Capítulo III

La luz matinal entraba a raudales por las ventanas de la casa. El aroma del rocío, que ya empezaba a evaporarse, colmaba el olfato de Olivia, quien daba diminutas puntadas con precisión. Durante los últimos cinco días esa labor le brindaba algo de paz mental. Quería que su nuevo corsé corto quedara perfecto. Debía concentrarse en hacerlo bien y no pincharse los dedos pero, por sobre todo, no quería seguir alimentando la ira que crecía en ella, no quería que le nublara el juicio.

Después de llegar a la triste conclusión de que ser una mujer en un mundo gobernado por hombres era vivir para siempre en una total desventaja, ya sea siendo rica o pobre, empezó a sentir una furia y una sed de justicia que no sabía cómo canalizar.

Por eso, de momento, solo se empeñaba en terminar el corsé en sus pocos ratos libres. Debía relajarse, centrarse y buscar una salida honorable a su situación. En primer lugar, no quería depender de ningún hombre, ni siquiera de su padre, que era incapaz de contradecir al viejo duque. Aquella asignación le quedaba justa..., pero no holgada, y ella había decidido que no iba a seguir sufriendo estrecheces. Debía conseguir más dinero.

Ya no quería ser la mujer escondida en el bosque. Si su familia le daba la espalda por obedecer al duque, pues bien, les iba a dar más razones para que se avergonzaran de ella. No era una de ellos, no era una dama, ya no pertenecía a esa sociedad que dictaba sus mojigatas normas de lo que era decoroso o no para ella.

La vida no era solo blanco y negro, tenía infinidades de matices, ahora lo sabía. Hasta ese momento estaba viviendo en tonos grises, su existencia solo era coloreada por Will.

Debía enfrentar su realidad, era una mujer soltera con un hijo al cual criar, y su principal objetivo era hacer de William un hombre fuerte, de bien, porque por el simple hecho de ser un bastardo, todo se le iba a poner cuesta arriba en la vida. Debía demostrarle que si ella pudo sobrevivir sola, siendo una simple mujer, él también podría salir adelante.

Dado todo lo anterior, decidió entonces que iba a buscar un trabajo en lo que fuera..., casi lo que fuera, ella también tenía escrúpulos. No iba a ser la amante de nadie, ni la prostituta de nadie. No iba a unir su vida con la de un hombre por conveniencia. Si llegaba a ocurrir ese milagro, solo lo haría por amor... Y ni siquiera en esa instancia dejaría que le arrebatasen lo que aprendió los últimos tres años de su vida, y eso era valerse por sí misma. Si le iba a entregar su libertad a un hombre, este debía ser muy especial. La ley era clara y dictaba que ella pasaría a ser propiedad de su marido desde el momento en que diera el sí ante un vicario. No deseaba estar unida a uno que la tratara como si fuera un animal reproductor, sin voluntad, sin deseos, sin potestad para decidir.

Remató la última puntada y cortó el hilo. Observó con orgullo su nuevo corsé. Sí, había quedado perfecto.

Miró a su alrededor, estaba sola, ni William ni Mary estaban en la estancia. Dejó a un lado su labor recién terminada y se levantó. Adecentó la tela de su vestido de delgado lino de color azul, se irguió derecha y con dignidad determinada. Oyó la vocecilla de William que provenía del jardín y que la llamaba, por lo que salió en su búsqueda.

—¡Mami! —exclamó el pequeño corriendo con torpeza hacia ella—. ¡Mady me come! —chilló riendo, nervioso.

—¡Ven, Will! —Olivia le siguió el juego—. ¡Yo te salvo, mi hombrecito!

Se fundieron en un abrazo y alzándolo, Olivia inhaló el inconfundible olor de su pequeño que reía y gritaba. ¡Cuánto lo amaba! ¡Todo valía la pena por él!

—¡Aquí estás, bribonzuelo! —exclamó Mary, agitada, sonriendo al ver la felicidad que se reflejaban en los ojos de lady Olivia cuando abrazaba a su hijo—. Lady Olivia, la mañana está hermosa y perfecta para pasear —comentó de buen humor.

—Sí, tienes razón... —Esbozó una sonrisa que Mary casi no recordaba en lady Olivia. Algo estaba tramando su señora—. ¿Vamos a pasear a Rothbury?

—¿Vamos...? ¿Rothbury? —replicó casi balbuceando. El duque había prohibido que lady Olivia saliera de la propiedad de Pine Park, la casona principal que estaba del otro lado del bosque.

—Sí, vamos. No queda tan lejos, perfectamente podremos ir caminando con William. —El niño la miró al escuchar su nombre e inclinó su cabecita—. Oh, sí, caballero, por supuesto que iremos con usted.

—¿Llevaremos a William? —La quijada de Mary ya estaba cerca de tocar el suelo. Al parecer, lady Olivia estaba perdiendo el juicio. Nadie desafiaba al duque. Nadie desobedecía sus órdenes.

—Lady Olivia, su excelencia se va a enterar. No lo provoque, se lo suplico —exhortó Mary muy asustada por las consecuencias.

—¿Sabes, Mary? A partir de hoy, la opinión de su excelencia me tiene sin cuidado. He decidido hacer lo que se me plazca. Voy a buscar un trabajo —dictaminó firme.

—Pero, mi señora, no puede ir a buscar un trabajo, usted es una...

—Yo no soy nadie, Mary —interrumpió lo que sabía que iba a decir su doncella y amiga—. El duque me repudió, no existo para él. Y como no existo, bien poco debería importarle si salgo de aquí o no, si trabajo o no... si vivo o muero.

«Nunca más será bajo sus términos», se juramentó Olivia en lo profundo de su corazón.

Mary no pudo esgrimir más razones para intentar convencer a lady Olivia, era inútil, su señora tenía toda la razón. Si el viejo duque tomaba represalias, no serían peores de las que ya estaban viviendo, salvo, si lady Olivia dejaba de recibir su asignación. Si eso sucedía, ella tendría que dejar a su señora y volver a Londres a buscar un nuevo trabajo o, tal vez, a la granja de sus padres en Hull.

—Entonces, vayamos, señora —claudicó Mary con un suspiro y el rostro de Olivia se iluminó. Tanto tiempo sin ver una chispa de vida en el rostro de su señora, que se alegró por ella. La acompañaría hasta el final.

—Me iré a preparar, no tardaré —anunció Olivia con entusiasmo.

—Lady Olivia, deje que le ayude a vestirse y peinarse —ofreció Mary, solícita, quería que su señora se viera magnífica, a pesar de la sencillez de sus atuendos.

—No te preocupes, Mary, solo me pondré dos enaguas más y un bonete. No estamos en Londres... Y por lo mismo, no seré más lady Olivia, solo seré Olivia Martin. No volveré a usar ese nombre nunca más, el último vínculo con mi familia se ha roto aquí y ahora.

Mary entendía el repentino cambio de actitud de Olivia, y no le sorprendía. Desde hacía unos días la veía más melancólica y taciturna que de costumbre, y también, desde hace algunos meses con menos paciencia, cuando se trataba de dinero. Ya quedaban unas pocas libras, y era muy posible que no alcanzara hasta la próxima visita del secretario. Y aunque su señora intentaba ser optimista, quedaba claro que el asunto había cobrado mucha importancia, si ocurría cualquier emergencia era posible que no podrían financiarla.

Por eso, Olivia necesitaba trabajar. Pero Mary intuía que había algo más profundo. Algo muy importante había acontecido para que Olivia Martin despertara.

Rothbury quedaba a poco menos de una milla. Si bien no era una gran distancia, debían atravesar el bosque, el cual no era fácil de sortear, y siempre les brindó anonimato, esa zona pertenecía a las tierras del padre de Olivia y nadie podía entrar a la propiedad sin el permiso expreso del conde.

Una cárcel muy conveniente.

Al llegar a la entrada del pueblo, Olivia sintió que su voluntad se dividía en dos. Por una parte, temía que sería inútil encontrar algún trabajo para alguien como ella, y por otra, sentía el impulso de avanzar y no dejar que su vida se estancara.

Enderezó su postura, haría hasta lo imposible.

—Allá está la iglesia de Todos los Santos —indicó Mary para orientar a Olivia—. El señor Jones es el vicario, está casado y tiene dos hijas... no son muy agraciadas las pobres, van directo a la soltería.

—La soltería no es tan terrible —refutó Olivia, enarcando una ceja.

—Usted puede hacer lo que quiera ahora que ha decidido salir de Pine Park. No tiene un padre estricto que no permite que ningún caballero se les acerque. Para el señor Jones, nadie es digno de sus hijas.

—Al parecer, no hay mucho para elegir en Rothbury o sus alrededores —comentó Olivia, admirando la arquitectura medieval de la iglesia.

—Muy poco, está el vizconde en Cragside, un baronet que tiene unas tierras al este de Rothbury, sir Anthony Ascott es ya muy mayor. El resto son respetables caballeros, en su mayoría, y buenos partidos, pero no tienen mayor alcurnia.

—Entonces, el único «pez gordo» es el vizconde —advirtió Olivia.

—Sí, señora, pero... ya sabe, ninguna mujer en su sano juicio intentaría llamar la atención de él.

—¿Por qué? —interrogó Olivia, fingiendo inocencia, ella sabía cómo era la apariencia del vizconde.

—¿No recuerda lo que le conté el otro día? Tiene el rostro deforme y cojea, imagínese vivir todos los días con un monstruo con joroba. Cualquier dama por muy soltera que sea, se lo piensa dos mil veces antes de aceptar ser esposa de él.

—¿Esposa? ¿No está casado lord Rothbury?

—¿No le mencioné ese detalle? —Olivia negó con la cabeza—. Cuando falleció el anterior vizconde, que Dios lo tenga en su santa gloria, todas las damas casaderas perdieron la cabeza cuando se enteraron de que el nuevo lord era un hombre joven. Pero cuando lo vieron atravesar el pueblo para llegar a Rosebud Manor, montado en un corcel negro y sin ocultar su fealdad, fue toda una conmoción y decepción. Imagine cómo saldrían sus hijos si heredan su deformidad. ¡Válgame el cielo!

—Creo que exageran demasiado. Tal vez, sus defectos no son de nacimiento —comentó Olivia, recordando cuando ella lo vio de lejos, y siendo honesta, no consideraba que fuera un monstruo. Un leve estremecimiento la recorrió. Cada vez que lo recordaba le sucedía lo mismo.

—Solo es cuestión de estar media hora en este pueblo y lo escuchará usted misma.

Y así sucedió. Mary, William y Olivia pasearon un rato por el pueblo, compraron algunas cosas que necesitaban en la mercería, y de manera solapada, buscaron alguna alternativa de trabajo adecuado para Olivia. En eso estaban, cuando una de las criadas que pasaba por ahí, haciendo encargos, se detuvo a saludar a Mary, muy pronto el principal tema de conversación era sobre los últimos cotilleos y el protagonista era el adefesio de Rothbury. Olivia se mantenía al margen y alejada de aquel diálogo para no llamar demasiado la atención.

—Hace unos días nos enteramos de que la hija del difunto vizconde fue la única sobreviviente y que está viviendo en Rosebud Manor bajo la protección de lord Rothbury —detalló la criada a Mary, muy emocionada. El vizconde daba material de chismes cada día.

—¿En serio?, ¡qué interesante! —Mary avivó el relato para que lady Olivia oyera.

—Y eso no es todo. El secretario de lord Rothbury está desesperado buscando una institutriz desde hace cinco días, ya que la última renunció después de un mes de intentos para domar a la pequeña, y ahora ninguna quiere el puesto. Dicen que la niña está demente, y es muda, ¡¿cómo la van a educar?! Hay que ser muy valiente para estar en Rosebud Manor con el vizconde y la niña demente.

—Pues tendrán que buscarla en Londres, si aquí nadie quiere el puesto —argumentó Mary, ya muy interesada en lo que le contaban.

—Así es —asintió la criada—. ¿Y quién es la dama que te acompaña? —preguntó susurrando y mirando de manera indiscreta a Olivia, que aparentaba no poner atención mientras jugaba con William.

—Ah, es mi señora, trabajo para ella. Su nombre es Olivia Martin... es viuda la pobre. —Fue la versión que acordaron dar para no escandalizar al resto, después de todo, no había modo de corroborar si Olivia era soltera o no.

—No la había visto nunca. ¿Por qué no está de luto?

—Ha estado de luto y se ha consagrado a su hijo, por ello nunca ha salido de su casa. Pero decidió que tres años es suficiente, ahora guarda semi luto.

—Comprendo... —La criada en ese instante se quedó en silencio y de pronto recordó la tarea que sus amos le habían encomendado—. ¡Ay, válgame Dios, es tardísimo! ¡Si no llevo este encargo mi señora me va a regañar como si mañana fuera el juicio final! —Le tomó las manos a Mary y les dio un apretoncito de despedida—. ¡Nos vemos! —La criada se alejó corriendo, perdiéndose entre las calles.

Mary dirigió su atención hacia Olivia, y parpadeó desconcertada, su señora estaba hablando con un caballero. Era joven, vestía impecable y con sobriedad, su cabello negro contrastaba con su piel pálida y su complexión era delgada, pero fuerte. Era muy atractivo, sus ojos verdes eran únicos. La doncella pensó que a pesar de la maternidad, los años y la tristeza, lady Olivia no perdía sus encantos en el sexo opuesto.

De pronto, él le sonrió abiertamente a Olivia y luego miró a William y negó enérgico con la cabeza, y luego continuó sonriendo. Olivia se llevó la mano al pecho y asintió con mesura. Se excusó por un momento con el hombre y le hizo un gesto a Mary para que se acercara.

—Mary, el señor aquí presente es Adam Churchill, secretario de lord Rothbury —presentó Olivia. Mary, haciendo gala de su recién descubierta capacidad de ocultar su estupefacción, hizo una respetuosa reverencia y bajó la vista—. Me ha dado una gran noticia, hay un puesto de trabajo para ser la institutriz de lady Marian en Rosebud Manor... Sería maravilloso si el vizconde aprueba que yo la eduque.

Por fortuna y gracias a las reglas sobre lo que es apropiado, Mary no tenía que hablar. Menos mal, porque estaba total y absolutamente anonadada. ¿Cómo se le ocurría a lady Olivia ir a Rosebud Manor? ¡De institutriz! ¡Qué Dios las amparara!

—Pierda cuidado, señora Martin. No importa si no tiene referencias, podríamos ponerla a prueba por un tiempo para comprobar sus aptitudes. Estaba a punto de partir a Londres para buscar una institutriz, lo cual hubiera sido un incordio, tanto para lord Rothbury como para mí —explicó—. Si usted logra congeniar con lady Marian, lo demás será fácil... Y creo que su hijo ayudará de mucho. A la pupila del vizconde le hará muy bien tratar con un niño. Pero me estoy adelantando demasiado, eso lo decidirá lord Rothbury... ¿Sería mucho pedirle que nos acompañe a Rosebud Manor en este mismo instante? —pidió, rogando al cielo que la señora Martin aceptara.

Para Adam fue una casualidad caída del cielo encontrarla, él estaba dispuesto a viajar a Londres, no sin antes intentarlo una vez más. No había dimensionado la terrible fama infundada que tenía el vizconde en el pueblo. ¡Ninguna dama quería ser institutriz! Esa mujer, la señorita Edwards escupió todo su veneno ponzoñoso antes de marcharse, y de paso, sembró el pánico en las posibles candidatas para ocupar su lugar.

Dicen que las brujas no existen, pero a juicio de Adam, la señorita Edwards estaba muy cerca de refutar aquello.

Iba caminando apurado, pero una exclamación de la cristalina voz de la doncella de la señora Martin lo distrajo y por poco y no se cae de bruces. La situación no pasó desapercibida para la señora Martin, que se dio cuenta de todo y rio suave ante la vergonzosa tesitura que él atravesaba. Churchill no había visto nunca a la señora Martin en el pueblo, por lo que dejando la vergüenza de lado, y con gran curiosidad, se presentó y entabló una respetuosa conversación donde ella le comentó que buscaba trabajo de institutriz, y le explicó su situación. Viuda y madre de un hijo, y con pocos recursos económicos, vivían de manera precaria; de su antigua vida solo pudo conservar a Mary, que era su más fiel doncella y la seguía a todas partes. Y lo mejor de todo, no había oído los infames rumores sembrados por la señorita Edwards.

Churchill pensó que tener a la señora Martin, al niño y la doncella de ella en Rosebud Manor, bien podía valer la pena, si le ahorraba el viaje a Londres. Y sería todo un acierto si la señora Martin lograba que lady Marian se educara y empezara a hablar... Es más, sería un milagro.

—En realidad, no tengo nada más que hacer. Veamos de inmediato si lord Rothbury me aprueba para ser la institutriz de lady Marian —aceptó Olivia, demostrando ser toda una dama que estaba a la altura de los acontecimientos. Pero internamente estaba muy nerviosa, ya que en cuanto el señor Churchill mencionó al vizconde, sintió una oleada de curiosidad. Quería saber si lo que él le provocaba era algo pasajero o imaginaciones de ella. Olivia se había dado cuenta que ella no reaccionaba de la misma manera con otros hombres, como lo hacía cuando evocaba el episodio del lago. Debía admitir que el señor Churchill era muy atractivo, encantador y educado. Pero no le atraía en lo absoluto, no había ningún punto de comparación con lord Rothbury, quien le daba la impresión de que era una especie de... bestia contenida.

Y también necesitaba un trabajo respetable, y mejor aún si la aceptaban con Will y Mary.

—Síganme, por favor, si son tan amables. —Churchill ofreció su brazo a Olivia y ella respondió, aferrándose a la manga de la levita de él.

Nada, ni una chispa, el contacto le era tan indiferente como si estuviera sosteniendo una escoba.

Llevaban diez minutos de recorrido y el pequeño William estaba cansado, haciendo pucheros y gestos le pidió a Mary que lo llevara en brazos, y ella con gusto lo cargó. Pero Olivia sabía a la perfección que su hijito era bastante pesado, por lo que pasados unos diez minutos más, ella la relevó para llevarlo en brazos por el resto del camino. Churchill se ofreció a ayudarle, pero Olivia se negó. Conocía a Will, y dado a su aislamiento, él se pondría a llorar si un desconocido lo tocaba o le hablaba. Al menos, eso siempre ocurría con el secretario de su padre. Y ahora, ella no quería correr el riesgo de provocar una rabieta innecesaria. El comportamiento de su hijo no supondría problema si ella o Mary estaban a su lado. Y si todo salía bien, el niño se podría acostumbrar rápidamente al contacto con otras personas.

Veinte minutos más tarde llegaron a la imponente y antigua mansión que quitaba el aliento. A Olivia el lugar le recordaba a la propiedad del duque en Northampton, que tenía similar arquitectura. A su memoria volvieron las sensaciones de los tiempos felices, el amor de su padre y de su hermano, aquel verano en que Magnus pidió su mano...

Estaba decidida, debía hacer su vida y no volvería a permitir que nadie le impusiera nada. Olivia encomendó su suerte a Dios para que guiara sus pasos y —aunque ella no fuera el ejemplo vivo de la obediencia— que la bendijera para seguir por el buen camino.

El aroma a rosas que se impregnaba en el aire la distrajo de sus plegarias. Debía concentrarse, era importante obtener el trabajo.

Churchill las guió al interior de la mansión hasta llegar al salón matinal, para que esperaran al vizconde. El lugar era acogedor, pinturas de bellos paisajes adornaban las paredes de color crema, la luz entraba por las cristaleras que daban acceso al jardín, que se mostraba en todo su esplendor. Había una mesita para tomar el té, un par de poltronas y una otomana, todas del mismo estilo, un tanto recargado en adornos y tapizado en un suntuoso terciopelo azul cobalto. En el centro de la habitación reinaba una exquisita alfombra de lana de colores crudos, la cual era, sin duda, lo que le confería ese toque cálido y hogareño.

Mary, guardando las normas, permaneció de pie al lado de Olivia. William andaba de aquí para allá examinando todo, tocando la madera de los muebles, acariciando con sus dedos las cristaleras, dejando en ellas su pegajosa huella. Siempre curioso, pero nunca travieso.

—Lady Olivia, ¿está segura de hacer esto? —susurró Mary, nerviosa.

—Por supuesto, mejor oportunidad que esta no vamos a tener de encontrar un trabajo respetable —respondió en el mismo tono de secretismo—. Y recuerda que ya no debes llamarme de ese modo...

Mary iba a replicar, pero en ese momento el picaporte de la puerta se movió, anunciando la llegada de alguien. Olivia mantuvo su postura, sentada erguida, elegante y digna, y Mary fue a buscar a William para tomarlo en brazos.

En primer lugar entró Churchill, que abrió la puerta y dejó pasar al vizconde.

Olivia se puso de pie, con la vista clavada en un punto indeterminado de la estancia para evitar mirarlo fijo. Escuchó los pasos irregulares que evidenciaban la famosa cojera que todo el mundo señalaba, pero no desvió su mirada, esperó a que lord Rothbury estuviera frente a ella, e hizo una regia reverencia y luego levantó la vista.

«Magnífico», fue lo que ella pensó al tenerlo tan de cerca. Sin duda, era enorme, y su anatomía era más tosca que la que ostentaban otros caballeros de su clase, pero había algo en él que le hacía pensar que era precisamente como tenía que ser.

Y ahí estaba de nuevo esa sensación, ahora en conjunción con un delicioso y tenue aroma a sándalo. No era recargado, ni tampoco estaba mezclado con el olor corporal tan típico de los caballeros que no frecuentan demasiado el baño. Era puro, limpio.

En su mente se recreó la imagen de días atrás, cuando lo vio a torso desnudo nadando en el lago, pero ahora, vestido de esa manera, tampoco le restaba nada a su encanto, sino todo lo contrario...

«Sin duda, es atractivo», pensó Olivia. Su mente empezó a cuestionar los rumores. ¿Por qué todo el mundo consideraba su cicatriz como algo horroroso? ¿Será porque el corte había cegado su ojo derecho? Lo tenía entreabierto y lo poco que se veía era solo un atisbo blanco del globo ocular, su párpado evidenciaba que el ojo estaba casi destrozado y se notaba que el corte había sido profundo, la piel estaba levantada y quedaban vestigios de las puntadas que debieron ponerle. No pudo contarlas a simple vista, no obstante, era fácil imaginar que eran muchas.

Sin embargo, aquella marca que atravesaba aquellos rasgos masculinos no opacaba la belleza de su lado bueno. Su ojo tenía un hermoso color azul con unas vetas grises, como si fuera una rara piedra preciosa. Su cabello corto, rubio y un tanto despeinado le recordaba el cálido tono de la arena de playa.

Andrew creía que estaba inmerso en alguna especie de fantasía muy vívida. La mujer del lago estaba ahí, esperándolo, como si ella hubiera vuelto a reclamar su prenda con dignidad o como si el destino se hubiera encargado de traerla a su casa.

O tal vez, como una inusual cenicienta que no esperaba a que el príncipe fuera a golpear su puerta.

No importaban los motivos, ella estaba ahí. Todas las noches había invadido sus sueños, amanecía siempre agitado, sudoroso y horriblemente excitado, le alegraba el hecho que ya no tendría que pensar en algún pretexto para volver a verla sin parecer un lunático. Se veía tan preciosa, tal como la recordaba, incluso más. Él sabía lo que había debajo de ese sobrio y casi soso vestido de lino. Y al igual que la primera vez que se encontraron, la mirada penetrante de ella lo estudiaba, pero no veía ningún atisbo de miedo o repulsión en esos iris de color avellana. No, esos ojos reflejaban otra cosa, interés, curiosidad.

Definitivamente, estaba fantaseando.

Bajó la vista y le dio un segundo de disfrute a su ojo bueno con la preciosa vista cenital del generoso busto de la mujer. Ahora entendía el efecto de la diminuta prenda que aún conservaba en su recámara. Realzaba esos senos de manera orgullosa, era como si aquellos montículos de piel sedosa se estuvieran ofreciendo impúdicamente a ser lamidos, para oler en ellos esa fragancia de alhelíes que esa dama desprendía.

—Milord, le presento a la señora Olivia Martin —interrumpió Churchill la miríada de pensamientos lascivos que invadían a Andrew—. Señora Martin, le presento a Andrew Witney, vizconde Rothbury.

No, ella no era una fantasía. Estaba ahí, real, de carne y hueso, frente a él.

El silencio se extendió por unos segundos en el salón matinal, ellos se miraban y se reconocían, pero no evidenciaron a los presentes ese hecho. Aquella situación era la cosa más insólita que le había tocado presenciar a Churchill. Tosió con disimulo para llenar el vacío que se dilataba sin motivo aparente.

—Bienvenida, señora Martin —Andrew reprimió el impulso de tomar la enguantada mano de la candidata a institutriz y besarle los nudillos. No era apropiado, en vez de ello, hizo una breve inclinación de respeto—. Es todo un placer conocerla. Por favor, tome asiento.

La voz de lord Rothbury era viril, sin ser demasiado grave; autoritaria, pero no dictatorial. Un timbre perfectamente equilibrado que encantó a Olivia.

—El placer es todo mío. Gracias, milord, por recibirnos. —Olivia se sentó y Andrew apoyó su elegante bastón en el costado de la poltrona que estaba frente a ella, y se sentó—. Churchill, lleve a la señorita... ¿Mary? —preguntó para confirmar a su secretario que ya le había puesto al tanto de manera general de la situación de la señora Martin. Adam asintió sin decir una palabra—. Lleve a la señorita Mary y al joven William a visitar a la señora Ramsey, que debe estar preparando galletas —ordenó para tener una conversación sin testigos.

Churchill, sin cuestionar a su amigo por aquella solicitud, guió a Mary y a William fuera de la estancia, con la promesa de galletas y otras delicias.

Ambos se quedaron a solas y el silencio volvió a reinar.

Él sabía que ella lo reconocía.

Ella sabía que él la reconocía.


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