Capítulo 3
«La amiga de Haidée es mi vecina», escribió Edmundo a su hermano, olvidando que ellos estaban de luna de miel, unos pocos días, pero luna de miel al fin y al cabo. No habían pasado ni cinco minutos desde ese encuentro con Camila y necesitaba contárselo a alguien. Sonrió al pensar en ella, la mujer no tenía pelos en la lengua, y a él le gustaba mucho ese aspecto de ella. Pero no era tonto, Edmundo se dio cuenta de que Camila dudó por unos instantes si relatarle lo que había ocurrido, porque claro, las personas no le divulgan su vida sexual a alguien con quien coquetearon hacía menos de veinticuatro horas. Tal vez eso fue lo que más le gustó, que ella confiara en él y que en verdad no pensara que era un acosador-sicópata-violador-asesino-serial.
Se sentó en el sofá de la sala de estar y encendió el televisor. Siempre veía el mismo canal, así que no se tomaba la molestia de cambiarlo. Se dio cuenta de que iban a ser la dos de la tarde, según el añoso reloj mural que era de su madre.
Su celular sonó por una notificación de mensaje, Edmundo lo desbloqueó y sonrió.
«¿En serio? Mira qué pequeño es el mundo», fue la respuesta de su hermano. «El universo está tratando de decirte algo, hermanito. No lo ignores, recuerda "la maldición"», continuó Damián. «Ayer ustedes dos se veían muy animados conversando... Muajajajajajaja».
«Ridículo. El gusto tuyo de ver cosas que no son. Mejor ocupa tu imaginación en algo más productivo y ve a atender a la pobre Haidée como corresponde», contestó a la defensiva Edmundo. Su hermano era un romántico hasta la médula, aunque intentara hacerse el loco... o tal vez, Haidée hacía que él se comportara así, con devoción.
En fin, Edmundo no quería detenerse a pensar mucho en el universo, el destino o cualquier cosa parecida.
«Si no estuviera bien atendida, no estaría contestando tus mensajes. Soy un hombre que le encanta satisfacer a su mujer», respondió su hermano con socarronería. «Le estoy haciendo almuerzo, mal pensado. Haidée tiene hambre», acotó de inmediato.
«¡Trabaja, esclavo!», bromeó Edmundo con inocencia, pero esa inocencia se esfumó en cuanto envió el mensaje. Si su hermano y su cuñada practican sado, dominación... o como le llamen, ¿Damián sería el sumiso o el dominante?, se preguntó. Francamente no lo imaginaba como sumiso, su hermano tenía algo que daba a entender que, a pesar de besar el suelo que pisaba su mujer, no era un pelele.
No hubo más respuestas, lo más probable era que Damián estuviera realmente haciendo el almuerzo, y a propósito de ello, Edmundo estaba famélico y con cero ganas de cocinar.
—¿Comida china o japonesa? —Recreó los sabores mentalmente para saber qué cosa le apetecía más en ese momento, y decidió. Apagó el televisor, miró por la ventana y notó que afuera estaba un poco fresco, por lo que tomó un sweater, dinero, sus llaves y salió.
*****
«¡Tu cuñado es mi vecino!», fue el mensaje que le envió Camila a Haidée en cuanto procesó todo lo sucedido. No esperaba que su amiga le contestara de inmediato, era posible que estuviera pasándolo «pésimo» en su mini luna de miel.
«Vive al lado, pero al lado, al lado mío», fue el otro mensaje que le envió.
«¿De verdad es un hombre decente, o es un pastel disfrazado de hombre decente?», escribió quince segundos después, un tanto arrepentida de bombardear a su amiga con mensajes de chiquilla insegura. Miró la hora en su móvil, eran las dos de la tarde
—Mejor me voy a duchar. Tengo pegado en el cuerpo el hedor del peor sexo de toda mi vida y estoy cagada de hambre —declaró en voz alta, levantándose del sofá y dirigiéndose al baño—. Increíble, ahora va a la lista de pasteles el «hombre metralleta».
Camila solía hablar consigo misma, en parte, porque siempre fue su costumbre desde niña, y por otra, porque de esa forma llenaba de alguna manera el silencio de su hogar cuando estaba sola.
Se quitó el pijama de flores y corazones que se había puesto justo después de despachar a Lucas para sentirse protegida y se metió a la ducha. Dejó que corriera el agua caliente por su piel y se quedó quieta bajo el chorro. Se preguntaba por qué seguía castigándose de esa manera, involucrándose con tipos que eran todo lo contrario a lo que ella deseaba. ¿Cuál era el afán de intentar hacer cambiar a un hombre por amor, sabiendo que ya sus defectos eran insoportables? Es más, ¿por qué diablos esperaba a que cambiaran?, ya debería haber aprendido que nadie cambia en esencia. ¿Por qué no era capaz de diferenciar un hombre decente de uno que le iba a hacer pasar penurias? ¿Acaso, no existía en ninguna parte del mundo algún hombre sensato y maduro? Alguno que tuviera una mínima cuota de empatía, de sensibilidad.
A lo mejor ella era la del problema, no quería verse a sí misma como una víctima, pero sí debía admitir que tal vez debería cambiar su actitud, algo estaba haciendo mal, de eso no había duda. Ella era les daba cabida a los hombres que no valían la pena... Bueno, y ellos se aprovechaban de ello.
—Tengo que ser más selectiva... ¡Aiiiiish! Pero moriré rodeada de gatos si se me pasa la mano. —Empezó a hablar sola de nuevo mientras se echaba shampoo en el cabello—. No tiene que ser perfecto, solo que no sea un hijito de mamá que no sepa para dónde ir en la vida... Un hombre hecho y derecho... que tenga pene no significa que goce de esa condición, o sea, es cosa de ver a Lucas, tremendo pedazo de pistola que tenía, pero se disparaba sola.
Se aclaró el cabello pensando en cómo cambiar de dirección su inestable vida amorosa. Estaba acercándose a los treinta, tampoco era que se le estaba yendo el tren, pero sentía que su vida era como tomar el tren incorrecto una y otra vez, y temía aburrirse de errar el rumbo y optar por quedarse abajo para siempre para no volver a equivocarse.
—¡Celibato! —exclamó mientras embetunaba acondicionador en su cabello—. Tengo que estar tranquila por un tiempo, mirar las cosas con perspectiva y el sexo me enceguece... Además que últimamente siempre es lo mismo y es harto mediocre. Lo hombres ni siquiera tienen imaginación, deberían leer más libros románticos —reflexionó—. Por último, para que se hagan una idea de lo que nosotras deseamos. Una ya sabe lo que ellos quieren, es cosa de ver una porno y ya... Son tan básicos... me carga que sean así.
Enjabonó su cuerpo rápidamente y luego se enjuagó para dar por terminado su ritual de purificación post desastre.
Salió del baño envuelta en una toalla y de súbito empezó a sonar su celular que estaba sobre la mesa del comedor. Camila tomó el aparato y al ver quien llamaba cerró los ojos y resopló. Si no contestaba esta vez iba a ponerse más insistente y ya no estaba de humor para sufrir ningún tipo de acoso emocional.
Así que optó cortar por lo sano.
—Hola, mamá —saludó Camila intentando aparentar buen humor.
—Hola, hija —devolvió el saludo su madre, pero su tono de voz era más bien grave—. Supe que estuviste en Santiago. ¿Por qué no pasaste a la casa?
Camila maldijo mentalmente su torpeza y se recriminó hasta el cansancio por haber publicado en Facebook que estaba en el matrimonio de Haidée. A veces olvidaba que tenía entre sus contactos a personas que hablaban con su madre y que siempre iban con el chisme. Para la otra iba a tener que configurar la publicación.
—Fue un viaje de ida y vuelta. Solo estuve unas horas en Santiago para el matrimonio de Haidée... —explicó intentando sonar relajada, la excusa era simple—. ¿La recuerdas? Era mi compañera en el colegio de la básica, mi mejor amiga, con la que fuimos a Dichato.
—La recuerdo bien. Pero debiste venir para acá, hija. Tu papá estaba en la iglesia, no había forma de que se encontraran.
—No voy a tentar a mi suerte de nuevo, mamá. Acuérdate del escándalo que armó la otra vez, dijo que estoy muerta para él. Arderé en el infierno por pecadora y por haberme alejado de la mano de Dios —ironizó repitiendo las mismas palabras que lanzó su padre ese día—. Mamita, no sigas intentando forzar una situación que nunca sucederá, sé que yo ya no le importo. Está bien, ya superé el hecho de que nunca vamos a estar de acuerdo en esta vida.
—Debiste venir de todas formas, por último, nos hubiéramos encontrado en otra parte.
—Tenía que volver pronto, mamá, y el matrimonio era en La Florida, no podía pegarme el pique a San Bernardo. Iba con el tiempo justo. Para semana Santa voy a Santiago y nos juntamos... —propuso conciliadora—. Yo... yo ya no quiero volver a visitarte a la casa y arriesgarme de nuevo a que mi papá me encuentre ahí, y me diga hasta de lo que me voy a morir.
—Pero, hija...
—No, mamá —intervino los ruegos de su madre con vehemencia—. Yo no soy como Rut que le acepta todo, no puedo evitar quedarme callada, y va a quedar la embarrada de nuevo. Yo no soy tan masoquista como para pasar por esa situación una vez más. ¿Tú crees que no me duele que mi propio padre me trate como una puta, como si fuera escoria humana que no es digna de él? —interpeló tragando su dolor y sus lágrimas, porque eso siempre dolía—. Todo porque no hice las cosas a su manera. No, mamá, él no dio su brazo a torcer hace cuatro años, no lo hizo hace un mes, menos lo va a hacer ahora. Y yo no voy a cambiar mi vida para que él se sienta orgulloso de haber salvado mi alma, que el gran pastor Jacob hizo el milagro.
Desde el otro lado de la línea telefónica solo se escuchaban los sollozos de su madre que nunca dejaba de insistir en el tema. En el fondo deseaba a su familia unida, pero a costa de que Camila cediera, para ella era impensable que su marido fuera más flexible y misericordioso con su propia hija.
A Camila cada vez se le hacía más difícil el contacto con su mamá, que siempre le hiciera pasar por ese tipo de conversaciones cada vez que la llamaba. Aída, su madre, lo hacía sin mala intención, pero las cosas estaban hechas. Con el paso del tiempo, Camila se estaba acostumbrando a sentir el rechazo de toda su familia a excepción de su madre, la única que la aceptaba tal como era, pero era demasiado sumisa y pasiva con su marido y nunca fue capaz de llevarle la contraria, ni rebelarse de algún modo. Ni siquiera por Camila.
—Mamá, mamita... no llores... Yo estoy bien aquí. A pesar de todo lo que me pasó, de mis fracasos, no quiero regresar a Santiago. No puedo cambiar la tranquilidad de este lugar por la capital, y yo ya hice mi vida aquí... No insistas más, te lo suplico.
—¿Me prometes que nos veremos en Semana Santa?
—Sábado Santo, y nos juntamos al mediodía en la plaza de San Bernardo —prometió solemne—. Es solo un mes, no te preocupes, pasará volando.
—Bueno, mi niña... nos vemos entonces.
—Nos vemos, mamá, cuídate... —Reprimió las ganas de decir «mándale saludos a todos». En realidad, aparte de su mamá, no había nadie que quisiera recibir sus parabienes—... Adiós.
—Adiós, hija. Bendiciones.
Una lágrima cayó por la mejilla de Camila y ella la interceptó con sus dedos, emborronándola sobre su piel. Por lo general, ella no extrañaba su familia, solo a su madre de vez en cuando. Pero el dolor volvía con cada llamado telefónico, con cada ruego, con cada visita a escondidas.
Camila prefería la distancia, era mejor para todos estar separados por cientos de kilómetros. Era más fácil para ella, y un alivio para el resto de su familia pretender que la oveja descarriada no existía. Si no estaba en Santiago era mínima la posibilidad de toparse o saber de ella.
El celular de Camila sonó de nuevo, sacándola bruscamente de su trance. Esta vez era la alerta de un mensaje entrante. Miró al cielo agradeciendo la distracción que le brindaba Haidée sin saberlo. Ella siempre la «salvaba» sin querer y, a veces, queriendo.
«¡Noooooooo! ¡¿En serio?!», decía el mensaje de su amiga. «¿Y cómo te enteraste?», preguntó con evidente interés.
«Golpeó mi puerta pidiendo una taza de azúcar», respondió Camila, «Aunque sigo creyendo que lo del azúcar fue una excusa barata, pero le sirvió para que lo dejara entrar a mi departamento», continuó, «Supongo que lo hizo por curiosidad porque mi voz la había escuchado antes, y claro, ahora sabe por qué».
Camila se quedó mirando la pantalla, esperando a que Haidée terminara de escribir su mensaje, y sonrió. Edmundo le caía bien, y bueno, había algo en él que no sabía cómo describir con exactitud. En cierto modo, se sentía cómoda y segura con él. Tanto como aceptar sin ningún tipo de recelo su improvisada invitación a cenar al día siguiente.
«Ja ja ja ja ja ja, de verdad no me imagino a Edmundo pidiendo una taza de azúcar... Mi cuñadito lindo precioso, a veces hace cosas que uno no puede predecir», comentó Haidée, «Pero, como te dije ayer, no es tu tipo, él es decente... A menos que quieras cambiar tu rumbo e intentar algo con alguien que valga la pena, y si es así, él es el indicado. Te lo recomiendo, es muy bueno para la salud emocional tener una relación sana».
Haidée siempre le decía lo mismo, que le diera la oportunidad a otro tipo de persona. Pero para desgracia de Camila, no se daba cuenta de ello hasta que era muy tarde y los hombres sacaban a relucir a su pastel interior.
Y es que los pasteles son individuos especiales, son personas con una personalidad atractiva, son seres simpatiquísimos, seductores, alegres. Pero cuando llegan a la instancia de formalizar una relación, de proyectarse, de ir más allá, todo se va al carajo. En palabras simples y mundanas, un «pastel» era sinónimo de «pendejo», pero con palabras más bonitas. Y no es que Camila tuviera el vestido de novia en la cartera. Lo único que ella deseaba era estabilidad, confiar en un hombre lo suficiente como para apoyarse en él, sin el temor a que este desapareciera despavorido ante las palabras, «compromiso», «responsabilidad», «madurez». Camila solo deseaba tener un compañero, entregar y recibir sin egoísmos, sin condiciones... solo amar... Tal vez estaba pidiendo demasiado, porque al parecer los hombres hechos y derechos ya no existían.
«Ay no sé... Edmundo me cae bien y nuestras conversaciones solo fluyen. Pero eso no significa que esto se transforme en algo más. Seré una lectora de novelas rosa y una romántica empedernida, pero sé diferenciar la ficción de la realidad, y los hombres como tu Damián, solo se dan uno en un millón, o sea, en este país hay solo 17 personas como él, y ayer acabaste de reducir el número de mis oportunidades a 16. Gracias, amiga», bromeó Camila con su humor ácido e irónico.
El estómago de Camila protestó por alimento haciendo un ruido nada discreto. Por unos minutos había olvidado comer, pero no se sentía con ánimos de cocinar. Se despidió de su amiga y se quedó pensativa.
—Comida congelada, empanadas, helado de chocolate... —enumeró indecisa—. ¡Bah!, lo veré en el camino.
Se vistió con premura, tomó su dinero y salió.
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