Capítulo I
«No mires hacia atrás con ira, ni hacia adelante con miedo, sino alrededor con atención.»James Thurber
Tres meses después, martes por la mañana...
—Detective Apablaza, ya estamos con esto. Vamos —dijo su nuevo compañero de trabajo, apurándola. Bueno, más bien, ella era la nueva. Hacía dos semanas que la habían trasladado de unidad.
—Ya... solo deme cinco minutos más.
Isidora es una mujer que adora su trabajo, es, como ya pueden imaginar, detective. Pero no cualquier detective, ella es forense del Laboratorio de Criminalística de la Policía de Investigaciones, más comúnmente conocida como LACRIM de la PDI. Tiene varias especialidades, y a pesar de que la mayor parte de su tiempo la pasa en el laboratorio, prefiere estar haciendo trabajo de campo. Tomar muestras, fotografiar, medir distancias, conjeturar hipótesis, dejar que la «escena hablara», esa era la parte que más le gustaba. Claro que ella a veces perdía el control de su desbordante imaginación y elucubraba las más inverosímiles teorías, solo por el gusto de inventar una buena historia. Al final, las pruebas y los hechos se imponían, y sus historias se convertían casi siempre en algo más desalentador y macabro.
Y ahora, está agachada observando todo a su alrededor desde abajo, siempre intentaba observar las cosas desde otra perspectiva, por si se le escapaba algún detalle. Nunca se sabía en qué momento encontraría la pieza que completara el rompecabezas.
La escena en la que se encontraba era lo que quedaba de un incendio, el fiscal llamó de inmediato al LACRIM, ya que en el último tiempo los incendios se estaban volviendo sospechosamente recurrentes en el mismo sector y tenían similares características, pero hasta el momento se manejaban varias hipótesis: eventos aislados sin conexión alguna, un pirómano, venganza entre pandillas, mexicanas extremas entre narcotraficantes o alguna moda enfermiza para silenciar el equipo de música de algún vecino que abusaba de sus decibeles.
—Señor, su superior me indicó que ya terminaron aquí. —La voz masculina que sintió a sus espaldas, la sacó de sus cavilaciones y de inmediato Isidora se levantó con la intención de ver la fuente de donde salía esa voz vibrante y profunda que le hacía recordar a su primer amor... Elvis Presley, ella adoraba la voz de «El Rey». Eran muy pocas las personas, por no decir ninguna, que tenían ese timbre tan varonil. Su cuerpo la traicionaba cuando sentía esa voz grave, por alguna absurda razón se ponía nerviosa.
Se giró rogando secretamente que aquel hombre tuviera la maravillosa combinación de ojos azules, cabello negro, nariz perfecta y piel tostada. Pero para desilusión suya, solo se trataba de un bombero bastante alto y sucio, así que lo único que pudo apreciar entre todo el hollín de su cara fue una sonriente hilera de dientes blancos. Bueno, la luz del lugar y su uniforme tampoco eran de mucha ayuda para poder apreciar otros atributos de él.
—No soy «señor» —señaló Isidora un poco cortante y molesta por su decepción. Cuándo mierda iba a aprender que «El Rey» estaba bien muerto y que no había nadie en este mundo que se le igualara.
—Perdón. —El bombero no se sentía realmente mortificado—. No fue mi intención... es que todos ustedes se ven iguales con ese traje de la NASA.
A pesar de que aquel hombre poseedor de ese enloquecedor timbre de voz, aparentemente, no cumplía con sus expectativas físicas, a Isidora sí le pareció que él era agradable y que al final el pobre sujeto no era el culpable de no ser la reencarnación de Elvis.
—No se preocupe, ya terminé acá... solo estaba dándole una última repasada a la escena. Ya me iba.
El bombero sonrió aún más, había estado hace rato observando a aquella mujer. Sabía que lo era, había que ser estúpido para no notar su figura esbelta y femenina, a pesar de ese horrible overol blanco y sin forma que usan los agentes del LACRIM. No sabía a ciencia cierta qué fue lo que le impulsó a jugarle una broma fingiendo no reconocer que era una mujer llamándola «señor», ¡diablos!, ella sí que se molestó, sus ojos casi lo fulminaron... Qué lindos ojos tenía, no podía apreciar bien el color, pero sí que le llamaba la atención la forma y el tamaño de ellos. Tenían algo que él no podía identificar, pero se sentía poderosamente atraído por ellos.
—A su juicio, ¿este siniestro fue intencional o simple mala suerte? —preguntó él por mera curiosidad para ver que le decía ella.
—¿Quiere compartir información? No puedo dar detalles de la investigación, ¿acaso es usted el técnico que llevará a cabo el informe de bomberos?
—Así es, voluntario Manuel Rodríguez, a sus órdenes.
—¿De verdad? —interrogó incrédula levantando una ceja.
Siempre ocurría lo mismo, Manuel pasaba eternamente por el mismo suplicio cada vez que se presentaba, maldita la hora en que a sus padres le pareció gracioso ponerle el nombre de uno de los padres de la patria. «¡Claro!, pónganle Manuel Rodríguez nomás al niño, total nadie lo va a molestar», «¡Eso!, póngale así, los libros de historia me avalan, ¡por la patria!», ironizó él en su fuero interno... y ahora debía venir la broma correspondiente de parte de ella...
¿Nada?, ¿de verdad nada?, vaya qué sorpresa.
—De verdad, ese es mi nombre —prosiguió—. Yo hice mis apuntes preliminares para mi informe, una vez que el siniestro se controló. Pero necesito dar una repasada final a la escena, usted me entiende... —Inclinó un poco la cabeza—. ¿Señorita Apablaza?
—¿Cómo sabe mi nombre? —preguntó sorprendida.
—Está escrito en su mameluco espacial —respondió un tanto arrogante mirándola a los ojos.
Isidora se sintió estúpida y en pocos segundos todos los tonos existentes de rojo se le fueron a la cara y bajó la vista al suelo. Detestaba sentirse así, odiaba de verdad esa sensación, e inmediatamente se puso de mal humor.
—Cómo sea, de todas formas no le responderé su pregunta. Si me disculpa... —Ella comenzó a dar zancadas largas y briosas, para salir de una vez por todas del lugar y escapar de la envolvente voz y mirada ese hombre tan irritante.
—¿Ya vio el segundo cadáver? —preguntó Manuel con una sonrisa triunfal en sus labios, sí que estaba disfrutando molestar a la detective Apablaza.
Isidora se detuvo en seco, ¿de qué carajos hablaba ese tipo? Se dio media vuelta y se puso en frente de él mirándolo fijo con los ojos entrecerrados.
—¿De qué segundo cadáver me habla?, solo estaba el hombre chicharrón que solía ser narcotraficante.
—¿No vio a la pobre rata que está arrinconada en aquella esquina? —Y desvió la vista hacia el lugar donde se suponía que estaba el otro fiambre.
—¿Qué?, por favor, deje de bromear. No me haga desperdiciar mi tiempo. —Isidora ya estaba perdiendo su paciencia y su temple, y ese molesto hombre estaba a punto de conocer el verdadero sentido de la expresión «aquí va a arder Troya».
—Estoy hablando en serio, detective. —Manuel levantó sus manos en son de paz—. Allí, atrás de lo que era antes un sillón.
—¿Y qué tiene de importante una rata muerta?
—Yo, en su lugar, le echaría un ojo.
Isidora estaba en un verdadero predicamento, ¿le hacía caso, o no? ¡Qué hombre más insufrible!, la estaba sacando de sus casillas con mucha facilidad. Finalmente el deber y el sentido común se impusieron, tenía que tomar todas las posibles pruebas, aunque fuera una rata muerta. Resopló resignada, se volvió a poner la mascarilla, los guantes, las antiparras de seguridad y se dirigió donde le indicaba Manuel.
Ahí estaba el minúsculo cadáver de la rata chamuscada, al lado de la una mala instalación eléctrica expuesta, estaba bastante alejada de lo que se suponía que era el punto de origen del incendio.
—¿Ya la vio?
—Sí... no veo nada extraño... —Apenas terminó esa frase vio algo «extraño»—... Espere, ¿las ratas no tienen tripas de plástico verdes, negras y rojas?
Isidora agudizó más la vista y se acercó un poco más. «¡Maldita luz, no sirve para nada!», pensó ella sobre la precaria iluminación del lugar y encendió su linterna de bolsillo. El interior del pequeño cadáver ratonil estaba repleto de restos del plástico que recubre los cables eléctricos.
Manuel la observaba con atención, no se perdía ningún detalle de cómo ella se movía. Por una milésima de segundo ella le pareció una criatura fascinante. «Sí, claro, igual de fascinante que el resto de las tres mil millones de mujeres en el mundo», pensó restándole importancia.
—Creo que la última cena de nuestro infeliz bicharraco fue el culpable de esto —sugirió él.
—Puede ser... no se puede descartar nada —concordó ella.
Isidora, procedió a tomar fotografías, mediciones y muestras, y finalmente, metió en una bolsa plástica a la prueba-chicharrón.
«Es probable que el voraz apetito del roedor sea el culpable de todo esto, si mordisqueaba cables por todos lados solo era cuestión de tiempo que se provocara un corto circuito que desencadenara el fuego», pensó Isidora, dándole la razón a Manuel. Aunque no reconocería en frente de él que su hipótesis era la más probable de todas. Todo era extraño en ese siniestro, todas las evidencias parecían ser piezas inconexas que no tenían relación una con otras, pero este detalle, que por poco pasaba por alto, era lo que unía todo y le daba sentido.
—¡Detective Apablaza! —llamó nuevamente su compañero.
—¡Ahora voy! —replicó molesta, no había caso, tendría que recurrir al chocolate el día de hoy para calmarse—. Gracias, por su colaboración, señor «húsar de la muerte». —Se había guardado la broma, pero finalmente igual se la lanzó por pesado, irritante y molesto.
Manuel, por primera vez en años, rio de buena gana por la burla a costa de su nombre. Sabía que él era el culpable del agrio humor de esa detective mal genio.
—Para otra vez será, detective.
«Sí, claro. Diez veces más, pero en la siguiente vida... ¡Idiota!», pensó Isidora, y se retiró airada y a paso veloz de la escena. Una barra gigante de chocolate con almendras rebosante de azúcar y calorías se comería, ¡sí, señor! Eso sería suficiente para aplacar toda esa molesta situación.
Manuel observó a Isidora hasta que la perdió de vista. ¡Qué mujer!, era todo un espectáculo.
—Qué buen rato me hizo pasar la detective, es tan fácil sacarla de quicio —dijo Manuel en voz alta y para sí mismo—. Veamos si encontramos algo más desde abajo. —Se agachó y comenzó a realizar el mismo ejercicio que estaba haciendo la detective Apablaza hace unos minutos atrás, de hecho, él también hacía siempre lo mismo. Otro ángulo siempre daba otras alternativas.
Un objeto metálico en el suelo le llamó la atención.
—Mal genio y distraída, pésima combinación —concluyó al recoger la linterna de bolsillo de la forense—. Y unos ojos muy bonitos, y también un muy buen par de...
—¡Manuel, el comandante por radio! —anunció un compañero desde el otro lado de la zona acordonada.
—¡Voy! —Se metió la linterna en uno de sus bolsillos y fue a atender el llamado.
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