Prólogo

Londres, Junio de 1815

El eco de los golpes que retumbaban en la puerta, resonaron hasta colarse en el apacible sueño de Olivia, haciéndola despertar con una sensación de mareo y de confusión. Se incorporó y miró a su alrededor. Oscuridad. Todavía era de noche.

El ruido insistente cesó de golpe, dejando solo una reverberación muriendo en las alturas. El silencio denso invadió de nuevo el ambiente. Olivia se sentía inquieta, algo pasaba, ¿quién podría estar llamando a esas horas?

El sonido amortiguado de pisadas firmes y apresuradas se fue acrecentando, hasta llegar al frente, a su puerta.

Silencio.

Solo se podía ver un tenue haz de luz por debajo de la puerta, mas nadie decía palabra alguna, como si estuvieran a la espera. El tiempo se le antojó eterno a Olivia, el temor la invadió y se quedó paralizada. No podía hablar, la voz moría antes de poder abrir la boca.

Finalmente, suaves golpes tocaron con premura.

—Olivia, querida —llamaba la voz grave de su padre, anunciando su entrada.

Era definitivo, sucedía algo muy serio, rara vez él usaba su nombre de pila.

Volvieron dar golpes a la puerta, ahora un poco más fuerte. Olivia dio un respingo y salió abruptamente de su trance. Inspiró hondo, se levantó apurada y se puso la bata para estar presentable.

—Adelante —autorizó con un hilo de voz.

Albert Martin, marqués de Bolton, entró en sus aposentos portando una palmatoria, trayendo luz a la estancia. Miró a su hija que lo esperaba erguida, de pie y con porte digno.

Avanzó unos pasos, dejó la palmatoria sobre la chimenea intentando aplazar unos segundos más su misión. Necesitaba tranquilidad.

—¿Qué sucede, papá? —interrogó, aparentando serenidad, pero la voz trémula que salía de su garganta la delataba.

—Livy, hija... —Albert se pasó la mano por el espeso cabello castaño y entrecano, evidenciando su nerviosismo, no quería mirar a Olivia a la cara y presenciar el dolor que él mismo le iba a infligir.

—Papá, dímelo de una vez... por favor —exhortó, susurrando llena de incertidumbre.

Albert respiró pesadamente, tomó valor y se prometió no flaquear. Debía hacerlo por ella.

—Hija... Magnus... Cuando volvía de Camberley... Unos salteadores de camino emboscaron el carruaje y...

—Papá... no... —murmuró, tapándose la boca. Sabía lo que su padre iba a revelarle.

—Lo siento mucho, hija. Magnus falleció. No sobrevivió a las heridas.

Olivia, por un segundo, pensó que estaba teniendo una brutal pesadilla, pero la opresión que sentía en su pecho era demasiado real.

Magnus.

Muerto.

Pensó en el sencillo, pero hermoso vestido verde manzana que estaba colgado, esperando a ser usado en siete días más en su boda con él.

Ahora debía usar otro, de un riguroso negro para el funeral, para ver cómo se iba dentro de un féretro junto con él, su amor, su vida, sus sueños, sus anhelos. Su futuro.

Imaginar a Magnus muerto fue un golpe demasiado intenso para Olivia. Todo empezó a darle vueltas, su existencia y su mundo se lo tragaba ese vórtice en el cual ella se encontraba justo en el centro.

—¡Olivia!

Fue lo último que escuchó antes de sumirse en la más absoluta negrura, cuando la voz de su padre pronunciaba su nombre con desesperación.

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