Capítulo II

Después de desayunar, Hefesto llevó a Millaray de vuelta al taller. Comenzó por evaluar los conocimientos de su candidata a aprendiz, le preguntó sobre herramientas, técnicas, materiales y procesos para la elaboración de joyas.

La mujer lo sorprendió, sus respuestas eran de alguien que, al menos, había estudiado algo el tema. Ella no era un lienzo en blanco, había un bosquejo esperando a convertirse en una obra de arte. Hefesto sintió el casi olvidado entusiasmo de enseñar. Sacó cuentas mentales, habían pasado casi treinta años desde que tuvo a su último aprendiz, cuando residió en México.

Con el transcurso de las horas, Millaray demostró tener un real interés en el oficio y muchas ganas de aprender. Lo que no tenía era medios y recursos para profundizar en ello. Ella confesó que, si bien había visto tutoriales por YouTube y leído material en internet, no sabía por dónde empezar, el único que podía brindarle esa posibilidad era el maestro Tahiel, quien siempre se veía solitario en su taller.

―Bien, muchacha, hoy es martes. Esta semana deberás a hacer un anillo de oro de talla nueve, imagina que te lo encargó un cliente, que quiere dárselo a una mujer para proponerle matrimonio, pero no quiere la típica banda de oro con un brillante, quiere algo especial para ella ―enunció Hefesto su primera lección―. El cliente dice que esta mujer es amante de los libros románticos ambientados en el siglo XIX. Me entregarás vuestro producto final al atardecer del próximo lunes. El día sábado y domingo descanso y no abro el taller, pero si sientes que necesitas tiempo, puedes venir esos días si me avisas con anterioridad.

Con una gran sonrisa, Millaray aceptó el trato, haciendo un gesto afirmativo con su cabeza.

―Te iré instruyendo en cada etapa del proceso de creación, y te daré todos los materiales que sean necesarios. No te limites a la hora de complacer a vuestro cliente, pagará todo lo que sea necesario para el trabajo ―continuó Hefesto―. Con estos antecedentes, ¿qué crees que es lo primero que debes hacer?

Millaray, un tanto nerviosa por esa inesperada pregunta, se quedó pensativa. El maestro no le quitaba su severa mirada de encima ―lo cual la ponía más nerviosa todavía―, se imaginó lo que él le indicó, y la respuesta vino sola.

―Ya que a la mujer le gustan las novelas románticas de esa época, debo buscar modelos de anillos de compromiso que correspondan a ese período histórico ―respondió segura―. ¿Puedo buscar imágenes en internet para hacerme una idea del diseño? ―preguntó con la seguridad diluyéndose un poco, al ver que el maestro fruncía ligeramente el ceño―. No sabría decir cómo son esos anillos, supongo que no son iguales a los de ahora ―se justificó, logrando que Hefesto alzara sus cejas. A veces, él olvidaba que la vida de los humanos era demasiado corta y que, doscientos años para ellos, eran mucho más lejanos que para él, por lo tanto, ella no tenía por qué saber cómo era la apariencia de la joyería de esos años. Hefesto recordó que durante siglos hizo anillos que pasaban de una generación a otra, muchas de esas joyas ya tenían cientos de años.

También olvidaba que los humanos tenían distintas formas de conservar su historia y sus memorias, antes eran pergaminos, luego los libros y ahora la famosa red digital. Hefesto era un ser antiguo, a veces, le costaba adaptarse a los cambios vertiginosos que enfrentaba la humanidad, era un convencido de que el ingenio del hombre había superado en muchos aspectos los poderes de los dioses.

Él usaba esas asombrosas tecnologías humanas, pero no le interesaban mucho, salvo el celular y correo electrónico.

―Puedes investigar en el computador que está en el escritorio de la sala de estar ―accedió, logrando que el alivio suavizara el gesto preocupado de ella―. Ahí también encontrarás una croquera y lápices para que dibujes vuestro diseño, cuando termines, me lo vas a presentar para que podamos continuar ―sentenció con esa voz grave y dura.

―Muchas gracias, maestro ―dijo Millaray con efervescente entusiasmo; a veces parecía ser inmune al tono de Hefesto―. Le prometo que no tardaré mucho.

―Muy bien ―respondió un tanto desconcertado por aquella actitud. La mujer se comportaba muy diferente a los aprendices que tuvo en el pasado. Ella era como un volcán de emociones que él apenas podía digerir e identificar―. La sala de estar es la habitación contigua a la cocina.

Millaray asintió y se dirigió hacia el acceso que daba a la cocina, dejando a Hefesto inmóvil, hasta que sintió la puerta cerrarse. El dios parpadeó, como si hubiera despertado de algún sueño extraño. Miró todo a su alrededor, intentando recordar qué era lo que tenía planificado hacer ese día, aparte de iniciar la instrucción de la muchacha. Puso sus manos sobre sus caderas, hasta que posó sus ojos sobre unas barras apiladas de acero. ¡Sí, eso era!, debía hacer un cuchillo estilo comando para un cliente, un retirado del ejército; iba a usar acero de damasco, algo especial.

Tomó las barras y se las llevó a la fragua.

*****

Millaray entró en la sala de estar, quedando boquiabierta con tan solo dar una repasada. Era como si hubiese viajado en el tiempo que le hizo llegar a una especie de santuario masculino. La única cosa que indicaba que estaba en el siglo XXI era el computador. Los muebles parecían ser muy antiguos, casi sacados de un museo. En el centro de la estancia había una mesita, la cual estaba rodeada por un par de sillones y un sofá de madera tallada con intrincados diseños, el tapizado era azul marino con diseños bordados en dorado. Una pared completa estaba dedicada a los libros, la biblioteca ocupaba un espacio de ancho y de alto de dos metros. Era algo hermoso, había libros muy antiguos que contrastaban con otros nuevos. Del cielo raso colgaba una hermosa lámpara de cristal. Al fondo, al lado de una ventana, estaba el computador.

―¿Por qué se te cruzó por la cabeza que él tenía un notebook, Millaray? ―pensó en voz alta―. Es obvio que don Tahiel no es un hombre muy tecnológico.

Sobre el escritorio estaba el computador y, frente a él, una silla; ambos muebles mantenían el estilo reinante de ese lugar. Ella se acercó y pulsó el botón de encendido de la torre que estaba al lado de la pantalla. Mientras el aparato se iniciaba, ella frunció el ceño, a juzgar por el sistema operativo, confirmó que, definitivamente, no era lo último en tecnología, pero supuso que cumpliría con su misión.

Se sentó en la silla y esperó a que el equipo terminara de cargar todo el sistema. Millaray apoyó su cabeza sobre su mano y suspiró.

―Voy a tener suerte si logro abrir el navegador en este vejestorio; quizás, desde cuándo que no lo enciende el maestro ―masculló.

Volvió su vista hacia la biblioteca y entrecerró sus ojos. Era más probable encontrar información en los libros que en el computador, el cual andaba como una carreta vieja.

Se levantó y se acercó a la biblioteca y repasó los lomos, leyendo sus respectivos títulos. Había libros en inglés, japonés, alemán, francés, español y otros idiomas que ella no podía identificar a simple vista.

―¿Sabrá hablar en todos esos idiomas? ―se preguntó―. ¿O solo tendrá una especie de mal de Diógenes de libros de cualquier cosa?

Siguió leyendo los lomos hasta que halló uno que decía «7000 Years of Jewelry», y otro titulado «Jewelry: From Antiquity to the Present».

Millaray miró al cielo, no hablaba inglés, pero podía leerlo a trompicones. Se encogió de hombros y, con sumo cuidado, sacó los dos libros.

―Sería el colmo si no encuentro nada aquí ―se dijo con una sonrisa guasona en los labios.

En realidad, estaba muy emocionada con lo que podría encontrar entre las hojas de esos libros.

*****

Hefesto se limpió el sudor de su frente, la barra incandescente de acero ya había tomado la forma que necesitaba. La templó en el agua, disfrutaba de esa parte, había cierta emoción en aquel proceso, si todo salía bien, la pieza saldría indemne, de lo contrario, el acero podía curvarse o agrietarse.

Sacó la pieza humeante y la estudió con ojo crítico.

―Perfecta ―susurró ufano de su trabajo.

De pronto, sintió que había demasiado silencio, había estado tan sumergido en su trabajo que se había olvidado de Millaray. Calculó que era cerca del mediodía y empezaba a sentir hambre; tal vez la muchacha también debía sentirla.

Dejó de lado su trabajo y se dirigió a la sala de estar. Se quedó quieto en el umbral de la puerta y se recreó con la vista; la silueta femenina de Millaray que se recortaba a contraluz. Estaba concentrada dibujando en la croquera, a su lado había dos libros. Desvió su mirada hacia la biblioteca y luego volvió hacia ella, que parecía no haber notado su presencia. El computador estaba apagado.

―¿Cómo vas, muchacha? ―preguntó Hefesto sin moverse de su lugar.

Millaray dio un respingo, soltó el lápiz y dio un gritito, todo al mismo tiempo. Se llevó la mano al pecho y rio nerviosa.

―Casi me mata de un infarto, maestro ―dijo, sintiendo su corazón acelerado por el susto.

―No fue mi intención ―aseveró Hefesto, acercándose con ese andar que ya estaba siendo familiar para ella. La cojera del maestro no era tan pronunciada, pero tampoco pasaba inadvertida. Millaray se preguntó si le dolía caminar o si usaba algún bastón―. ¿Has encontrado algo útil para vuestro proyecto? ―preguntó interesado, observando de reojo el bosquejo.

―Buscar en su biblioteca fue más rápido que su computador ―ironizó ella, elevando su mirada. Si estando ella de pie él era imponente, estando sentada era abrumador. Había tomado su cabello en un moño desordenado y estaba sudado, debajo del delantal de cuero se podía vislumbrar su pecho ancho y musculoso. Millaray sintió que su cara se calentaba, bajó la vista hacia los libros―. Encontré estos que me sirvieron de guía. Espero que no le haya molestado que yo me hubiera puesto a intrusear en su biblioteca. ―Posó su mano sobre los ejemplares y luego volvió su atención a su bosquejo―. Estaba terminando el diseño. ―Le ofreció la croquera a Hefesto y él lo recibió.

El dios estudió el dibujo, la mujer tenía habilidades naturales de forma, proporción y perspectiva, había algunas imperfecciones que solo indicaban que no tenía estudios formales. Millaray tenía mucho potencial en ese ámbito.

Lo que tenía en sus manos era un proyecto bastante ambicioso, se trataba de un anillo que era coronado por un grupo de nueve diamantes engastados que formaban un círculo, ocho pequeños rodeando uno más grande. Los «hombros» del anillo eran tallados con un diseño de follaje, imitando una enredadera.

Un clásico anillo del siglo XIX, pero el diseño de las hojas le daban un toque actual, dado que no era recargado.

Millaray no sabía hacia dónde mirar, el maestro se estaba tomando demasiado tiempo en evaluar el dibujo. No quiso alzar la vista, centró su atención en sus propios dedos, a pesar de que no le gustaba mirarlos. Desde pequeña, sus nudillos siempre fueron nudosos y nunca fue aficionada a las cremas humectantes. Millaray, cuando miraba sus manos, pensaba que pertenecían a las de una abuelita.

―¿Te sientes capacitada para llevar a cabo un proyecto de esta magnitud? ―preguntó Hefesto con seriedad.

Millaray alzó la vista y se encontró directamente con los ojos del maestro, esos ojos que eran casi translúcidos. Entreabrió la boca y sus palabras no salían. Se aclaró la garganta y bajó la vista.

Hefesto, por un segundo se sintió vulnerable, tal vez su fealdad la intimidaba tanto que no podía sostenerle la mirada. Tragó saliva, odiaba ese sentimiento. Millaray volvió a alzar sus ojos oscuros y lo miró fijo, con seguridad, haciéndole sentir una especie de alivio, no había repugnancia en su semblante.

―Estoy aquí para aprender, lo único que puedo asegurarle es que pondré todo de mi parte para realizarlo ―respondió con la verdad.

―Muy buena respuesta. Entonces, yo también haré lo mismo para que puedas lograrlo ―prometió, dejando la croquera sobre la mesa y desvió su mirada por un segundo.

Al volver a ver a Millaray, ella le sonreía. En su hermoso rostro se reflejaba la esperanza.

―¿Tienes hambre? ―preguntó el dios para cambiar de tema.

Millaray negó con su cabeza, pero el sonido de su estómago dijo lo contrario. Hefesto frunció el ceño, reprendiéndola.

―La verdad, no me había dado cuenta de que tenía hambre, maestro ―justificó la mujer―. Voy a comprar algo en el almacén para comer rápido y vuelvo ―agregó.

―Tengo comida suficiente para compartir ―rechazó―. Solo hay que calentarla.

―Ya... entonces... si quiere, yo pongo la mesa, mientras usted calienta la comida ―propuso, intentando aparentar ligereza.

Hefesto asintió. Millaray se levantó de la silla, dejó los libros en su lugar original y enfiló sus pasos hacia la cocina.

El dios la siguió por inercia. No sabía si había sido un error aceptarla como candidata a aprendiz. En tan solo unas horas, su apacible vida estaba sufriendo un revés que jamás imaginó.

La humana no solo era hermosa, también demostraba sin querer, su sencillez, inocencia, humildad y fuerza de voluntad, haciéndolo sentir indigno.

Suspiró, iba a tener que armarse de paciencia consigo mismo, Millaray no era culpable de nada y no la iba a hacer pagar por sus propias debilidades. No era sabio ni justo.

Porque estaba seguro, que esa muchacha, al final de la semana de prueba, se quedaría como aprendiz, y estaría junto a él hasta que le llegara el momento de marcharse, para nunca más volver.

A través de su eterna existencia, había tenido innumerables aprendices, y los recordaba a todos de alguna manera u otra. Sabía, con absoluta certeza, que Millaray iba a aprender lo suficiente para lograr su objetivo. Sabía que ella era una persona especial, más allá de su belleza o de su sexo. Sabía que Millaray iba a ser la aprendiz ideal para hacer lo que siempre hacía cuando dejaba un país. Heredarle el taller y la casa para que continuara con su legado.

Millaray, algún día iba a tener hijos y, probablemente, les transmitiría su oficio. Sus enseñanzas seguirían en la siguiente generación.

Pero, por algún extraño motivo, esa visión no lo confortó.


El síndrome de Diógenes es un trastorno del comportamiento que se caracteriza por el total abandono personal y social, así como por el aislamiento voluntario en el propio hogar y la acumulación en él de grandes cantidades de basura y desperdicios domésticos.

7000 años de joyería

Joyería: desde la antigüedad hasta el presente.

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