Capítulo I
Carahue, al sur de Chile, 2018.
La tierra temblaba bajo sus pies. Todos los días podía percibir hasta el más insignificante movimiento telúrico acariciando su piel. Hefesto disfrutó del momento, las vibraciones de la tierra lo hacían sentir vivo.
Los tiempos habían cambiado, él fue testigo del gran salto que había dado la humanidad en los últimos doscientos años. Tal prodigio parecía ser solo obra de los dioses, pero lo dudaba, pues él mismo fue testigo del ingenio humano. Podía decir que solo intervino en pequeños aportes, facilitándole a algunos inventores la pieza clave ―un perno especial, engranajes, resortes― para dar vida a sus creaciones, las cuales solo beneficiaron a los humanos. No necesitaba recompensa o mención alguna, solo le bastaba con saber que había sido de ayuda en el progreso.
Después que dejó el Olimpo, Hefesto no volvió a ver a ningún dios, nunca más. A veces se preguntaba si todavía vivían. Cada diez años regresó, sagradamente, a comer una de las manzanas doradas y llevarse un poco de ambrosía para no olvidar su sabor. En el Gran Salón ya no se percibía esa energía divina, y parecía llevar siglos desierto; el trono de oro de Zeus, otrora esplendoroso, ahora estaba lleno de herrumbre; las celestiales residencias de los demás dioses, vacías; el fuego de su antigua forja, muerto... Lo único que permanecía, como si nada hubiera pasado, era la fuente de ambrosía y el manzano.
Pero no le importaba aquel abandono, volvía cada diez años. La inmortalidad seguía siendo atractiva para él por un motivo muy simple, le fascinaban los humanos. Tan frágiles, imperfectos, llenos de errores y pecados pero, irónicamente, poseían una inmensa capacidad de volverse a levantar una y otra vez.
Había algo precioso en ello que no se cansaba de ver.
Pero los miraba de lejos, evitaba todo contacto que no fuera más allá de un saludo casual o una conversación relacionada con su trabajo.
Llevaba nueve tranquilos años en esa larga y angosta franja de tierra, rodeada de mar, desierto y montañas, cubierta de bosques, valles, salares y arena.
Y volcanes, cientos de ellos. Era lo que más le gustaba, su influencia en ese país pasaba inadvertida; temblores, terremotos, erupciones volcánicas e incendios forestales estaban a la orden del día, y nadie perdía la cabeza por ello. Claro que a él no le era indiferente provocar tales catástrofes, e intentaba aplacar su culpa. Al poco tiempo de llegar a Chile, se hizo voluntario del cuerpo de bomberos de la zona, por lo que si había algún siniestro de gran envergadura, él ayudaba a sofocarlo con un poco más que agua.
Siendo bombero, Hefesto era muy silencioso y eficiente. Sin embargo, casi todo su tiempo lo dedicaba a ser un simple herrero y artesano. La forja y el yunque todavía eran parte de su ser, y aunque lo intentó, jamás pudo separarse de ellos.
—Don Tahiel —lo llamaron desde el umbral del portón de hierro del taller.
Tahiel era su nombre humano en ese país ―siempre cambiaba de identidad―, significaba «hombre libre» en mapudungun, lengua de los mapuche, los habitantes primarios de Chile y Argentina. También decía la tradición de esa cultura que «Tahiel», era un canto sagrado que incita a la unión del hombre con el universo. A Hefesto le pareció de lo más apropiado usar ese nombre en ese país, era muy especial.
Hefesto miró de reojo a quien llamaba. Se trataba de don Anatolio, un campesino del lugar, a quienes se les llamaba «huaso». El viejo era un hombre de la tierra, con la piel curtida por el sol y que contrastaba con su cabello blanco.
El hombre solía frecuentar el taller cuando necesitaba herrar algún caballo. Desde que el maestro llegó a Carahue, siempre contrató sus servicios por ser excepcionales.
—¡Aquí! —respondió Hefesto, sin dejar de martillar la barra de acero incandescente.
El hombre entró con más confianza hacia el fondo del taller. Hacía un calor descomunal que, en conjunción con el del verano, era casi insoportable estar en ese lugar. Don Anatolio empezó a sudar de inmediato y se secó la nuca con un pañuelo.
—¿Tiene un tiempecito, maestro? —preguntó humilde, mirando con mucha curiosidad todo lo que había a su alrededor. El taller era conocido, no solo por ser una herrería, sino por las espadas, cotas de malla, armaduras y escudos que el dios hacía por encargo. Su trabajo era codiciado por utilizar técnicas metalúrgicas ancestrales, sin usar casi nada de tecnología actual, por lo que tenía cierta reputación y lo contactaban para realizar réplicas para museos, armas especiales de caza o, simplemente, para decorar la casa de algún amante de la historia.
Hefesto dejó de golpear el acero y, limpiando el sudor de su frente con su antebrazo, lo invitó a sentarse sobre un cajón de madera que yacía sobre el suelo. Se quitó el parche de cuero que cubría uno de sus ojos, razón por la cual muchos pensaban que era tuerto. En realidad, era una antigua medida de seguridad para proteger el ojo que estaba más expuesto a las chispas incandescentes que saltaban en todas direcciones. Le incomodaban las modernas gafas de seguridad. Anatolio siempre lo miraba, intentando deducir si su ojo estaba bueno o no.
—Vuestra merced dirá —dijo Hefesto con su singular forma de hablar y acento extraño, era una combinación entre antiguo y moderno. Le costaba el sonido de la erre y su tono era un poco brusco. No podía evitar llamar la atención. Cada vez que le preguntaban de dónde provenía, solo respondía un escueto «mis padres eran griegos», y si le insistían que les hablara de Grecia, él zanjaba el tema diciendo «nunca he visitado ese país».
—Güeno, como verá, no he venío con un caballo. Esta vez se trata de mi nieta...
Hefesto parpadeó, evidenciando su sorpresa, y pocas veces alguien lograba aquello. Anatolio se quedó en silencio, miró al maestro que lo observaba interesado, se aclaró la garganta y continuó.
—Pue... la Millaray está empecinaá en que quiere aprender a hacer chucherías profesionales. ―Hefesto alzó una ceja―. Pero no se preocupe ―balbuceó nervioso, sabía que no era una buena idea―, yo le dije que usté no tiene naá de tiempo pa' andar enseñando esas leseras...
—¿A qué se refiere vuestra merced con la palabra «chucherías»? —interrogó Hefesto, frunciendo el ceño. Lo que nacía de la fragua no eran chucherías.
—Aros, collares, pulseras, anillos... esas cosas —especificó don Anatolio un tanto vacilante.
—Orfebrería —señaló adusto—. ¿Por qué desea aprender vuestra nieta ese arte? —preguntó interesado.
—¡Qué sé yo! ―Anatolio se encogió de hombros y resopló, hacía demasiado calor―. Supongo que quiere aprender un oficio; la Millaray no tiene cabeza pa'l estudio, lo único que le gustaba en el colegio eran las artes manuales y la historia. Trabaja en lo que puede por aquí y por allá, pero tiene esa obsesión de chiquitita. Cuando era una cosita así... —Alzó la mano hasta llegar a un metro sobre el suelo—, hacía chucherías. Podía estar horas encerrada haciendo aritos pa' sus hermanas.
Hefesto se quedó pensativo. Siempre, en cada país que residía, tomaba un joven como aprendiz. Pero, conforme pasaban los años, cada vez eran menos los interesados en la metalurgia. Para qué decir en la orfebrería. A lo largo de los años y en esa ciudad, nadie se había tomado la molestia de pedirle que él le enseñara. Al dios del fuego le quedaba un año todavía antes de partir de nuevo al Olimpo, por lo que dudó unos instantes en recibir a la nieta de Anatolio para introducirla en el oficio.
Un ruido provino desde el portón, Hefesto miró en aquella dirección, y tal parecía que la muchacha en cuestión estaba espiando. No alcanzó a verla del todo, ella se escondió tan rápido que, por un segundo, Hefesto dudó de haberla visto.
En fin, que fuera mujer no significaba problema alguno en ese momento, solo iba a ser una lástima dedicarle tan poco tiempo para enseñarle, porque él nunca quebraba su regla de emigrar cada diez años. Había recorrido todo el mundo, pero su próximo destino era incierto, solo lo decidía cuando terminaba de comer su manzana dorada.
Hefesto solo esperaba que Millaray no fuera bella y seductora como Afrodita. Odiaba tratar con mujeres demasiado hermosas, demasiado perfectas, demasiado frívolas, superficiales, orgullosas de sí mismas, y de su efímera condición. La belleza femenina solo le hacía recordar sus errores y su implacable memoria le hacía revivir sus fracasos.
—¿Y por qué no vino ella a preguntar? ¿Acaso no tiene lengua para hablar?—interpeló Hefesto con interés.
—Güeno... La verdad, es que ella quería venir, pero usté está too el día ocupao ―respondió Anatolio, mirando de reojo hacia el portón―. Prefiero ahorrarle el mal rato de que usté le diga que no.
—Hasta donde sé, vuestra merced no es un pitoniso del Oráculo de Delfos... —reprendió con ironía.
—¿El Oráculo de qué? —preguntó el huaso confundido. A veces, el maestro decía cosas sin sentido.
—Nada... A lo que me refiero, es que usted no tiene el poder de adivinar mi respuesta ―explicó, aligerando su tono de voz; si eso era posible, siempre sonaba severo―. Dígale a vuestra nieta que venga mañana a las seis de la mañana. La pondré a prueba durante una semana y decidiré si es apta para que yo le transmita mis conocimientos.
—¿Está hablando en serio, maestro? —Don Anatolio estaba estupefacto, jamás imaginó que conseguiría una respuesta positiva inmediata.
—Es lo que acabo de decir.
—¡Gracias, don Tahiel! —El viejo se puso de pie y le tendió la mano. Hefesto respondió al gesto con un apretón firme—. Mi chiquilla va a estar re contenta, maestro. Muchas gracias... —continuó sin soltarle la mano.
—Recuerde, es una semana de prueba, no deseo que la ilusione ―insistió Hefesto.
—Sí, sí... no se me olvidará ―replicó don Anatolio con una gran sonrisa medio desdentada, pero llena de gratitud―. Mi niña se pondrá contenta. ―Soltó la mano de Hefesto y se dirigió a la salida.
Hefesto se quedó mirando al anciano hasta que el portón se cerró. Agudizó su oído y notó el murmullo de la voz de Anatolio y otra voz femenina que, de pronto, se alzó, lográndose escuchar con claridad un «¿en serio?». El tono jubiloso y emocionado de la mujer le hizo esbozar una sonrisa al solitario dios.
Volvió a la fragua, se colocó el parche y continuó con su trabajo.
*****
Hefesto, todas las noches caminaba hacia la orilla del río Imperial, el cual desembocaba en el Océano Pacífico a unos 22 kilómetros de distancia de Carahue. El ambiente estaba fresco, y él disfrutaba mucho sus paseos nocturnos. Sentir el aire puro entrando por sus pulmones era algo refrescante, un alivio. Estaba todo el día en el taller, pero aquello no era toda su vida. A lo largo de los años, había aprendido a darle lugar a las cosas, su trabajo era algo que amaba, pero entre los humanos, descubrió que le gustaba realizar otras actividades, entre ellas, solazarse de la simpleza del descanso.
Por algún motivo extraño, a Hefesto le gustaba residir en lugares donde hubiera agua, ya fuera un río, un lago o el mar. Le fascinaba mojarse los pies y sentir la corriente del agua acariciando su piel. Miró al cielo, en el sur de Chile era particularmente nítido. Si se adentraba en el campo, en medio de la oscuridad, el espectáculo era abrumador, la inmensidad del universo a ojo desnudo. Sentía que, si solo alzaba sus manos, podría alcanzar las estrellas.
El mundo y las fuerzas de la naturaleza seguían su inmutable curso.
Ese era el único indicio que le decía que los dioses aún seguían vivos.
*****
Millaray tocó el portón con decisión. Estaba todo oscuro, y apenas se vislumbraba un haz de luz que evidenciaba que había alguien en pie. Del otro lado, pudo escuchar el singular sonido de los pasos del maestro. Estaba nerviosa, siempre había visto de lejos a don Tahiel y cómo trabajaba en su taller. Desde que ese hombre llegó al pueblo, siempre admiró a la distancia las obras de arte del maestro. Todavía podía recordar el revuelo que se causó cuando un cliente se llevó una armadura medieval. Todos querían tocar el reluciente metal y comprobar que era de verdad.
El portón se abrió dando un chirrido que sonó demasiado fuerte a esas horas de la madrugada. Millaray se tuvo que obligar a mirar hacia arriba. Desde lejos, no se notaba que don Tahiel fuera tan enorme y corpulento, ni tampoco sabía que él poseía esos impresionantes ojos color café, enmarcados bajo cejas gruesas. Eran tan claros como la miel, y tan penetrantes, que casi sentía que él podía leerle la mente. Tampoco ayudaban a sus nervios la barba prolija y abundante que cubría la mitad de su rostro, ni el cabello largo, negro y ondulado, veteado de algunas canas. ¿Cuánto años tendría? Su apariencia indicaba unos cuarenta años, pero no le sorprendería si tuviese un par menos.
—Buenos días, maestro... —logró articular con un hilo de voz; se aclaró la garganta—. Mi abuelo vino ayer y...
—Eres Millaray —dijo Hefesto, lacónico. Ella asintió enérgicamente con la cabeza. En respuesta, el dios abrió más el portón en silencio, y con un gesto la conminó a que entrara.
—Quería darle las gracias por aceptarme como aprendiz...
—El título de aprendiz te lo ganarás en una semana, si es que te considero apta para el oficio, muchacha —intervino Hefesto con dureza. Cuando Anatolio le habló de ella, él pensó que se trataba de un bebé de dieciocho años, pero la mujer tenía, en apariencia, unos diez años más, muy cerca de esa edad que hacía que fueran más apetecibles todavía.
Era un dios huraño y casi ermitaño, pero era muy capaz de apreciar y disfrutar del sexo opuesto, y tampoco estaba muerto.
Millaray había llegado vestida con ropa cómoda; pantalones de mezclilla largos, zapatos de seguridad, una camiseta negra de algodón de mangas largas y el cabello largo, liso y negro tomado en un moño desordenado, pero firme. Había ido vestida para trabajar, y eso le gustó mucho a Hefesto. El atuendo revelaba que la mujer se tomaba en serio el oficio.
Pero, como si hubiera sido una especie de mal augurio, Millaray era hermosa, de un modo muy peculiar. En apariencia era una mujer común y corriente; colores y formas normales, como cualquier humana de su edad y del lugar que provenía. En aquel país, sus habitantes eran como si fueran hijos de la misma tierra y llevaban con orgullo sus tonalidades; piel morena, ojos castaños y cabello negro azabache, rostro delicado y redondeado. Pero había algo en sus ojos, un aura ancestral en su mirada. Una inusual perfección en esos rasgos tan característicos de su linaje mestizo entre la casta mapuche y española. Femenina, pero con un espíritu bravío y belicoso.
Hefesto había vivido lo suficiente entre dioses y humanos para saber que ella era especial. Millaray era de esa clase de personas que no sabía que era hermosa o, tal vez, no le importaba si lo era o no. Una piedra preciosa en estado bruto.
Por primera vez, en cientos de años, Hefesto se sentía atraído por una humana con tan solo verla.
Por supuesto que él sentía atracción y deseo por aquellas criaturas, y las disfrutaba —y vaya que lo hacía cuando tenía la rara ocasión—. Pero muy, muy pocas, a través de los años, lo cautivaron. No obstante, ninguna le hizo cuestionar su decisión de seguir siendo inmortal o de emigrar cada diez años. Hefesto era un vagabundo que disfrutaba de su libertad... pero, muy en el fondo, ansiaba la llegada del momento en el cual él sabría, indudablemente, que había encontrado su hogar para quedarse.
Y, mientras llegaba ese momento, él recorría el mundo. Al estar entre los humanos era feliz. Él no era un adefesio ni un ser deforme, solo era normal, uno más entre ellos. Cuando vivía en el Olimpo todo era muy diferente, se sentía como un castigo, en vez de ser un privilegio. Ser imperfecto entre seres perfectos no era una característica apreciada, ni tampoco ignorada. La crueldad de algunos dioses era tan baja y despiadada como la de algunos humanos que no tienen corazón.
—Bueno, entonces... ¿por dónde empezamos? —preguntó Millaray con entusiasmo y mirando con mucha curiosidad e interés todo lo que conformaba el taller; herramientas, materiales y trabajos a medio terminar.
—Desayuno ―respondió Hefesto. No le gustaba trabajar con el estómago vacío y le encantaba la comida humana―. ¿Comiste algo, muchacha?
—No —respondió lacónica. Estaba tan ansiosa que no pudo probar bocado, pero en ese momento sus entrañas rugieron.
—Nunca se trabaja sin desayuno, hasta aquí puedo escuchar vuestro estómago.
Millaray enrojeció, su piel olivácea escondía casi por completo esa reacción, solo la delataban sus pómulos que parecían dos tomates. No solía azorarse con frecuencia, pero cuando sucedía, era porque pasaba una vergüenza colosal, o cuando se encontraba con algún hombre que fuera atractivo.
Ahora su rubor se debía a ambas razones.
Don Tahiel jamás había capturado su atención, solo su arte. Pero claro, eso era porque no lo había visto tan de cerca, el hombre era impresionante, su mirada era imponente, pero no la intimidaba... no del todo. Su acento y forma de hablar, eran una extraña mezcla; era como estar frente a un personaje extranjero de un libro antiguo viviendo en la época actual, y si le agregaba ese tono grave y profundo, el resultado era inquietante. Tendría que ser de piedra para que todo ese conjunto no le afectara.
Todo se había complicado; mentalmente, Millaray se daba de cabezazos; deseaba aprender más que nada en el mundo, pero al lado del maestro, bueno, tendría que acostumbrarse a estar sonrojada la mayor parte del tiempo.
—Acompáñame a la cocina ―decretó el dios.
―Muchas gracias ―dijo Millaray en un hilo de voz―. Disculpe las molestias.
Hefesto emitió una especie de gruñido, el cual ella no pudo interpretar si era una respuesta que confirmaba que estaba molesto, o si solo era para desestimar la disculpa. La guio hasta el fondo del taller, donde había otra puerta que lo conectaba con la casa.
Hefesto abrió la puerta y la invitó a pasar en primer lugar a la cocina. Millaray apenas pudo reprimir el impulso de quedar boquiabierta. Le dio la bienvenida el aroma fuerte del café de grano, mezclado con el del pan marraqueta tostado. Era una habitación amplia, sus paredes eran de un blanco inmaculado, los electrodomésticos eran de acero, y al centro reinaba una mesa metálica con cubierta de vidrio que contaba con dos sillas.
El desayuno estaba a punto de ser servido solo para una persona.
―Asiento, por favor ―conminó Hefesto a Millaray, quien se sentó en el lugar vacío.
―Gracias ―susurró ella sin saber dónde poner las manos. Don Tahiel la ponía nerviosa.
Hefesto, como si se tratara de una especie de ceremonia, sirvió frente a Millaray un platillo; al lado derecho puso una cuchara, al lado izquierdo una servilleta de papel y, al frente, un plato para el pan.
―¿Qué bebes y comes, muchacha? ―preguntó Hefesto, intentando no intimidarla. Sus pómulos estaban ruborizados y ella apenas emitía palabras, era como ver un gatito asustado. Él se reprendió internamente, hacía tanto que no trataba con una mujer ―siglos, literalmente―, que había perdido las maneras adecuadas...
Aunque, pensándolo bien, él no recordaba cuándo había sido la última vez que había desayunado con una. ¿Lo había hecho alguna vez?
―El café huele rico ―señaló Millaray―. Y el pan también.
Hefesto se aclaró la garganta, le incomodaba que Millaray estuviera tan cohibida.
―¿El café lo tomas con leche? ―preguntó, suavizando su tono de voz.
―Sí, por favor... ¿Necesita ayuda, maestro?
―No ―respondió seco―. Gracias, muchacha. Ya lo tengo todo, solo dame unos segundos ―agregó, rectificando de nuevo su tono y tomó un pan tostado que ya se había enfriado.
En silencio, Hefesto le dio la espalda y preparó el café con leche y, con disimulo, encerró el pan entre sus manos. Un leve fulgor dorado se coló entre sus dedos por un segundo, para luego morir. El pan estaba caliente de nuevo.
―Aquí tienes, muchacha. ―Sirvió la taza de café sobre el platillo―. Hay miel y azúcar para endulzar; mantequilla y aguacate... perdón, palta, para el pan.
Millaray no dijo nada, solo agradeció, esbozando una sonrisa tímida y se dispuso a desayunar, le echó una cucharada de azúcar a su café y embadurnó la mantequilla sobre el pan, la cual se derritió en el acto. Hefesto se sentó frente a ella, se sirvió también un café y pan tostado con palta.
Ambos empezaron a comer en silencio. Silencio que pronto fue interrumpido por Millaray, no podía seguir comportándose como una niña entrando al jardín infantil.
―Está todo muy rico, maestro ―elogió con sinceridad, todo parecía tener otro sabor al normal. Tal vez eran los nervios y el hambre que le hacían pensar que un desayuno común y corriente sabía a gloria.
―Me gusta comer bien. Debes desayunar apropiadamente, la forja demanda fuerza y energía. Hasta te puedes desmayar por fatiga y deshidratación, si no comes ni bebes agua ―señaló, hilando una frase de más de cuatro palabras. Se preparó otro pan, esta vez con mantequilla.
―Yo no suelo desayunar ―acotó Millaray, Hefesto la miró intrigado―. No me gusta desayunar sola, y cuando trabajaba en el hospital, solo pasaba de largo hasta el almuerzo ―explicó.
―¿Y vuestro abuelo?
Millaray sonrió, su «tata» era el mejor padre que pudo tener. A veces sentía que era una malagradecida por no haber estudiado una carrera profesional, tener mejores expectativas laborales y ayudar de verdad. Pero sabía de antemano que iba a fracasar en cualquiera de las carreras que impartían en institutos profesionales y universidades, no iba a arriesgarse a endeudarse por estudios superiores que ella jamás culminaría. Simplemente, no tenía cabeza para ello, para lo único que sentía que tenía talento era para crear con las manos.
Pero eso no daba de comer, ni pagaba las cuentas... no lo suficiente.
Anatolio jamás quiso que ella trabajara en el campo, por lo que Millaray, al terminar sus estudios medios, deambuló en trabajos sencillos y mal remunerados; cuidando niños, haciendo aseo en oficinas o en casas, reponiendo productos en supermercados. Lo que ganaba era el sueldo mínimo, el cual apenas era suficiente para ayudar a paliar los gastos en el hogar; vivía sola con su abuelo. Tenía dos hermanas mayores, con las cuales no tenía mayor contacto, una vivía en Santiago, desarrollándose en una exitosa empresa de ingeniería, y la otra vivía en Pucón, haciendo su vida, dueña de casa, un feliz matrimonio y dos hijos.
Millaray nunca supo quién era su padre. Ella, al igual que sus hermanas, tenía el apellido materno repetido... Su madre, ¡ay!, su madre. Siempre fue, es y será un misterio sin resolver. Cuando Millaray tenía dos años, ella se quitó la vida. Sus abuelos se hicieron cargo de ella y sus hermanas cuando aquello aconteció. Ellos hablaban poco de Juani, su madre, y la situación empeoró cuando su abuelita murió. Millaray, en ese entonces tenía diecisiete años, y su incierto origen siempre fueron suposiciones y elucubraciones. Actualmente, a sus veintiocho años, rara vez surgían preguntas que jamás iban a ser respondidas.
―Mi tata sale temprano a trabajar al campo. Se levanta a las cinco, desayuna tranquilo y se va... Yo estuve trabajando, haciendo el aseo en un hospital, pero la empresa perdió la licitación y me quedé cesante... ―Sonrió resignada―. Siempre he visto su taller y mi tata habla mucho de usted, dice que su caballo anda mejor con las herraduras que hace usted, así ya no se las manda a hacer a otro señor que trabaja con él... Entonces... creo que puedo... tengo muchas ganas de aprender su oficio... su arte. Quiero ser verdaderamente útil, no quiero que mi tata siga trabajando tan duro, ya está viejito. ―Parpadeó rápido para evaporar las lágrimas que amenazaban con salir ―. Y si aprendo bien, tal vez pueda ganar lo suficiente para que él deje de trabajar.
Hefesto asintió, haciendo un leve gesto con su cabeza. Eran muy nobles los propósitos de Millaray, e incluso la entendía. Sin embargo, le faltaba tanto por vivir, él bien lo sabía, la vida siempre desviaba el camino hacia los objetivos. Pero él no iba a ser un impedimento para los propósitos de la mujer. El dios de la forja le iba a conceder su anhelo de aprender el milenario arte de la orfebrería.
Hefesto deseó que las palabras y motivaciones de Millaray fueran verdaderas, y no un mero capricho momentáneo. Deseó que su entusiasmo no se diluyera con el tiempo y el arduo trabajo que exigía el oficio.
Deseó de corazón que Millarayse convirtiera en su aprendiz.
Es un tipo de pan propio de Sudamérica, consumido principalmente en Bolivia, Chile y Perú. Este pan está elaborado a base de harina blanca de trigo, agua, levadura y sal, y requiere más tiempo de fermentación que otros panes; no contiene grasas y se caracteriza por su forma peculiar; agrupa panes pequeños en una sola pieza que pueden separarse con facilidad y por ser crujiente.
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