Capítulo III
Era de madrugada cuando Libertad llegó a su casa. Todo estaba en silencio, se fue a su habitación y revisó su celular. Leyó el WhatsApp y vio que sus amigas ya estaban que trepaban por las paredes al no tener noticias de ella, veinte llamadas perdidas y un par de mensajes de voz.
Les dejó un mensaje de que todo estaba bien y que no se preocuparan, también les contó que había ganado la carrera y que se dio unos besitos locos con Marcos. Sí, sabía que les mentía, pero era porque sabía que le iban a reprender por tropezar con la misma piedra (otra vez) y no estaba de ánimos para responder preguntas. Estaba cansada.
Agotada.
Se dejó caer como un saco de papas sobre la cama y quedó inconsciente.
*****
—¿Qué es ese espantoso ruido? —Libertad escuchaba entre sueños una balada romántica antigua que se mezclaba con reggaetón. Sus vecinos estaban compitiendo por quien tenía el volumen de la música más fuerte. El sonido musical mezclado era ridículamente confuso.
«¡Pero si solo llevo cinco minutos durmiendo! ¿Es que nadie se apiada de mi pobre alma?», pensó ella sintiendo lástima y pena por sí misma.
Enterró la cabeza en la almohada y cayó en la cuenta de que era de día, con un sol asquerosamente radiante para su gusto y definitivamente nada bueno para sus ganas de seguir durmiendo. Se incorporó, buscó su celular y vio la hora ¡Las una y media!
—¡Cómo mierda han pasado ocho horas!, ¡voy a llegar tarde al trabajo! ¡¡¡Mamaaá, ¿por qué no me despertaste?!!!
—¡Pero si lo hice!, ¡me dijiste que ya te levantabas! —gritó su madre desde otra habitación—. ¡Eso fue hace dos horas! ¡Eres una irresponsable! ¡No soy tu alarma personal, chiquilla floja!
Como Libertad ya no tenía tiempo para perder en discutir con su madre, emprendió una frenética carrera al baño. En tiempo record se duchó, se vistió, preparó sus cosas y se fue corriendo al paradero de locomoción colectiva.
Cuando iba llegando, el microbús ya había recogido a todos los pasajeros y empezaba a moverse. Por más que le hizo señas al conductor, éste no detuvo la máquina y Libertad tuvo que esperar unos eternos diez minutos a que llegara el veintiúnico microbús que la llevaba al metro.
—Este es uno de esos días en que no debí levantarme... ¡Qué mala suerte!, ¡estoy meada de perro!
Ya se estaba empezando a hacer la idea de la severa reprimenda que le iba a dar su jefe, un viejo negrero que se aprovechaba de cada oportunidad que tenía para ir al filo de la legalidad, y sacarles el jugo a sus empleados. Sobre todo si eran mujeres.
Libertad ya estaba curtida con el trato con su jefe, pero no era agradable tener que darle explicaciones y sacar la artillería pesada para responderle a cada cosa que le dijera el viejo infumable.
Después de quince minutos (ya que nadie era puntual en la ciudad), al fin pudo tomar el siguiente microbús. Afortunadamente se pudo sentar y se puso sus auriculares, Bruno Mars empezó a cantar Young Girls y Libertad se durmió profundamente en tan solo un minuto.
De pronto despertó de golpe, literalmente, gracias a un frenazo del chofer, la cabeza de Libertad quedó estampada en el asiento que tenía adelante. Siempre le dijeron que tratara de no dormirse muy profundo en un microbús. Hoy olvidó esa advertencia.
Tenía un dolor tan grande en la cabeza, le retumbaba todo, trató de enfocarse y ver qué era lo que pasaba, se tocó la frente esperando a ver sangre. No había nada. El microbús emprendió la marcha de nuevo. No supo por qué frenó.
—¿Está bien, señorita?
Libertad tardó unos segundos en ver de dónde provenía esa voz, no era una voz ultra grave, pero sí muy masculina y agradable. Miró hacia los lados, no había nadie.
—Acá atrás. —El desconocido le tocó el hombro. Libertad dio un respingo y se dio vuelta. Vio a un hombre joven con el semblante serio, que no tenía nada que ver con la agradable voz que había oído.
Ella se había golpeado en la cabeza pero eso no le impidió sus facultades de darle una rápida repasada visual a la persona que tenía en frente. Él era joven, no más de veintisiete, serio, ojos castaño claro al igual que su cabello que lo tenía corto y un poco revuelto, barba a medio crecer, tal vez de dos o tres días, y lo que podía ver de su cuerpo era muy bueno para la vista. A pesar de su seriedad sus facciones no eran duras y su piel era trigueña. Todas estas características daban un resultado que cualquiera podría decir que era un hombre promedio, pero en el caso de él, tenía algo especial que Libertad no podía describir.
Tal vez fue el golpe en la cabeza.
—¿Cuántos dedos ve? —El joven desconocido y serio, le mostró el dedo índice y lo movió de izquierda a derecha para que Libertad lo siguiera con la vista.
—¿Uno? —Libertad estaba más confundida por la pregunta que le habían hecho, que por la probabilidad de ver doble.
—Bien, ¿no va a ir a la posta o algo así para que la revisen?, de verdad se dio un buen golpe.
—¡No! —casi chilló—, no, no es para tanto. Me pilló desprevenida la frenada.
—La pilló profundamente dormida. No debería ir a dónde quiera que vaya en esas condiciones. —Eso último casi lo dijo como una orden.
—De verdad estoy bien...
—Ok, como quiera, de todas maneras le aconsejo que tome la patente del vehículo, la fecha y la hora en caso de que tenga cobrar el SOAP, si es que lo llegase a necesitar. Puede respaldar esa información con los datos del chip de su tarjeta Bip.
—¿SOAP, la Bip? Perdón es demasiada información, estoy un poco atontada con el golpe, nada más. Gracias por la preocupación.
—Es lo que cualquier persona haría. —El desconocido desvió la vista hacia la ventanilla y abrió un poco los ojos sorprendido—. Me tengo que bajar, que tenga un buen día, señorita. —Se levantó de su asiento un poco apurado, y tocó el timbre para bajar del microbús.
—G-gracias. —Fue lo único que atinó a decir Libertad, estaba casi abrumada por este hombre serio, que a pesar de su juventud nunca la tuteó. Probablemente toda esta confusión era producto del golpe.
Finalmente Libertad siguió su camino con una sensación rara a la que no le dio mucha importancia, debía llegar pronto a su trabajo.
*****
—¡La hora de entrada es a las dos y media, no a las tres y cuarto! —vociferó don Tulio, el jefe de Libertad.
—Lo sé, don Tulio, ¿ve este chichón en mi frente? Me lo hice en mi trayecto para acá, pude haber ido a la posta, pero decidí que era mejor llegar tarde, que no venir. Después le compenso los minutos que llegue atrasada, no se preocupe por eso —excusó—... Viejo amargado, se nota que le hace falta un buen polvo —masculló Libertad.
—¿Cómo dijo?
—Nada, don Tulio.
—Acá nadie es indispensable señorita. Llegue a la hora. Si no le gustan las reglas la puerta es bien ancha.
Ganas no le faltaban a Libertad de seguir contestándole al viejo insoportable de su jefe, pero tenía otras cosas en su cabeza (aparte del chichón) y no iba a seguir perdiendo el tiempo.
—¿Puedo ir a trabajar ya? —dijo harta de escuchar la perorata de don Tulio, mientras que mentalmente decía, «...Y así no te veo la cara de almorrana, viejo de mierda. Dios, apiádate de mi alma y haz que se quede mudo».
—Vaya, y que no se vuelva a repetir —autorizó don Tulio secamente.
Libertad se fue rápidamente a su estación de trabajo, lanzándole mentalmente a don Tulio, todos los improperios que sabía (e inventó algunos nuevos para su diccionario de vulgaridades que luego compartiría con sus compañeros de trabajo). Se instaló en un gran mesón de acero para cocinar cantidades industriales de alimentos y comenzó con su labor. Libertad trabajaba en el servicio de comida, que proveía almuerzos a los trabajadores del edificio corporativo que se levantaba sobre sus cabezas y que se encontraba del otro lado de la ciudad.
Trabajando incansablemente se le fue el turno de la tarde entre verduras, frutas, masas, y un sinfín de platos que debían ser preparados para el día siguiente. Bromeaba con sus compañeros de trabajo, y reía de buena gana. El día mejoró notablemente cuando don Tulio salió a hacer un par de trámites, y el ambiente laboral se distendió aún más.
A veces trabajaba de mañana, otras veces de tarde, y también hacia turnos de tarde-noche. Era un trabajo exigente, pero a ella le encantaba. Algún día tendría su propio negocio de banquetería, así que de momento aprendía todo lo que podía.
Su jefe le podía colmar la paciencia hasta a un santo, y en cualquier momento le cantaría sus cuatro verdades y lo mandaría a la punta del cerro con escándalo, pero todavía no era el momento. Renunciar siempre ha sido la última opción para ella, y eso aplicaba en cada aspecto de su vida.
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—Mierda, ¡cómo me quedó la frente, esto está horrible, horrible! —Libertad se miró por primera vez en el espejo del camarín de mujeres, realmente era feo el chichón y ya estaba tomando un color raro. Suspiró cansada, y se acordó del desconocido que se preocupó por ella, y sonrío.
—Ay que estaba bueno ese hombre, no le pregunté ni el nombre. —Haciendo un mohín se tocó la frente y se quejó un poco, aún dolía.
Salió del edificio cuando ya era de noche, el ambiente era fresco pero agradable, y emprendió nuevamente el camino a su casa, como todos los días.
Libertad todavía vivía con sus padres. La relación con ellos no digamos que era de las mejores, y tenía que lidiar con su padre que era muy conservador y siempre le recordaba sus errores. Su madre no era una mujer de mucha opinión, y solo callaba. No soportaba muchas horas seguidas de convivencia con ellos, así que Libertad siempre buscaba una excusa para no estar en casa.
Al bajar del microbús comenzó a caminar rápido. La calle estaba desierta y eso le daba una sensación de inseguridad que le agudizaba los sentidos, siempre usaba zapatillas para correr en el caso de que la situación lo ameritara.
De la nada, alguien le habló.
—¿Señora, tiene una moneíta que me regale?
—¿Señora?, a éste qué le pasa, si no soy una vieja —murmuró molesta.
Libertad siempre tenía algunas monedas para los zombies que deambulaban por las calles, era como un peaje que tenía que pagar para poder transitar tranquila. Empezó a revisar sus bolsillos para sacar cien pesos, sin dejar de caminar. Y cuando le iba a dar el dinero, de pronto sintió por la espalda una punta metálica. Libertad abrió los ojos como platos y transpiró helado. En una fracción de segundo, el miedo empezó a apoderarse de su ser. El corazón bombeaba sangre rápidamente. Su cuerpo se preparaba para luchar.
«Mierda, esto no puede estar pasando», la mente de Libertad trabajaba a mil por hora, pero ella estaba paralizada, no se movía.
—¡¡Entrega la mochila, puta maraca!! —gritó el hombre que la amenazaba con la cortaplumas, mientras que el otro tomó un asa de la mochila.
—N-no... no tengo nada que te sirva, solo ropa. —Se sorprendió de sí misma de que pudiera hablar aún, mientras pensaba «No, mi celular no, está casi nuevo, ni siquiera he pagado dos cuotas».
El par de hombres comenzaron a tratar de quitarle la mochila. Forcejearon unos segundos, y Libertad sintió un golpe seco en la cabeza.
Otro más.
El segundo del día.
Y todo se fue a negro...
*****
—¿¡Qué te dije, hueón!? ¡En el barrio no! ¿Ahora eres un puto doméstico? ¡¿Qué no aprendes nunca, pedazo de mierda?!
Libertad comenzó a recobrar la conciencia, no sabía si estaba soñando o si estaba despertando. Estaba mareada y solo podía distinguir a dos hombres, uno pegado a la pared sujetado de la ropa por el otro que lo zamarreaba y tenía su mochila en sus manos. ¡Cómo le dolía la cabeza! Cerró los ojos, para que no le siguiera doliendo, hasta la luz del alumbrado público le molestaba.
—Puta solo quería un monito, hermanito.
—No soy tu puto hermano, y como que te pille haciendo esto de nuevo, le voy a decir a Ángel que no te venda ni un solo mono más. ¿Cómo se te ocurre robarle a tus vecinos?, ¡imbécil!
Lo volvió a zamarrear, y le dio un palmazo en la cabeza.
—Ándate, y dile lo mismo al gusano cobarde de Maikel, que me entere que se las dan de domésticos de nuevo y ningún mono más para ustedes.
El zombie corrió, y se perdió en tres segundos.
El hombre se volvió a ver a Libertad, se agachó y frunció el ceño al ver un moratón en la frente, y luego revisó su cabeza en busca del golpe que le propinaron el par de zombies.
Libertad, abrió los ojos, y vio al joven que tenía al frente. Lo reconoció al instante.
—No te pregunté tu nombre —dijo Libertad, no se le ocurrió nada mejor que decir.
—No, no lo hizo, nuestro encuentro fue breve. —Ahí estaba de nuevo hablándole de usted. El desconocido siguió revisando la cabeza y sintió humedad. Miró su mano y vio sangre.
—¿Por qué me tratas de usted?, no soy ninguna vieja. —Libertad trató de incorporarse, pero el desconocido no la dejó.
—Mi abuela era muy estricta, siempre me inculcó que debía tratar de usted a las personas que no conocía, a las que son mayores que yo, y a las señoritas. Usted, cumple con dos requisitos para ser tratada de «usted»... No se mueva, su cabeza está sangrando.
—¡¡¡¿Qué estoy qué?!!!! —Ahora sí que se asustó Libertad, no soportaba la sangre, le daba fobia, repulsión. Sintió que la boca se le llenó de saliva, iba a vomitar como la niña del exorcista en frente del desconocido que estaba bueno.
—Cálmese, respire hondo, no la voy a dejar. Vamos a ir a un consultorio para que le suturen la herida, no es grave. No se desmaye por favor.
Demasiado tarde para pedir eso, Libertad se desmayó.
—¿Y ahora qué hago con la muerta? —El desconocido se levantó, se rascó la cabeza. No había ni siquiera un taxi, a esa hora no entraban a la villa.
Pensó por unos momentos qué era lo mejor. El consultorio más cercano estaba a unas diez cuadras, demasiadas para llevarla en brazos y podría tomarle demasiado tiempo. Su casa estaba a unas tres cuadras y era mucho más cerca. Tampoco no sabía dónde vivía la joven que tenía inconsciente a sus pies.
No había más opción. Se encogió de hombros resignado. Tomó en brazos a la mujer y se la llevó.
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