Capítulo III

Durante los siguientes días, Millaray fue absorbiendo todas las enseñanzas de Hefesto. El proyecto del anillo de compromiso, casi por arte de magia, fue pasando del papel a ser algo tangible.

Todos los días ella llegaba temprano al taller, y se fue haciendo costumbre desayunar junto al maestro, quien ya, al tercer día, ni siquiera le preguntaba si había comido algo. Lo hacían a veces en silencio y, en otras ocasiones, hablando con entusiasmo y pasión de su proyecto y de cómo perfeccionarlo.

Lógicamente, su pequeña travesía no estuvo exenta de errores, pero el maestro era un hombre paciente. A Millaray aquello le sorprendía; él, a diferencia del común de la gente, parecía tener todo el tiempo del mundo, nada lo apremiaba. Se tardaba todo lo que fuera necesario para hacer lo que tuviera que hacer, y nada ni nadie lo perturbaba.

Probablemente, era por su edad. Ahora que Millaray había tratado un poco más con él, confirmaba sus conjeturas. Definitivamente, debía ser un señor de cuatro décadas, y si no fuera tan serio y no tuviera algunas canas, podría parecer más joven. Pero a ella le gustaba tal cual era.

Ante ese inusitado pensamiento, a Millaray se le cayó el diminuto cincel con el cual estaba dando forma a la hoja de enredadera.

―Mierda ―masculló, al tiempo que se inclinaba para recogerla. Se reprochó su falta de concentración, alzó la vista y vio que don Tahiel le daba la espalda mientras trabajaba en la fragua. Se permitió recrearse unos segundos, admirándolo. El maestro podría tener sus buenos años, pero su cuerpo no tenía nada que envidiarle a un veinteañero. El trabajo de fuerza bruta que exigía el oficio, lo mantenía en un maravilloso estado físico.

Pero, algo extraño sucedió en ese instante. La pieza de acero que él estaba trabajando se desprendió de la varilla con la cual era manipulada y cayó en medio de la fragua. El maestro, como si nada, metió la mano en medio de las llamas, la tomó y la sacó del fuego como si estuviera fría.

Millaray entornó sus ojos, incrédula, y luego parpadeó.

Don Tahiel dio media vuelta, tenía la pieza de acero incandescente sujetada por una pinza. La miraba interrogante.

Millaray recogió el cincel y le sonrió nerviosa, al tiempo que se incorporaba.

―Se me cayó esto ―explicó, mostrando la herramienta entre sus dedos.

Hefesto solo hizo un gesto de comprensión.

Millaray suspiró, ¿de verdad había pasado eso? Seguramente no, nadie podía llegar y sacar un trozo de metal incandescente de en medio de las llamas sin achicharrarse los dedos.

Enfocó la vista en el detalle de la hoja del anillo, pero ya estaba un poco cansada y la estaba viendo borrosa. Se restregó los ojos y volvió a trabajar.

Sí, eso era. Se convenció de que lo que vio, no sucedió.

―Ya es tarde, muchacha ―señaló Hefesto al ver que ella estaba dando indicios de estar agotada. Era una obtusa obsesiva, todos los días tenía que, prácticamente, echarla del taller―. Ve a casa a descansar.

―¿Qué hora es? ―preguntó; había perdido la noción del tiempo.

―Es hora de que te vayas, muchacha ―respondió severo.

―Ay, maestro. Es un pesado ―rezongó Millaray, fingiendo estar ofendida, al tiempo que dejaba las herramientas sobre la mesa de trabajo. Se puso de pie y se estiró, había sido un buen día de trabajo, pero todavía le faltaba y era viernes―. ¿Mañana puedo venir para seguir trabajando con el anillo? No creo que pueda terminarlo el lunes, si me tomo libre el fin de semana completo.

―Puedes venir, pero llega a las diez de la mañana, los fines de semana duermo hasta más tarde ―indicó―. Has estado trabajando muy duro, no te sobreexijas.

―Sí, maestro, no se preocupe ―aseguró Millaray, reprimiendo un bostezo. Tomó del suelo la mochila que siempre llevaba consigo y la dejó sobre la silla. Con naturalidad, se quitó la camiseta manga larga que solía usar dentro del taller y quedó con una sin mangas que era ajustada y se apegaba a cada curva del esbelto cuerpo femenino. No era flacucha, ni tampoco regordeta, era el perfecto punto medio.

Ese momento del día era un verdadero tormento para el dios. No podía dejar de admirar a la mujer que tenía en frente, ajena al lascivo escrutinio al que él la sometía.

Millaray guardó la camiseta en la mochila y se la colgó al hombro.

―Bien, hasta mañana, maestro ―se despidió Millaray.

―Cuídate, muchacha. Hasta mañana ―replicó Hefesto con voz profunda.

Millaray se retiró del taller, dejando al dios en la más absoluta soledad. El fuego de la forja bajó su intensidad por sí solo. Hefesto cerró el taller, necesitaba templar su cuerpo con agua fría.

Lo que quedaba del verano iba a ser muy largo, menos mal que estaba en pleno febrero; en un mes, llegaría el otoño.

*****

Millaray trabajó medio día el sábado y domingo. El día lunes lo dedicó a hacer los detalles finales, someter a electrolisis el anillo para abrillantar el oro, pulir y confeccionar la caja forrada en terciopelo azul, para presentar, apropiadamente, el exclusivo anillo de compromiso.

Al final del día, suspiró. Millaray, con mucho orgullo por sí misma, le entregó el anillo terminado a su maestro, quien recibió la cajita sobre su palma.

Durante siete días, había puesto todo su empeño, alma y corazón en aprender a hacer una pieza de orfebrería. Se sentía contenta y satisfecha con su primer trabajo. Le encantó recibir las enseñanzas del maestro Tahiel, que era un hombre apasionado por su oficio. Ahí, enseñando, se explayaba de una forma abrumadora y efusiva.

Con el maestro, ella se sentía segura, la respetaba como mujer, aprendiz y persona, y aquello era inestimable para Millaray, quien siempre fue catalogada como un tiro al aire por no haber seguido los pasos de sus hermanas; no fue una ama de casa entregada a su familia, ni tampoco pudo ser una profesional destacada trabajando en la capital. Era la menor en la familia, «el ultimo cacho que dejó la Juani», como solían decir algunos parientes cuando estaba a punto de repetir un año escolar. Sus abuelos siempre la justificaban porque, lamentablemente, era media dura para el estudio ―por no llamarla derechamente tonta―, era la fracasada que solo podía aspirar a «recoger la mierda de otros», como oyó decir alguna vez a un tío.

Por primera vez en su vida, se había levantado todos los días con una gran sonrisa en el rostro. Corría para llegar a tiempo al taller, llegaba con hambre por aprender, ávida por trabajar, llenar su corazón de esa pasión que le transmitía el maestro y convencerse de que ella era realmente útil, que estaba haciendo algo bien.

Y lo había hecho bien, de eso estaba segura.

Solo deseaba que su maestro la considerara apta para continuar, porque si no...

La verdad... no sabía qué más hacer.

En silencio, Hefesto estudió la caja, la abrió, y ante él estaba el anillo de reluciente oro y diamantes. Esa muchacha tenía mucho talento, era una pieza exquisita, rozando la perfección. Si era así con su primer trabajo, tenía un futuro muy prometedor. Tomó el anillo, el cual se veía diminuto entre sus dedos grandes y toscos.

―Dame vuestra mano, muchacha ―ordenó Hefesto y Millaray lo miró desconcertada―. Quiero ver cómo luce el anillo en una mano de mujer ―explicó sucinto.

Millaray, reticente, ofreció su mano derecha. No le gustaban sus manos de vieja. Hefesto se la tomó con delicadeza y le deslizó el anillo en el dedo anular.

―¿Por qué pones esa cara? ―preguntó al notar el cambio brusco en las facciones femeninas. Primero, había mucha emoción, luego, algo parecido a la vergüenza.

―¿Qué cara? ―replicó, haciéndose la desentendida.

Hefesto frunció el ceño ante esa flagrante mentira, tomó los dedos de Millaray y sintió su tensión.

―No intentes retirar vuestra mano, muchacha. No me dejas estudiar vuestra obra.

―Mis manos no son las más idóneas para ello, maestro.

«He ahí el motivo», pensó él.

―Vuestras manos crearon esta pieza de arte, muchacha, son manos que trabajan, que crean, no las menosprecies por no ser de terciopelo y delicadas... tú nunca tendrás manos de una señorita que no ha quebrado un huevo en su vida. Vuestras manos son fecundas, nunca lo olvides. Son absolutamente perfectas para presentar este anillo de compromiso.

Millaray no fue capaz de replicar esas palabras, dejó que el maestro siguiera estudiando el anillo.

―Mucho mejor ―afirmó, dando vuelta la mano, exponiendo su palma. El pulso de Millaray estaba desbocado. Deslizó nuevamente el anillo y lo dejó en la caja.

Hefesto no dijo nada más, se metió la cajita en el bolsillo, y luego esculcó el otro. Millaray escondió sus manos en los bolsillos de su pantalón.

―Extiende vuestra palma ―ordenó, intentando suavizar su tono.

Millaray, con cierta reticencia, obedeció. Hefesto, ceremoniosamente, encerró la mano femenina entre las suyas y Millaray sintió que él le dejaba algo sobre la palma.

―Ahora, eres oficialmente mi aprendiz. ―Hefesto retiró sus enormes manos, dejando al descubierto un llavero.

Millaray, con una gran sonrisa, tomó la delicada pieza de arte, casi era un pecado usarlo en algo tan corriente como un llavero. Admiraba casi con devoción el exquisito trabajo, el cual tenía la forma de un lilium dorado. Los detalles eran algo sobresaliente, las vetas de los pétalos, la textura de los pistilos, solo le faltaba el aroma para parecer real.

—Su trabajo es maravilloso, maestro —elogió la mujer, con sinceridad y emoción. No sabía si él conocía la traducción de su nombre, pero esa delicada y, a la vez, robusta pieza de arte, era el mismísimo significado de su nombre en mapudungun: «flor dorada», lo cual había sido inesperado para ella—. Es el regalo más hermoso que jamás me han dado en toda mi vida. Muchas gracias por permitirme continuar, maestro.

—Ya lo dije, muchacha, te lo has ganado, las llaves son vuestras. Las del taller y las de mi casa, mal hábito que tienes de no desayunar —reprendió.

—Ya sabe que no me gusta comer sola. Además, sus desayunos son mucho mejores que los de mi casa —replicó, intentando sonar confiada y segura, pero las cejas alzadas de Tahiel le provocaron un súbito carmesí en sus pómulos.

—Tal vez... —Hefesto se aclaró la garganta y continuó—: Bien, vuestra nueva rutina de trabajo será la siguiente, vendrás al taller de lunes a viernes. Entrarás a las ocho de la mañana, terminarás a las seis de la tarde. Si quieres desayunar conmigo, debes llegar a las siete, tendremos una hora de descanso para almorzar y tendrás un contrato de trabajo, imposiciones, y ganarás un salario digno por ser mi ayudante y aprendiz. No solo aprenderás orfebrería, sino todo lo que puedas hacer físicamente —detalló.

Millaray estaba boquiabierta, era como un sueño hecho realidad, trabajaría y aprendería lo que más amaba, porque en aquella semana de prueba descubrió que, sin lugar a dudas, la forja era donde su alma pertenecía.

No pudo evitar que los ojos se le humedecieran, sus emociones estaban desbordando su corazón. Sin pensarlo dos veces, abrazó a Hefesto, enterrando su cara en su sólido pecho y comenzó a sollozar. El dios estaba conmovido, de todos sus aprendices, ninguno demostró su gratitud de esa manera. Supuso que los hombres tienden a ser más reservados y fríos en cuanto a expresar sentimientos. Millaray era la primera mujer que se convertía en su aprendiz —cosa que a él, independiente de todo lo que ella le provocaba, también le sorprendía gratamente—. Respondió a ese abrazo, rodeando a la mujer, desatando en ella un llanto que él no tenía idea de cómo contener.

—Muchas gracias, muchas gracias —agradeció Millaray en medio de sus lágrimas—. Realmente, esto significa mucho para mí... esto es mi vida —confesó, sin poder evitar inhalar el aroma varonil que él desprendía, una mezcla de fuego, metal y hombre.

—No tienes nada que agradecer, muchacha. ―Le acarició el cabello, sentía que su mano abarcaba toda su cabeza―. El mérito es todo vuestro.

*****

Cuando Millaray se fue a su casa y Hefesto se quedó solo en el taller, el fuego de la forja volvió a decrecer. El dios suspiró, para él, ya era evidente que el fuego reflejaba su estado de ánimo. Cuando ella se iba, se sentía apagado.

Al anochecer, tomó su bastón y se fue caminando hacia el río Imperial. Necesitaba reflexionar y analizar sus sentimientos bajo el manto estrellado del sur.

Caminó durante una hora por la ribera del río, alejándose de ojos curiosos, buscando estar a solas. Últimamente, la soledad no era una compañera tan deseable. La presencia de la humana era diferente a la de otros aprendices. Hefesto sentía que debía darle el lugar que correspondía a Millaray y no dejarse llevar por los atávicos instintos que ella despertaba en él.

No era muy bueno seduciendo, y si bien ya no era un dios bruto y salvaje ―como lo era milenios atrás―, ella no merecía que él hiciera el intento, por el simple hecho de que le quedaba poco más de diez meses en aquella tierra. Si tenía una remota posibilidad de que ella se sintiera atraída por él, todo se reduciría a fogosos encuentros carnales, y aquello arruinaría los estudios de ella y la desviaría de su objetivo.

Era mejor conservar un buen recuerdo de la muchacha, saber que él y su oficio habían cambiado la vida de ella para mejor.

Con esa idea en mente, se sintió más tranquilo. Se quitó los zapatos y metió los pies en el agua del río. Sí, que el frío cauce se llevara sus preocupaciones.

Inspiró hondo, se llenó los pulmones de aire y exhaló.

―Millaray Colina... ―murmuró, le costaba no evocarla cuando estaba solo. En su mente se dibujó el semblante lleno de felicidad de ella cuando le dio las llaves del taller. Todavía podía sentir la humedad de sus lágrimas en sus pulgares.

―Vaya, vaya ―abordó una voz siseante que puso en alerta al dios. No era humana, hablaba en la arcaica lengua de los dioses, la cual nunca había olvidado―. Desde el mar sentía una presencia divina muy antigua, pero jamás imaginé que se trataba de ti. ¿Qué haces en el fin del mundo, Hêphaistos?

Del agua se reveló parte de una cabeza de serpiente gigante, solo se veían sus ojos negros, tan negros como el cielo austral. Hefesto supo enseguida de quién se trataba. Una nereida, una de las hijas de Nereo, dios ancestral hijo de los titanes Ponto y Gea. Sus hijas eran ninfas monstruosas que habitan en el fondo del mar, ríos, y lagos.

―Lo mismo me pregunto yo, nereida, ¿quién eres, de entre todas las innumerables hijas del anciano? ―replicó impasible.

―Oh, veo que no te impresiono así. ―La gran serpiente se sumergió casi sin mover el agua. En su lugar, emergió caminando sensualmente hacia él una voluptuosa y bella mujer de cabellos largos y rubios, vestida de algas, que cubrían parte de su piel con escamas iridiscentes―. Aquí me dicen Caicai-Vilú ―se presentó, quedando muy cerca de él.

―Eres una nereida bastante poderosa, entonces... Supongo que aquí también te olvidaron ―conjeturó Hefesto, conocedor de los mitos y leyendas locales.

La tradición decía que Caicai-Vilú era una gigante serpiente marina que se batió a duelo con la gran serpiente de tierra, llamada Trentren-Vilú. Caicai-Vilú quería eliminar a los hombres por haberla desairado; Trentren-Vilú los defendió, llevándolos a las montañas para protegerlos. Aquella lucha separó a la isla de Chiloé del continente.

Algo tenía de cierto, por lo que veía.

El rostro de Hefesto era casi indiferente, sin evidenciar en lo más mínimo que estaba muy asombrado de encontrarse con un ser divino más antiguo que el mismísimo Zeus, después de cientos de años.

―Los mapuche son unos desagradecidos, incluso olvidaron que soy hembra y no macho ―bufó la nereida―. Pero eso es parte del pasado; después de mi derrota, recibí mi última ofrenda y de vez en cuando les recuerdo a los habitantes de este país lo insignificantes que son.

―Veo que todavía hay orgullo en vuestras palabras.

―No todos somos como tú, que prefieres a los humanos. Ellos están para servirnos y no al revés ―acusó la nereida con desdén.

―Los tiempos cambian, y por eso los humanos se cansaron de nosotros, relegándonos a esto. No los culpo... de todas formas, debo admitir que ellos son mucho más interesantes.

―Así veo, dios del fuego. ―La nereida lo miró de arriba abajo―. No eres tan horrible como decía Afrodita... Eres un dios de lo más apetecible, ¿eres tan ardiente como el fuego de tu forja? ―interrogó, poniendo su dedo índice sobre el cuello de Hefesto y, con una provocativa caricia, bajó hasta el pecho.

―De mí se dice mucho, Caicai. ―Impidió el avance de la mujer, sujetando su muñeca con gentileza―. De ti también he escuchado sobre tus «hazañas»... ¿No crees que te excediste en castigar a los humanos?

Caicai rio burlona, femenina y seductora.

―Da igual; de todas formas, su sufrimiento no fue tanto. Ya sabes que una historia se deforma cuando va de boca en boca. Yo estaba muy bien exigiendo mis ofrendas, cuando Zeus intervino. Los defendió en un intento ególatra de obtener para sí las ofrendas de los humanos de este lado del mundo. Claro que aquí se hizo llamar Trentren. Imagino que conoces la historia, tu padre fue un real fastidio. El muy infeliz arrogante también se transformó en una serpiente para que nuestra pelea fuera justa ―explicó con un tiente sardónico en su voz.

Hefesto alzó sus cejas, eso sí era una sorpresa.

―¿Eso sucedió antes de que él disolviera el Olimpo o después? ―interrogó interesado.

―¿Disolver el Olimpo? ―preguntó extrañada―. No sabía que tal cosa había sucedido.

―Ser una nereida que vive en el fin del mundo puede que te haya dejado fuera de las últimas noticias del Olimpo ―satirizó Hefesto―. Zeus nos liberó, solo volvemos a nuestro hogar una vez cada diez años para conservar la inmortalidad. ―Se encogió de hombros―. Eres la primera divinidad con la que me encuentro desde ese entonces.

―¿Y cuándo fue eso?

―Pues... ―Hefesto se quedó pensativo y se rascó la barba―. Más o menos, después de la caída del Imperio Romano. No sabría decir en qué año con exactitud.

―Vaya... ―La nereida también tenía una expresión desconcertada, pero luego sonrió femenina, sabiendo que sus atributos eran irresistibles―. Bien, fue divertido hablar contigo, Hêphaistos. Creo que ya sabes cómo invocarme, solo di mi nombre tocando estas aguas y vendré a tu encuentro. ―Caicai se acercó mucho más, al punto de alinear sus cuerpos, pero separados por escasos milímetros. Sonrió seductora y lasciva, lentamente le rozó los labios con su lengua. Degustó el sabor del dios del fuego, quien tenía una expresión inescrutable y no había movido un solo músculo―. Mmmm, pero qué interesante...

Retrocedió sin dejar de mirar a Hefesto, su cuerpo se volvió líquido, como si fuera una escultura de agua, y se fue hundiendo a medida que era arrastrada por la oscura corriente del Imperial.

De pronto, Hefesto fue consciente del sonido del río, los grillos y de un vehículo que transitaba a lo lejos. Había sido como una especie de sueño. Si no fuera porque todavía sentía la humedad de la saliva de la nereida sobre sus labios.

Se limpió la boca con el dorso de su áspera mano.

Hêphaistos... Ya casi había olvidado cómo era su nombre.


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