Andante
―He tomado una decisión.
Durante una semana, Grace meditó las palabras de Sebastian y llegó a una conclusión.
Los miembros de su numerosa familia ―tres hermanos, dos hermanas y sus padres― la miraron y dejaron de lado el desayuno, que ya estaba llegando a su fin. Su padre, Gregory, duque de Ravensworth, solo la contempló.
Sí, su hija tenía esa mirada. La misma que veía en su esposa, Emma, cuando llegaba a una resolución. Desde que Grace entró a sus vidas, Emma la consideró tan suya como si la hubiera engendrado. Era una ironía que ambas se parecieran tanto. Quizás algo había en la sangre que se heredaba más allá de rasgos físicos, pues, además, su hija mayor y su esposa eran primas en segundo grado.
Mucha gente todavía alzaba las cejas cuando se enteraban del hecho de que su esposa y él eran primos, y luego miraban a sus hijos en busca de alguna clase de deformidad o les hacían una pregunta que intentaba probar que no eran idiotas.
Gregory se limpió la boca con la servilleta, miró subrepticiamente a su esposa y, con cierta cuota de temor, preguntó:
―Y, ¿qué decisión tomaste, hija?
―¿Podemos hablar mamá, tú y yo en tu despacho?... en privado. Creo que los demás no están preparados para lo que quiero anunciarles
Las pequeñas, Caroline e Iris, de diez y siete años respectivamente, se miraron consternadas, para que su hermana mayor no hablara con franqueza en la mesa, debía tratarse de un tema serio. Iris parpadeó y sus ojos se tornaron vidriosos.
―¿No va a pasar nada malo?, ¿cierto?
Grace, con el alma en un puño, intentó consolarla esbozando una sonrisa:
―No, nada malo va a pasar, solo que hay temas que deben ser conversados entre adultos.
La palabra «adultos» resonó en la estancia. Caleb, el hijo mayor y heredero, estaba a punto de cumplir veintidós, y Jack, el que le seguía, diecinueve. No obstante, pese a ser los hermanos mayores, tampoco estaban invitados a esa conversación.
Nathaniel, fue el único que se ahorró la desagradable sorpresa de no ser incluido por estar en Eton. Él era el menor de los varones y tenía dieciséis años.
Gregory asintió y se levantó de su asiento. Extendió su mano e invitó a Emma, quien la tomó y se puso en pie.
Grace temblaba, su silla chirrió al levantarse y reverberó en el comedor familiar.
En silencio se retiraron de la estancia dejando a la progenie del ducado de Ravensworth desconcertados y rebosantes de curiosidad.
Mientras avanzaba detrás de sus padres. Grace repasaba su discurso articulando las palabras sin voz. La palma de las manos le sudaban y se las secó en su vestido.
Una vez en el despacho de Gregory, todos tomaron asiento en los sillones que estaban situados frente a la chimenea. Del fuego de la noche anterior solo había rescoldos que apenas temperaban el ambiente.
No obstante, Grace se sentía sofocada.
Tras un instante de silencio, en la que sus padres solo la miraban, ella sentenció:
―Papá, mamá... He tomado la decisión de dejar de impartir clases en la academia y el colegio.
El asombrado escrutinio de sus padres era la reacción que ella esperaba. Sin embargo, no se abalanzaron sobre ella con cuestionamientos. Solo había silencio. Grace carraspeó y añadió:
―También he decidido que usaré el dinero de mi dote para comprar una pequeña propiedad. Mi intención es usarla como vivienda y, además, pretendo abrir una academia de música. Así aseguraré mi futuro. Soy una mujer adulta, y yo ya no quiero depender más de ustedes... La verdad es que no quiero ser considerada una carga, ni que el día de mañana tenga que recurrir a Caleb. ―Inspiró hondo imaginado ese escenario, eso implicaba que su padre ya no estaría con ellos, sino en un cementerio―... Si es que estoy viva para cuando él tome el ducado... Desde hace años que está claro para todos que no me casaré.
Emma lanzó un suspiro. Miró a Gregory y luego tomó su mano. Entre ellos hubo una conversación sin palabras, que nadie más podía entender. A la postre, Emma dijo:
―Sabíamos que tarde o temprano esto sucedería. ―Los ojos de Emma se colmaron de lágrimas. Sus labios temblaron al tratar de sonreír―. Te conozco tan bien que estaba segura de que un día nos dirías que deseas dejar esta casa... estuvieras casada o no.
Gregory apretó la mano de su esposa. Sabía que toda la sociedad miraría con malos ojos a su hija, pero qué más daba, ya lo hacían. No pudieron protegerla de los rumores que se dispersaron hacía ocho años. El daño estaba hecho y lo único que ellos podían hacer era apoyarla.
Grace no podía creer que fuera tan fácil. Necesitaba asegurarse y preguntó:
―Entonces, ¿eso quiere decir que no intentarán convencerme de lo contrario?
Gregory apretó los labios para controlar las lágrimas que pugnaban por salir.
―Creo que ha llegado el momento en el que me tendré que tragar mi orgullo de padre y cabeza de familia. Prefiero que mi hija me ame viviendo su vida fuera de esta casa, que odiándome por intentar retenerla a mi lado. ¿Qué más podemos hacer? ¿Encerrarte? ¿Hacerte infeliz?
Grace soltó el aire de los pulmones ante la respuesta de su padre. No obstante, el alivio se esfumó cuando su inseguridad se reflejó en la pregunta:
―¿No me ven como un fracaso?
Las lágrimas de Emma cayeron gruesas y pesadas. Se levantó de su asiento y abrazó a su hija. Besó su frente y dijo:
―Oh, por Dios, no. Jamás te hemos visto de esa manera y tampoco ahora. Eres lo mejor que nos pudo pasar.
Gregory imitó el actuar de su esposa casi al mismo tiempo. Alzó la barbilla de Grace, la miró a los ojos y declaró con convicción:
―No pudimos pedir mejor hija que tú. Si nadie fue capaz de ver lo maravillosa que eres, ni tuvo la valentía ignorar las habladurías, entonces ningún hombre de esta ciudad es digno de ti.
El mentón de Grace tembló. No pudo resistir. Sus lágrimas fluyeron raudas. En medio de su llanto, lo único que podía decir sin cesar:
―Gracias, papá... Gracias, mamá...
―Te amamos, hija.
―Estamos orgullosos de ti.
Cuando las lágrimas remitieron y sus corazones se aquietaron al mismo compás, tranquilo y regular, se centraron en continuar con el punto de la conversación.
Dado que Grace tenía un plan. Gregory decidió entrar en materia:
―¿Y ya tienes hechos los cálculos para tu proyecto?
―Pues sí. Destinaría la mitad de mi dote para la propiedad y la otra para financiar el primer año... También quiero establecer un plan de becas para los alumnos destacados del Colegio New Hope.
―Por la propiedad no te preocupes. Dedícate durante lo que queda de temporada a establecer contactos con el Hanover Square Rooms y distintas sociedades musicales. Debes hacerte un nombre y entablar relaciones con los músicos destacados que llegan a Londres...
Emma intervino:
―Podríamos visitar a la duquesa de Pemberton y pedirle que apoye tu proyecto. Estoy segura de que le encantará la iniciativa... También sería bueno estudiar otras academias y ver sus debilidades y fortalezas.
Grace agradeció al cielo tener unos padres como Emma y Gregory. Sabía que estaba pidiendo demasiado y que cualquier otra familia, por muy liberal que fuera, se habría negado.
Debía honrar ese voto de confianza, su academia sería todo lo que ella esperaba de una institución para formar músicos...
Su sueño se había transformado. En vez de formar una familia y que ellos fueran su legado, lo serían los músicos que aprenderían en su academia.
*****
Tal como dictó el presentimiento de Grace, a Sebastian no dejaron de sucederle calamidades. Su madre tenía una última jugada para arruinar la existencia de la hija ilegítima del antiguo duque de Oxford.
La misma noche en que Evelyn pasaba la última noche en el Palacio de Madame Écarlate, el cual ya estaba vacío, la apresaron debido a una denuncia en la que la acusaban de regentar el burdel.
Constance, la madre de Sebastian, actuó desde las sombras y orquestó la denuncia, compró testigos falsos e incluso hizo lo posible por amañar el juicio, coludiéndose con el juez de la causa.
Sebastian no lo permitió e hizo lo que su madre jamás imaginó que haría: enlodó el nombre del ducado, admitiendo su parentesco con Evelyn, y aseguró que él era el dueño del palacio que fue un conocido burdel, y no su media hermana.
Con su declaración en el juicio echó por tierra las pretensiones de Constance de acabar con la reputación de Evelyn, solo por existir.
Constance no soportó la traición de su hijo.
Dejó de hablarle. Así también lo hizo aquella parte de la sociedad que siempre intentaban complacer, y les dio la espalda.
Constance enfermó y quedó postrada, con la mitad del cuerpo paralizado.
Sebastian visitaba la alcoba de su madre todos los días. Y, pese a que ella no le dirigía la palabra, él optó por llenar el silencio fingiendo que hablaba solo. Miraba por la ventana hacia el inmenso jardín de Oxford House y reflexionaba sobre cualquier cosa que habitara en su mente en esos momentos: reproches a sí mismo, hacia sus padres por la forma en que fue educado y lo perjudicial que llegó a ser; de lo que sintió al enterarse de la doble vida de su difunto padre; de lo difícil que era dejar de lado el orgullo para levantar el ducado de la ruina económica, porque aquello significaba echar por tierra todo lo aprendido y abrazar nuevas convicciones que no eran propias; lo agradecido que estaba de la ayuda que recibía de parte de los familiares políticos y amigos de Evelyn; de su dolor por la pérdida, no solo de su esposa, sino de su antigua vida.
A veces hablaba de sus miedos, arrepentimientos e inseguridades.
Cada vez que Sebastian entraba en su alcoba, la mirada de Constance se centraba en solo un punto indeterminado del techo. Ella quería castigar la debilidad de su hijo con su indiferencia. A Sebastian aquella actitud no le afectaba del modo que su madre pretendía, pues lo quisiera o no, Constance estaba obligada a escuchar.
Algunas veces Sebastian era acompañado por sus hijas, Lydia y Mary Ann. Solo en ese momento Constance les hablaba a las niñas con dificultad, debido a su parálisis, pero no por eso no dejaba de reflejarse el amor que sentía por sus nietas. Ellas eran su respiro en su tormentosa situación. Para ella, su hijo no existía desde el momento en que la traicionó, aceptando en su familia a la bastarda de su esposo.
No obstante... Ni siquiera deseaba admitirlo... Esa infeliz era...
A través de la ventana de la habitación de Constance pasó la primavera, el verano...
*****
El otoño se acercaba.
―Hoy estoy de aniversario de matrimonio ―dijo Sebastian, admirando el atardecer por la ventana―. Cada año llevé a Felicity a un concierto de música. Aunque fuera verano y Londres estuviera vacío, siempre se presentaba la oportunidad de celebrarlo de esa forma. ―Rio al recordar su vida con su esposa―. No le gustaba asistir a los conciertos que ofrecían las debutantes, decía que eran terribles, porque nadie estaba a la altura de los que ofrecía Grace... La señorita Archer-Montague... antes de su caída social.
Sus palabras murieron. Cada vez que Felicity le insinuaba las ganas que tenía de asistir a un concierto del Quinteto Divino, Sebastian siempre buscaba una excusa para no ir. Era absurdo, pero la idea de estar en la misma habitación con su esposa, observando el despliegue artístico de la señorita Archer-Montague, le hacía sentir algo parecido a la infidelidad. Siempre volvía a su mente el «¿Qué hubiera pasado si...?».
―Hoy honraré la memoria de Felicity. Iré a un pequeño concierto que se ofrecerá en los jardines de Vauxhall.
Sebastian dio media vuelta y, por un breve segundo, sus miradas se encontraron hasta que su madre rompió el contacto.
―Sé que la extrañas también... Era todo lo que esperabas de la nueva duquesa de Oxford. Mejor dicho, casi todo. Pero a ojos tuyos los defectos de Felicity los podías pasar por alto, no era tan terrible su sensibilidad y su manera de criar a las niñas.
En ese momento golpearon la puerta y entró Meyer, el mayordomo de Oxford House.
―Su excelencia, los señores Montgomery han llegado. Lo esperan en la sala de estar.
―Perfecto, Meyer. Muchas gracias, iré en seguida.
El mayordomo se retiró y la estancia quedó sumergida en el denso silencio. Sebastian podía sentir la penetrante mirada de reproche de su madre.
―Evelyn y Justin se quedarán esta noche con las niñas. Ayer tuve que despedir a la niñera porque estaba reprendiendo mucho a Mary Ann por llorar sin motivo... ¿Sin motivo? Perdió a su madre hace casi cinco meses, por todos los santos, no sé qué diablos pretendía.
*****
No esperaba verla ahí.
Sin embargo, no fue capaz de huir. Se vio obnubilado por la puesta en escena. Hasta ese momento, Sebastian, nunca había sido consciente de la belleza y elegancia del pabellón de la orquesta de los Jardines de Vauxhall.
Era mágico.
El centro de atención era el piso intermedio del pabellón, que era sostenido por una base cuadrada, y que en su conjunto formaba una estructura de estilo oriental de tres niveles que culminaba en una cúpula. Cada nivel estaba embellecido con arcos ojivales y balaustradas que añadían un aire de ligereza.
Grace se presentaba en el medio del pabellón; solitaria e inalcanzable. Nada evidenciaba que ella había reparado en la mundana presencia de Sebastian.
Toda esa atmósfera lo mantuvo quieto en su silla.
En el programa del concierto no aparecía el nombre de Grace Archer-Montague. Quizás, de haber sabido, él no hubiera ido. Cuando anunciaron al dueto compuesto por la duquesa de Pemberton junto con la señorita Lizbeth Cross, creyó que estaba alucinando. Sebastian tuvo que mirarla con atención para convencerse de que no eran parecidas, sino la misma persona.
La mujer que estaba sobre el escenario era la señorita Archer-Montague y, a la vez, no lo era. No solo el nombre era diferente, también su apariencia. Su cabello negro lo llevaba recogido, y contrastaba con un llamativo vestido rojo de gala y ornamentado con pedrería. Pero lo más desconcertante era el parche que combinaba con su vestido y que cubría su ojo izquierdo, el azul, como si quisiera esconder un defecto.
Sebastian conjeturó que Grace, necesitaba un alter ego para poder presentarse en público. Su pasado y su reputación siempre la seguirían. Quizás ella había desaparecido de los bailes y eventos sociales de Londres, y su rostro fue olvidado por la mayoría, pero solo por sus ojos era reconocible por aquellos que alguna vez la conocieron.
La duquesa y la señorita Cross interpretaron el Nocturno, opus 9 de Frédéric Chopin, en un arreglo para piano y violín, donde el peso de la melodía se la llevaba este último instrumento y daba otro matiz a las dulces y melancólicas notas, dotándolas de una emoción diferente, más profunda.
Después de esas tres piezas, la señorita Cross, junto con el vizconde Hudswell, interpretaron Tres Duetos para violín y violonchelo M.S. 107 de Niccoló Paganini.
Mientras Grace interpretaba con pasión y maestría, Sebastian se dejó llevar. Entornó los ojos y disfrutó del momento. La música lo llevó lejos de ahí, a días más felices y menos oscuros. Imaginó que Felicity estaba a su lado, apoyando la cabeza sobre su hombro, celebrando su sexto aniversario.
«Hónrame viviendo».
«Trato de hacerlo, Felicity», pensó. «De verdad, lo intento». Había días en que la desolación lo devoraba al sentir el lado vacío de su cama. Otros días sonreía al recordar a su esposa y agradecía los años vividos. A veces se preguntaba si Felicity lo hubiera seguido amando cuando él cambió y dejó de ser el Sebastian que conoció, si hubiera soportado las estrecheces y la austeridad.
¿Habría sido suficiente el amor?
Conociendo a Felicity, sí. Su muerte fue un antes y un después y el detonante de sus cambios.
―Notable la ejecución de la señorita Cross ―susurró una mujer que estaba situada detrás de él y lo sacó de su ensoñación.
Un caballero respondió:
―Hace unos meses irrumpió en la escena musical y ya tiene muchos admiradores. Unos dicen que es la versión femenina de Paganini, pero claro, es una exageración desproporcionada.
Sebastian alzó una ceja ante ese comentario tan cáustico.
La mujer lanzó un femenino «Já» y añadió:
―La señorita Cross tiene la misma pasión y no tiene nada que envidiar. Yo vi al maestro Paganini en París hace muchos años. Oh, fue todo un espectáculo.
―Por eso mismo, ella no le llega a los talones.
―Lo dices solo porque es mujer. Su estilo en el escenario es diferente, no tan dramático y teatral. Pero aquello no le resta virtuosismo.
El hombre no respondió de inmediato. No obstante, repuso cambiando ligeramente el tema:
―¿Por qué llevará un parche en el ojo?
―Unos dicen que un admirador rechazado la atacó y le enterró una pluma en el ojo.
Sebastian apretó los labios para no reír a carcajadas. Si eso hubiera pasado, él se habría enterado por parte de Evelyn, Justin... o cualquier Heredero del Diablo. Sus lazos con aquellas familias se volvieron más estrechos, pero solo había vuelto a coincidir con la señorita Archer-Montague una vez antes de ese concierto, en el matrimonio de su hermana con Justin Montgomery, en el cual apenas se vieron y él se retiró temprano con sus hijas.
Estuvo tentado de alimentar la ridícula historia que comentaba la pareja desconocida ―y que ya tenía ribetes de leyenda― diciendo que el ojo de la señorita Cross fue dado en sacrificio en un ritual pagano para tener fama, talento, belleza y fortuna...
No obstante, jamás le haría eso a la señorita Archer-Montague. Ese tipo de historias podían tomar rumbos retorcidos. Ella no lo merecía.
Miró hacia el cielo estival, claro y salpicado de estrellas, pero frío. Imaginó a Felicity sonriendo, disfrutando del concierto junto a él, escuchando esos disparatados cuchicheos.
«Feliz aniversario, querida».
La música terminó. Después de un breve silencio en el que los asistentes salieron del trance musical, aplaudieron de pie con entusiasmo. Sebastian hizo lo mismo. Aplaudió por Grace, se sintió contento por ella. Al menos uno de los dos estaba avanzando. Ella había tomado en cuenta su consejo. Eso le produjo una sensación de haber hecho algo bien... Al fin.
Estaban a mano.
Grace sonreía orgullosa de sí misma. Recibió un ramo de rosas blancas, al igual que sus acompañantes en los duetos. El joven lord Hudswell parecía sorprendido y azorado por el gesto, y lanzó una broma diciendo que era el primer hombre en recibir flores estando vivo y no en su funeral.
Sebastian rio. Hudswell tenía toda la razón.
Inspiró profundo.
De pronto, el sonido de los tradicionales fuegos artificiales irrumpió en el ambiente. Todos, artistas y espectadores, gozaron del espectáculo.
El cielo estrellado se colmó de hermosos y resplandecientes colores, rojos, verdes, azules y dorados. Las explosiones retumbaban en el pecho de Sebastian, recordándole lo vivo que estaba en ese instante.
La vida seguía, alternando entre tormentas que parecían no acabar y días soleados que eran tan fugaces como un suspiro.
Algo especial tenían los fuegos artificiales. Envolvían en un mágico hechizo a quienes los admiraban, provocándoles la ilusión de ser intocables, inmortales.
Quizás algo tenía de cierto. Porque cuando Sebastian desvió su mirada hacia el escenario, se encontró con la de Grace. Se reconocieron. Y los dos supieron que nunca olvidarían las sonrisas que se regalaron en ese momento.
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