Capítulo II

Después de la adrenalina, la euforia y el dinero en su bolsillo, Libertad estaba con emociones encontradas. Con la velocidad se sentía libre, al límite, llena de júbilo, se sentía viva. Pero también sabía que apostaba el pellejo con juegos tan peligrosos, ya había perdido un amigo mientras competía, un horrible accidente, y eso la marcó para siempre. No quería dejar su vida a mitad de camino, y seguir compitiendo significaba tentar a la suerte todo el tiempo. La muerte y toda la tragedia que eso arrastraba no la quería para ella, ni para sus seres queridos.

Así estaba Libertad, mirando su auto fijamente, pensando en que ya todo había terminado y en cómo tendrían que ser las cosas ahora. No prestaba atención a nada a su alrededor, de pronto una mano se cruzó en su campo visual. Era Marcos... para variar.

—¿Cómo estai?, pareciera que hubieras perdido la carrera en vez de ganarla

—Estoy bien, solo pensaba. —Libertad dio un suspiro profundo—. ¿Y tú?, ¿no se supone que deberías estar consolando a la perdedora?

—Ella estará bien, además que se largó al ver que había perdido la carrera. No es buena perdedora. Me dejó bota'o.

Y ahí estaba, esa maldita tensión sexual, esa sensación que nunca se iba cada vez que estaba con él. Ya no lo amaba, pero había una atracción física innegable de la cual no se podía desprender, ni ella misma entendía cómo diablos terminaba enredada en sus brazos. Libertad era una adicta a las sensaciones, y Marco le brindaba siempre buenas sensaciones, si saben a lo que me refiero.

—Ok, y supongo que quieres que te vaya a dejar a tu casa, ¿o me equivoco?

—Si no es mucha la molestia.

—Vamos —invitó.

Libertad se subió al automóvil, e instó a Marcos para que hiciera lo mismo. Él siempre tenía todo fríamente calculado, sabía qué pasos dar y cómo poner una situación a su favor. Sin embargo, Libertad seguía siendo ingenua para algunas cosas, (lo sé, a mí también me dan ganas de azotarla y zamarrearla para que espabile).

Ella encendió el motor y tomaron camino a la casa de él. Ya era tarde, y las calles estaban inusualmente frías y desiertas para estar a principios de noviembre. Se fueron en silencio. Silencio que fue interrumpido por Marcos.

—¿Te podí estacionar allá? —solicitó indicando una parte del camino oscura y sin transeúntes

—¿Y para qué? —Los engranajes del cerebro de Libertad empezaron a funcionar, inmediatamente después de terminar la oración. Comprendió en ese instante las lujuriosas intenciones de Marcos. Por un lado sabía qué pasaría por un buen rato, pero por el otro, sabía del sentimiento de culpa que vendría después—. Ohhhh, ya entiendo, ¿quieres terminar lo que empezaste?, ¿o no?

—No haré nada a menos que tú no quieras. —Típica frase masculina, que siempre da buenos resultados.

«¡Al diablo con todo!», pensó Libertad, estacionó el automóvil rápidamente y con pericia, se liberó del cinturón de seguridad y se montó sobre Marcos como si mañana se fuera a extinguir la vida en el planeta.

Marcos con la urgencia, trataba de besar, soltarse el cinturón, y acariciar las voluptuosas curvas de Libertad, todo al mismo tiempo, y cuando estuvo libre desató la pasión que lo carcomía, quería absorberla, hacerla parte de él. Conocía cada parte de su cuerpo, sus puntos sensibles, sabía cómo hacerla gritar y dejarla ciega de placer. Él era adicto a someter a las mujeres en una cárcel de sensaciones, se sentía como el rey del mundo cada vez que lograba que una mujer se acostara con él. Todas al entregarse a él le daban esa satisfacción sin saberlo.

Libertad estaba empapada, ansiosa de ser penetrada, su cuerpo le pedía más. Mucho más. Marcos liberó al fin su miembro, duro y vibrante. Buscó en su billetera un preservativo y con mucha habilidad, y en tiempo record, abrió el envase y enfundó su pene. Libertad lo tomó, corrió su ropa interior lo suficiente y lo guió al centro de su humedad y se empaló de una sola vez, sintiendo como su interior se abría y ajustaba para él.

Todo fue rápido, se movían como animales hambrientos, unidos, sincronizados, violentos. Al interior del auto solo se escuchaban jadeos, gemidos y como chocaban sus cuerpos. El ambiente olía a sexo, al perfume de Marcos y al jabón floral de Libertad.

Ambos iban en una carrera egoísta para encontrar su propio placer, sin importar nada más. Solo era sexo y del bueno.

Marcos preso de la ansiedad por conseguir el clímax comenzó a embestir frenéticamente a Libertad y ella a su vez aceleró el ritmo, que la acercó cada vez más rápido a esa deliciosa sensación que la iba a liberar de una vez por todas. Sentía como resbalaba la humedad por sus muslos y como los testículos de Marcos le rozaban su sexo. Cada vez más duro, más profundo, y de pronto sintió esa exquisita tensión que la hizo estallar y gritar. Libertad seguía moviéndose para que aquello no terminara jamás, apresó la erección de Marcos con su orgasmo y él se dejó llevar también, derramando su simiente en el condón.

Ya estaba todo hecho.

Jadeando se acomodaron y asearon como pudieron. Retomaron el viaje y Libertad dejó a Marcos en la puerta de su casa, sin despedida y sin mirar atrás.

Lo más probable era que se volverían a ver cualquiera de estos días.

Y Libertad por enésima vez se sintió como la mierda.

Esa sensación solo iba a durar un rato, ya se le iba a pasar. Siempre era así, ya se había acostumbrado. Era lamentable, se había vuelto un hábito sentirse mal consigo misma.

Dicen que solo una persona loca busca resultados diferentes haciendo lo mismo. Definitivamente, Libertad se estaba volviendo loca.

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