Capítulo I

Cragside, verano, julio 1818

Andrew Witney desmontó su caballo negro con un poco de dificultad y un leve dolor en la cadera, que le hizo hacer una mueca al momento de plantar sus pies en el suelo. El viaje desde Londres fue largo, pero siempre disfrutó cabalgar, y ahora debía hacerlo sin forzar demasiado su cadera, por lo que un viaje que usualmente duraba una semana, a él le tomaba dos. Detestaba la sensación de claustro de los carruajes, prefería mil veces cabalgar en vez de sufrir el calor sofocante que le provocaba estar en una de aquellas cajas con ruedas.

Sacó su bastón, que estaba asegurado en una de las alforjas, y empezó a caminar sobre la gravilla, apoyándose en él. Contempló la imponente mansión, símbolo del vizcondado, Rosebud Manor, cuya arquitectura opulenta, reflejada en los exquisitos detalles artísticos, databa del siglo anterior. Los jardines abarrotados de rosales —los cuales le daban el nombre a la mansión—, ya estaban en flor, salpicando los arbustos de rojo y blanco, y le otorgaban al aire aquel suave aroma floral tan característico.

No pasó mucho rato observando y lo recibió un pecoso y desgarbado mozo de cuadra, al cual —luego de la típica impresión inicial que recibía cuando lo miraban por primera vez— le entregó las riendas de Luck. Andrew se deshizo de esa incómoda sensación y admiró su entorno, no había estado ahí desde que era un imberbe y pasaba todos los veranos en ese lugar. Tenía recuerdos maravillosos de esos lejanos días donde sentía que era libre.

—Llévalo a tomar agua y dale una ración extra de zanahorias —indicó Andrew con amabilidad—. ¿Cuál es tu nombre, muchacho? —preguntó con interés.

—Leo... Leopold, milord —balbuceó el joven, nervioso y sorprendido porque el señor le hacía semejante interrogante. Nunca, nadie le preguntaba por su nombre. Pero la voz tranquila y grave del amo le calmó un poco, porque, por el contrario, su aspecto le daba mucho miedo.

—Muy bien... Luck, él es Leopold, pórtate bien con él, no seas un granuja maleducado —aconsejó al caballo, que respondió con un resoplido, y luego dirigió su mirada a Leopold—. Antes de cepillarlo, dale unos terrones de azúcar para que se acostumbre a ti, es un poco malhumorado —indicó, esbozando una sonrisa.

—Sí, milord —aseguró, todavía asombrado por la actitud cordial del señor—. Como usted, diga.

El muchacho rápidamente se perdió de vista hacia las caballerizas, Andrew inspiró profundo, el aroma de las rosas volvía a invadir sus fosas nasales, y cerró los ojos. Los cálidos rayos del sol de mediodía le daban de lleno en la cabeza y una brisa fresca le acariciaba el rostro.

Todavía no podía creer que todo eso era suyo.

Nunca se consideró alguien importante, era el hijo menor de su fragmentada familia. A sus veintisiete años, Andrew se encontraba prácticamente solo. Sus padres fallecieron mientras él estuvo combatiendo en la guerra contra Napoleón, y sus dos hermanas mayores lograron casarse convenientemente con caballeros de buena cuna y posición, lo cual, por supuesto, no aseguraba que fueran del todo felices, ya que sus respectivos esposos ostentaban la fama de ser en exceso disolutos —por no decir libertinos que preferían regalar joyas a sus amantes y pasar eternas noches de juerga—. Pero, al menos, su consuelo era que ellas no pasaban penurias económicas —todavía— y tenían sus propias familias de las cuales preocuparse.

Habían pasado tres largos años desde la batalla de Waterloo y con ello, el fin de la guerra. Ese día era lejano para todos, pero no para él. Ser testigo de la miseria de la humanidad a causa de la guerra, era algo que no se lo daba a nadie, y había aprendido a apreciar las cosas simples de la vida.

Como un buen baño con agua caliente.

De aquellos difíciles y tortuosos días, no quedaba nada, salvo una leve cojera de su pierna izquierda y una gran cicatriz que había curado muy mal y atravesaba en vertical todo el lado derecho de su rostro, desde la frente, hasta llegar a la mandíbula, que le recordaba constantemente su paso por el campo de batalla y le daba una apariencia monstruosa y amenazante. Lo sabía, era consciente de su fealdad, no le gustaba mentir y menos a sí mismo, por más que se vistiera como todo un caballero y portara con elegancia su bastón para caminar, la gente se le quedaba mirando como si fuera un fenómeno de circo.

Le había costado más de un año recuperarse de sus heridas y resignarse a que la vida continuaba después de la guerra; aprender a vivir con las consecuencias de ello.

Y hasta hacía solo dos meses, su futuro no era el más esplendoroso, pero estaba conforme. Le costó mucho conseguir un trabajo, y pese a la mala fama de su padre, ser pariente lejano del vizconde Rothbury, su tío abuelo, le otorgó algunos contactos que, en honor al respeto y admiración que le tuvieron a él, le permitieron obtener un puesto administrativo en el ministerio de asuntos exteriores y así tener lo suficiente para vivir.

Eso, hasta que el viejo vizconde falleció hace un año. Su tío James, como era de esperarse, al ser su pariente más próximo, heredó el título pero, desafortunadamente, solo fue vizconde por nueve meses. También falleció junto a toda su familia cuando, sin explicación alguna, los caballos que tiraban el carruaje se desbocaron, haciendo que se volcara estrepitosamente. Solo la hija menor de cinco años, sobrevivió.

Y el siguiente en la línea de sucesión era Andrew.

Nunca imaginó que el título fuera a parar a sus manos, no le importaba en realidad, y tampoco fue parte de sus aspiraciones. Él creció sabiendo que ni siquiera su padre podía optar a ello, los herederos ya estaban asegurados, su tío gozaba de buena salud, su primo, si bien era un pomposo granuja sin cerebro, estaba destinado a, tarde o temprano, sentar cabeza con alguna dama que tuviera más inteligencia que él y darle más herederos al título y perpetuar su línea de sangre.

Y de la noche a la mañana era Andrew Witney, décimo vizconde Rothbury, y su deber, dedicarse en cuerpo y alma a aumentar la fortuna familiar, con propiedades que administrar, mantener contentos a los inquilinos que trabajaban la tierra, un escaño en el parlamento que tomar, y una pupila que educar, Marian, su pequeña prima que no emitía palabra alguna desde el accidente que segó la vida de su familia.

Y también debía casarse. Engendrar un heredero.

Ni siquiera fue criado para ello, se suponía que tenía que llevar las riendas de su vida, no las del vizcondado. Siempre supo que él debía forjar su propio camino solo, no cometer los mismos errores de su padre, y menos el más grande que era depender de la caridad de su tío abuelo. Por ello, Andrew eligió una carrera militar que, si tenía mucha suerte, le iba a dar fama y gloria, y en el mejor de los casos, una muerte violenta y rápida para no volver desmembrado. Fue bastante iluso de su parte pensar que obtendría alguna de sus dos alternativas. Pero, al menos, tenía un trabajo decente gracias a la guerra.

Así era su vida, y fue una sorpresa mayúscula cuando el abogado de su tío le anunció que, debido a la tragedia, era el nuevo y flamante vizconde Rothbury, y que apremiaba tomar el mando en todo sentido, y eso incluía contraer un matrimonio ventajoso y tener hijos que continuaran la línea de sangre. A Andrew no le simpatizaba mucho la idea de cumplir con esa obligación que su posición le imponía. Pero si él no dejaba herederos, todo iría a parar a las arcas del príncipe regente y futuro rey. Que el esfuerzo de sus ancestros por casi siete siglos fuera despilfarrado en los excesos de Prinny, no le hacía mucha gracia.

No era justo aquel destino. No solo debía hacerse cargo del vizcondado, también debía pensar en Marian, sus hermanas y sobrinos que, aunque tuvieran en la actualidad una vida de relativa tranquilidad, no era garantía que sus respectivos esposos fueran a cambiar sus licenciosos hábitos.

Andrew pensaba que, si bien podía aprender con rapidez todo lo relacionado con sus obligaciones, lo más complicado era el famoso asunto del matrimonio. Tal vez, si todo hubiera pasado antes de ir a la guerra, habría sido más fácil esa tarea de buscar una esposa. En ese entonces, él no era un hombre tan feo. Tenía todavía todos sus dientes —casi todos, le faltaba un premolar que perdió por un golpe— y podía ostentar una buena altura, una frondosa cabellera rubia —cortesía de su padre—, los ojos azules y la casi recta nariz —que se la quebraron en sus tiempos de soldado y que nunca más volvió a tener su forma original—, que provenían de su madre.

Nunca fue un hombre por el cual las mujeres suspiraran —y ahora menos—, pero Andrew suponía que en aquella época algo de atractivo tenía en ese cuerpo que era bastante corpulento cuando era niño, que se endureció en la adolescencia, y todavía más, durante su paso por el ejército, a punta de hambre y esfuerzo físico —y que mantenía en buen estado, consumiendo una dieta frugal para poder ahorrar todo el dinero que pudiera y comprar una pequeña propiedad—.

Aunque si él lo pensaba mejor, en ese entonces tampoco habría sido fácil contraer matrimonio. No ayudaba mucho a la labor el hecho de que no tenía demasiado dinero gracias a su padre, quien fue uno de los hombres más licenciosos de Londres, un verdadero parásito para su tío, el vizconde. Desde joven, Andrew fue un hombre austero consigo mismo —tampoco tacaño— y a esas alturas de su vida no daba nada por sentado.

Y ahora que era el nuevo vizconde, tampoco.

Lo que más le molestaba de la idea de contraer nupcias era saber que, si lo hacía por el método tradicional y como le exigía su posición —eligiendo a su futura esposa solo por su cuna, virtud y dote— estaría condenado a vivir con una persona que apenas lo toleraría, y para qué decir si lo miraría alguna vez directo a la cara. Él sabía a la perfección cuál era la impresión de las personas al conocerlo. La discreta mueca de asco por parte de los varones y los pocos disimulados gritos ahogados de las damas en cuanto veían la cicatriz y su cojera, y después de ello, la expresión de lástima hacia él. Y aunque sabía que muchas de esas damas estaban dispuestas a yacer con él por su título y fortuna, a él no le apetecía para nada hacerlo con alguien que probablemente estuviera asqueada e inmóvil cada vez que cumpliera con sus deberes maritales.

No, el método tradicional y apropiado no le agradaba para nada, y tampoco un enlace por amor, pues era un imposible, ¿quién se iba a enamorar locamente de él? Eso era lo más difícil, dada las horrendas primeras impresiones que él daba. Andrew no pedía demasiado en una mujer para quererla, solo que fuera bondadosa, de un corazón generoso, tierno, y lo suficientemente inteligente para sostener una conversación que fuera más allá del clima, y por supuesto, agradable a la vista. No una belleza descomunal, solo agradable.

Miren quien habla, el epítome de la belleza masculina pidiendo una esposa agradable a la vista. Andrew se rio de sí mismo ante ese pensamiento.

Agradable a la vista... A esas alturas a él no le importaba quien, ni de dónde venía, ni que tan virtuosa fuera. Andrew podía aceptar a cualquier mujer que lo quisiera de verdad, a él, al hombre.

—¡Señor, bienvenido! ¡Qué alivio que haya llegado sano y salvo! —exclamó Adam Churchill, su secretario y amigo, fueron compañeros de batallón y era el único al que le confiaría hasta su vida.

—Churchill —saludó Andrew, frunciendo el ceño, mientras se acercaba a él—. ¿Puedes dejar de ser tan servil para dirigirte a mí? No sé cuántas veces debo repetirlo. —Estrecharon sus manos y le dio unos golpecitos con el bastón en el hombro.

—Me gusta recalcarle el giro inesperado de su vida, señor —respondió socarrón, luciendo una afable sonrisa.

—Pero eres mi amigo, necio. —Andrew dirigió su mirada hacia la entrada de Rosebud Manor, donde todo el servicio estaba en dos filas, esperando su llegada para las presentaciones. Churchill le hizo un gesto para que lo siguiera.

—Sí, pero solo lo hago para fastidiarte, Rothbury —susurró informal, tal como solían hacerlo antes—. Sígame, milord —solicitó con un tono firme de voz para ser escuchado por los sirvientes, que los observaban con disimulada curiosidad.

—Por favor, limita tu pomposidad cuando estemos frente a la servidumbre y a los extraños —exigió Andrew, repitiendo que no exagerara con el trato por ¿décima, vigésima vez?... ¡Ya había perdido la cuenta!

—Eso quiere decir, frente a todo el mundo —refutó socarrón—. Y prácticamente, a todas horas... señor.

Andrew entrecerró su ojo bueno —el otro estaba permanentemente entrecerrado—, molesto porque su amigo tuviera la razón.

—Cómo sea, Churchill.

—Como diga, señor.

Al llegar, ambos se quedaron de pie en silencio, uno al lado del otro. Churchill miró a Rothbury con gesto interrogante y él asintió firme como respuesta.

—Le presento a Carruthers, el mayordomo...

Después de una hora de presentaciones, en las cuales Andrew intentó memorizar nombres y caras de la servidumbre, pudo entrar a la mansión. La señora Stanley, ama de llaves, le dio un recorrido general, a pesar de saber que el vizconde la conocía como la palma de su mano. Pero habían pasado unos veinte años desde la última vez que el nuevo amo estuvo en ese lugar y algunas cosas habían cambiado.

Al terminar, la señora Stanley lo guio a los aposentos vizcondales para que se pusiera cómodo. Andrew admiró la opulencia de la habitación, era diferente a cómo la recordaba, seguramente, su tío había cambiado el antiguo mobiliario por uno de sobrios muebles de ébano y cortinas de terciopelo de color burdeos, todo muy masculino.

—Milord, el señor Churchill nos indicó que no tocáramos sus baúles de ropa. Los dejamos en el vestidor —señaló la señora Stanley.

—Muy bien, necesitaré un ayuda de cámara. Supongo que me puede conseguir uno que sea confiable para que se ocupe de mantener mi nuevo guardarropa. Solo para eso, no me agrada que me ayuden a vestirme y me las puedo arreglar con el afeitado.

—El sobrino de Carruthers, el joven Ethan, podría ser de mucha ayuda, milord —sugirió.

—Entonces, con eso me basta, confío en su criterio, no por nada ha sido ama de llaves desde que el tío abuelo era joven. —La señora Stanley esbozó una sonrisa de satisfacción, fue la única emoción que se permitió exteriorizar—. Una cosa más. Me gusta tomar un baño de tina todos los días después de la cena, no debe estar muy llena, el agua debe estar tibia y necesitaré algo de jabón. —El ama de llaves abrió los ojos de manera desmedida ante esa inusual petición, ¿quién en su sano juicio se baña todos los días? Pero, finalmente, no dijo nada, siempre los señores tenían sus particularidades. Al menos este, de momento, no había heredado las malas costumbres de su padre y no le pellizcaba el trasero a las criadas.

—Como usted diga, milord. ¿Necesita algo más? —preguntó solícita. Debía admitir que le simpatizaba y auguraba que sería todo un honor servirle, pues, a excepción de la instrucción del baño diario, el nuevo vizconde era bastante sencillo y no daba muestras de ser un déspota, cosa que a ella le alegraba. El viejo vizconde se dirigía a ella con una amable frialdad, pero también había momentos en que se transformaba en un ser terrible y despreciable.

—Nada más, señora Stanley. Muchas gracias, puede retirarse a sus quehaceres.

La señora Stanley asintió con su cabeza y se retiró, cerrando la puerta tras de sí.

Andrew lanzó el bastón sobre la cama, que rebotó una vez antes de quedarse en medio del colchón, y se dirigió al gran ventanal por donde entraba la luz del sol y le daba una gran vista de su inesperado y nuevo futuro, se cruzó de brazos, pensando en todo lo que tenía por delante. Era demasiado... abrumador, sobre todo la parte del matrimonio.

Pero él no era un cobarde... Y no, no estaba huyendo de Londres para evitar la vida social que requería su posición. Era verano, todos visitaban sus casas en el apacible campo para pasar los bucólicos días de calor... y ahí se quedaría, por lo menos, hasta que fuera absolutamente necesario.

—Will, no te metas eso a la boca —reprendió Olivia sin decirlo muy en serio. Tenía una cálida sonrisa mientras observaba embelesada y con un infinito amor a su pequeño que jugaba con una bola de estambre—. Pareces un gatito.

El niño estaba inmerso en su mundo, sin atender a su madre, hablaba lo justo y necesario, pero eso a Olivia no le preocupaba, pues estaba convencida de que esa característica la había heredado de Magnus, el cual era muy reservado. Era lo único que le recordaba a él en su hijo, pues William era el vivo retrato de ella, facciones simétricas y armoniosas, ojos castaños y cabello de igual color, una diminuta nariz, la suave piel blanca moteada con algunas pecas que habían aparecido a causa del sol.

Olivia miró por la ventana hacia el diminuto, pero bien cuidado jardín, que llenaba de aromas florales la estancia. No importaba lo precaria que era su situación, vivir en un lugar tan bello y alejado de las convenciones sociales, de la hipocresía y la falsa moral, más que un castigo parecía un premio.

Y vaya que Olivia sí lo creía.

El dolor de perder a Magnus fue inmenso para su alma, pero no se dejó vencer por la tristeza, y se negó con tanta vehemencia —al punto de amenazar con quitarse la vida— a no abandonar a su hijo en cuanto diera a luz, que ni el mismo duque de Hastings, su abuelo, pudo decir que no. Y el precio a pagar fue irse lejos de la familia cortando todo vínculo, con una estrecha asignación que le permitía vivir con lo justo.

Olivia aceptó estoica que su abuelo la repudiara y la hiciera desaparecer de sus vidas, como si nunca hubiera existido. Nadie debía enterarse que en sus entrañas estaba creciendo el bastardo de Magnus Woods, conde de Felton. Ella desafió hasta el final a su abuelo para conservar a su hijo porque sabía que, si bien era escandaloso e indecente haber entregado su virtud antes del matrimonio, no era algo tan fuera de lo común en la aristocracia, pero que jamás, jamás se confesaba. Si Olivia no hubiera estado comprometida, y de haber vivido Magnus, ese niño habría nacido en la santa institución del matrimonio, siendo el heredero de un conde.

Solo por esa atenuante, le concedieron la gracia de ser madre, y porque el bebé era hijo de Felton.

Para la sociedad, la versión oficial de los hechos era que ella se retiró a una vida austera y de penitencia para vivir su duelo, prometiendo no volver a casarse. De la noche a la mañana nadie sabía dónde estaba ella viviendo, ni tampoco la volvieron a ver en la capital.

En medio de un bosque y cerca del lago Tumbleton, en una propiedad que le pertenecía a su padre, Pine Park, vivía Olivia con su hijo William y una doncella que, a esas alturas, era una gran y fiel amiga, y se había convertido en su único lazo con el exterior.

Olivia, no obstante, no estaba enojada con su familia, que aceptó lo que el viejo duque decretó. No los culpaba, no podía aceptar que su hermano y su padre también fueran repudiados por defenderla, bastaba solo con ella. Tarde o temprano el duque moriría y su padre levantaría aquel castigo.

Aunque ella, a veces, lo dudaba, ya con setenta años, su abuelo era ridículamente longevo y no daba señales de perder su jovial lucidez, por lo que todavía tenía el suficiente poder de decretar lo que se le antojara, sin que su familia le llevara la contraria.

El aliciente de Olivia era saber que estaba lejos de todo eso, y gracias a ello, nunca antes había sido tan libre en su vida. Podía hacer su voluntad respecto a cómo cuidar y criar a su hijo sin consultar a nadie. No le importaba levantarse al alba, cuidar unas cuantas gallinas, enviar a Mary, su doncella, a comprar lo que les faltara a los pueblos cercanos, hacer su propia ropa, cocinar. Era una vida muy diferente al lujo con el que fue criada, sin embargo, sentía que era inmensamente feliz en ese lugar, alejado de la mano de hierro de su abuelo.

—¡Lady Olivia! Ni se imagina de lo que me acabo de enterar en la tienda del señor Copton —exclamó Mary, emocionada, entrando en la habitación.

—¿La señora Weasley tuvo otro par de gemelos? —interrogó divertida; Mary siempre le traía noticias frescas.

—¡Oh no!, es mucho más interesante, señora —negó Mary—. El nuevo vizconde llegó a Rosebud Manor hace dos días.

—¿Y por eso vienes así de alterada? Era lógico que algo así sucediera, muere uno, hereda otro, muere uno, hereda otro... —explicó lo que todo el mundo sabía sobre el ciclo sin fin de la aristocracia.

—No, nada de eso, dicen que es un enorme adefesio que puede espantar hasta a un ciego —exageró lo que oyó en el pueblo, lo que a su vez ya habían exagerado anteriormente—. Tiene la cara desfigurada por una gigantesca cicatriz y cojea.

—No me digas, ¿y tiene joroba también? —bromeó Olivia, llevándose las manos a las mejillas, fingiendo horror.

—¿¡Cómo lo supo!?

Olivia rio a carcajadas... Ah, incluso, eso podía hacer sin tener miradas reprobadoras encima de ella.

—¿Cuándo vas a dejar de prestar oídos a las habladurías? Siempre son invenciones de gente ociosa —reprendió con cordialidad, sin dejar de reír—. ¿Trajiste lo que faltaba?

—Sí, señora. Queso, vino, harina, pescado ahumado, levadura y maíz para las gallinas.

—Bien —aprobó con entusiasmo y volvió a mirar por la ventana—. En la canastilla hay unos huevos que recolecté esta mañana, para que los comamos en la cena —indicó, poniéndose de pie—. Hace mucho calor esta tarde. ¿Puedes hacerte cargo de Will por un momento? Iré un rato al lago Tumbleton esta vez, el Debdon queda demasiado cerca y necesito estirar las piernas, aparte refrescarme un poco. Después hornearemos algo de pan.

—Sí, señora. No se preocupe.

—Gracias, Mary. —Olivia se despidió con una sonrisa.

Se quitó el delantal, acarició el rostro de su hijo y salió. Caminó por el sendero que iba recto hacia el lago, era una tarde calurosa y agradecía poder vestir con sencillez; un corsé corto, que no se tomaba demasiada molestia en apretar, enagua y un vestido de lino gris. La muselina no iba acorde a la vida rural, vendió todos los finos y delicados vestidos que tenía, pues después del nacimiento de William, su cuerpo ya no fue el mismo. Se llenó de exuberantes curvas, sus caderas se ensancharon, y sus pechos que todavía daban leche, estaban siempre llenos para alimentar a su hijo. Para qué ser presa de la vanidad, estaba conforme con su nuevo cuerpo y no estaba dentro de sus planes atraer la atención de un hombre.

Olivia volvió a reír. ¡Hombres! Al único que veía desde que llegó a Cragside era el viejo secretario de su padre, que le traía una vez al año el dinero de su asignación y le contaba brevemente cómo estaba la familia en Londres.

En resumen, lo había visto tres veces. Magnus llevaba tres años muerto.

—Magnus... Te quise tanto... —susurró al recordarlo con nostalgia—. Nuestro William es callado como tú, pero me demuestra todo su amor con sus ojos y sus caricias —continuó, mientras seguía caminando y limpiaba una solitaria lágrima que rodaba por su mejilla.

Era viuda y a la vez no lo era, el solo hecho de no estar frente a un altar con Magnus la convertía en una golfa, según las palabras de su abuelo, quien compartía ese juicio y pensamiento que tenía todo el resto de su clase social sobre las mujeres como ella. Tal vez, si no hubiera vivido en carne propia todo lo que sucedió, emplearía ese mismo criterio para lapidar a una mujer que simplemente amó con toda su alma y su ser.

Las cristalinas aguas del lago se presentaron ante ella, brindándole una brisa fresca y húmeda que agradeció. Se mojó los labios ante la expectativa de sentir el agua fría en el cuerpo. Se sacó los zapatos y se quitó el vestido, quedando solo con la delgada enagua, desató la lazada del corsé por delante y se lo quitó.

No alcanzó a meter un pie en el agua cuando un hombre imponente emergió del lago, como si fuera una especie de deidad de agua dulce... No, como una exótica bestia acuática.

Olivia se reprendió enseguida por pensar de ese modo, el hombre le daba la espalda desnuda —la más ancha y musculada que había visto en su vida—, ajeno a ella, que se encontraba a medio vestir a la orilla del lago y un tanto paralizada. El hombre se sumergió en el agua otra vez, y por al menos un minuto, no volvió a la superficie.

Olivia se decía que debía regresar en ese mismo instante a la casa y olvidarse por esa tarde de refrescarse en el agua, pero sus pies no le obedecían. Sentía una profunda curiosidad, no aquella virginal por ver el cuerpo de un hombre semidesnudo, sino por el simple hecho de ver a otro ser humano que no fuera Mary, William o el secretario de su padre. Sabía que había más gente en la región, pero encontrarse con alguien ahí era inusual, pues esas tierras le pertenecían al vizconde y nadie entraba en la propiedad. Pero ella, sin vergüenza alguna, lo hacía de todas maneras y disfrutaba de las bondades del lago Tumbleton, teniendo el lago Debdon mucho, mucho más cerca de su casa.

«Solo quería caminar un poco», se justificó Olivia mentalmente, sin poder moverse.

El hombre volvió a emerger del agua, pero esta vez estaba de frente. Si la espalda era musculada, el pecho también. Olivia observaba como él sacudía su cabeza para luego quitarse el exceso de agua de la cara, y en ese momento fue evidente la enorme cicatriz que la marcaba.

—El vizconde, ¡diantres! —blasfemó en voz baja y sintiendo esa leve adrenalina por decir lo que quería, aunque fuera solo para ella—. No le encuentro nada de adefesio deforme, sino todo lo contrario —susurró, y de pronto pudo moverse, como si se hubiera roto un hechizo.

Recogió sus pertenencias con apremio y un inusitado nerviosismo, y salió corriendo hacia el sendero de donde vino, antes de que él notara su presencia. Se le cayó un zapato, y con torpeza, se devolvió a buscarlo.

—¡Señorita! —tronó la voz del hombre, pero no le provocó miedo a Olivia, más bien, le preocupaba la tesitura en la que estaba metida, ya que la enagua le transparentaba todo.

Olivia ignoró deliberadamente al vizconde, recogió el zapato y se echó a correr nuevamente, perdiendo en el proceso, sin darse cuenta, su corsé.

Andrew, con los pantalones estilando agua se acercó cojeando al sendero y con un dedo tomó la prenda que había visto cómo había resbalado de las manos de su dueña, dejándola atrás. La estudió de arriba abajo, enarcando sus cejas, y luego rio.

—Me siento como en una versión bastante peculiar del cuento de la cenicienta... y la bella y la bestia. —Lanzó un silbido agudo y al cabo de unos segundos llegó Luck, trotando hacia él.

Estaba muy asombrado de la manera en que lo miraba la mujer, sin asco, ni repulsión, y le provocó la suficiente curiosidad para animarse a comprobar que no había imaginado lo que había visto. Tenía que buscar algún pretexto para volver a verla... pero primero, tenía que saber de dónde era.

Sin duda, la tarea iba a ser como la del príncipe buscando a la cenicienta... el príncipe bestia eso sí. Le divirtió la idea de probar el corsé a todas las damiselas casaderas hasta encontrar a quien le calzara a la perfección.

Volvió a reír con más ganas. Ah, la vida era una ironía.

Se puso la camisa como pudo gracias a la humedad que pegaba la tela a su piel, guardó en la alforja del caballo el resto de la ropa que estaba amontonada en un rincón, y le dio un último vistazo a su pequeño tesoro de algodón blanco antes de guardarlo también en la alforja. Montó a Luck y se dirigió a Rosebud Manor, pensando con cinismo que era su deber devolver aquella indispensable prenda a su dueña, aunque ella no la necesitara realmente, porque todo estaba bien puesto en su lugar y era muy, muy agradable para la vista.

Y su ojo bueno nunca se equivocaba.


Prinny: apodo otorgado por los súbditos al Príncipe Regente quien, debido a los episodios de locura de su padre George III, el Príncipe de Gales, se convirtió en el Príncipe Regente en 1811, dando paso a un período de exuberancia en la moda y la literatura llamada "La regencia".

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