Capítulo III

Era lunes, el tercer día que Emma vivía en Londres. Como cada mañana, su doncella entró en su habitación para el ritual de aseo matutino y prepararla para un nuevo día. Penélope era muy habladora y entusiasta, su espíritu alegre era contagioso, por lo que Emma siempre salía con una sonrisa de buen humor adornando sus labios.

Emma se preguntaba si algún día su tía se quedaría quieta. Siempre había algo que hacer, no existía la tranquilidad en Bellway House.

El día sábado fueron al atelier de madame Collier en Bond Street para tener una jornada maratónica de moda. Emma no podía negar que encargar algunos vestidos nuevos y comprar accesorios era algo justo y necesario. No era lo mismo que recurrir a la modista del pueblo, que si bien hacía un buen trabajo, solo estaba enfocado para la vida del campo. Tener unos cuantos vestidos de fiesta no era un atentado a su forma de ser, que disfrutaba de las cosas simples. Un poco de frivolidad no era malo para su espíritu femenino ―porque lo tenía―. Le impresionó constatar que la nueva tendencia de moda era resaltar la cintura para obtener la silueta de un curvilíneo reloj de arena, por lo que el corte que antes estaba justo debajo del busto, había bajado varias pulgadas.

Según Iris, esa moda era, particularmente, muy halagadora para Emma, quien poseía un cuerpo núbil que era capaz de dejar a muchos caballeros prendados con tan solo verla.

Emma lo dudaba, en cuanto ella abriera la boca, esos mismos caballeros huirían despavoridos.

El domingo por la mañana tenía toda la apariencia de que iba a ser un día sosegado. Fueron a la iglesia y luego visitaron a Angus y Katherine, quienes estaban compartiendo con sus amigos, los marqueses de Bolton, Margaret y Michael Martin, una encantadora pareja ―y protagonista de un gran escándalo el año anterior― que esperaban la llegada de su cuarto hijo. Justo a la hora del té, Margaret comenzó a tener contracciones y todo se volvió un feliz caos.

En resumidas cuentas, por lo que decía el mensaje de Angus y Katherine, tras un rápido parto, la pequeña y saludable lady Laura nació a las once y media de la noche, lo que convirtió a los marqueses de Bolton en felices padres y a Angus en padrino.

Mientras bajaba las escaleras, Emma comenzó a sentir una inquietud. Sentía la necesidad visceral de experimentar la libertad que le brindaba vivir en el campo, donde solamente era cosa de ir a las caballerizas, tomar a su querido Gastón, emprender una carrera a rienda suelta y hacer cualquier actividad que la llenara de esa satisfacción de hacer algo a la perfección; practicar tiro al arco o con pistolas, supervisar las tierras con su padre o, simplemente, dar una buena caminata al aire libre hasta llegar al lago para pescar o leer un buen libro. Sabía que esas actividades no eran algo que fuera demasiado útil en la vida de una mujer soltera, pero, ¿qué otra cosa podía hacer?

Tenía tanta libertad para realizar algunas actividades, sin embargo, como era una dama, no se le permitía estudiar más de la cuenta, ni tampoco que se le ocurriera la ignominiosa idea de trabajar o poner un negocio. No era propio de su rango social.

Pero sí era aceptable casarse con un hombre, procrear a sus vástagos a cambio de un techo y comida. Emma consideraba que un matrimonio por conveniencia era similar a la prostitución o la esclavitud.

Por eso quería un matrimonio por amor. No había en él, ese intercambio frío de favores, sino todo lo contrario, se formaba un equipo, una suerte de compañerismo donde cada uno cumplía un rol, mas no era absoluto, se fusionaban, amalgamaban a la perfección, en igualdad. Se vivía la vida, juntos.

Debía admitir que era una romántica, y no se iba a disculpar por ello.

Ese ejemplo de maravillosa y perfecta compenetración la veía en Iris y Adrien, Angus y Katherine. Ellos le confirmaban que era posible lograr esa casi utópica sociedad, eran muy diferentes a sus padres, que si bien se tenían respeto y cariño, había algo que los separaba y los mantenía en una cordial distancia.

Ella no quería eso para su vida. Quería amor, pasión, experimentar esa paz intensa que era vivir un entendimiento tan profundo, una afinidad tan suprema, que era capaz de permitir que un hombre y una mujer alcanzaran una unión próspera para sus mentes, cuerpos y espíritus.

Emma suspiró, dudaba poder lograr algo así de sublime, sentía que vivía en el país equivocado, rodeada de los hombres equivocados y quizás en un tiempo equivocado.

Por lo pronto, quería algo, una pizca de la libertad que había dejado en Brockenhurst.

Emma detuvo sus pasos y resopló. Nada de eso podía hacerlo en Londres sin un acompañante. Al parecer, Gregory era el único que podía secundarla en todas esas actividades sin recriminarle nada. Ser solo su prima era una ventaja, tal vez si fuera otra mujer, él estaría sermoneándola con qué es apropiado o no para una dama. Iba a comprobar si el ofrecimiento de su primo solo fue una vana cortesía o si, de verdad, él se iba a encargar de que ella no cayera irremediablemente en el pozo de la desesperación.

Con esa idea en mente, Emma continuó con su camino para ir a desayunar.

*****

Emma miraba por la ventanilla del carruaje que traqueteaba por Brook Street. El frío otoñal de esa tarde se colaba al interior del coche, pero Iris y Emma cubrían sus piernas con una manta de piel y conservaban el calor de sus pies con ladrillos calientes.

―Quiero hacerle un regalo especial a Adrien ―reveló Iris logrando la atención de su sobrina―. Y tú, mi querida Emma, me vas a ayudar a encontrarlo.

―Ah, entonces ¿no vamos a ir al atelier de madame Collier? ―interpeló desconcertada.

―No, iremos el viernes. Esto fue solo una mentirita piadosa para Adrien ―confesó sin sentir culpa alguna.

―Pobrecito. Tía, eres malvada con él ―acusó socarrona.

―El fin justifica los medios, querida. Toda mujer debe saber eso ―afirmó relajada―. Para compensarte por participar involuntariamente en este engaño, te invitaré a tomar un chocolate caliente en el Gunter's cuando terminemos nuestra misión.

―Usted sabe cómo persuadir a las personas. Me gustó mucho la idea del chocolate. ―Sonrió Emma―. Y, ¿cuál es el motivo de la sorpresa?

―Oh, solo es porque sí. A veces no se necesita ningún motivo para hacer un regalo. Adrien lo hace siempre, pueden ser flores, una golosina, algo que necesite. Cuando menos lo espero, él me sorprende.

―Oh, lord Grimstone es un hombre único.

―Así es, tengo mucha suerte. En esta vida el amor tocó dos veces mi puerta ―aseguró con una sonrisa que evidenciaba su felicidad.

―Bendita sea, tía... ―Suspiró, sin duda el amor correspondido era maravilloso―. Entonces, ¿a dónde vamos?

―Vamos a Floris ―contestó lacónica.

―¿Floris?

―A mi juicio, la mejor tienda de Londres donde podremos encontrar los más finos productos de cuidado, belleza e higiene personal ―respondió con suficiencia.

―No puedo imaginar que el regalo especial para lord Grimstone sea un cepillo de dientes.

Iris rió.

―No, no será un cepillo de dientes, te lo aseguro. Quiero encontrar una fragancia únicamente para él.

El trayecto continuó virando hacia el sur por New Bond Street hasta llegar a Picadilly. Tomaron luego St. James para entrar a Jeremyn Street. En el número 89 se encontraba Floris.

Tan pronto entraron en la elegante tienda, sutiles y deliciosos aromas les dieron la bienvenida. Finas encimeras de madera brillaban gracias a décadas de pulido en donde se exhibían botellas de perfumes, peines, jabones, cepillos de dientes, alfileres, correas y brochas de afeitar. En las paredes también había vitrinas de vidrio y espejos, llenas de productos.

Los candelabros de cristal le daban un toque de clase y distinción pero sin llegar a ser ostentoso. Y, ¿qué era lo mejor de todo? Ningún dependiente las presionó para hacer una compra, ellas miraron a su antojo y probaron diversas fragancias. No obstante, gracias a la gentil ayuda del dueño del local, llegaron a la conclusión de que encargarían una mezcla especial y personalizada para Adrien, compuesta de bergamota, limón, azahar, menta y pino.

Salieron de la tienda con el compromiso de volver a la semana siguiente para probar el resultado. Emma compró una fragancia masculina de cuero y bergamota. Había cierta sonrisa de malicia en su rostro al momento de abandonar la tienda.

El siguiente destino, tal como lo prometió Iris, fue tomar chocolate caliente en el Gunter's.

*****

―Ha llegado una nota, su excelencia ―anunció Quinn, el mayordomo de Westwood Hall. Un hombre que siempre estuvo al servicio del ducado de Ravensworth. Había visto crecer a Gregory, y se podía permitir ser más que un simple empleado para el duque.

Gregory alzó la vista y se restregó los ojos.

―¿Qué hora es? ―preguntó desorientado. No notó en qué momento del crepúsculo, Sally, la muchacha del servicio, había encendido las velas, si no fuera por ello, todo estaría sumido en la más absoluta oscuridad.

―Son las siete, su excelencia ―respondió con una sonrisa bonachona. Su amo se la pasaba horas en la biblioteca haciendo lo que debió hacer desde hacía más de diez años.

―Creo que es un poco tarde para el té ―observó el duque haciendo una mueca y luego estiró su cuerpo de un modo nada apropiado para un duque.

―Nunca es tarde para una buena taza de té, su excelencia. ―En silencio, Quinn ofreció la bandeja donde estaba la nota, un papel doblado y lacrado.

―Oh, cierto, gracias... ―Tomó el mensaje y lo revisó a la rápida, sin remitente y sin sello, dirigió su atención al mayordomo―. ¿Esperan respuesta para este mensaje?

―Sí, señor. El muchacho está esperando en la cocina.

―Muy bien... Por cierto, aceptaré su consejo respecto al té, mi estimado Quinn.

―Enseguida traeré una bandeja ―anunció solícito y dio media vuelta para salir de la estancia.

―Gracias... Oh, ¡espere! ―Los pasos de Quinn se detuvieron en el acto y se volvió hacia Gregory―. ¿Qué hay de cenar hoy?

―El menú de hoy es sopa de verduras, puré de patatas y pavo asado ―respondió sin vacilar.

―Fabuloso, que me lo traigan a las diez.

―Se lo comunicaré a la señora Norris. ¿Desea algo más, su excelencia?

―Nada más, muchas gracias, Quinn.

Gregory volvió a mirar la nota. Intrigado, rompió el sello, desdobló el papel y ante él apareció la más horrenda de las caligrafías que había visto en su vida.

Después de un par de segundos para recuperarse de la impresión, se concentró en leer ―mejor dicho, en descifrar― la nota:

Querido Greg:

¡Sálvame, por favor! No he tenido un momento de paz y quietud desde que llegué a Londres. Tía Iris se ha encargado de que no exista el aburrimiento durante mi estancia, mas necesito, imperativamente, algo que solo tú me puedes dar, sin reproches descorteses, ni expresiones de horror.

Me veo en la obligación de tomar tu palabra ―dado que no se te ha visto un cabello por Bellway House― y pedirte que me lleves a dar un paseo a caballo, disparar, lanzar piedras a un estanque o cualquier otra actividad que no sea ir a tiendas, merendar con adorables damas o cenar con parejas aún más adorables ―todavía creo que es un error el haber venido a Londres con tu madre recién casada―. He de admitir que todo ha sido mejor de lo que imaginé, pero creo que tú entiendes el motivo de mi desesperación.

Esperando que estés bien, y no haberte importunado, me despido.

Señorita Emma Cross.

Gregory alzó las cejas. Emma se había adelantado a sus intenciones, porque de verdad pensaba cumplir su palabra, aunque eso fuera un suplicio para él. La cena a la que había concurrido le provocó una prolongada erección que lo dejó adolorido. Fue un problema feliz, su «amigo» había hecho acto de presencia después de una larga temporada.

Releyó la nota. Pobre Emma.

Ya imaginaba que su madre iba a mantener muy ocupada a su prima. Su plan era dejar pasar unos días para no pecar de insistente y darle algo de tiempo para que ella se acostumbrara. De hecho, pretendía ir a cenar al día siguiente para extenderle una invitación a Emma para dar un paseo matutino por Hyde Park, y si no había inconveniente, llevarla a Westwood Hall para que se desahogara disparando en el extenso patio de la residencia ducal. Era un buen plan que llenaría el alma de Emma por, al menos, una semana.

Sonrió, por supuesto que entendía la desesperación de su prima. Era muy fácil, porque ella se parecía mucho a él en ciertos aspectos. Una mujer como ella era capaz de tolerar la acelerada vida social de su madre, pero, al mismo tiempo, necesitaba tiempo para sí misma y disfrutar de las cosas que realmente le apasionaban. En Londres no podía salir sola, como lo hacía en la propiedad de su padre en Brockenhurst, para practicar sus actividades favoritas que eran más propios del sexo masculino. Si lo hacía en la capital, le acarrearía dolores de cabeza innecesarios.

Gregory determinó que, en pos de complacer a Emma, iba a tener que hacer ciertas concesiones. Para empezar, el tema de los caballos. Hacía mucho que no los usaba para transporte, no por austeridad, sino porque no los necesitaba. En aquella época en la que andaba de fiesta en fiesta, siempre iba con amigos o, simplemente, alquilaba uno... Y, ahora, vivía en un lugar privilegiado y sus seres queridos vivían cerca, por lo que se movía siempre a pie.

Tomó una pluma, mas la dejó en el aire, se preguntó si estaba tomando una buena decisión. Su moral era tan minúscula que no se horrorizaba con el hecho de que Emma hiciera «cosas de hombres» porque, francamente, él había visto y hecho cosas peores. Además, que Emma no fuera una delicada y mojigata damisela era una de las cosas que más le gustaba de ella.

La sentencia «me gusta» resonó en su cabeza y retumbó en su pecho. Se quedó unos instantes estático. Era un idiota.

―¡Al demonio!

Entintó la pluma y procedió a escribir.

Mi muy estimada señorita Emma:

Estaré más que encantado de sacarte de ese horrendo y oscuro pozo de desesperación que está carcomiendo tu delicada alma femenina.

Mañana, precisamente, iré a cenar a Bellway House para que podamos planear una agenda de pasatiempos que sean compatibles con tu exquisito gusto, y lograr alejarte de las adorables garras de mi madre y su fabulosa agenda social por, al menos, unas cuantas horas al día.

Siempre a vuestro servicio ―eso no lo dudes nunca, ni por un instante―, se despide afectuosamente.

Gregory Ravensworth.

Greg pasó el papel secante sobre la nota, la dobló y lacró con su sello ducal. En ese instante, llegó Quinn con la bandeja para servir el té.

―Entregue la respuesta al muchacho y dele un chelín por el servicio ―ordenó Gregory con amabilidad, entregando la nota al mayordomo.

―Como ordene, su excelencia.

Quinn dejó nuevamente a solas a Gregory, quien se servía el té como si fuera una solemne ceremonia.

Bebió un sorbo de la infusión y sonrió. Qué no daría por ver el rostro de su prima.

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