Capítulo I
Richmond, 20 de noviembre 1818
Eran las nueve de la mañana cuando Lawrence, limpiaba con afán los asientos de la parroquia Santa María. Sus manitos ya estaban adoloridas y todavía le faltaba la mitad de la zona que le habían asignado. Otro par de niños estaban divirtiéndose cazando arañas, pues ya habían terminado su labor, eran más grandes, fuertes y rápidos que él.
El pequeño bufó sintiendo un atisbo de envidia, quería crecer pronto para poder irse de ahí. Deseaba con todo su ser poder trabajar en cualquier cosa cuando tuviera unos cinco años ―que era la edad mínima que permitía el vicario―. Ansiaba el día en que un adulto llegara, para conseguir a un aprendiz entre los niños que vivían el hogar en de huérfanos de la parroquia.
Aunque había un problema con ese plan, Lawrence no sabía cuánto tiempo debía esperar para cumplir cinco años. Pero, mientras tanto, debía ser el mejor de todos, y así, para cuando viniera un hombre ofreciendo un trabajo, comida y techo para un niño obediente, él sería el elegido.
La infancia de Lawrence había sido demasiado corta, y sin padres, todo dependía de él. Madurar, no era una opción, era una obligación.
Tenía un poco de frío, el aire se le colaba por el inexistente dobladillo del gastado pantalón que ya le quedaba estrecho y corto. Se limpió la nariz con la manga de la chaqueta, ya era el segundo día en que los mocos le corrían como agua. Todo partió con unos estornudos y, esa mañana, le costó un poco más levantarse, solo quería estar calentito en la cama un rato más. Pero el vicario, el señor Powell, si bien era amable, era implacable cuando se trataba de disciplina. Desde que Lawrence tenía memoria, se levantaba todos los días a las siete de la mañana, debía dejar la cama hecha, lavarse la cara, y tomar desayuno. A las ocho, al igual que los otros diez niños del hogar, ya estaba ocupado en alguna tarea asignada para esa jornada.
Siguió limpiando con afán, pero la risa escandalosa de uno de los niños, le hizo distraerse por un instante, y el trapo que estaba usando cayó al suelo. Tomó el trapo sucio y, un recuerdo tan fugaz como vívido, surcó su joven cerebro; una mujer enferma, de cabellos rojos como el vino. Estaba acostada en una cama y le tomaba las manos, las tenía frías y huesudas, «no dejes de luchar, hijo. Nunca», le susurraba.
Lawrence parpadeó. Aquella era una imagen recurrente que cada vez le asaltaba menos seguido, supuso que era su mamá, porque sentía una cálida sensación en su corazón cuando recordaba a esa mujer que, a pesar de estar enferma, era hermosa. El niño suspiró y apretó los labios para contener las ganas de llorar que le asaltaban cuando la recordaba. Todos los que estaban ahí con él, tuvieron una mamá y un papá alguna vez y, ahora, ya no tenían ni lo uno ni lo otro. Sin familia. El niño nunca supo nada acerca de su padre ―y tampoco lo recordaría si lo tuvo alguna vez―, por lo que, al igual que los otros chicos que estaban ahí, él estaba solo.
Terminó de limpiar el asiento, y prosiguió con el otro. La mayoría de los niños deseaban que alguna pareja sin hijos los eligiera para salir del hogar. Lawrence no esperaba nada de ello, solo deseaba crecer, crecer y ser grande... Ser alguien. Si lograba tener un trabajo, podría, algún día, comprarse todas las golosinas que existieran en el mundo, y comer los más exquisitos manjares para llenar su barriga que siempre gruñía. Una vez probó un caramelo, fue lo más delicioso que había comido en toda su vida.
Sí, iba a trabajar duro para no tener más hambre.
La puerta de la parroquia se abrió intempestivamente, haciendo que todos los niños miraran en aquella dirección. El señor Powell entró y, detrás de él, un caballero vestido de negro. Lawrence no veía caballeros a esas horas de la mañana y menos en un día que no fuera el del servicio dominical. El hombre capturó la atención del niño, era muy elegante, y miraba todo con interés.
―Niños, atención, formen fila frente al púlpito ―ordenó el señor Powell. Todos obedecieron en el acto. Lawrence dejó su labor, se limpió las manos en el pantalón y se ubicó al final de la hilera de niños que estaban firmes, con las manos atrás, expectantes y esperanzados ante la inusual visita.
Pero el niño no estaba impresionado, como para justificar que todos hicieran fila para saludar a la visita. Un caballero solo se presentaba en la parroquia para hacer donaciones. Sorbió su nariz y el eco resonó en todo el lugar. El vicario lo miró severo y el niño bajó la vista avergonzado.
―Niños, el señor aquí presente es Michael Martin, y ha venido a visitarnos para realizar un generoso donativo a nuestra parroquia...
Lawrence estaba distraído mirando sus zapatos gastados, esperando a que pronto terminara el señor Powell de hablar para poder continuar con su labor. Otra vez su mente vagó por el laberinto que era su memoria. La misma mujer, acariciándole la cabeza y besándole la mejilla, ¡qué linda era!, sus ojos verdes, eran del mismo tono que los ojos del gato que vagaba en la parroquia. «Te amo, Laurie. Siempre estaré contigo, hijo mío», decía la voz de ella, y su aroma era inconfundible, todavía podía sentirlo, era suave, como si lo llamara a estar siempre entre los brazos de ella... Mamá.
―Adiós, Laurie ―le susurraban sus compañeros dándole la mano, o revolviéndole el cabello. Lawrence alzó la vista sin entender muy bien lo que estaba pasando. Miró hacia el señor Powell y luego hacia el caballero... Michael Martes... Martin.
―Si me permite, señor Powell, quisiera estar un momento a solas con el niño mientras preparan sus pertenencias ―solicitó el caballero.
―Por supuesto, señor Martin ―accedió solícito el vicario―. Niños, al comedor, el señor Martin ha tenido la generosidad de agasajarnos con un delicioso banquete que ya está servido. Vamos, rápido, que no todos los días se desayuna dos veces ―apremió.
Al instante, Michael y Lawrence se quedaron solos. El hombre se agachó a la altura del pequeño y lo observó de una forma que él no podía interpretar. Al niño, no obstante, no le importó, le llamaba la atención las gafas que empezaban a empañarse.
Michael, al notarlo, esbozó una sonrisa, se quitó las gafas y se limpió las incipientes lágrimas con el dorso de su mano. El pequeño miraba fijo los ojos castaños del señor Martin, había algo familiar en ellos que no le hizo desconfiar.
―¿Sabes cuál era el nombre de tu madre, Lawrence? ―preguntó Michael, volviéndose a poner las gafas.
El niño negó con la cabeza.
―Tu madre se llamaba Laura ―reveló el señor Martin―. Era igual a ti, ¿la recuerdas? ―interrogó.
Lawrence, asintió y bajó la vista. Era poco, pero la recordaba, tal como hacía unos minutos y, ahora, el nombre de Laura resonaba en su frágil memoria como un estallido.
―No mucho, ¿cierto? ―continuó el hombre, el niño volvió a asentir―. Mira. ―De su bolsillo sacó un reloj muy elegante y lo abrió, en la cara interior de la tapa había un retrato en miniatura y se lo mostró a Lawrence―. ¿Es ella?
El niño observó la imagen y abrió sus ojos verdes con asombro. Era la misma mujer que veía en recuerdos y algunos sueños, era mamá, sí era ella. Volvió a sorberse la nariz, y sintió de nuevo las ganas de llorar, pero ya fue inútil reprimir.
―Mami ―susurró Lawrence, limpiándose la humedad de sus mejillas.
―Ella fue mi esposa ―reveló Michael―, y tú eres mi hijo.
Lawrence miró al caballero más asombrado todavía, ¿eso quería decir que él era su padre? Infinidad de preguntas se agolparon en su cabeza y no sabía cómo formularlas. Si ese hombre era su padre, ¿por qué había estado toda su vida en un hogar de huérfanos?, ¿por qué su mamá murió?, ¿dónde estuvo el señor Martin toda su vida?, ¿por qué no vino por él antes?, ¿se lo iba a llevar a otro hogar de huérfanos, o iba a vivir con él?, ¿tendría que trabajar para su padre?, ¿tenía más parientes, una familia?
Pero el niño no dijo nada, se sentía incapaz de emitir palabra alguna. De pronto, su joven existencia había sufrido un cambio que jamás imaginó. No sabía qué sentir o cómo actuar, volvió a mirar el suelo. A Michael se le desagarró el alma al ver a Lawrence tan perdido y desorientado. Alzó la barbilla del niño con suavidad.
―Nunca bajes la vista, hijo. Siempre la vista al frente, porque no has hecho nada malo. Sé que es difícil de entender todo esto ―dijo Michael, tomando de los hombros al niño, ¡qué delgado estaba, era tan pequeño!―. Pero lo iremos solucionando con el tiempo, te suplico que confíes en mí... ¿te puedo pedir una cosa?
―Sí, señor Martin ―respondió Lawrence, en apenas un susurro.
―Bueno, son dos cosas ―rectificó―. Primero, no me digas «señor Martin», soy tu padre y solo aceptaré que me llames «papá», y segundo, ¿te puedo dar un abrazo?
Lawrence nunca pensó en que le pedirían algo así, pero no era nada malo, por lo que asintió sin decir nada.
Michael Martin, después de tres años de incansable búsqueda, al fin pudo abrazar a su hijo. En un silencioso llanto sintió cómo se propagaba en su pecho el calor de ese cuerpecito menudo que, con timidez, respondía al abrazo. Michael nunca se había sentido tan feliz y a la vez tan triste. Solo había podido recuperar una parte de su pequeña familia, y se arrepentía con toda su alma de su debilidad y de sus fallos, que condenaron la vida de su esposa y, por poco, la de su hijo. Muy tarde se liberó del yugo que tenía sobres sus hombros, muy tarde desafió a su abuelo, el duque de Hastings, para tomar las riendas de su vida y de su independencia.
Los segundos pasaron lentos. Lawrence no sabía que los abrazos podían ser así de largos, pero el contacto no le inquietó, a pesar de sentir que su... papá, sollozaba. Tampoco sabía que los hombres sí podían llorar. Era algo prohibido, las lágrimas eran cosa de mujeres y demostraban poco carácter, según las palabras del vicario.
Michael, sin desearlo de verdad, rompió el contacto, con premura sacó un pañuelo de su bolsillo y se limpió la cara esbozando una sonrisa.
―Perdón si te asusté. Solo lloro cuando estoy muy feliz o atrozmente triste, y hoy siento las dos cosas ―explicó Michael a Lawrence.
―¿Pod qué está tiste? ―preguntó Lawrence articulando, por primera vez, más de dos palabras seguidas.
―Porque no puedo abrazar y besar a tu madre, ni hablar con ella. Porque ella ya no está ―respondió con sinceridad―. ¿Me acompañas al cementerio?
A Lawrence, le extrañó esa petición. El cementerio estaba atrás de la parroquia. Nunca había visitado esa parte, pues no les permitían a los niños del hogar ir ahí y, ganándole la curiosidad, aceptó.
Michael se levantó, tomó la mano de Lawrence y se dirigieron al cementerio. Rodearon la parroquia y, de inmediato, pudieron divisar las lápidas llenas de musgo. Caminaron lento por el camposanto, según las indicaciones que le dio el señor Powell a Michael, la tumba de Laura estaba en el extremo sur.
No conversaron, solo se escuchaban sus pasos y el susurro del viento frío. Lawrence miraba todo con curiosidad, y Michael estaba abrumado, con millares de sentimientos encontrados. Desde hacía un par de semanas, supo a ciencia cierta qué había ocurrido con su esposa, después de perderle la pista en Cornwall. Gracias al destino y por un incidente legal que tuvo su hermana, Olivia Witney, vizcondesa Rothbury, con su abuelo, lograron recuperar las escrituras de una propiedad que le habían legado.
En esa ocasión, aparte de las escrituras, su padre, Albert Martin, marqués de Bolton, se llevó todo lo que había en la caja de hierro; donde el viejo duque tenía escondidos muchos documentos, cartas, diarios de vida y, entre ellos, toda la correspondencia que Hastings intervino entre su esposa y él. Michael tenía la hipótesis de que el viejo duque tenía una manía enferma de conservar las evidencias de sus pecados en vez de destruirlas. Eran como trofeos que demostraban su poder sobre las personas que lo rodeaban. De hecho, todas las cartas estaban selladas.
En cuanto confirmó la dolorosa veracidad de las cartas, Michael le escribió al señor Powell, y una vez que el vicario respondió todas sus dudas, emprendió el viaje a Richmond, apenas avisándole a su padre y a su hermana. Ya habían pasado cuatro días desde que salió de Londres. Estaba tan desesperado por encontrar a Lawrence, que casi no podía creer que estaba tomándole la mano, yendo a visitar la última morada de su esposa.
―Aquí es ―señaló Michael sintiendo un dolor profundo en su alma. Su corazón ya se había hecho pedazos cuando se enteró de su fallecimiento, y se pulverizó, leyendo impotente, las cartas que su esposa le enviaba y de las cuales, nunca obtuvo respuesta. Hasta el último día de su existencia, Laura no había perdido la fe en él. Y, en ese instante, al ver el nombre de ella en la lápida sin adornos, sintió que su muerte era un hecho real, tangible―. ¿Sabías que tu mamá está enterrada aquí? ―preguntó Michael al pequeño, él negó con la cabeza―. ¿Sabes leer? ―Lawrence volvió a negar―. Dice, «Laura Martin, nacida el 16 de febrero de 1792, fallecida el 10 de mayo de 1815». Solo eso... creo que haremos una nueva para ella, una que sea más digna y testifique su paso por esta vida. Iremos al pueblo a contratar un artesano y le pediremos que hagan una más bonita y que sea de mármol, y la visitaremos siempre ―decidió Michael.
Lawrence se arrodilló sobre la tierra y puso su manito sobre la fría piedra de arenisca, acarició las letras que conformaban el nombre de su madre y lloró. Lloró como nunca en su vida, porque apenas la recordaba, porque, por algún motivo extraño, siempre la añoró y vivió siempre con ese vacío inmenso de estar solo en el mundo.
Pero ya no lo estaba, tenía un padre, que estaba arrodillado al lado de él tomándole la mano, llorando como él, por su mamá.
―¿Me perdonarás algún día, Laura?, ¿lo harás? ―murmuraba Michael entre sus sollozos―. Te amé, tú sabes que lo hice. Pero era joven, estúpido y cobarde. Y pagaste con tu vida mis debilidades... Te juro por nuestro hijo, que siempre haré lo humanamente posible por no fallarles de nuevo... te lo prometo. No volveré a cometer ese error ―afirmó desde el alma, llorando a su esposa, resignándose al fin de que era un hombre viudo.
Lawrence estaba impactado por aquellas palabras, las entendía casi todas, pero no tenían demasiado sentido para él. No obstante, el señor Martin, su padre, lo conmovió. De verdad estaba sufriendo, esa tristeza que embargaba hasta el aire que respiraban, era verdadera.
Michael volvió a sacar su pañuelo y se secó las lágrimas, después hizo lo mismo con Lawrence. Se levantaron y se quedaron en silencio.
―Señor... papá ―dijo el niño de pronto, alzando su mirada hacia Michael, qué alto era―. ¿Me va a llevad de aquí, voy a tabajad con usted? ―preguntó con inocencia.
Michael le sonrió, y pensó que, aunque había llegado tarde, sí estuvo a tiempo de impedir que su hijo tuviera una vida llena de peligros y sacrificios.
―Lawrence Martin, tú irás donde yo vaya. Trabajarás en muchos años más, cuando seas un adulto. Heredarás un ducado y mucha gente dependerá de ti. Pero primero, lo más importante que debes saber, es que no volveré a separarme de ti. Somos familia, y la familia siempre debe estar unida ―declaró solemne.
En la cabeza de Lawrence resonaba la palabra familia. Pero el rugido de su estómago interrumpió sus pensamientos con brusquedad.
―¿Tienes hambre? ―interrogó Michael, incluso él escuchó el sonido y le partió el corazón.
―Mucha, se... papá ―admitió Lawrence sintiendo cómo sus mejillas se arrebolaban.
―Entonces vamos a buscar tus cosas, iremos a la posada donde me estoy alojando y comeremos algo delicioso ―ofreció dándole la mano―. Sirven un pastel de carne, exquisito.
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