Capítulo 2

Edmundo llegó cansado a Concepción, después de haber asistido al matrimonio de su hermano que vivía en Santiago. El viaje de vuelta a su ciudad duraba unas siete horas, así que tomó el bus de las doce de la noche. De esa manera, dormiría algo durante el trayecto y llegaría a su casa relativamente descansado.

Pero el plan no resultó. Él se sentía inquieto y no pudo pegar un ojo en toda la noche, se distrajo buscando con avidez información en su móvil acerca de BDSM, y llegó a la conclusión de que el libro de su hermano era mucho más confiable y técnico que todo lo que abunda en el ciberespacio.

Abrió pesadamente la puerta su departamento, casi arrastrando los pies. Cerró sus ojos, inspiró hondo, exhaló largo y luego entró.

—Hogar, dulce hogar. —Reprimió el impulso de saludar a su madre, esa costumbre estaba muy arraigada en sus rutinas. A veces, solo olvidaba que ella ya no estaba con él y, que incluso, él ya no vivía en la misma casa donde pasó casi toda su vida. Suspiró y luego susurró—: Hola, mamita. —Finalmente cediendo, para dedicarle unos segundos a ella y a sus recuerdos. La echaba mucho de menos, la extrañaba horriblemente.

Su madre tenía la capacidad de distraerlo cuando su cerebro estaba enfrascado en cualquier cosa, le daba un respiro, una sana evasión. Ahora sin ella, le costaba más detenerse, darle su lugar a las cosas dentro de su mente para, luego, poder continuar.

Pensar en su madre no sirvió, era peor, Edmundo prefería seguir dándole vueltas al asunto que lo traía intranquilo en vez de caer en la pena. Su cerebro no dejaba de pensar en las cosas inquietantes que descubrió el día anterior.

Bostezando se fue directo a su dormitorio. Se quitó toda la ropa y se acostó tal como Dios lo echó al mundo. Pero a pesar de solo querer dormir, su cabeza se rehusaba a dejar de funcionar, de verdad estaba intrigado por la información que contenía ese libro. Nunca había pensado en que ese tipo de prácticas sexuales eran algo posibles, siempre lo vio como algo lejano, ajeno a su realidad, o tal vez como una sucia fantasía de alguien un tanto pervertido. Pero debía reconocer que a medida que leía el libro, más curiosidad le daba, y cada vez estaba más cerca de la obsesión qué tanto odiaba sentir. Quería saber más, mucho más... ¿De verdad se podía hacer todo eso? ¿De verdad una mujer accedía a someterse sexualmente? ¿De verdad se podía llegar a niveles inconmensurables de placer?

¿De verdad? Porque todo parecía ser increíblemente cierto.

Tampoco podía quitarse de la cabeza a Camila. La mujer era como pocas, era inusual ver una persona derechamente coqueta y directa y, sin embargo, él no se sentía incómodo con ella. Para Edmundo era más fácil manejar una situación cuando sabía a cabalidad el terreno que estaba pisando, y por eso mismo detestaba algunas «tácticas» que usan generalmente las mujeres para llamar la atención o para hacerse las interesantes. Camila, simplemente, no tenía filtro y debía reconocer que ver eso en una mujer era refrescante. Se preguntaba qué cosa le habría pasado a ella para ser una persona tan escéptica cuando se trataba de relaciones amorosas. Aunque él no se consideraba especialmente romántico, sí le llamaba la atención ver a una mujer que, de manera casi evidente, pretendía mostrar una cosa, y a la vez, sus acciones revelaban otra.

En fin, no sacaba nada con pensar en ella, porque lo más probable era que no la vería nunca más.

Ese pensamiento le hizo analizar que tal vez no estaba destinado a tener alguna compañera en esta vida, justo cuando hallaba a una mujer que encontraba bastante interesante —corrección, más que interesante—, perdía la oportunidad de conocerla un poco más, sin remedio.

Se incorporó incómodo, esponjó la almohada que estaba usando y la volvió a dejar en su lugar, luego tomó la otra, aquella que nunca usaba porque su cama nunca la compartía, e hizo lo mismo, se volvió a acostar y le hizo cucharita a la almohada libre, solo para tener la ilusión de no estar tan solo.

Lentamente su mente fue quedando en blanco. No importaba que los rayos matinales entraran a raudales por la ventana de ese hermoso día domingo. Tampoco importaba el ruido de la ciudad o el de los vecinos, y mucho menos importaba el hambre que empezaba a carcomerle el estómago. Solo cayó rendido en un sueño profundo, casi sin darse cuenta.

*****

No deseaba abrir los ojos, no en ese momento. Estaba disfrutando de una sensación exquisita. No podía parar de embestir aquella boca que estaba empeñada en darle placer.

—No pares, sigue chupando —ordenó Edmundo autoritario, acariciando con ternura la cabeza de la desconocida. Era un contraste de sensaciones que él estaba descubriendo y experimentando, dominar con rudeza, pero sin humillar, respetar a aquella mujer que su único afán era darle placer—. Así. Lo haces maravilloso —halagó sin parar de recorrer con sus dedos las hebras del cabello suave y liso.

Quiso mirarla, y sin más preámbulo lo hizo. Una cabellera castaña clara casi llegando al rubio, y más allá, pudo ver que la mujer estaba desnuda, de rodillas y tenía las manos atadas a su espalda con una soga negra.

Edmundo no soportó más, verla fue como un golpe de lujuria y adrenalina, volvió a cerrar los ojos, dio un quejido entrecortado y se derramó sin control dentro de la cálida boca que se quedó inmóvil mientras albergaba toda la longitud y recibía su éxtasis sin emitir ningún ruido.

*****

Edmundo abrió los ojos repentinamente. Estaba solo en la cama y prácticamente estaba estrangulando la almohada a la que le estuvo haciendo cucharita mientras dormía.

—¿Qué mierda ha sido eso? —Se incorporó con rapidez y su cerebro protestó por la brusquedad del movimiento. Edmundo se refregó la cara con sus manos y luego revolvió su cabello—. ¿Qué mierda fue eso? —Y sin más, empezó a reírse de sí mismo—. Maldito libro, ahora me lo voy a tener que comprar para saber más. ¡Qué estupidez!

Hizo el amago de levantarse de la cama pero notó que su sueño había dejado consecuencias, la funda de la almohada estaba, sin lugar a dudas, manchada con semen.

Resopló molesto y se reprendió de aquel episodio de adolescente calentón. Que llevara más de un año sin pareja no justificaba que su cuerpo se gobernara solo. Quitó la funda de la almohada, y se dirigió en dirección al lavadero, pero se arrepintió a medio camino, volvió al dormitorio y sacó las sábanas de la cama y la otra funda. Era uno de sus comportamientos obsesivos compulsivos, no le gustaba mezclar los juegos de sábanas, así que decidió que las iba a lavar todas y poner unas limpias. Ya calmada la compulsión, se fue a su destino. Con fastidio abrió la puerta de la lavadora, metió las sábanas y algo de ropa blanca del canasto, para aprovechar el viaje, y luego la cerró, apretó los botones del programa de lavado, y en medio de los bip, bip, bip, escuchó...

—¡Es que no puedes hacerme de nuevo esto, pastel! ¡¡No puedes!! ¡¡Te lo dije en todos los tonos posibles!! —increpaba una mujer, Edmundo sintió lastima del pobre «pastel» que estaba recibiendo esa paliza verbal, y al instante se paralizó. Esa era la voz...

¿¡Camila!?

Abrió los ojos como platos, y sin pensar, se quedó en silencio y puso más atención a la discusión para cerciorarse de que se trataba de ella. Era increíble.

En el silencio reinante apenas se escuchaba la respuesta del hombre, solo un murmullo grave, ahogado por las paredes de concreto.

—¡Pero es que no es la primera vez, po'h?! ¡Es la tercera! ¡La tercera! ¡¿Hasta cuándo voy a soportar esto?!

Definitivamente, era la voz de Camila, ahora Edmundo ya sabía por qué la había escuchado antes... Estaba en todo momento, a veces discutiendo, a veces cantando a todo pulmón, a veces gimiendo al compás de un cabecero golpeando el muro, a veces riendo... A veces, incluso, creyó escucharla sollozando. Sus departamentos solo estaban separados por una pared —una no muy gruesa— y la voz de Camila era parte de la vida cotidiana de Edmundo desde hacía unos seis meses cuando él llegó a ese lugar. Por eso no la recordaba, estaba relegada a un rincón de su inconsciencia. Era una voz que no tenía cara, que no tenía cuerpo, intangible, como un fantasma. Pero ahora sabía quién era, y la tenía al lado... ¡Literalmente!

—¡Es más, no tengo por qué soportar esto! ¡Se acabó! —decretó Camila.

La voz masculina seguía siendo un murmullo y ya no hubo más repuestas por parte de ella. Al cabo de cinco minutos se escuchó un portazo, y luego empezó a sonar a volumen moderado la música de Linkin Park.

—«I'm holding on, why everything is so heavy?» —verseaba Camila, desde el otro lado de la pared, probablemente ignorante de que todo el piso era capaz de escucharla—. «Holding on. So much more than I can carry»

—Por lo menos es afinada... tiene una voz muy bonita —observó Edmundo negando con la cabeza, y sonriendo inició el programa de lavado—. ¿El «pastel» será el «ex pastel» ahora? Quizás qué le hizo por tercera vez, ella no da la impresión de ser de las que aguantan infidelidades sistemáticas. Se ve que es más digna.

«¿Por qué no vas y le preguntas directamente... pastel», dijo su lado malo. Su lado bueno, al parecer, se había ido de vacaciones.

—Sí, por qué no... —decidió impulsivamente sin preocuparse en qué estado iba a encontrar a Camila.

Y sin pensarlo dos veces, fue a su habitación y se vistió con lo primero que pilló en su closet —porque no pretendía ir en plan de entablar conversación con la vecina en su traje de Adán—, se calzó unas zapatillas y salió de su dormitorio. Pasó por la cocina, se detuvo en seco e impulsivamente sacó una taza. Prefería hacer las cosas de ese modo, porque cuando se trataba de mujeres, era mejor no darle demasiadas vueltas para no acobardarse.

Tomó sus llaves y salió al pasillo, puso atención a la música, la canción «Heavy» estaba terminando y golpeó tres veces.

La puerta se abrió al instante y de manera brusca, Camila traía cara de pocos amigos.

—Te dije que se... —La oración murió en su labios en el preciso momento en que se dio cuenta que el hombre que había llamado no era el «pastel».

Era el hombre bombón relleno de manjar.

—¿«Acabó»?... Hola —saludó Edmundo con una cuota de burla en su tono de voz—. Soy tu vecino de al lado, ¿tienes una taza de azúcar que me regales? —consultó dándole una rápida escaneada a la mujer que solo vestía un abrigado pijama de franela moteado con diseños de flores y corazones rosas.

Camila estaba boquiabierta, ¿De verdad, el bombón relleno de manjar que conoció en el matrimonio de su amiga era su vecino? ¿Cómo, cuándo, dónde? Le costó unos segundos cerrar la boca y elaborar una respuesta coherente. La pilló totalmente desprevenida y con la guardia baja. No, mejor dicho, con la guardia durmiendo a pierna suelta.

—¿No eres un acosador-sicópata-violador-asesino-serial? —Fue lo primero que escupió el cerebro de Camila y que pasó directamente a sus labios, intentando con desesperación levantar la guardia.

—Olvidé los condones, la cinta de embalaje y el cloroformo. Soy inofensivo en este momento —respondió Edmundo, sonriendo abiertamente.

—Súper inofensivo, me das un puñete y me dejas en coma —ironizó Camila, mirándolo de arriba abajo. «Diablos, sigue viéndose buenorro el infeliz, aunque sea informal», pensó, chasqueando la lengua para sus adentros.

—No es mi costumbre golpear a las personas. Solo en casos de fuerza mayor. Por una taza de azúcar no cometeré ningún crimen —aseguró Edmundo, levantando la taza vacía y muy divertido con el intercambio verbal. Ella tenía una respuesta ácida y sarcástica para todo. Obvio, acababa de echar al «pastel» por hacer quizás qué cosa por tercera vez, así que, probablemente, su ánimo era más bien belicoso.

Camila no deseaba pensar que Edmundo había oído todo, pero no pudo evitarlo, empezó a mortificarse en el momento en que su mente empezó a elucubrar qué cosas oía el vecino de al lado.

Ella también escuchaba lo que él hacía. Podría definir a Edmundo como alguien solitario, ordenado y limpio —escuchaba la aspiradora varias veces a la semana y la lavadora—, a veces ponía algo de música a volumen moderado y, definitivamente, era muy callado, su voz no la había escuchado nunca y tampoco la de ninguna mujer, así que podía conjeturar que Edmundo no era de los que llevaba «Fulana», «Zutana» y «Mengana» a su departamento para follar como gorilas.

Y ahora podía agregar al listado, que el vecino mudo estaba más bueno que un cargamento de chocolate suizo, que era muy simpático y tan cínico como ella cuando se trataba de romance... y también alguien al cual no le pasaban desapercibidas algunas cosas que ella solía ocultar, y que la mayoría de los hombres ignoran a propósito.

En pocas palabras, él era un hombre con el cual podría entretener su vista y hablar a calzón quitado. Un buen tipo, decente —según la fuente confiable que era su amiga Haidée—, pero totalmente descartado para establecer cualquier tipo de relación que involucre besos, caricias e intercambio de fluidos.

Porque en el fondo, él se iba a convertir en un «pastel». En pocas palabras, en un corto plazo él sacaría a relucir al hombre-niño, con espíritu ganador que mató al caballero que todo macho lleva adentro.

Camila estaba segura que si a ella se le ocurría traspasar la delgada línea que separaba entre ser coqueta a tirarse como leona sobre él, Edmundo pasaría de príncipe a sapo. El hombre le caía demasiado bien y por un absurdo motivo él le inspiraba mucha confianza. Tampoco debía olvidar que era el cuñado de su mejor amiga. Si se ponía a pensarlo mejor, que él fuera su vecino tenía su lado práctico, podía tener alguien con quien contar... un amigo, ¿para qué arruinar la situación con sexo?

Además que solo desde hace cinco minutos acababa de terminar una poco conveniente relación, y no estaba de ánimos para bajar sus bragas. En ese momento todo lo iba a mantener por el lado platónico.

—Entra —invitó Camila, dándole paso a Edmundo a que se internara en su departamento—. Está todo desordenado, pero me importa un pepino si no te gusta. —Sí, todavía sus ánimos eran belicosos.

—Gracias —dijo Edmundo mirando todo a su alrededor. Camila no mentía acerca del desorden. Todo era un desastre, excepto la biblioteca—. Te busqué después en el matrimonio de mi hermano, pero te fuiste temprano —comentó para saber sobre su repentina desaparición de la fiesta.

—Sí, bueno... Adoro a Haidée, pero solo fui y volví. Tenía otro compromiso —respondió un tanto dudosa de darle explicaciones a alguien que estaba recién conociendo. Quería tantear el terreno—. ¿Vas a querer el azúcar o solo fue otra táctica de seductor de segunda? —Intentó cambiar de tema tirándole la caballería encima.

—Sí, la necesito —mintió con descaro y le entregó la taza—. ¿El compromiso era con el «pastel»? —interrogó Edmundo sin pelos en la lengua. No servía de nada la estrategia de Camila por desviar el tema de la conversación, él no se iba a ir hasta saciar su curiosidad y conocer un poco más a esa mujer.

—¿Qué tanto escuchaste? —preguntó Camila, entrecerrando sus ojos.

—No pude evitarlo... Solo tu lapidación verbal hacia el pobre hombre —confirmó lo que tanto temía Camila—. ¿Qué te hizo ese tipo?

—¿De verdad quieres saberlo? —interrogó, alzando su ceja con incredulidad, y se dirigió a la cocina; Edmundo la siguió. Observaba atento el lugar para conocer el mundo que rodeaba a esa mujer, si el departamento en general era un desorden, la cocina era pulcra. Así que pudo deducir que era algo muy especial para ella... o tal vez, no la usaba.

—Digamos que tengo mucha curiosidad. Es como leer un libro desde la mitad hasta el final—explicó con sinceridad—. ¿Es demasiado íntimo como para contarlo?

—La curiosidad mató al gato, ¿lo sabías? —provocó a Edmundo con coquetería, eso no podía evitarlo. Y sí era íntimo y privado lo que le sucedía. Por un lado, Camila pensó que no debería contarle sus cosas a un completo extraño, pero por el otro, podría serle útil la opinión de un hombre que era decente y contaba con la total aprobación de su amiga.

—Pues, me arriesgaré —apostilló Edmundo para animarla.

—Bueno, te lo diré. —«A riesgo de que creas que soy una puta barata», pensó Camila con demasiada dureza consigo misma. Pero la vida ya le había enseñado cómo eran los hombres de machistas—. Lucas es un amigo... No, era un amigo —subrayó—, que hace tiempo andaba detrás de mí, y por distintos motivos nunca se dio nada entre nosotros. —Comenzó a relatar sin mirarlo directamente, en vez de ello, empezó a buscar el azúcar en la despensa.

—Un amigo... ¿con ventaja? —interrogó, apoyándose en el quicio de la puerta y cruzándose de brazos.

—Hace poco le di la «ventaja». —Encontró el frasco de azúcar y lo abrió.

—Ahhhh, entonces asumo que aprovechó la ventaja —Camila asintió con la cabeza y empezó a rellenar la taza con azúcar—. ¿Y cuál fue su pecado?

—Mmmmm, pues parece que mi ex amigo con ventaja es eyaculador precoz y yo no estoy para ser la terapia de nadie.

Edmundo abrió los ojos sorprendido, pero un tanto desconfiado acerca de la aseveración de Camila. ¿Acaso, sería de las mujeres exigentes que esperan que un hombre dure media hora embistiendo sin parar?

—¿Cuál es tu concepto de eyaculador precoz? A un hombre promedio, si no le cambias la posición, no dura más de tres minutos... Son datos científicos, yo no lo inventé —aseveró.

—Tres empujadas —contestó lacónica y sin exagerar—. Créeme, no soy una mujer que necesite media hora de preparación, pero ¿tres empujones?, ¿sin disculpas, sin preocuparse si yo había disfrutado o no? —relató con las manos en jarras y elevando un poco la voz, evidenciando su frustración.

—Bueno, los hombres a veces somos muy ansiosos y nos autoboicoteamos cuando estamos con quien nos gusta demasiado... —intentó justificar Edmundo como posible causa de la rapidez del ex amigo con ventaja de Camila.

—Te creo la primera vez, eso te lo concedo. Pero las demás, ¿lo mismo? Le perdoné su ansiedad la primera noche, todas las veces que repetimos me la hizo, y esa vez yo quedé mirando para el techo como diciendo «qué mierda pasó aquí, ¿eso es todo?». Le expliqué con buenas palabras y mucho tacto que necesitaba un poquito más de tiempo para alcanzarlo. Le di la oportunidad de resarcirse en una segunda cita, y al final fue lo mismo. Así que me dije: si me la hace a la tercera, pa' la casa nomás.

—Ahhh... entiendo... ¿Esta fue la tercera? —Camila confirmó, asintiendo con su cabeza—. Definitivamente, es un pastel eyaculador precoz y muy egoísta. La defensa descansa, no hay más argumentos, su señoría —bromeó, pero diciendo la verdad—. Mi lado masculino tiende a defender a un compañero, pero tus pruebas son contundentes.

A Camila le sorprendió un poco que él no siguiera intentando justificar a Lucas, y le sorprendió aún más que le diera la razón sin más. Al parecer, Edmundo era un hombre razonable.

—No se puede defender lo indefendible, y yo no soy de las que fingen, mi cara de decepción era evidente, le dije las cosas civilizadamente, pero el pastel prefería ignorarlo.

—Hay hombres demasiado estúpidos que creen que lo merecen todo. Bueno, la mayoría tenemos nuestros episodios de lucidez, pero por lo general somos bien tarados con las mujeres.

—Nada que hacer, todos los hombres son unos pasteles. —Se acercó con la taza llena de azúcar y una sonrisa—. Toma, después te la cobraré de vuelta —avisó ofreciéndosela y Edmundo la recibió, sus dedos se rozaron, esta vez no hubo estática, ni corrientes eléctricas, solo el suave y cálido toque del que ambos fueron demasiado conscientes—. Nunca se sabe.

—Gracias, Camila... —agradeció con una sonrisa sin saber qué más decir

—De nada.

—Bueno, me voy... —Edmundo se dirigió hacia la puerta y Camila fue tras de él para acompañarlo. Edmundo se detuvo bruscamente y ella chocó en su espalda pegando todo su cuerpo al de él. Por una milésima de segundo fue capaz de sentir la dureza y el calor que emanaba de ese hombre, y sin poder controlarlo, Camila se puso nerviosa—. Oye, te gustaría... ¿Estás bien?

—Sí, no te preocupes... —aseguró, todavía sintiendo la tibieza del cuerpo de Edmundo en su piel—. ¿Decías?

—Ah, sí... ¿Mañana trabajas?

—Sí... ¿por?

—¿A qué hora llegas?

—Como a las siete.

—¿Te gustaría cenar conmigo? Me gusta conversar contigo, y en realidad, me la paso todo el tiempo solo, sobre todo cuando empiezan las clases.

—¿Clases? ¿Estudias o trabajas? —interrogó interesada en conocer más a Edmundo, porque no lo iba a negar, el hombre le atraía. Desde el día uno... o sea, desde ayer.

—Soy el «viejo de mierda de informática» en la Universidad del Desarrollo.

—Ahhh, así que eres profesor.

—Básicamente, enseño en varias carreras donde la malla curricular les exija a los alumnos usar algún programa de diseño o aprender conceptos básicos de computación, que no son tan básicos para alguien que no ha visto una mísera línea de código en su vida —explicó Edmundo con cierto tono de orgullo. Le gustaba enseñar, aunque a veces no soportaba el carácter indolente y perezoso de la juventud actual—. Si no se aplican me los rajo sin piedad —dijo medio en broma, medio en serio.

—No sé por qué no me sorprende... —comentó. Ella podía percibir un aura de autoridad en él, tal vez era la postura o el tono de voz que usaba—. Mañana golpearé tu puerta a las siete y media. En la semana, por lo general, me la paso sola, así que creo que me hará bien conversar en vivo y en directo con un ser humano.

—Tenemos una cita entonces.

—Claro... pero no te ilusiones, solo estamos en plan de amistad —advirtió, levantando su dedo índice para subrayar sus dichos—. Sin derecho a nada.

—Yo no he dicho lo contrario —replicó inocente. Demasiado inocente, incluso, para el mismo Edmundo—. Nos vemos.

—Adiós.

—Adiós.

Camila cerró la puerta y luego se apoyó en ella soltando el aire de sus pulmones.

—¿Qué mierda ha sido eso? —susurró incrédula de la insólita situación vivida los últimos minutos.

Ahora le daba cosa hablar un poco más fuerte. Las paredes tenían oídos... los del vecino bombón relleno de manjar.


Pastel: Pendejo, imbécil, en esta historia se le asigna el término a aquel individuo inmaduro e incapaz de sostener una relación sentimental comprometida.

Po'h: muletilla que significa pues, y es usada en Chile para dar énfasis a cualquier cosa que se dice.

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