Primer movimiento: Adagio
Londres, viernes, 3 de julio de 1835.
Sebastian salió a la terraza de Westwood Hall a tomar aire fresco. El calor dentro de la mansión del duque de Ravensworth era sofocante. Varios invitados dirigieron su atención hacia él, su salida no había sido tan discreta. Incómodo ante el escrutinio, hizo una leve inclinación y los demás volvieron a sus conversaciones privadas.
Sacó un pañuelo de su bolsillo y se secó el sudor de la frente y de las manos. El corazón le latía más rápido de lo normal. No entendía por qué se sentía así, con ganas de salir corriendo.
Ahogado.
Tantas expectativas por cumplir, tantos deseos que satisfacer, deberes que asumir y ninguno era enteramente suyo.
En ese momento comprendió a esas pobres muchachitas que enviaban a debutar en sociedad con diecisiete o dieciocho años. Él apenas era mayor. A sus veintidós se sentía exactamente igual. Con una carga inconmensurable sobre sus hombros.
Su padre, el duque de Oxford, llevaba siete años muerto.
No fue fácil tomar un ducado a los quince. Tampoco lo era en ese momento.
No tenía tiempo, debía buscar una esposa. El año anterior Dios le había enviado una señal. Para Sebastian, la vida era tan frágil como un diente de león a merced de la brisa, y pocas veces daba segundas oportunidades.
Apoyó los antebrazos en la balaustrada y admiró el amplio jardín. El aroma a césped recién cortado y a tierra húmeda le conferían al ambiente una frescura, que llenaba sus pulmones y lo tranquilizaba. Las peonías en flor cambiaban sus tonos pasteles a dorados gracias a las lámparas colgadas por doquier.
No muy lejos de la terraza, divisó a una dama sentada en un columpio. Apenas se mecía, se daba un flojo impulso con su pie derecho. Desde su posición no podía reconocerla.
Sebastian hizo un listado de todas las damas solteras de esa temporada. Sus cualidades, sus dotes, sus árboles genealógicos, su situación financiera y los cotilleos asociados a ellas para decidir a quién cortejar.
Durante los meses de la temporada las conoció a todas, ya fuera por medio de un saludo, un baile o una conversación.
Estaba seguro de que no había hecho ningún intercambio con la joven del columpio. Hubiera recordado ese largo cabello negro… De hecho, ahora que lo pensaba mejor, todas usaban peinados elaborados, ese era el símbolo del paso de la niñez a la adultez. Era extraño ver a una joven con el cabello suelto, apenas sujeto por horquillas.
La curiosidad fue más fuerte que esa vocecita que le advertía que no se acercara a la dama misteriosa ni a una situación comprometedora.
El primer paso que dio hacia ella enmudeció la razón. La joven le daba la espalda. A medida que se acercaba, distinguió la voz afinada y cristalina que murmuraba una melodía que le era familiar.
¿Chopin?
Sus pasos se detuvieron. No quiso interrumpirla, su voz era preciosa. No pretendía cautivar a una audiencia explotando todo su potencial, solo lo hacía para ella. La melodía mezclaba dulzura y melancolía, y el resultado le producía una inquietante sensación de atracción.
Su resolución duró poco. Siguió avanzando.
Ella dejó de cantar y miró por sobre su hombro. Jadeó y ahogó un gritito, al tiempo que se llevaba la mano al pecho y entornaba los ojos. El tiempo se detuvo, congelando el vaivén del columpio. Pronto, una dulce risa nerviosa emergió de su garganta.
La dama abrió sus ojos. Sebastian vio algo notable. ¿Era su imaginación o ella tenía un ojo más claro que el otro? A la luz de las lámparas, no podía distinguirlo del todo, pero se preguntó de qué color podrían ser.
―Su excelencia, casi me mata del susto. ―Soltó un largo suspiro, se aferró a las sogas del columpio y se dio un leve impulso.
Sebastian alzó sus cejas. Ella lo reconoció, pero él estaba seguro de que nunca habían sido presentados, por lo que hizo la obvia pregunta:
―¿Nos conocemos? ―preguntó y se situó frente a ella.
Ella volvió a reír y luego negó con la cabeza.
―Yo sé quién es usted ―respondió alzando la mirada―. Está en la boca de todo el mundo, pero nunca hemos tenido el placer de ser presentados.
―Me siento en desventaja, y no hay nadie que haga los honores.
La dama seguía meciéndose. Ahora que la veía más de cerca, Sebastian se dio cuenta de que no vestía de gala. ¿Quién era?
―Por el momento puede llamarme Grace, su excelencia.
―¿Solo Grace?
―¿Qué hace aquí? ―preguntó para desviar la conversación―. ¿No debería estar disfrutando del baile?
―Me sentí sofocado.
Grace miró de reojo el gran salón a la distancia y luego al duque.
―Me lo imagino… ―Ladeó su cabeza―. Usted me intriga.
Sebastian pensó lo mismo, pero su lengua actuó más rápido que su cabeza.
―Usted también me intriga.
Grace sonrió. A Sebastian le pareció que esa joven era opuesta a las tímidas y complacientes damas que había conocido esa temporada. Su irreverencia no llegaba al punto de lo irritante. Y, si de algo estaba seguro, aquella joven era una aristócrata con todas sus letras.
La risa coqueta y femenina lo sacó de sus pensamientos. Ella, pese a estar sentada y él de pie, no parecía estar en una posición inferior, y le replicó:
―Pero yo lo dije primero. Satisfaga mi curiosidad.
Sebastian no respondió. Sin embargo, Grace no esperó su autorización y añadió:
―¿Por qué busca esposa siendo tan joven? Por lo general, los caballeros esperan pasar de los veinticinco para recién pensar en engendrar un heredero.
Muchos le formulaban esa pregunta, él siempre usaba de pretexto el deber. No obstante, el verdadero motivo surgió antes de cuestionarse si estaba cometiendo un error y confesó:
―El año pasado contraje varicela, y casi no sobrevivo para contarlo. ―Grace detuvo el vaivén del columpio, prestándole toda su atención―. Me di cuenta de que el tiempo es un bien escaso. Considero que poco y nada he hecho con mi vida. Además, tengo que cumplir con mi deber de engendrar a mi heredero.
Grace asintió, volvió a darse impulso.
―Estar cerca de la muerte es un buen incentivo para apurar los planes, que otros postergan solo por disfrutar de la juventud.
―Nunca se sabe… Tengo que aprovechar lo que me queda de vida.
―Ya habla como un viejo, su excelencia, mas no lo culpo… ―Inclinó su cabeza―. Dígame, ¿ya tiene a su elegida?
Mientras admiraba esos ojos que lo contemplaban con interés, Sebastian respondió:
―Hay una o dos que me parecen adecuadas.
―¿Adecuadas? ―La sonrisa de Grace comenzó a desvanecerse―. Oh, me decepciona, su excelencia. Pensé que era un romántico.
―En mi posición, el amor es un privilegio.
Grace rompió el contacto visual. Su mirada se perdió en el oscuro verdor del césped.
―Todos dicen lo mismo. Pero, a lo largo de mi vida, yo he visto el milagro que provoca el amor en el matrimonio y lo nefasto que puede ser la conveniencia… ―Volvió a mirarlo―. ¿Le puedo dar un consejo?
―Creo que usted me lo va a dar de todas maneras.
―Cuando se decida por su dama adecuada, propóngase amarla… Créame, cualquier mujer que acepte su cortejo y luego se convierta en su duquesa, tendrá la secreta ilusión de que su matrimonio no será una simple transacción. Haga que surja el amor. Usted es un hombre joven y atractivo, y me atrevo a conjeturar que aún no ha sido contaminado con ese pensamiento de que los hombres pueden hacer y deshacer con las mujeres. Tiene el privilegio de hacerlo bien, con esperanza, sin cinismos ni hipocresías. En lo personal, como mujer, me parece terrible la idea de pasar toda la vida con un hombre que solo me use para tener descendencia… Las mujeres también somos personas.
Por un instante Sebastian se imaginó desayunando una mañana cualquiera al lado de esa joven, conversando de lo humano y lo divino como iguales. Era absurdo, pero se sentía bien… Grace era un misterio, no buscaba su aprobación, se atrevía a darle consejos y le hablaba como si no existiera ningún rango que los distinguiera. Tal vez era su voz o la forma en que lo miraba, pero no le ofendía ni le escandalizaba que ella saliera de toda norma o protocolo. Se preguntó si su madre la aprobaría.
No, ni en un millón de años. Grace era todo lo contrario a lo que su madre le aconsejaba buscar en la futura duquesa.
Sin embargo…
―Y usted, ¿se sentiría ilusionada si la convierto en mi duquesa?
Grace rio a carcajadas.
―No, usted no se atreverá a cortejarme siquiera. Por eso estoy aquí y no ahí adentro.
¿Qué motivo tan poderoso podría impedir que él la cortejara? Sebastian necesitaba saber, e interpeló:
―¿Acaso usted no es una dama?
El vaivén del columpio se detuvo. Algo cambió en la expresión de Grace. El orgullo se impregnó en el tono de su voz cuando respondió:
―Sí y no… La sangre de mis padres es tan azul como la suya, pero no nací dentro de un matrimonio. Soy lo que llaman una bastarda. Grace Archer-Montague, «la bastarda», «la que trae en la sangre la maldición de las Archer», «la que, probablemente (eso nunca se sabrá,) ya está mancillada».
Esa ristra de apelativos y rumores él los había escuchado antes. A Sebastian se le fue el alma a los pies.
Estaba frente a la hija mayor del anfitrión, el duque de Ravensworth. Grace era la niña que concibió lady Castairs, una condesa viuda que se suponía que era estéril, hasta que se acostó con el libertino más grande de Londres hacía más de veinte años… Se decían tantas cosas ―tanto de la madre como de la hija― que no se sabía qué era cierto y qué era falso.
Era vox populi que el año anterior fue su última temporada, y finalizó abruptamente en el momento en que la aristocracia descubrió que su tía abuela ―una dama caída en desgracia―, ejerció la prostitución en Whitechapel mientras Grace estuvo bajo su cuidado, cuando lady Castairs falleció dejando huérfana a su hija de seis años. Unos decían que la mujer vendía a su sobrina nieta, otros, que la mujer sumida en el alcohol no pudo impedir su deshonra.
Aquella historia confirmaba que todas las mujeres de la familia Archer traían consigo la desgracia. La madre de Grace no dio herederos legítimos, por lo que el título pasó a manos de un derrochador que dilapidó la fortuna de los Castairs. La tía abuela enlodó el honor de su familia cuando se embarazó estando soltera y fue expulsada de su casa con lo puesto; su hijo no sobrevivió al parto. También se decía que la abuela materna de Grace envenenó a su esposo, pero nunca lo probaron.
Sebastian miró a su alrededor, parecían estar solos. La razón le decía que no era buena idea seguir sosteniendo esa conversación.
En los labios de Grace se dibujó una sonrisa que no llegó a sus notables ojos. El suave vaivén se reanudó.
―No se preocupe, su excelencia, esto no es ninguna clase de ardid para atrapar a cualquier caballero incauto. No estamos solos, mis abuelos están observándome desde la pérgola. ―Grace miró hacia su derecha e hizo un gesto de saludo.
Sebastian dirigió sus ojos en esa misma dirección. Era cierto, Los vizcondes Grimstone los observaban a la distancia y los saludaban de vuelta. El duque también saludó.
Ese fue el instante en que Sebastian constató que era un imbécil. Y se apresuró a decir:
―Perdón, no fue mi intención.
―Estoy acostumbrada. ―Suspiró, impulsó el columpio con un poco más de fuerza. Forzó una sonrisa―. Fue divertido nuestro flirteo mientras duró… Soy demasiado para usted y su familia. De seguro, no sabe a ciencia cierta si los rumores son verdad, y yo no me rebajaré a estar aclarando si mi virtud está intacta o no. Un hombre, bien hombre, no le importará en lo más mínimo. Y bueno, yo no aceptaré a cualquier caballero, de la edad que sea, que vea el matrimonio como un intercambio en el que él «salvará mi honor», y que yo, la dama agradecida, me convierta en una dichosa productora de herederos.
Fue el turno de Sebastian de desviar la mirada hacia el césped. Se avergonzó de admitir:
―Mi madre jamás me permitiría cortejarla. Nos haría la vida imposible.
―La madre de ningún aristócrata lo permitiría, eso lo sé. Pero convengo que la suya pondría especial énfasis en su oposición. Soy todo lo contrario a lo conveniente y lo tradicional. ―Dejó de impulsarse, el columpio redujo su velocidad. Tras un instante en silencio añadió―: Tengo entendido que ni su madre ni su difunto padre aceptaba las invitaciones de mi padre, ¿por qué usted sí?
Sebastian se atrevió a volver a mirarla a los ojos y admitió:
―Conveniencia.
Grace meditó lo que involucraba esa palabra. Hizo un mohín que aprobaba la respuesta.
―Y hablando de conveniencia, cuénteme, ¿quiénes son sus candidatas adecuadas?
―Lady Gloria Fawcett y lady Felicity Aylett.
El columpio se detuvo tras un último y lánguido balanceo. Grace tenía una opinión muy clara acerca de las dos damas y resolvió con determinación:
―Descarte a lady Gloria, es insufrible. Me cae bien lady Felicity, debutó el año pasado. Si yo fuera usted, la elegiría a ojos cerrados.
La actitud y respuesta de Grace le llamaron la atención a Sebastian. No veía artificios ni mala intención. Debía admitir que respetaba y le importaba la opinión de ella y preguntó:
―¿Por qué?
―Lady Felicity no es altanera, conversa con las floreros, es amable, su belleza radica en su forma de ser más que en la armonía de sus facciones. También tiene buen carácter, mas no es del todo sumisa… La duquesa la aprobará sin objetar, por lo que, si sigue mi consejo, tendrá un gran matrimonio.
―¿Cómo sabe todo eso?
―He conversado mucho con ella, fui una de las floreros. Nuestra amistad no prosperó como nos hubiera gustado, ya sabe, no soy buena influencia para nadie… Pero es una buena jovencita.
Sebastian rio. A Grace le gustó su risa.
―Ahora usted habla como una anciana.
―Ya tengo mi lápida social. ―Destiló ironía cuando dijo―: «Grace Archer-Montague, tres temporadas, cero cortejos, cientos de suposiciones. Mala influencia. Solterona». Solo me falta languidecer y fenecer en soledad.
A Sebastian no le gustó cómo se vislumbraba el presente y el futuro de Grace. ¿En serio no había nadie de su famoso y escandaloso círculo íntimo que se atreviera a cortejarla? Tal parecía que incluso ellos tenían sus límites. Quiso abrirle los ojos, tal vez no era tan tarde.
―¿Y qué hay de sus amigos y familiares? No hay ningún Heredero del Diablo que la corteje.
―Ay, no. Los adoro, pero no puedo verlos como hombres. Los he visto crecer, cambiar la voz, convertirse en idiotas. ―Fingió un escalofrío―. Me siento como si estuviera tratando de enamorarme de uno de mis hermanos y ellos tienen el mismo pensamiento. Gracias, pero no… ―Apoyó su cabeza en una de las cuerdas que sostenía el columpio y se dio un leve impulso―. Nosotros somos muy exigentes, nos gustan los desafíos. Es muy fácil dejarse seducir por la idea de unirme a una persona que me conoce demasiado bien.
Sebastian se metió las manos a los bolsillos y pontificó:
―Creo que eso no es tan malo. Eso garantiza un entendimiento más profundo de lo habitual en una pareja.
―No lo había pensado desde ese punto de vista… Aun así, no hay desafío.
―No todo en la vida es una competencia.
―Todo en la vida es una competencia… ―Un movimiento que percibió por el rabillo de su ojo le llamó la atención. Detuvo el columpio y dirigió su mirada hacia la terraza―. ¿Ve? No es el único que piensa que lady Felicity es una candidata adecuada. Ahí está lord Alston haciendo gala de su labia.
Grace se levantó del columpio e hizo una reverencia colmada de gracia y elegancia.
―Ha sido un placer conversar con usted. Espero que sea muy feliz con la mujer que elija.
―Gracias… Usted ha sido…
―¿Irrespetuosa? ¿Irreverente? ¿Metomentodo?
―Interesante.
Grace se quedó pensando en la palabra por unos segundos y sonrió.
―Lo tomaré como un halago.
―Lo es.
Grace enfiló sus pasos hacia Westwood Hall, mas no al gran salón. Sebastian sintió que esa conversación aún no terminaba, quiso hacer una última pregunta.
―¿Qué melodía estaba tarareando, señorita Archer-Montague?
Los pasos de ella se detuvieron y dio media vuelta. Pocos la llamaban así, con naturalidad y respeto. Quizás él no la despreciaba del todo.
―Chopin, Nocturne, opus 9, número 2. La estoy estudiando para hacer un arreglo y ejecutarla en un quinteto. Creo que va a sonar de maravilla… ―Sus palabras murieron. No quiso agregar nada más o se quedaría hablando de música hasta el amanecer y Sebastian debía cortejar a lady Felicity―. Que tenga buenas noches, su excelencia.
―Usted también.
―Suerte con el cortejo.
Sebastian se quedó observando a Grace hasta que entró a la mansión. Parpadeó. Tuvo la sensación de que aquel encuentro no fue real, sino una especie de sueño.
El columpio no se mecía.
De pronto, a sus oídos llegaron los sonidos de la fiesta; las conversaciones, la música, las risas. Inspiró profundo.
Tenía que cortejar a una dama.
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