

Pero un policía no podía hacer nada de eso. Con suerte podía ofrecer una vida austera, lejos de los lujos a los que ella, la hija de un vizconde, estaba habituada.

«Deja de pensar», se reprendió otra vez Horatio, al tiempo que se quitaba la chaqueta.

Marian veía las calles pasar, iban hacia el barrio de Newington y atravesaban el puente Westminster. Escuchaba atenta el sonido del maletín al abrirse, el frufrú de la ropa. De pronto, le llegó una ínfima brisa que traía consigo el aroma que sintió minutos atrás, y que se volvió más intenso. Ella cerró los ojos, era tan agradable, cotidiano y seguro. Era imposible olvidarlo. Ella siempre pensó que la presencia de Horatio tenía algo especial. Marian era una de las pocas que podía diferenciarlo de su gemelo, Justin. De niños, por más que intentaban hacerle jugarretas, no podían engañarla.

Ese aroma lo delataba, no importaba cuánto tiempo pasara.

Debía admitir que los años y las distintas ocupaciones habían distanciado a sus familiares y amigos ―mas no el genuino cariño―, pero ella era la que se había alejado más, al punto de solo asistir a las celebraciones. No quería preocupar a sus seres queridos durante esos años de duelo y dolor, y prefirió involucrarse a tiempo completo de la academia, hasta llegar a dirigirla.

El dolor se fue, pero había pasado demasiado tiempo.

―¡Maldición! ―masculló Horatio. Marian, por mero impulso, miró en dirección a su primo.

Claramente no tenía diez años.

―Mira la calle, Marian ―Horatio ordenó con suavidad al notar que Marian se había ruborizado.

Ella obedeció al instante. Él esbozó una sonrisa socarrona, Marian no había visto gran cosa, solo estaba con la camisa suelta y el pantalón desabotonado, en una posición ridícula; encorvado y con las rodillas flectadas.

―Pensé que te había pasado algo malo. Por eso miré ―explicó―... y no maldigas frente a una dama.

―Cuesta ponerse los pantalones en un espacio tan estrecho ―respondió, adecentando su camisa en el pantalón ya abotonado―. Disculpa mi exabrupto verbal, a veces olvido que eres una dama.

Marian suspiró llena de arrepentimiento. ¡Era Horatio, por todos los santos! Desde pequeños tenían un pacto tácito de expresarse con libertad, aunque hubiera algunas imprecaciones, las cuales tenían un efecto liberador al lanzarlas en medio de la rabia y frustración.

Y sí, en ese momento tenía unas ganas locas de lanzar algunos improperios. Estaba nerviosa y la ansiedad se la estaba comiendo viva.

Pero no podía, había momentos en que se sentía amordazada.

―No, perdóname por sermonearte. Es difícil salir del papel de directora ―se justificó, masajeándose la sien.

―Sabes que conmigo puedes dejar de serlo. Hemos dicho y hecho cosas peores que lanzar una maldición... ¿Recuerdas cuando le dimos esa lección a ese matón de Cragside?

Marian rio, vaya sí que lo recordaba.

Había un niño llamado Donald, era un chiquillo malcriado que siempre humillaba a los más pobres. Y llegó a un punto en que fue demasiado lejos con una niña y Marian no lo soportó más. Ella, junto con sus primos, Frank, Ernest, Justin y Horatio lo emboscaron, lo amarraron a un árbol, lo amenazaron con las penas del infierno y lo abandonaron para que pasara toda la noche en el bosque.

Donald dejó de molestar.

―Listo ―avisó Horatio―. Puedes actuar con toda libertad.

Marian dejó de mirar la calle. Ahí estaba Horatio, vistiendo como todo un caballero. Podían presentarlo como un par del reino y nadie dudaría de su nobleza. Él le sonrió.

―¿Emily está impartiendo clases hoy? ―consultó Horatio. La aludida era una de sus hermanas menores.

―Sí, pero hoy en particular ya no está en la academia. La única que está trabajando ahora es Florence, quien está impartiendo sus clases de francés.

―¿Ella sabe que fuiste a Whitehall?

―Sí. Las que trabajan en la academia están al tanto; Florence, Emily, Laura y Grace ―enumeró Marian; la primera era su hermana; la segunda su prima y hermana de Horatio; la tercera prima de ambos; y la cuarta, amiga, pero los lazos eran tan estrechos como los de sangre.

La norma era que las hijas solteras mayores de veinte años, pertenecientes a las familias benefactoras, trabajaban en la academia, impartiendo alguna clase. Las menores debían aprender algún oficio.

Según los preceptos de las familias fundadoras, como aristócratas o burguesas, las mujeres no solo debían saber lo esencial para ser una dama refinada, también debían obtener un oficio.

Todas debían estar preparadas para ganarse la vida; nadie tenía la garantía de contar con la protección de la familia, o un hombre.

―Asumo que, puesto que voy de civil, les dirás a las internas que soy una visita. Así podría husmear sin problemas, si se da el caso.

―Así es ―respondió―. Creo que podrás averiguar más cosas si aparentas ser un benefactor comprometido. Quizás la presencia masculina les afloje la lengua a las internas ―propuso desenfadada.

―¡Vaya qué inmoralidad! ―exclamó fingiendo estar escandalizado―. No te basta con que investigue, además me tendré que infiltrar.

Marian rio. Horatio sintió que desde hacía mucho tiempo que no escuchaba la risa de ella y se permitió disfrutarla, hasta que cesó de a poco.

Al cabo de un minuto de silencio, la expresión de Horatio se tornó seria y admitió:

―Ojalá todos colaboraran de esa forma en la investigación. Y ojalá, como agentes, nos permitieran hacer más.

―No importa cuánto tiempo pase, la gente sigue desconfiando de la policía ―convino Marian.

―No los culpo. ―Horatio dirigió su atención hacia la calle y quedó absorto con la vista perdida. Tras una larga pausa miró a Marian y agregó con acritud―: Están convencidos de que los más beneficiados son las clases más altas, y ellos solo cumplen el papel de delincuentes, o quizás creen que son demasiado pobres para ser merecedores de justicia. A mi juicio tienen razón; la justicia es un privilegio.

Marian frunció el ceño. ¿Desde cuándo Horatio estaba tan desencantado con su trabajo?

―¿Estás bien, Horatio? ―preguntó Marian sin meditarlo demasiado.

―Solo estoy cansado ―respondió y forzó una sonrisa para tranquilizar a Marian, mas se atrevió a confesar―: No sé si en esta carrera vale la pena llegar hasta el final.

―Yo creo que sí. Has hecho un magnífico trabajo ayudando a Frank y a Thomas en asuntos que no hubieran podido solos.

―Lo irónico es que lo que hice no es algo que se acostumbre en mis labores como inspector. Es frustrante, solo estamos para vigilar que los del East End no vayan a delinquir o pedir limosna a Mayfair o St. James. Si no fuera por los antiguos agentes de Bow Street, no habría nadie que investigara más a fondo.

―Hace falta una rama de detectives, entonces ―conjeturó Marian.

―No sé qué más tiene que suceder para que mis superiores se quiten la venda de los ojos. Es evidente que hay que hacer más, una reforma a la institución.

―No bajes los brazos, Horatio. Es admirable tu trabajo.

Ambos se quedaron en silencio sosteniéndose las miradas. Horatio finalmente rompió el contacto, reconoció el barrio y anunció:

―Creo que estamos a punto de llegar.

―Tienes razón.

Pocos minutos después estaban frente a una gran fachada de ladrillo, situada en la esquina de Great Surrey Street y Friar Street. Numerosas ventanas daban cuenta de las habitaciones del edificio de tres plantas que se extendía por ambas calles y formaban una punta de diamante. En apariencia era solo un complejo de apartamentos, sin embargo, la academia tenía solo una placa metálica que indicaba la naturaleza del lugar.

«Academia Femenina Hope, fundada en 1819».

Horatio se apeó del carruaje y le ofreció la mano a su prima. Ella la recibió con naturalidad y descendió. Acto seguido, Marian le ordenó al cochero que regresara a Peony House, lugar donde vivía la familia Witney.

―Es extraño venir aquí ―comentó Horatio, admirando la construcción―. Siempre hablamos de la academia, pero pocas veces la he visitado.

Marian sonrió.

―Claro, ¿qué motivo va a traer a los varones de la familia aquí? Este es nuestro territorio ―replicó con suficiencia. Marian avanzó hasta la puerta y tocó la aldaba.

Pocos segundos después abría la puerta la gobernanta de la academia. Su nombre era April Waters, y fue una de las primeras alumnas que concluyó su formación y, tras varios años sirviendo en casas de distinguidas familias, volvió al lugar que le brindó un renacer. Su historia de vida se repetía demasiadas veces en las mujeres; pobreza, abandono, ignorancia y prostitución.

―Bienvenida, señora Witney ―saludó April.

―Gracias, señora Waters ―replicó Marian, internándose en el pequeño vestíbulo―. Le presento al señor Horatio Montgomery, mi primo. Horatio, te presento a la señora April Waters.

April reconoció de inmediato el nombre. Si bien veía con frecuencia a los padres de Horatio, rara vez se presentaban los hijos. Pero ella sabía a la perfección quién era quién y a qué se dedicaban. Su memoria era prodigiosa cuando se trataba de recordar rostros.

―Señor Montgomery, bienvenido sea.

―Un placer, señora Waters.

―Señora Waters, si alguna de las alumnas le pregunta sobre el señor Montgomery, solo responda que no tiene idea de nada ―advirtió Marian en tono de secretismo.

―Como usted diga, señora.

―Gracias. ¿Ha habido alguna novedad en mi ausencia? ―preguntó con la esperanza de que Regina Robertson hubiera vuelto.

April suspiró y negó con la cabeza. Marian reprimió toda expresión de pesar.

―Bien, estaré con el señor Montgomery en mi oficina, ¿sería tan amable de llevarnos té y galletas?

―Por supuesto, señora Witney.

―Gracias.

Horatio siguió a Marian, quien avanzaba por el vestíbulo, hasta llegar a un espacio abierto donde se encontraban diversas puertas, pasillos y las escaleras que daban acceso a las plantas superiores. En ese momento, Horatio notó en el ambiente el murmullo de la actividad diaria del lugar.

―¿Y desde cuándo eres señora? ―preguntó Horatio, arqueando una ceja inquisitiva―. Hasta donde sé, todavía eres una señorita.

―No solo el matrimonio nos da el status de señora ―explicó al tiempo que se detuvo frente a una puerta que tenía el membrete de «Dirección» y giró el pomo―. Dirigir y administrar esta institución también me otorga ese trato. Adelante, por favor ―invitó Marian abriendo la puerta

―Gracias.

―Las internas no me verían como una autoridad si me llaman señorita ―agregó Marian―. Soy mayor que ellas por apenas unos cuantos años.

―Viéndolo de esa forma. No le veo fallas a tu argumento... Señora Witney.

Al internarse en la estancia, Horatio se encontró con un lugar muy femenino. Casi podría pensar que estaba dentro de una salita privada de alguna aristócrata. No obstante, lo que delataba el verdadero fin de esa habitación eran el gran escritorio, los archivadores y estantes.

―Inesperadamente acogedor ―comentó Horatio, estudiando todo con interés.

―Toma asiento, por favor ―conminó Marian, señalándole la silla que estaba frente a su escritorio. Ella se comenzó a desatar el lazo de su bonete.

Horatio se sentó, dejó su maletín en el suelo, al tiempo que observaba cómo ella dejaba al descubierto su cabello que parecían hilos de oro.

Silencio.

Ajena a ese escrutinio, Marian se quitó los guantes y los dejó sobre el escritorio. Escuchó que Horatio se aclaraba la garganta y lo miró con disimulo. Él la estudiaba con avidez, con una expresión que jamás había visto en el semblante masculino.

Como si fuera lo más preciado del mundo.

¡Tonterías! ¡Era Horatio, por todos los santos!

Negó con la cabeza en un gesto casi imperceptible y, acto seguido, se atrevió a mirarlo directo. Ya no estaba esa expresión. Él solo alzaba sus cejas con sorpresa.

¿Habría sido su imaginación?

Sí, sin duda eso fue.

Qué decepción.

¡Pamplinas!

«Estoy tan cansada», pensó Marian con pesar. De pronto, percibió sobre los hombros el peso de los años y la soledad autoimpuesta.

―¿Pasa algo? ―preguntó Horatio con inocencia.

―Nada ―replicó, sucinta. Y fue su turno de forzar una sonrisa, al tiempo que tomaba asiento frente a él―. Bien, ¿qué necesitas para iniciar tu investigación?

―Toda la información que tengas disponible de las tres chicas que desaparecieron. Las circunstancias ya las conocemos.

―Cada una de las internas tiene un archivo confidencial. Procuramos ser meticulosas.

―Excelente. Además de eso me gustaría estudiar las pertenencias que dejaron aquí, y también que me expliques el funcionamiento interno de la academia y que me muestres las instalaciones en general.

―Como digas.

En ese instante la señora Waters golpeó la puerta y Marian dio su venia. La mujer traía una bandeja con té y galletas, sirvió con eficiencia y rapidez, y abandonó la estancia.

Marian y Horatio, en silencio, disfrutaron sus infusiones. Él comió unas galletas, no se resistía a las golosinas y masas dulces. Sin embargo, las que estaba consumiendo en particular, eran gloriosas, las mejores que había probado en años. De seguro las preparaban las internas de la academia.

Marian, al ver el deleite en el semblante de Horatio al comer y beber, se relajó por unos momentos.

Confiaba en Horatio.

Elevó una plegaria al cielo, rogando por el éxito de la misión.

Pero tampoco deseaba quedarse sentada, esperando a que un día llegara Horatio a darle buenas noticias. Marian sintió que era su deber tener una participación activa en la investigación.

―Si necesitas cualquier clase de ayuda de mi parte, la que sea, solo pídela ―sentenció Marian, con un tono que se acercaba a lo imperativo.

Horatio, al escuchar a Marian, dejó su taza con parsimonia sobre el platillo. La conocía lo suficiente para saber que era mejor no ignorar aquel ofrecimiento.

Y Dios lo amparara, tampoco podía subestimarla.

Marian había dado un inmenso paso al pedir ayuda, pero eso no significaba que su intervención fuera a ser pasiva.

Debía admitir que él no podía investigar todo por su cuenta, no confiaba en el proceder sus subalternos y, además, era un favor personal. Necesitaba ayuda sin duda alguna, y Marian iba a ser su mano derecha, porque todo lo iba a hacer a espaldas de sus superiores.

Por primera vez, él se iba a saltar todas las reglas.


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