Capítulo III

John Fields, se sacudió las gotas de llovizna de su abrigo antes de entrar en la posada King's place, y se dirigió directo al comedor privado para dar su informe sobre su visita a lady Swindon.

―Señor Martin, buenas tardes ―saludó resuelto―. Buenas tardes, joven Lawrence.

―Buenas tardes ―saludó Michael relajado, estaba almorzando con su hijo un delicioso pastel de carne con patatas―. Acompáñenos a almorzar, señor Fields, mientras me cuenta cómo le fue en Garden Cottage.

―Muchas gracias, pero no tengo hambre, señor ―rehusó el señor Fields con humildad. No era habitual que un caballero invitara a su mesa a un hombre de rango inferior, más bien, sin rango alguno.

―Coma, John, es una orden ―insistió Michael, mirándolo fijo―. Tiene que partir a Londres en una hora, debe alimentarse apropiadamente. La siguiente posada está a unas ocho horas y ya sabe lo intransitable que están los caminos llenos de barro.

Ante aquel panorama descrito y la insistencia de Michael, al señor Fields no le quedó más alternativa que claudicar y se sentó a la mesa.

―Muchas gracias, señor Martin.

Michael le hizo señas para llamar la atención de la oronda esposa del posadero que estaba sirviendo en otra mesa. La mujer sonrió al notar que la llamaban y se acercó con amabilidad.

―Señora Reeves, ¿le queda pastel de carne? ―preguntó Michael, afable y encantador.

―Por supuesto, señor Martin ―afirmó la mujer sonriendo.

―Entonces, sírvale una generosa porción a mi estimado amigo, con una pinta de su mejor cerveza, por favor. Agréguelo a mi cuenta ―indicó guiñándole el ojo.

―En unos minutos, señor.

―Gracias, señora Reeves.

La mujer los dejó a solas. Michael miró de soslayo a Lawrence que comía con avidez y en silencio. Le acarició el rojizo cabello sin preocuparse del modo en que el señor Fields lo observaba, quien no sabía qué pensar acerca del señor Martin; su comportamiento y apariencia correspondía a su fama, un granuja desvergonzado, vividor y seductor. Pero también era contradictorio, respecto a la situación de lady Swindon. Cualquier otro tipo de su calaña, reclamaría lo que le pertenece por derecho sin dudar un segundo, y sin tomarse tantas molestias.

―Bien, señor Fields, cuénteme cómo es la situación en Garden Cottage.

―Lady Swindon está sola con sus hijos, no hay servidumbre que atienda la casa. Eso quiere decir que, evidentemente, sus finanzas están al límite, si es que no agotadas. La casa está en buenas condiciones, tal vez unos arreglos en el segundo piso, por lo que pude ver desde afuera. No pude recorrer toda la casa.

―¿Y por qué no lo hizo?, nada se lo podía impedir ―cuestionó Michael interesado.

―Bueno, lady Swindon al principio estaba resignada con el hecho de haber perdido la propiedad, pero no reaccionó muy bien al enterarse que usted era el nuevo dueño.

―Vaya... ―Una sensación desagradable e inesperada le golpeó el ego―. ¿Tan mala fama tengo? ―interpeló incrédulo. Estaba muy acostumbrado a ser vilipendiado por sus pares, y le era extraño provocar esa reacción de una dama decente.

―La peor, señor. Dijo, textualmente, que usted es un granuja ―respondió John sin pensarlo. Luego, internamente, se reprendió por revelar más de la cuenta, el señor Martin tenía esa capacidad de hacer que las personas bajaran la guardia con él.

―¿En serio debe volver a Londres, señor Fields? Me cae demasiado bien y necesito un hombre de confianza que no tema decirme la verdad.

John parpadeó ante esa repentina propuesta. No dijo nada, estaba estupefacto.

En ese momento, llegó la señora Reeves con una bandeja. Sirvió, tal como le pidió Michael, un generoso plato de pastel de carne y patatas, junto con la pinta de cerveza oscura.

―Si necesita algo más, no dude en llamarme, señor Martin ―dijo la mujer solícita.

―Así lo haré. Muchas gracias, señora Reeves.

La mujer los dejó a solas nuevamente. John comenzó a comer con mesura. No se reprimió saborear la comida con placer, era el mejor pastel de carne que había probado en su vida. Bebió un sorbo de cerveza, no estaba nada de mal.

―Piénselo, señor Fields ―insistió Michael.

―Lo estoy haciendo, señor Martin. Le estoy muy agradecido, pero no puedo dejar mi puesto de trabajo así como así. Al menos, debo presentar mi renuncia como corresponde a sir Walter. ―«Aunque no lo merezca», pensó John.

―Por eso necesito a alguien como usted, que sea considerado y actúe con rectitud. Conozco a sir Walter, su carácter es bastante especial, por no decir que es un viejo borracho, irascible y maleducado... ¡Bah! ¡Ya lo dije! ―exclamó socarrón.

―Así y todo, sir Walter no tiene peor fama que usted ―replicó John impasible, provocando alguna reacción negativa en el carácter de Michael, pero era imperturbable. Debía admitir que estaba tentado de cambiar de jefe. El hombre que estaba frente a él era todo un enigma. Partiendo por ese pequeño que no se separaba nunca de su lado. El señor Martin lo presentó como su hijo, con tal convicción, que no dudó por un momento lo contrario.

―Usted no tiene compasión, Fields. En el buen sentido de la palabra. ¡Me encanta!

Michael sintió que le tiraban de la manga de la levita. Era Lawrence.

―Papá, ¿tengo que comedme toda la comida? Me duele la panza ―intervino el niño en voz baja y contrariada.

―Era demasiada comida para ti solo ―respondió Michael con suavidad. Lawrence había dicho que tenía mucha hambre, pero no pensó en que el estómago de su hijo era mucho más pequeño de lo que imaginó―. Si no puedes, no comas más.

―El señod Powell, nos decía que debíamos comed todo, todo, todo... Siempe me comí todo, aunque tuvieda sabor dado, pedo ahoda no puedo ―se excusó Lawrence esperando que su padre no se enojara. Se sorbió la nariz con la manga de la chaqueta.

―No te preocupes, hijo. ―Sacó su pañuelo y le limpió la nariz con el ceño fruncido, ese romadizo no se iba nunca―. Estás conmigo ahora, si no puedes más, no comas más. ―Esbozó una sonrisa, ya había pasado un día desde su primer encuentro y todavía no podía creer que estaba con su hijo―. Después iremos al cementerio a dejarle unas flores lindas a mamá. Caminar te hará bien.

Michael centró su atención en el señor Fields, que seguía almorzando. Le simpatizaba mucho el hombre, se encontraron en el carruaje que los llevó a Richmond, una coincidencia que él no la consideraba como tal. Michael pensaba que la vida se traducía en causas y efectos, y que nada era por azar.

Por eso mismo, le pidió a John que hiciera una visita de avanzada a lady Swindon para tener la mayor información posible acerca de la situación. No era sencillo llegar y presentarse como su nuevo «dueño».

Ahora, era menos sencillo, sabiendo que ella no había reaccionado nada bien, al enterarse de que el granuja más grande de Londres era quien había comprado la casa.

No, no iba a ser fácil. Por lo menos ahora sabía a qué atenerse.

―¿Y ya lo pensó, señor Fields? ―apremió Michael guasón―. Le aseguro que pago mejor que sir Walter y estoy retirándome de la vida disoluta, soy un padre de familia, y tengo que predicar con el ejemplo a mi hijo.

John alzó las cejas, eso sí era algo novedoso, por lo general, un calavera como Michael Martin solo empeoraba con las responsabilidades. Tenía curiosidad hasta dónde podía llegar.

―Solo por ver tal milagro, aceptaré su propuesta, señor. Desde este momento, trabajo para usted ―decidió sin darle más vueltas.

―Estupendo, Fields. Tenemos un trato. ―Michael, saliéndose de toda norma, extendió su mano derecha para cerrar el pacto. John, de nuevo asombrado, estrechó firme y seguro la mano de su nuevo jefe―. Vaya a presentar su renuncia a Londres y, de paso, necesito que haga unas cosas por mí.

*****

Después del almuerzo, Margaret se sentó ―por tercera vez en ese día― frente a su escritorio. Resopló ante la hoja de papel en blanco, sentía que no debió haberse levantado esa mañana, todo iba de mal en peor. Una vez que remitió el enojo al enterarse de quién era el nuevo dueño de su casa, le sobrevino una tristeza y frustración enorme, la horrible sensación de que había fracasado en todo en su vida.

Solo deseaba vivir tranquila con sus hijos, valerse por sí misma, no ser una carga para nadie, detestaba ser considerada una persona inútil y sin valor.

La derrota la sentía amarga en el alma.

Afuera, la lluvia caía suave y fina, las nubes negras encapotaban el cielo. Así sentía su existencia, sombría, fría, sin vida. Si no fuera por sus hijos, habría cortado por lo sano hacía mucho tiempo atrás, al igual que su madre. Margaret todavía podía recordar su cuerpo inerte colgado en el invernadero.

Ella se juró no llegar a ese extremo. Pero, por Dios que era difícil cumplir su palabra.

Se limpió las lágrimas con el dorso de su mano. Entintó la pluma y empezó a escribir...

«Richmond, 20 de noviembre de 1818.

»Mi querido Andrew:

»He intentado escribir esta carta más veces de las que quisiera, y apenas tengo la idea de saber cómo empezar. Tal vez sería más fácil, si solo admito que he mentido sistemáticamente durante tantos años a mi familia, a mi esposo, a mis hijos, a mí misma.

»Y, la verdad, es que mi matrimonio siempre ha sido una farsa. Estaba tan desesperada por salir de la casa de nuestros padres, tan agobiada por la incertidumbre de quedar en la calle, que llegué al extremo de fingir ante todos, que sentía amor por un hombre para que se casara conmigo. Fingí un buen matrimonio, fingí que hacía la vista gorda de los excesos de mi esposo, fingí que era feliz. Pero todo ha llegado a su fin y, a pesar de todos mis esfuerzos y sacrificios, lord Swindon ya no tolera mi presencia ni la de mis hijos ―lo único puro y verdadero de mi vida― y me ha echado de su casa en Londres. Por eso estoy aquí en Richmond desde junio y, desde hace casi tres meses, Alexander dejó de enviar dinero, por lo que estoy en una frágil situación económica.

»No sé si esta carta llegará a tiempo, mi orgullo y mi tozudez, me han impedido dar mi brazo a torcer y aceptar que necesito de tu ayuda para salir de aquí. Alexander perdió Garden Cottage en una apuesta y... »

Margaret dejó de escribir, las discretas lágrimas de unos minutos atrás, ahora eran un llanto desgarrador que no podía detener y le impedía ver con claridad. Estaba triste, desolada. Por mucho tiempo había reprimido sus emociones, no se permitía llorar en frente de nadie, y un par de veces sucumbió a hacerlo en secreto. Pero escribirlas, plasmarlas en un objeto tangible las hacía tan reales como el aire que respiraba.

―Mamá, ¿por qué lloras? ―interrogó Alec, sintiendo una mezcla extraña de tristeza y preocupación. A su lado estaba Thomas, en silencio y con los ojos vidriosos.

Margaret no respondió, no había notado que sus hijos estaban presenciando su dolor. No supo qué decirles, solo los abrazó para sentir el calor de sus cuerpos y obtener el consuelo y la fuerza necesaria para continuar.

―Mamá, ¿te podemos ayudar en algo? ―ofreció Thomas limpiando las lágrimas antes de que cayeran―. Tengo dinero en mi alcancía y...

Margaret, al escuchar esas palabras, sintió una bofetada que acalló su llanto y ahogó su desesperación. Se limpió la cara como pudo y se sintió tonta por no haber pensado antes en una forma rápida de ganar dinero. Aunque no fuera apropiada y se sembraran rumores de ella por todo Richmond, eso no importaba mientras le diera para sobrevivir, iba a empeñar todo lo que encontrara de valor en su casa. Después de todo, no era la primera vez. Ya había vendido el caballo con la discreta ayuda de Elizabeth, quien había ganado una buena suma de dinero.

―No es necesario, hijo. Muchas gracias por tu generoso ofrecimiento. Pero me has dado una gran idea. Mañana iremos a un lugar a vender mis joyas, unos candelabros de plata y algunos de mis vestidos... Debo contarles algo, esta casa ya no es nuestra y tendremos que irnos de aquí... Pero no se preocupen, tal vez podremos quedarnos un tiempo más si es que el nuevo dueño es razonable ―confesó Margaret, asumiendo la realidad y tomando decisiones. Los semblantes de sus hijos dejaban entrever su tristeza y sorpresa―... Pero, si el nuevo dueño de la casa no lo es, con lo que ganemos de la venta tendremos dinero suficiente para irnos a... ―Margaret no lo pensó dos veces―... Cragside, a Rosebud Manor. Podremos vivir con vuestro tío Andrew.

―Pero, mamá, son tus cosas... ―replicó Thomas.

―No, hijo. No me importa perder esas cosas en lo absoluto. A veces, debemos tomar decisiones. No me puedo comer las perlas de mi collar, pero el dinero que obtendré de ellas sí me dará lo suficiente para llenar la despensa por una temporada, si es que todo sale bien. Saldremos adelante.

―¿Por qué padre no vive con nosotros? ―preguntó Alec, al pequeño no le estaba siendo indiferente el cambio de vida.

Margaret suspiró. Decidió que no podía seguir justificando a Alexander para no arruinar su imagen ante sus hijos, ya no había razón para ello, ni tampoco merecía el esfuerzo. Desde ese instante, solo diría la verdad.

―Padre ya no desea vivir acompañado por nosotros ―admitió Margaret, con un tono de voz calmado, como si aquello fuera algo que pasa todos los días.

―¿Por qué? ―interrogó el pequeño.

―Eso no lo sé, no tengo una respuesta para ello ―explicó Margaret, esperando que Alec entendiera.

―Yo sí lo sé ―intervino Thomas―. Él ya no nos quiere, nunca lo hizo.

―Thomas, ¿por qué dices eso, cariño? ―preguntó Margaret, intrigada ante la cruel conclusión a la cual había llegado su hijo mayor.

―Solo lo sé, él no es como tú, mamá... Prefiero vivir aquí contigo que allá en la ciudad ―admitió con amargura―. Aquí soy feliz, no escuchamos sus gritos e insultos hacia ti, ni recibimos sus castigos.

―Oh, mi Thomas. ―Nuevas lágrimas emergieron de los ojos de Margaret. Había subestimado la capacidad de sus hijos de darse cuenta de las cosas, sobre todo la de Thomas. Ellos sabían y la comprendían más de lo que ella suponía―. Yo solo deseo que sean felices. Haremos lo posible por quedarnos aquí.

Alec y Thomas abrazaron a su madre, y comenzaron a sollozar. Ya no importaba si no estaba su padre, seguían siendo una familia.

*****

Ese mediodía de lunes estaba iluminado, parcialmente, por un sol que apenas calentaba el húmedo ambiente. Cada cierto rato el cielo se nublaba, pero todo indicaba que volvería a llover. Margaret estaba ansiosa, se mantuvo ocupada toda la mañana ordenando la casa, aseándola y preparando a sus hijos para que estuvieran presentables. Sabía que ese día llegaría Michael Martin, el granuja, a reclamar la propiedad.

No sabía a ciencia cierta con qué actitud llegaría ese hombre, solo lo conocía por los rumores y los comentarios soeces que hacía su esposo sobre él.

Decían que todos los días se le veía seduciendo a una mujer diferente, no importaba si era de la aristocracia, pobre, joven, madura, rubia, morena, casada, viuda, soltera, de buena o mala reputación, él no hacía distinción alguna.

Decían que bebía alcohol como si fuera agua, pero no importaba si estaba sobrio o borracho, siempre ganaba sus manos de whist, ya sea en un garito de mala muerte o en el White's. Y había que ser muy estúpido o estar demasiado ebrio para desafiarlo. Michael Martin siempre ganaba.

Él era el epítome del libertino, granuja, vividor, vicioso, indolente, encantador y sagaz.

¿Cómo podría hacerle frente a un sujeto como él?

No le quedaba más remedio que averiguarlo.

Golpearon la puerta, y Margaret dio un respingo que reveló su inquieto estado de ánimo. Lo supo, no podía ser nadie más que él...

Tampoco es que recibiera muchas visitas.

Tomó una larga inspiración. Había llegado el momento, alisó una inexistente arruga en su vestido, se irguió digna y abrió la puerta.

Lo primero que vio Margaret fue el pecho del hombre, y el agradable aroma que desprendía. Buen Dios, era más alto de lo que había imaginado, por lo que se obligó a alzar la vista. Se encontró con un elegante caballero de gafas y sombrero que, al momento de encontrar su mirada, le saludó con una inclinación respetuosa. Era una extraña especie de intelectual muy bien vestido.

―Buenas tardes, lady Swindon. Me presento, soy Michael Martin y, este joven que está aquí a mi lado, es mi hijo, Lawrence Martin ―presentó orgulloso a su pequeño pelirrojo. Estaba cumpliendo su promesa, donde iba él, iba su hijo.

―Buenas tardes... ―balbuceó Margaret impactada. Los rumores nunca dijeron que él tuviera un hijo. Casi olvidó los buenos modales, hizo una apresurada reverencia y abrió más la puerta―. Esperaba vuestra visita, pasen, por favor ―invitó.

―Muchas gracias. ―Michael se quitó el sombrero y se lo puso bajo el brazo, internándose en la casa junto con Lawrence―. Bonito lugar ―elogió mirando todo alrededor con interés.

―Tome asiento, por favor. ¿Desea un té para beber? ―ofreció Margaret solícita.

―No, muchas gracias. Acabamos de almorzar mi hijo y yo. Lo que sí me gustaría hacer es conocer a vuestros hijos ―pidió, mientras se sentaba en el sofá.

―¿A mis hijos? ―interrogó, ocultando lo que más pudo su desconcierto.

―Por supuesto.

―Un momento, por favor.

Margaret, turbada ante esa inesperada petición, salió en busca de sus hijos. No tardó demasiado, en cuestión de un minuto, ella estaba presentando ante Michael a Thomas y a Alec, quienes lo miraban con curiosidad tanto a él como a Lawrence.

―Buenas tardes, jovencitos. Soy el señor Michael Martin ―saludó con amabilidad―. Es un placer conocerlos. ¿Me pueden hacer un favor? ―Los niños asintieron con timidez―. Muy bien, gracias. Este jovencito aquí presente, es mi hijo, su nombre es Lawrence. ¿Podrían jugar con él en el segundo piso? Necesito conversar un tema muy importante y privado con vuestra madre ―solicitó.

Los hijos de lady Swindon, miraron de soslayo a su madre, pidiendo su tácita autorización, y ella, asintiendo con la cabeza, accedió.

Así como llegaron, los niños se fueron a jugar.

Una vez a solas, Michael cambió de expresión. Ahora era insondable, Margaret se puso a la defensiva y se sentó frente a él en una poltrona.

Michael miró a Margaret a los ojos, ella no le bajó la vista en ningún momento. Ahí estaba la mujer que pensaba que él era un granuja. Bueno, en el estricto rigor sí lo era, pero él consideraba que todas las personas tenían un granuja en el fondo de su corazón. Tal vez lady Swindon tuviera algo de ello también oculto en esas facciones angelicales, pero, lógicamente, una mujer es condenada si muestra su lado más... desenfadado.

Michael se ajustó las gafas con el dedo índice, estaba nervioso.

―El señor Fields me comentó que le hizo una visita hace unos días, para informarle sobre su nueva situación, y que yo soy el nuevo dueño de Garden Cottage ―inició la entrevista Michael con un tono de voz monocorde.

―Así es, señor Martin. Estoy al tanto de ello ―convino Margaret tranquila―. Y por eso mismo, es que quería solicitarle llegar a un acuerdo con usted y arrendarle la propiedad. Mis hijos y yo queremos seguir viviendo aquí y...

―¿Por qué desea seguir aquí? ―intervino Michael con curiosidad. No quiso interrumpirla adrede, pero los nervios lo traicionaban.

―Motivos personales ―respondió lacónica, manteniéndose hermética.

―Bien, entiendo. ―Michael, frustrado por no contar con más detalles, se pellizcó el puente de su nariz y rozó el cristal de sus gafas con torpeza. Como acto reflejo, sacó un pañito de gamuza para limpiarlo en el acto. Margaret lo observaba en silencio hasta que él terminó. Michael suspiró, debía ir al grano―. Lady Swindon, tengo el deber de informarle algo más delicado que su situación actual de vivienda. Verá, yo compré esta casa solo por usted.

―¿Por mí? ¿Podría explicarse mejor, señor Martin?, porque no entiendo nada de lo que dice.

―Empezaré por el principio... Hace unos meses, lord Swindon jugó una muy desafortunada mano de whist, donde yo era su oponente y resulté ganador. Desesperado, rogó por una última oportunidad para intentar recuperar lo perdido, pero no tenía nada de valor con él.

―Eso no me sorprende, mi esposo, no sabe cuándo detenerse. Además, su fama lo precede, nunca pierde.

―Es su peor defecto ―coincidió alzando las cejas.

―Continúe, por favor.

―Como lord Swindon no tenía dinero ni propiedades con qué apostar, la ofreció a usted junto con sus hijos como pago. En resumen, la apostó... y perdió.

Margaret, incrédula, entornó los ojos con fuerza. Aquello no podía ser cierto, ¡era una pesadilla, sin duda lo era! ¡¿Alexander la había apostado?! ¡Con sus hijos! Abrió los ojos con la ilusión de que fuera un macabro juego de su traidora imaginación. Pero Michael Martin estaba frente a ella. ¡Era real!

―Eso quiere decir que todo esto, usted y sus hijos me pertenecen, son de mi propiedad ―continuó Michael, intentando mantener un tono de voz neutral.

Margaret no podía hablar, con los ojos desorbitados miraba fijo a Michael, intentando entender, procesar todas y cada una de sus palabras. ¡No comprendía el alcance de todo ello! ¿Qué era ahora?, ¿un mueble, un animal del cual disponían a su antojo?

―Exijo ver la prueba, no pretenderá que crea semejante historia tan descabellada ―demandó altiva, intentando conservar la poca calma que tenía.

Michael asintió, no se sentía en absoluto ofendido, si él se hubiera visto en una situación similar no creería con tan solo la palabra de alguien. Con solemnidad, esculcó el bolsillo interior de su chaqueta, y extrajo un sobre de cuero. Se lo entregó a Margaret en un silencio ominoso.

Ella abrió el sobre, en su interior había varios documentos. Sacó todos los papeles y los revisó. Uno eran las escrituras de Garden Cottage, el otro se titulaba «Certificado de propiedad». En un simple trozo de papel, Margaret pudo reconocer la caligrafía de Alexander en la cual, con meticuloso detalle, le entregaba a Michael Martin a su esposa e hijos, renunciando a todos los derechos y deberes que tenía sobre ellos. Lo nombra como el único tutor de los niños, y propietario de la condesa. Firmas de los involucrados, sello, testigos.

Ahí tenía la prueba. Todo era real... Demasiado. No bastaba con haberla expulsado de su vida, literalmente, se deshizo de ella como si fuera una vaca vieja.

O como un trapo sucio, en medio del inmaculado suelo de mármol.

Sentía tanto dolor, pero la ira superaba ese sentimiento.

―¿¡Acaso es legal apostar a un ser humano!? ―estalló Margaret poniéndose de pie―. ¿Cómo él permitió que...? ¡Oh, Alexander Croft, eres un hijo de una real...!

―Cálmese, lady Swindon... ―Michael también se levantó y la tomó de los brazos.

―¿¡Cómo pretende de que me calme!? ―inquirió zafándose de las manos de Michael―. ¡Esto es inaudito! ¡Me niego rotundamente a ser de su propiedad! ¡Soy un ser humano, maldita sea, no una vaca!

―¡¿Y qué prefiere, entonces?! ―replicó Michael en el mismo tono, perdiendo el control―. Swindon la iba a apostar de todos modos a cualquiera que la aceptara como forma de pago. La salvé de caer en manos de un degenerado como lord Coldfield, que no hubiera dudado en venir a reclamarla en el peor sentido posible... ¿o tal vez usted hubiera preferido a lord Telford?, famoso golpeador de prostitutas ―explicó severo y con cierto tinte sardónico.

―No me diga que usted es mejor que ellos ―ironizó Margaret cruzándose de brazos.

―Usted no me conoce ―desafió acercándose a ella, tan solo un par de pulgadas los separaban―... y por supuesto que soy infinitamente mejor que ellos ―siseó, harto de que ella pensara lo peor de él.

―Los rumores dicen todo lo contrario, señor ―atacó sin piedad. Ese hombre la provocaba a decir lo que pensaba sin detenerse a medir las consecuencias.

―Yo no he escuchado rumores de Coldfield o Telford... he tenido la desgracia de presenciar sus «hazañas» ―aseguró Michael vehemente, recordando todas las veces que defendió a prostitutas y doncellas de sujetos como los mencionados―. De mí pueden decir cualquier cosa, menos que soy mentiroso o maltratador de mujeres.

―Dios santo... ―Margaret puso los ojos en blanco en un gesto de franca rebeldía.

―Por lo menos debería estar agradecida de que no tuvo peor suerte ―espetó Michael molesto... Ella era todo lo contrario a lo que supuso que encontraría. Su reacción fue peor de la que imaginó.

Ella estaba resistiéndose con dientes y uñas.

―¿Peor suerte?, ¿¡cómo puede ser eso posible!? Mi esposo me echó de mi casa como si fuera un trapo sucio, me relegó a vivir alejada de todo lo que conocí durante toda mi vida, apuesta esta casa, me apuesta a mí, a mis hijos... Me siento... oh, Dios. ―Se limpió con furia sus lágrimas, no quería llorar ante ese desconocido, pero ya era tarde―. Ya que soy suya, ¿qué hará conmigo, seré una especie de esclava?, ¿su querida? ―interpeló como si estuviera escupiendo veneno.

Una verdadera arpía... pero una de sangre caliente.

―Honestamente, no haré nada de eso... Esas jamás han sido mis intenciones, lady Swindon ―respondió Michael encogiéndose de hombros. Margaret entrecerró sus ojos con incredulidad.

―No me llame de ese modo. Me asquea y avergüenza llevar ese título ya que, al parecer, no tengo esposo. No creo que tenga sentido usarlo.

―Entonces, ¿cómo he de dirigirme hacia usted? ―interpeló Michael serio.

―Margaret Witney. Usaré mi apellido de soltera ―determinó decidida y se cruzó de brazos.

¿Witney?, ese apellido fue un balde de agua fría para Michael, ¡no podía ser tanta coincidencia! Ni siquiera el azar era tan retorcido. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal, una abominable sensación de haber cometido un delito sin saberlo. Necesitaba salir de esa incertidumbre en el acto, no había alternativa y se atrevió a preguntar:

―¿Witney?... ¿Usted tiene relación alguna con Andrew Witney, el vizconde Rothbury? ―preguntó suplicante, como si le estuviera rogando por una respuesta negativa.

―Él es mi hermano menor ―afirmó Margaret, teniendo un muy mal presentimiento.

¡Maldita sea!

―¡Oh por Júpiter!―exclamó mientras se revolvía el cabello con frustración. Emitió un ruido que Margaret no supo identificar como un gruñido o un sollozo. Tal vez eran las dos cosas juntas―. ¡Andrew me va a estrangular cuando se entere de todo esto!

―¿Cómo dice? ―preguntó desconcertada.

―Andrew es mi cuñado, está casado con mi hermana menor, Olivia. Ella es lady Rothbury ―explicó con voz cansina y murmuró una blasfemia que Margaret no alcanzó a escuchar.

―¿Olivia? ¿Esa Olivia que menciona en sus cartas?... ¡Oh, Dios mío!

―Creo que tengo un gran problema.

―Sí, creo que lo tiene.

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