Capítulo II
Hades apareció en medio del claro. En cuanto sintió la tierra en la planta de sus pies, avanzó para ir en busca de su esposa. Ella no estaba ahí.
―¡Perséfone! ―llamó Hades. El corazón le latía acelerado, podía sentir cómo el icor recorría sus venas. Miraba por todas partes, sin poder quitarse de encima la abrumadora sensación de que nada era como antes; el verdor del claro era menos intenso, el aroma a tierra y humedad se había esfumado y estaba demasiado silencioso.
Tragó saliva, volvió a llamar a su esposa. No sentía su presencia. Un doloroso nudo se instaló en su garganta, y le impedía elevar más su voz.
―¡Perséfone! ―insistió.
Hades se secó el leve sudor de su frente. Enfiló sus pasos hacia el hogar de Deméter. Si su esposa no estaba donde lo había citado, entonces debía estar con ella.
―Hades... ―Escuchó el señor del Inframundo. Sin embargo, la voz de Perséfone, lejos de traerle alivio, lo preocupó más. Se percibía débil, frágil.
Provenía detrás de un añoso árbol de tronco grueso.
Sin mayor dilación, Hades avanzó hacia ese lugar. No obstante, ni bien dio tres pasos y Perséfone le ordenó con voz temblorosa:
―¡Espera! No avances, te lo suplico.
Hades se quedó paralizado, tanto por la orden como por la negativa de su esposa por verlo.
―¿Qué pasa, mi señora? Me mandaste a llamar urgente.
―Así es... ―respondió―. Tan solo dame un minuto. No es fácil lo que te voy a mostrar.
―Esperaré. No me iré a ningún lado ―prometió Hades con suavidad, procurando transmitirle tranquilidad, tranquilidad que él no sentía en lo absoluto.
El tiempo se prolongó entre ellos como si fuera una eternidad. Hades observaba el tronco del árbol. Atento a cada sonido, a cada movimiento que señalara que su esposa se dejaría ver. Mientras que en su fuero interno millones de conjeturas plagaron su mente con posibles escenarios y ninguno auguraba nada bueno.
Escuchó un profundo suspiro. Luego, el crujir de una rama que era pisada.
Hades entreabrió la boca y contuvo la respiración. Lo que vio no estaba dentro de sus elucubraciones.
Perséfone se presentó ante él hermosa como siempre, sus largos cabellos negros contrastaban con su piel de porcelana. Estaba descalza y ataviada con un sencillo vestido largo de seda con los colores del Inframundo y se cubría con un ligero chal que ocultaba sus hombros y brazos.
No obstante. Ella era diferente. El temor hormigueó sobre la piel de Hades hasta llegar a sus huesos y adormecer sus miembros.
Una ráfaga de viento alzó los cabellos de Perséfone que ondeaban con fuerza y etérea gracia.
Perséfone dejó caer el chal que voló lejos como un ave maldita.
―Dioses ―susurró Hades.
Los tatuajes divinos de Perséfone, otrora dorados, eran de color negro. Eso solo significaba una cosa...
Perséfone asintió.
―Soy humana ―confirmó la diosa lo que Hades contemplaba.
―Pero... pero ¿cómo sucedió? ―interrogó. En su voz se transparentaba la horrenda incertidumbre que sentía.
―No lo sé... Quizás contener a nuestra... ―Perséfone no logró terminar la oración. El peso del temor y la culpa ahogaba su voz.
Hades avanzó un paso y abrazó fuerte a Perséfone, quien rompió a llorar. Ninguno de los dos sabía con certeza si habían traspasado un punto sin retorno. Hades sentía el imperioso impulso de encontrar respuestas, tomar acciones, hacer algo... ¡Dioses! ¡Hacer algo! ¡Ahora!
―Encontraremos una solución, mi reina ―declaró Hades, tomando entre sus manos el húmedo rostro de Perséfone―. Es mi culpa, todo ha sido mi culpa. Soy un maldito cobarde. Debí... debí...
Perséfone tomó el rostro de Hades y lo atrajo hacia sus labios, para hacerle callar, no quería escuchar su lamento. Solo necesitaba a su dios como el mismo aire, el consuelo de su amor. Sus alientos se fundieron en uno en cuanto sus labios se rozaron. La inmortalidad de su esposo sabía a ambrosía, única, dulce y exquisita. Adictiva, como ella si nunca hubiera probado esos labios, como si nunca hubiera saboreado la lengua divina, como si nunca hubiera acariciado su tersa, viril y joven piel. Perséfone se sintió arder.
Un repentino y febril deseo la invadió. El instinto primario de Perséfone se desató como si ella fuera un animal en celo, casi sin tener control sobre sus actos. Estaba fuera de sí. Ansiaba a su hombre embistiendo dentro de ella.
Ser consciente de ello hizo que Perséfone interrumpiera ese beso. Con la respiración agitada contempló los ojos grises de Hades que le devolvían la mirada con desconcierto. El pecho de él también subía y bajaba frenético.
―Ahora entiendo por qué las humanas sucumbían ante Zeus ―susurró Perséfone.
―Ahora entiendo por qué Zeus le apetecían tanto las humanas... ―convino Hades.
―¿Sentiste lo mismo?
Hades asintió.
―Tengo unas horribles ganas de enterrarme en ti, ahora, aquí mismo, mi amada señora ―admitió Hades con crudeza―. Pero siento que no debemos posponer esto. ―Con sus largos dedos recorrió los tatuajes divinos de Perséfone y su mirada se extravió en ellos―. Si antes temía perderte a causa de la profecía de Urano, ahora la fragilidad de tu vida me tiene aterrorizado. Las leyes que dicté para el Inframundo fueron hechas para que fueran inquebrantables, incluso por mí para evitar que, incluso si llegase a ser manipulado o si pierdo mi consciencia y voluntad, no puedan ser violadas. Y estas leyes son distintas tanto para los humanos, como para los dioses. Solo las puedo retorcer, pero no cambiarlas... Si mueres siendo humana, sucederá lo mismo que con el esposo de la Senescal.
―Podré reencarnar, y no te recordaré. Mi alma vivirá buscándote ―murmuró Perséfone imaginando esa terrible y dulce condena.
―Y yo también te buscaré... eternamente. Jamás lo dudes, reina mía ―respondió acariciando con sus nudillos la piel mortal de su esposa―. Pero no quiero que eso nos suceda. No ahora que Crono está ahí afuera, a la espera de acabar con el mundo que conocemos. Tenemos que encontrar una solución en esta vida, devolverte tu inmortalidad. Debemos hablar con Hécate. ¿Tú le pediste que me diera tu mensaje?
―Sí, ella está con mi madre.
―¿Cuándo sucedió esto?¿Ellas saben? ―preguntó con aparente serenidad. Necesitaba saber todo en el acto.
―Esta mañana desperté sintiendo frío y noté que el dorado de mis tatuajes se desvanecía. ―Se tomó el pendiente con forma de granada que colgaba de una cadena de adamantio―. La llamé con la joya de invocación. Por fortuna, mi mortalidad no impidió que funcionara la magia. Ella vino apenas pudo, se dio cuenta de inmediato de la situación y me trajo aquí. Mi madre todavía no se entera.
―Hicieron bien. Bendita sea esa bruja ―murmuró―. Vamos a casa de Deméter y veamos qué posibilidades tenemos. Lamentablemente, al ser una mortal sin alma dorada ya no puedes entrar al Olimpo ni al Inframundo a menos que mueras.
―Tienes razón... ―Perséfone jadeó y se tocó el vientre―. ¡Dioses! ¡El sello se rompió! ¡La sentí!
Hades tuvo un millar de sentimientos encontrados que lo atravesaron por una fracción de segundo. No obstante, lo que prevaleció fue la resignación a entregarse a su destino, a lo que le dictó la profecía de Urano.
Ya nada más importaba, lo único que le quedaba a Hades era hacer todo lo divinamente posible para mantener con vida a Perséfone y a su hija.
Debía protegerlas.
―¿Estás bien? ―preguntó Hades posando su mano sobre la de Perséfone.
―La verdad no lo sé... solo que algo se movió dentro de mí ―explicó con voz trémula, sintiéndose inexperta y vulnerable.
―Vayamos ahora donde Deméter.
Hades abrazó a su esposa, invocó su salto de luz con la sensación de que estaba contra el tiempo.
*****
Deméter y Hécate tomaban una taza de té en la sala de estar en silencio. La diosa de la agricultura y la fertilidad observaba el extenso jardín que estaba tras las puertas francesas. No era extraño tener a la reina de las brujas en su hogar. En la antigüedad, Hécate y Perséfone fueron cercanas hasta que la primera decidió autoexiliarse del mundo de los dioses. Desde hacía dos años su amistad se reanudó como si nada hubiera pasado. No obstante, Deméter percibía en el ambiente cierta tensión.
De súbito, la habitación se iluminó y frente a ellas apareció Hades junto con Perséfone.
A Deméter solo le bastó una mirada para notar que algo no andaba bien. Era evidente el cambio de color en los tatuajes dorados de su hija. El amor entre ellos permanecía, eso le dio una efímera tranquilidad. Sin embargo, ese color...
Deméter ahogó un grito. Perséfone fue hacia su madre y la abrazó. Hécate se limitó a observar la escena. Hades se había mantenido en estoico silencio, esperando a la reacción de su suegra. La cual no tardó en llegar.
―¿Qué significa esto aparte de lo obvio? ―increpó Deméter al dios del Inframundo.
―Créeme que si tuviera la respuesta o la solución no estaría aquí ―respondió Hades con cierto tinte de ironía en su tono. Estaba habituado a recibir las dagas verbales de Deméter, que por tanto tiempo no había tenido motivo por el cual lanzarlas―. Como te habrás dado cuenta, Perséfone se ha vuelto mortal... pero eso no es todo. ―Inspiró hondo. Dirigió su atención hacia Hécate―. Puedes hacernos el favor de convocar a...
No alcanzó a terminar la oración cuando la habitación volvió a iluminarse, pero con mayor intensidad, al punto de elevar la temperatura del ambiente. Cuatro seres divinos aparecieron.
Hefesto, el Señor de los Cuatro Elementos; Millaray, diosa de la humanidad; Mera, la Senescal del Olimpo; Ethan, el dios del aprendizaje.
Hades le alzó las cejas a Hécate y le dijo:
―No sé si eres demasiado eficiente o demasiado chismosa.
Hécate apuntó hacia el cielo.
―Olvidaste al chismoso más grande, y ahora tiene un móvil. Que conste que tú se lo diste.
―Suelo olvidarme de Helios, alias, «El Cotilla Que Todo Lo Ve» ―replicó pellizcándose el puente de su nariz.
En aquel momento llegó el aludido del mismo modo que los demás dioses.
―Ustedes no son para nada discretos ―repuso Helios. Había logrado escuchar las últimas palabras de Hades.
Hades forzó una sonrisa.
―Bien, ya que estamos todos... ―Hizo un barrido visual a las visitas y preguntó―: ¿Y Poseidón?
―Está algún punto del Océano Pacífico, cerca de China ―respondió Hefesto―. Le informaremos a él y al resto en cuanto sepamos cómo enfrentar esta situación.
―Bien... Les recomiendo que tomen asiento. Debo confesar que les he ocultado algo importante. No sé si esto tenga relación con el cambio que ha sufrido Perséfone, pero no tengo a quien más recurrir para encontrar una solución.
Hades procedió a narrar todo acerca de la profecía de Urano, provocando que todos alzaran sus cejas de sorpresa, tanto por lo que contaba el señor de los muertos, como por su inusual seriedad.
―El problema ―prosiguió Hades― es que cuando el titán de los cielos me hizo su revelación me enteré que Perséfone ya estaba embarazada. Un mes como mucho.
Todas las miradas se dirigieron a la aludida, quien todavía estaba refugiada en los brazos de su madre. Perséfone, lentamente, se separó de Deméter para tomar lugar al lado de Hades, erguida, digna. Entrelazó sus dedos con los de su esposo, le apretó la mano con cariño y prosiguió con el relato.
―Hades y yo no deseábamos que nuestra hija condenara todo el mundo divino y humano. Si bien no sabíamos con certeza si habíamos engendrado a una niña o un varón, no íbamos a correr el riesgo. Sin embargo, tampoco nos atrevimos a interrumpirlo. Ninguno de los dos fue capaz. Simplemente, pese al destino, es el fruto de nuestro amor...
―Lo cual nos llevó a la siguiente opción. ―Hades miró de soslayo a Hécate―. Le pedimos a la reina de las brujas que sellara el vientre de Perséfone y, de este modo, confinamos nuestra hija o hijo para que no siguiera desarrollándose... y no pudiera nacer.
―¡Dioses! ―exclamó Deméter, mirando con los ojos desorbitados a la pareja y luego a Hécate―. ¿Acaso es eso posible? ¿Es magia prohibida?
La reina de las brujas negó con la cabeza y procedió a explicar:
―Portar un sello de este tipo requiere que un dios tenga un gran poder para mantenerlo en el tiempo. Debo admitir que no imaginé que mi señora pudiera soportar tanto; supuse que, al final, dejaría que el curso natural de su embarazo tomara su rumbo. ―Una sonrisa triste se dejó asomar en sus labios―. Después yo me fui... Ha pasado tanto tiempo y tantas coas que, por algún motivo, lo olvidé. Cuando mi señora Perséfone me invocó esta mañana y vi sus tatuajes negros no asocié de inmediato ambos eventos... hasta hace unos minutos. Lo más probable es que el sello terminó por drenar todo el poder divino.
―El sello se rompió. Lo sé. ―añadió Perséfone―. El nacimiento va a ser inevitable.
En aquella habitación se extendió un manto silente entre los dioses, quienes procesaban toda aquella abrumadora información, un dios que perdía su poder de esa manera era algo inaudito, y el equilibrio del mundo divino y mortal volvía a tambalear.
Tras largos minutos de silencio, Millaray alzó su mano para pedir la palabra. Hades asintió.
―Yo soy la prueba viviente de que el ritual de Deméter puede dar inmortalidad a un humano. ¿Es posible que Perséfone sea sometida a ese ritual?
Hécate suspiró y negó con su cabeza.
―Es una opción con un humano sano, como fue con usted, mi señora. ―Miró a Deméter, Millaray y Mera―. Todas ustedes saben lo que involucra el nacimiento de un nuevo dios. Incluso para una humana o diosa dar a luz a un mestizo es algo posible. Sin embargo, este es un caso muy especial, mi señora Perséfone ahora es una humana con un ser divino puro en sus entrañas. No sabemos si ella sobrevivirá siquiera al embarazo. El ritual de Deméter es demasiado riesgoso tanto para la madre como para su hija... o hijo. No sabemos...
―Urano y sus profecías tan ambiguas ―masculló Hefesto―. La ambrosía puede ayudar a sobrellevar el embarazo de mejor manera. Está comprobado que es un potente analgésico para los humanos que tienen comprometida su salud... Se podrían combinar ambos; la ambrosía y el ritual.
―No me atrevo a vaticinar si aquello dará resultado ―replicó Hécate―, un analgésico le ayudará con el dolor, pero no podrá impedir el daño. El único sobreviviente sería la progenie de Hades y Perséfone, pero no por mucho tiempo... La profecía de Urano no especifica si se cumplirá en el caso de un nacimiento no exitoso. No creo que a mi señor le agrade perder a ambas.
―En este momento esa es la última opción ―repuso Hades, imaginando someter a Perséfone a tal tortura. Se sintió morir.
―¿Y qué tal el fruto de Zeus? ―intervino Helios.
―¿Mi señora Perséfone es de alma dorada? ―preguntó Mera, ansiosa. Esa era la condición para que un mortal comiera el milagroso fruto.
―Ahora que Perséfone es humana, su alma es de plata ―negó Hades―. Nunca ha ido al Inframundo a ser juzgada, por lo tanto, el fruto es inútil en este caso.
―¿Y las manzanas de jardín de las Hespérides? ―propuso Ethan.
Al fin un rayo de esperanza. Por todos era sabido que el manzano sagrado proporcionaba inmortalidad a los humanos.
Deméter no necesitó más palabras. Fue de inmediato al Olimpo. Engullida por la luz, se desvaneció.
Transcurrieron quince eternos minutos en los que nadie habló hasta que la diosa de la cosecha volvió. Todos la miraban expectantes.
Deméter se aclaró la garganta. Sus ojos estaban enrojecidos.
―Creo que eso no será posible... ―anunció, trémula. Los demás dioses la observaron con interés, decepción e incredulidad. Deméter, se retorcía las manos, añadió con un hilo de voz―. Hice todo lo posible...
―¿Qué pasó con el árbol? ―interrogó Hades.
―Las flores del manzano... Ese árbol no obedece a mis poderes. Está fuera de mi alcance.
―Oh, no ―dijo Perséfone, sintiendo que el alma se le caía a los pies―. El manzano le pertenece a Hera, fue un regalo de bodas de Zeus. Como ella no está en el Olimpo y Zeus muerto...
―Es probable que el árbol esté, de alguna forma ―agregó Deméter―, sellado, hibernando, durmiendo... llámenlo como quieran... ―Dio un pisotón, frustrada―. ¡Dioses! ―Miró a Hades con furia, avanzó hacia él y se detuvo a un palmo de su nariz―. ¡Todo esto es tu culpa, maldito! ¡¿Por qué, de todas las mujeres del mundo, te fijaste en mi hija?! Ahora está condenada a muerte ―recriminó con dureza.
Hades se refregó la cara con frustración.
―¡Cuántas veces tengo que repetirte que no sabía que era tu hija! ―replicó―. De haber siquiera sospechado que era mi sobrina no le habría puesto un dedo encima. Pero como la tenías encerrada como si fuera un maldito canario, qué iba a saber yo en el Inframundo.
―¿Acaso eras ciego? ―increpó Deméter―. ¿No tenías olfato para notar su divinidad?
―Creí que era una ninfa y me presenté con otro nombre para que no huyera despavorida como todo el mundo. ¡Por El Creador! ―Se desordenó el cabello y tiró de él―. No puedo creer que volvemos a tener esta maldita discusión después de miles de años.
―¡Ya basta! ¡Basta! ―exclamó Perséfone, separándolos―. Madre, suficiente. Lo hecho, hecho está, y no me arrepiento de nada. ―La miró fijo y subrayó―. De nada. No quiero que vuelvas a recriminarle nada a mi esposo. Si muero... ―Tragó saliva―. Si muero él me buscará, yo lo buscaré. Así tengan que pasar eones...
Ethan y Mera observaron la escena con emociones encontradas. Ellos sabían a la perfección que eso no era vida, pero estaban seguros de que ellos no se perderían. Tenían la certeza que Hades iba a ser capaz de encontrar a Perséfone si ella reencarnaba.
―Tiene que haber otra manera ―sentenció Hefesto, sin resignarse a que no hubiera alternativas. Eran dioses... no con el poder de antaño, mas no podía estar todo perdido―. Tiene que haberla...
―Si ninguno de los presentes tiene una solución tendremos que preguntar en todo el mundo divino ―determinó Millaray―. Incluso si Hefesto tiene que convocar a los titanes fundidos en su elemento.
―¿Es eso posible? ―preguntó Hades―. Hasta donde sé, ellos ya no se manifiestan.
―Por algo soy el Señor de los Cuatro Elementos ―replicó esbozándole una sonrisa orgullosa―. Solo me tienes que dar unos días. Gea es más fácil de invocar... cualquiera podría hablar con ella si se tiene la suficiente humildad. Pero antes de verme en la obligación de fastidiarla, veamos qué dicen los demás.
*****
―¿Estás segura, Atenea? ―interrogó Crono―. ¿La hija de Hades traerá el fin de los tiempos?
―Así como lo oye, mi señor ―replicó, sumisa con voz gutural. El poder de todos los dioses yendo hacia un punto en específico los delató y fue fácil detectar su destino. La barrera por algún extraño y conveniente motivo estaba debilitada―. Es el momento de actuar. Los dioses junto con el impostor estarán distraídos por salvar a la reina de los muertos y...
―No ―interrumpió―. Todavía no estamos listos. No debo arriesgarme a que todo falle otra vez y esa maldita profecía se cumpla. Aún no he recuperado todo mi poder y esa mocosa siempre intenta invadir mi mente y no me permite descansar. Sigue vigilando a Deméter y a Perséfone... Informa solo si hay novedades.
―Como ordene, mi señor ―obedeció dando una profunda inclinación y poniendo su puño en el pecho.
―Y si tenemos éxito en tomar el Olimpo, tú gobernarás a mi lado.
Atenea esbozó una sonrisa. No hallaba la hora de ser reina.
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