Prólogo

«Ten fe ciega, no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas.»Horacio Quiroga

—Cumpleaños feliz, te deseamos a ti. Feliz cumpleaños, Isidora, que los cumplas feliz...

Ahí estaba ella, rodeada de toda su familia y frente a una torta a punto de incendiarse con treinta velitas, listas para ser apagadas. Treinta años, a veces ella se sentía en la flor de la juventud, y había otros días, como este, en que sentía que ya había vivido demasiado. Miró fijo las velitas...

—¡Pide un deseo, Isi! —gritó alegre su hermano Leonardo, sacando a Isidora de su ensimismamiento—... Ese deseo no, cochina —bromeó.

—¡Silencio, Petardo!, que no me concentro —replicó molesta.

Isidora se dio cuenta de que no tenía solo un deseo para pedir, más bien, tenía una lista kilométrica, deseaba tantas cosas al mismo tiempo. Deseaba que el jefe de su unidad la dejara en paz, estaba harta de hombres que se las daban de macho alfa pero en realidad solo eran una pose, y también estaba aburrida de los que eran todo lo contrario, una sarta de pelmazos sin carácter que renunciaban sin intentar nada. Qué no daría ella por conocer un hombre de verdad, que no deseara someterla, que respetara su libertad. Un hombre tan seguro de sí mismo que no tuviera que reafirmar su hombría usándola para vanagloriarse con sus amigotes, o que intentara disminuirla hasta convertirla en una sombra. Ella había logrado mucho en el plano material y profesional, pero a la vez deseaba no sentir que el tiempo se iba muy rápido. Deseaba poder compartir sus días con alguien. Deseaba amar a alguien. Deseaba con todo el corazón que...

—Ya po'h, Isi, se va a derretir la crema —presionó nuevamente su hermano.

«Leonardo de mierda», blasfemó mentalmente ella, a veces su hermano era enfermante. Debió guardarse un rato más el secreto de que no iba a ponerlo en vergüenza en frente de su nueva cuñada. Estuvo cagado de susto durante todo el día, y se lo gozó minuto a minuto, pero ella lo adoraba pesar de todo, y se apiadó de su pobre alma. Ahora que él estaba relajado, volvía a ser el mismo hinchapelotas de siempre.

—¡Cállate, Leo!, me demoro lo que quiero con mis jodidos deseos.

Tanto divagó, que se le olvidó lo último que deseaba, ni modo, sopló sus velitas con un poquito de esperanza, que rápidamente se esfumó junto con el humo del fuego extinto. ¡Cómo si de verdad se cumplieran los deseos de cumpleaños!, ¡já! Nunca se le ha cumplido nada, ni siquiera esos deseos cochinos de los que hablaba su hermano.

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