Capítulo I
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Londres, 19 de noviembre de 1819.
La señorita Emma Jane Cross, hija de lord Rothgar, tomó la mano ofrecida por el lacayo y bajó del carruaje mirando por primera vez Bellway House, la casa de su tía Iris, lady Grimstone. Era una hermosa y sólida residencia moderna de dos pisos que brindaba espacio y comodidad a sus habitantes, sin llegar a ser ostentosa a pesar de estar en el exclusivo barrio de Mayfair.
Emma arregló uno de sus rubios y rebeldes mechones que se había salido de su peinado y lo llevó detrás de su oreja. Suspiró, ella no quería estar ahí.
―¡Al fin llegamos! ―exclamó Iris jovial llegando al lado de su sobrina, alzó la vista con orgullo y satisfacción ante la fachada de la casa―. ¿Qué te parece, querida?, ¿no es adorable?
―Es una casa muy linda ―concordó Emma con sinceridad. Pero no podía evitar reflejar en su rostro las pocas ganas que tenía de estar en Londres.
―No ponga esa cara, señorita Cross. Le vendrá bien una temporada aquí ―tranquilizó con un afable tono paternal Adrien Thompson, vizconde Grimstone, el nuevo esposo de Iris. Contrajeron segundas nupcias hacía cuatro meses. Fueron amigos de infancia y, tras perder el contacto por casi treinta años, el amor surgió cuando se reencontraron dándoles un segundo aire a sus vidas que ya estaban hechas.
Emma volvió a suspirar, no debía estar ahí interrumpiendo a los recién casados. No importaba que ambos sobrepasaran las cuatro décadas, debían tener tiempo para estar a solas, no con una invitada que no deseaba estar ahí.
Maldijo su mala suerte.
«Ian Thompson, bien muerto estás, gran pedazo de mierda ambiciosa», pensó soez Emma por enésima vez desde las fiestas de Pascua de Resurrección.
Ian fue un pariente lejano del vizconde Grimstone que aspiraba a que el título se quedara en la rama de su familia a cualquier precio ―y eso incluía el asesinato sistemático de los herederos―. Emma, por defender a su prima política, Katherine, hija de lord Grimstone, le disparó en la rodilla a Ian e impidió que la situación pasara a mayores.
Por ese hecho, todo el mundo en Brockenhurst ―el pueblo de dónde provenía Emma― la sindicaba, injustamente, como asesina, dado que Ian desapareció del pueblo de la noche a la mañana junto con su familia.
Lo que sucedió en realidad fue que, tras ser enjuiciado, Ian fue sentenciado a muerte y fue a parar a la horca. El resto de su familia se fue a vivir a Escocia, escapando del estigma que dejó el ambicioso muchacho, antes de que los alcanzara. Y por más que la familia de Emma intentó aclarar el hecho, fue infructuoso, el daño estaba hecho. En el pequeño pueblo de Brockenhurst, el rumor se había retorcido lo suficiente para quedar en el inconsciente colectivo que Emma era una asesina impune.
Por ese motivo, sus padres la enviaron a Londres con su tía Iris, para que escapara de aquel escándalo y, si tenía suerte, que también encontrara marido. A sus veintitrés años, Emma todavía tenía una oportunidad. Pero la señorita Cross no coincidía con las esperanzas de sus padres, no era tan optimista al respecto, puesto que consideraba que el hombre de sus sueños, simplemente, no existía, y no pretendía casarse por conveniencia, aunque la vida de soltera no fuera tan auspiciosa.
―Ah, mi hijo se lució esta vez ―comentó Iris satisfecha, ajena a los pensamientos de Emma. Tomó del brazo a su sobrina y comenzaron a subir los peldaños de la escalinata que daba a la puerta de acceso que ya estaba abierta―. Esta casa fue su regalo de bodas.
―Fue muy generoso de su parte. ―Emma sonrió―. ¿Mi primo sigue siendo su dolor de cabeza? ―preguntó socarrona.
―Greg sigue estando soltero ―dijo lacónica como respuesta afirmativa―. Al menos está enmendando su insano libertinaje y está ocupando su tiempo con algo productivo. Si vieras el estropicio que causó él mismo con sus excesos. ¡Sus administradores estaban estafándolo en sus narices!
―Y si está tan complicado con sus finanzas, ¿cómo fue que le regaló esta casa? ―interrogó con cierta suspicacia.
―Era de él, se la heredó tu difunto tío Charles ―explicó Iris―. Una propiedad menos por la cual él tendrá que preocuparse mientras estemos vivos.
―Entiendo...
Para Emma, Gregory era un pariente que siempre fue un ser lejano, y no solo por su título de duque, el cual tuvo que asumir desde los diecisiete años, sino porque sus vidas nunca congeniaron por diversos motivos.
Cada año, desde que Emma tenía memoria, tía Iris viajaba desde Londres, con su esposo, hijos y su sobrino, Angus, para visitar a su familia materna en Brockenhurst y se quedaban un par de semanas. Cuando Gregory era niño, él solo compartía con los tres hermanos mayores de Emma, quienes la olvidaban esos días y la excluían de sus juegos, por lo tanto, ella se veía obligada a jugar con sus primas y sus muñecas. Y ya siendo adulto, Gregory era casi obligado a continuar con esas visitas junto con tía Iris y Angus ―sus primas se fueron casando en el transcurso―, y él se limitaba a salir de juerga junto con Angus y levantarse tarde, apenas coincidiendo con ella en la cena.
Y, si bien Angus tenía las mismas costumbres que Gregory, era más maduro, compartía más con ella y la familia, por lo que tenía un lazo más estrecho.
Con Gregory, en cambio, siempre hubo una especie de barrera. Era unos cinco años mayor que ella y sus vidas eran tan diferentes e incompatibles como el agua y el aceite. Podría decirse que eran unos completos extraños que solo compartían un vínculo sanguíneo.
Eso fue hasta esa última visita que él hizo para las fiestas de Pascua de Resurrección, en abril de ese año.
Con sus hermanos casados, ella era la única que podía «entretener» al duque, dado que él, sorpresivamente, había dejado de lado las fiestas, los burdeles y el alcohol. Y Emma jamás imaginó que lo iba a pasar tan bien a su lado, porque ella no era precisamente una dama de compañía convencional. Carreras a caballo, practicar tiro al blanco con pistolas, cazar conejos, plancharle los bolsillos jugando a las cartas. En cada competencia, en cada desafío, ella lo superaba, y él, lejos de enojarse, la provocaba a ir más lejos.
Cuando sucedió lo de Ian, después de aquel disparo, él no le reprochó su actuar ni la trató como si fuera una mujer debilucha, impulsiva o tonta. Gregory solo se limitó a abrazarla y se quedó con ella hasta que, horas más tarde, por cansancio, se durmió.
Y después, como cada año, él se fue.
«Idiota», masculló Emma mentalmente. Lo hacía cada vez que recordaba a su primo. Detestaba reconocer que lo hacía a menudo. Porque él, sin ninguna intención, le hizo anhelar y disfrutar de su compañía, haciendo aguda esa sensación de soledad que la rondaba desde hacía un par de años.
―Bien, querida ―dijo Iris sacándola de sus turbulentas cavilaciones. Ya estaban en el amplio vestíbulo de la casa y la servidumbre estaba alineada, listos para recibirlos―. Te presento a Hamilton, nuestro mayordomo. ―El hombre que se inclinaba con respeto tenía la apariencia de un boxeador más que de un mayordomo, a Emma le daba la impresión que las costuras de su traje se le iban a reventar en cualquier instante. Luego dirigió su atención hacia un grupo de mujeres―. Aquí están Priscilla, Rose y Prudence, ellas se encargan de las labores domésticas. ―Las muchachas hicieron una leve reverencia sin alzar la vista―; nuestro chef, el señor Baudin, y Penélope será tu doncella...
―Tía, no necesito doncella ―interrumpió Emma, dando con la mirada una elocuente disculpa a la muchacha, quien no alcanzó a disimular su sorpresa alzando sus cejas―, puedo vestirme y peinarme sin...
―Sí, es necesario, querida ―desestimó Iris de inmediato, antes de que Emma siguiera esgrimiendo excusas―. Me acompañarás a todos mis eventos sociales y no puedes ir con la ropa desaliñada que usas en casa de tu padre... y tampoco usarás ropa de hombre ―decretó, de un modo tan encantador y tan determinado, que a su sobrina no le quedó escapatoria―. Mañana iremos al atelier de madame Collier, para que tengas un nuevo guardarropa. Noviembre y diciembre son meses muertos aquí en Londres, por lo que tendremos todo el tiempo del mundo para prepararte para la temporada que inicia en enero...
Emma emitió un quejido que no correspondía a una señorita, y menos a la hija de un barón ―aunque el susodicho perteneciera a la aristocracia rural―, pero que sí demostraba su profundo lamento por tener que verse en la obligación de acudir a esas reuniones sociales, donde todo el mundo, a juicio de Emma, se pavoneaba ostentando todo lo que poseían; mucho dinero, hipocresía, altanería, y poco cerebro.
―No pretenderás quedarte encerrada como en Brockenhurst ―continuó Iris impertérrita a las protestas de su sobrina y se dirigió a la servidumbre―: Muchas gracias a todos por recibirnos, pueden continuar con sus labores. Hamilton, por favor, que suban el equipaje de la señorita Cross a su habitación y luego, si fuera tan amable, envíe té y pastitas a la salita celeste ―ordenó afable. La servidumbre, con silenciosa eficiencia, desapareció del vestíbulo.
Iris volvió a tomar del brazo a su sobrina. Adrien las secundaba aguantando la risa, le encantaba ver a su esposa en acción.
―Si tienes suerte, en esos eventos sociales que detestas encontrarás un marido que tolere todas tus extravagancias ―argumentó emocionada, al tiempo que abría la puerta y entraban a una hermosa y luminosa sala; papel mural, cortinajes, tapices y alfombras ostentaban los tonos que le daba su nombre. Aquel lugar era todo lo que la señora de la casa necesitaba para recibir amistades, escribir la correspondencia, entretenerse y dedicar su tiempo en las labores de administración doméstica de Bellway House. En el centro de la estancia había cómodas y austeras poltronas que rodeaban una mesa de centro, una pequeña biblioteca llena de libros y un escritorio.
―Que tolere mis extravagancias... ¡¿Extravagancias?! ―repitió Emma incrédula.
―Extravagancias ―insistió Iris sonriendo con malicia, y con un gesto la conminó a sentarse en una de las poltronas―. Sé de tu afición a muchas cosas que no corresponden a una señorita de tu posición y tu madre me ha encargado que corrija esos comportamientos indeseables...
―¡¿Indeseables?! ―volvió a interrumpir Emma.
―Indeseables ―afirmó Iris con suficiencia―. Pero, me temo que tu madre es muy ingenua, en realidad eres incorregible, querida. ―Emma abrió su boca formando una asombrada «O»―. Vas a ser todo un desafío, no basta con tus preciosos ojos grises que acompañan esa carita tan inocente. Creo que nuestro plan de ataque debe ser, al contrario de lo que piensas, la honestidad. No podemos ocultar tus «peculiaridades», porque tarde o temprano terminarás metiendo la pata. Por el contrario, si te muestras tal como eres (guardando las proporciones), más de algún caballero podrá apreciar la joya que eres.
―Creo que su plan no funcionará, tía ―rechazó Emma arrugando la nariz y negando con la cabeza―. Le recomiendo que no se esfuerce tanto, yo estoy a unos meses de convertirme en solterona y así me voy a quedar.
―Eres la señorita número dos millones que dice eso, y necesitas mucho más que esa frase para persuadirme. No subestimes a los hombres, querida ―aconsejó en su vasta sabiduría―. Cuando menos lo imaginas ellos te pueden sorprender gratamente ―afirmó sonriéndole a su esposo que le guiñaba un ojo con complicidad.
―No somos el enemigo ―intervino Adrien, quien estaba sentado en una postura relajada, cruzando sus pies―. El problema de las mujeres es que la mayoría de los hombres son idiotas.
―Y esos ya están casados, no te preocupes, querida ―agregó Iris―. Un hombre inteligente no se casa con la primera debutante hermosa que encuentra, sino con aquella mujer que sea igual o mejor que él tanto en espíritu como en intelecto. Ya ves a tu primo Angus, él es muy feliz con Katherine, ella lo sacó de las garras de la muerte y de la soltería, y lo mantiene en vereda sin esfuerzo.
―Lo de ellos fue algo muy raro y especial. No hay forma de comparar ―rebatió Emma con escepticismo de hallar algo así de hermoso. El amor era algo que ella deseaba encontrar, pero siendo como era, dudaba que un hombre fuera lo suficientemente valiente para aceptarla sin sentir amenazada su masculinidad.
―Me basta con que pongas de tu parte y me acompañes a donde vaya. Tomaremos el té mientras preparan tu habitación. Hoy descansaremos, el viaje me ha dejado exhausta.
Emma arqueó una de sus cejas con franca incredulidad. No había poder en esta tierra que dejara a su tía exhausta.
En ese momento, golpearon la puerta, Priscilla traía el té.
*****
Gregory, desnudo de la cintura para arriba, recibió el golpe en el abdomen que le sacó todo el aire de los pulmones. Sus rodillas flaquearon y cayó al suelo.
―¡Fin del tercer asalto! ―decretó el árbitro.
Jadeando, Gregory fue a su esquina. Angus Moore, conde de Corby, su primo, le dio agua y le dio una esponja para que se limpiara el sudor de la cara y el pecho.
―¿Estás bien, Ravensworth? ―preguntó Corby eufórico por la pelea. Solo tenían treinta segundos para el descanso―. Ese ojo te va a quedar morado.
―Estoy bien ―respondió bebiendo un largo sorbo de agua―. Solo le estoy dando ventaja.
―Menuda ventaja de tres asaltos. Si sigues así, serás el primer duque de Ravensworth en no dejar descendencia ―advirtió serio, sin ánimo de bromear―. Deja de perder el tiempo y termina antes de que te deje estúpido con tanto golpe. Toma una naranja, para que no te desmayes ―aconsejó y Gregory recibió la fruta pelada, comiéndola en dos mascadas―. Yo soy el que debería estar golpeando a ese infeliz para defender el honor de Katherine, no tú.
―Pero tú vas a ser padre ―señaló Greg con la boca llena―... y apenas llevas una semana boxeando, ese cretino solo quería molerte la cara. Tiene mucho más experiencia que tú.
―Más vale que se disculpe.
Gregory se limpió la boca con el antebrazo, al tiempo que tragaba.
―No te preocupes. Nadie ofende a mi familia en mi presencia y se va sin recibir su merecido.
―Termina pronto. Ve, terminó el descanso.
Gregory se dirigió al centro del básico cuadrilátero que se conformaba poreran cuatro estacas que delimitaban el área de pelea. Se puso en guardia flexionando un poco las rodillas, adelantó su pierna izquierda y alzó sus nudillos desnudos a la altura de sus ojos.
Su contrincante lo miró y, altanero, sonrió de medio lado pensando que a ese duque engreído le quedaba poco tiempo para seguir de pie.
El árbitro inició el asalto.
El oponente de Gregory era lord Brompton, un hombre alto y corpulento que medía cinco pies y nueve pulgadas de altura, a diferencia del duque que, a pesar de ser una pulgada más alto, era un poco más delgado y aparentaba ser más débil.
Brompton, orgulloso por su imponente estado físico, que provocaba miedo y respeto, era también un par del reino, un marqués de rancio abolengo, que se ofendía cuando alguien sin pedigrí se unía a la aristocracia. En su inflamada y desdeñosa verborrea, había osado llamar a la esposa de Corby como «la condesa fregona». Era de dominio público que lady Corby, a pesar de ser sangre azul, no renegaba de sus orígenes humildes. Y aquella afrenta, provocó la ira de Angus y Gregory, quienes estaban practicando en la academia de boxeo para caballeros del 13 de Bond Street.
Gregory llevaba un año boxeando, y aunque al principio no practicaba tan seguido, el señor Jackson, el dueño del club, le había animado a tomárselo más en serio, puesto que tenía mucho talento pugilístico. El único motivo que Ravensworth tuvo para unirse al club, fue un vano intento por despejar su mente de su inesperada impotencia sexual, y evadir los fantasmas de la sífilis que ya se había llevado a tres de sus compañeros de juerga en el último año.
Luego de probar todo para curar su paranoia de estar contagiado ―porque según numerosos médicos, estaba sano― e impotencia sexual, Gregory tocó fondo y, cuando lo hizo, decidió que, en vez de revolcarse en su miseria, iba a gastar su energía física en el club de boxeo tres veces a la semana por dos horas y concentrar sus pensamientos y esfuerzos en salvar el ducado.
Aquella sabia decisión, fue solo el comienzo de sus problemas. Después de llevar una década de hedonismo y decadencia, descuidó a tal extremo sus labores como duque, que había delegado sus responsabilidades a sus administradores a quienes apenas supervisaba. Y, cuando volvió a tomar las riendas de la administración, se dio cuenta de que estaba a punto de perderlo todo. Las deudas no se pagaban, las propiedades no se atendían, los inquilinos estaban furiosos con su señor y, para más inri, detectó un descarado desfalco a las arcas del ducado.
Llevaba alrededor de seis meses recuperando el tiempo perdido, y ser lo que su padre siempre le encomendó; continuar con el legado y proteger a la familia. A su madre, la delicada situación financiera se la ocultó todo lo que pudo pero, finalmente, tuvo que aceptar que la carga de la omisión era más pesada que la verdad. Al menos con ello, Iris había dejado de presionarlo para que se casara. A sus veintiocho años, una esposa era lo que menos necesitaba en ese momento.
Pobre y sin una erección, no había esposa, herederos ni un matrimonio exitoso.
―¡Vamos, Greg! ―exclamaba Angus a viva voz―. ¡Pártele la cara!
Lord Brompton asestó un potente derechazo hacia el ojo de Gregory, quien lo evadió con facilidad, sorprendiendo al marqués. Solo bastó medio segundo de vacilación y Gregory propinó una serie de cuatro rápidos y certeros golpes en el abdomen, y un gancho al ojo izquierdo de Brompton.
El marqués, desorientado, ya estaba viendo doble y no sabía a cuál de los dos duques debía golpear. Hubiera jurado que Gregory iba a volver a caer tras el último asalto. Se había confiado, debió suponer que ese payaso no jugaba limpio. Propinó un golpe hacia la mandíbula, el cual no dio lo suficiente en el objetivo. En cambio, no vio venir el puñetazo que se incrustó en sus costillas.
Brompton gruñó de dolor y, lleno de ira, intentó agarrar del cabello a Gregory, dispuesto a romperle los huesos de la cara. Ya no le importaba que ese fuera un movimiento ilegal.
Pero Gregory lo anticipó, con un ágil y simple cambio de posición de sus pies, esquivó el artero ataque y volvió a propinar una ráfaga de cinco golpes directos a la cara. El tiro de gracia fue un potente derechazo en el abdomen.
Sin remedio, las rodillas de Brompton tocaron el suelo y no fue capaz de volver a levantarse. Su cara estaba completamente magullada y casi no podía respirar por el contundente castigo. Negó con su cabeza, en un claro indicio de que no podía continuar.
―¡Fin del combate! ―decretó el árbitro―. ¡Lord Ravensworth gana el combate!
Voces masculinas cargadas de euforia celebraron la victoria de Gregory. Los amigos de lord Brompton le ayudaron a levantarse. Con lo poco que le quedaba de orgullo, el marqués enderezó su postura y miró a Angus.
―Le ofrezco mis más sinceras disculpas a lady Corby ―dijo lord Brompton, dando una adolorida pero solemne inclinación―. Nunca más volveré a ofenderla.
―Disculpas aceptadas ―dijo Angus, conforme con el lamentable aspecto del marqués―. Mañana llévele un ramo de flores a mi esposa, como muestra de buena voluntad.
―¿Rosas?
―Ella prefiere las margaritas. Es una mujer de gustos sencillos.
―Serán margaritas, entonces.
Lord Brompton se retiró de la estancia con lo que quedaba de su dignidad. Gregory se acercó a su primo con una sonrisa triunfal.
―¿Qué me dices, Angus? ¿Me veo guapo para presentarme esta noche ante mi amada madre? ―interrogó guasón y conocedor del éxito que tenía entre las damas por su peculiar combinación de cabello negro y ojos verdes, los cuales resaltaban más debido a que el verano pasado su piel se había tostado por estar trabajando bajo el sol en su propiedad principal en el campo en Windlesham.
Angus tardó unos segundos en procesar aquella información, luego hizo una mueca de dolor y se llevó las manos a la cara, exasperado consigo mismo.
―No me digas que llegó hoy. ―Gregory asintió ufano―. ¡Condenación! ¡Lo olvidé!
―Más te vale llevar a Katherine. ―Le dio unas palmaditas de consuelo en la espalda a Angus―. Bien, me retiro, nos vemos a la noche.
Gregory se dirigió al vestidor para asearse. Esa noche no solo vería a su madre. También iba a estar ella.
Resopló, quería verla.
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