Capítulo 3

—Yeison... —Así, tal cual, sus padres ignorantes al querer ponerle un nombre original, y en inglés, erraron profundamente en la escritura. En realidad, querían ponerle Jason para concederle algo de estatus... No resultó—, ya sabes cómo funciona esto. No quiero que nadie rompa las reglas, ¿está claro? Es la primera vez que me ausentaré por tanto tiempo, y es importante que las cosas se mantengan tal como si yo estuviera —indicó por enésima vez a su socio en «el negocio». Debía asegurarse que entendía de verdad la tarea encomendada y su importancia—. Nadie debe enterarse de mi ausencia, ¿entiendes?, porque lo primero que van a hacerte será una «mexicana», y tu cabeza saldrá rodando por esa puerta.

—Lo sé, lo sé... Pero, ¿estai seguro de dejarme a cargo de toda la «merca»?

—Por algo te elegí, ¿no crees? No eres estúpido y sabes en el problema en el que te meterías si te quitan la mercadería. Ya sabes lo que le pasó al «Ladilla», no querrás terminar igual que él.

Ambos recordaron ese episodio. Ángel hizo un viaje a Arica hacía un par de años ya. En cuanto se vio solo y sin vigilancia, el «Ladilla» se quiso pasar de listo y no halló nada mejor que vanagloriarse ante todos de que era el nuevo jefe, provocando a pandillas rivales y a otros narcotraficantes. En menos de veinticuatro horas ya estaba como un cadáver más en el Servicio Médico Legal, con cinco balazos en el pecho y sin un gramo de mercadería.

Fue todo un incordio arreglar el estropicio causado por el «Ladilla», Ángel se demoró meses en dejar todo el negocio tal como estaba antes de su partida.

Pa'naá jefe, no soy tan gil y ahueonao como el «Ladilla» —aseguró con vehemencia, y un escalofrío le recorrió todo el espinazo—, si preguntan por uste, diré que anda en el Kim, haciéndose zumbar 'onde las perversas...

Ángel dio una sonrisa de medio lado, aprobando su coartada. «Si supieras, si supieras, mi estimado Yeison...»

—Lo cual no está tan alejado de la realidad, mi ingenioso Yeison —replicó Ángel para seguir alimentando las historias sobre sus costumbres.

Aparte de la fama de narcotraficante, Ángel también era conocido por su afición por las prostitutas y clubes nocturnos. Eran casi una leyenda urbana y con ribetes épicos las proezas que él llevaba a cabo en aquellos antros donde reinaba el sexo, la noche, el alcohol, orgías y mujeres por doquier. Era muy fértil la imaginación de las personas, Ángel se las había arreglado para sembrar ese rumor y así tener una perfecta tapadera para sus salidas nocturnas que, en realidad, eran destinadas para descansar tranquilo unas cuantas noches a la semana en su departamento.

Pero parte de esa reputación era cierta, toda leyenda tiene un origen verdadero y real. Desde que él decidió tomar ese camino, también resolvió que lo haría solo. No quería correr un riesgo innecesario, sabía que en el mundo en el cual se movía no existía el honor, la rectitud, ni nada por el estilo, si él tenía una pareja o alguien que amara con toda su alma, esa persona se convertiría en su talón de Aquiles, y lo transformaría en un blanco fácil para sus enemigos. Ángel no quería eso, él no resistiría perder a alguien importante por su causa.

Así que como hombre que era y tenía necesidades, optó por tomar las cosas de manera práctica, fría e informal con cualquier señorita que tuviera tarifa y que cobrara justamente por sus servicios carnales; y para llevar a cabo esa rutina, Ángel tenía sus propias reglas que nunca rompía bajo ningún punto de vista.

Una vez a la semana, por tres horas.

Nunca repetía a ninguna señorita.

No dormía con ninguna señorita.

No usaba su departamento para acostarse con ninguna señorita.

No conversaba con ninguna señorita.

No besaba a ninguna señorita en la boca.

Nunca revelaba su verdadero nombre.

Las reglas y leyes se inventan cuando hay una necesidad de establecer un marco seguro de acción. Eso no lo sabía tan bien el joven Ángel al principio, cuando todavía le quedaba algo de ingenuidad. En aquellos tiempos, cuando empezó con esta rutina junto a las damas de la noche, el objetivo era principalmente para aprender. Así que en su afán por obtener conocimiento en las artes amatorias, optó por recurrir a una señorita en específico que le enseñó todos los secretos que ella poseía para complacer a una mujer. Aquello sucedió antes de las reglas, antes de no sentir. Aquella mujer fue su primer y único amor, uno imposible. Con ella, Ángel aprendió a amar, a proteger... a perder.

Se enamoró casi sin darse cuenta con el paso de los meses, pero lo hizo intensamente. Ella era joven, suave, tierna y sabia. Ángel quiso sacarla de ese mundo, hacerla su mujer y que no dependiera de su cuerpo para sobrevivir y pagar las deudas. Ella era su bella luciérnaga, la única que le daba luz a su oscura realidad. A Ángel no le importaba que hubiera sido una prostituta la mitad de su vida, ni que se supiera el Kama Sutra al derecho y al revés, no le importaba ser parte de una interminable lista de clientes, no le importaba que ella llevara años atada económicamente a su cafiche... En realidad, a él no le importaba nada en absoluto.

No le importaba, porque ella también lo amaba, estaba loca por él e iba a dejarlo todo. Ángel valía la pena, era el único que había visto a través de ella, porque vio a la mujer, no a la puta. Sí, estaba decidido, ella iba a dar el paso definitivo, solo debía afinar un par de detalles para dar fin y de manera correcta a su «carrera profesional» e irse a vivir con Ángel, pero un día, simplemente, desapareció de la faz de la tierra.

Fueron cinco largos días en que Ángel la buscó por todas partes, en cada esquina, en cada club nocturno, en hospitales. Incluso, se arriesgó a poner una denuncia por presunta desgracia en carabineros... Eso fue un presagio, una horrible premonición, porque la desgracia se hizo patente en su vida el día que ella apareció muerta debajo de un puente del río Mapocho. Su cuerpo fue violentado y torturado y finalmente abandonado para que agonizara y muriera en medio del frío. Nadie vio nada, nadie hizo nada, no hubo pistas, huellas, ni testigos. El asesinato de su luciérnaga se transformó en un enigma que nunca se resolvió.

Una prostituta no valía ninguna investigación a fondo y el caso se cerró sin más. Si hubieran muerto cinco en similares características, ahí recién habrían hecho las indagaciones correspondientes. Pero por una sola, no.

Ángel en ese entonces tenía veinticinco años. En el funeral era el único hombre, entre todas las compañeras de ese trabajo que la mayoría de las veces era tan ingrato. Todos los años, en el aniversario de su muerte, le dejaba una rosa roja en su tumba, y muy a su pesar nunca dio con el o los culpables y aquello lo destrozó en vida, porque esa pequeña luz que lo iluminaba se apagó. De ahí en adelante se impuso aquellas inquebrantables reglas, porque su corazón estaba de luto, y no deseaba correr el riesgo de amar otra vez y poner una vida en peligro. Por lo menos, no se expondría él, ni a nadie antes de seguir inmerso en su doble vida. Él no tenía dudas, si había un culpable por la muerte de su luciérnaga, ese era él.

A veces, la recordaba con tristeza, ya se había acostumbrado a vivir con el dolor. Pero nunca, nunca la olvidaba. Una de las cosas que más le dolía era no poder haberse despedido de ella y verla por última vez. Su vida estaba marcada por partidas sin poder decir adiós. Pasó con su madre y su padre, quienes fallecieron en un accidente automovilístico cuando él era un niño, Enzo su amigo que murió en sus brazos, pero no fue capaz de decir adiós por aceptar su promesa, su amada luciérnaga... Todos se iban sin despedirse.

—Durante un mes estarás solo. Prácticamente, estarás incomunicado. Todo depende de ti —instruyó Ángel a Yeison en un tono de voz serio y solemne.

—No te preocupí, Rucio, si ya entendí la hueá. —Rió escandalosamente... tanto que se escuchaba a tres cuadras de distancia. Todos sabían cuando Yeison reía—. No seai tan persegui'o. Nadie se va a dar cuenta. ¿Te acordai cuando pasaste tres meses con las perversas? Esto es la misma hueá, claro que ahí, al menos, te veíamos de repente.

—Me quedo más tranquilo, entonces. ¿Ves?, no fue difícil que te empoderaras de la situación, ¿no es así? —acotó de manera paternal.

—Empode... ¿qué? —preguntó intrigado. «El Rucio» siempre usaba palabras raras y aprendía algo nuevo con él, por eso lo admiraba, él no lo trataba como si tuviera el ébola, eran iguales, independiente de la educación. Yeison consideraba un amigo a Ángel, un hombre con el cual podía contar para todo.

—Empoderado, que te involucras en tu trabajo o rol a cabalidad y que te beneficias de ello desarrollando tu confianza en tus propias capacidades —explicó con naturalidad.

—Eres un diccionario con patas... empoderado, suena bien —dijo con una sonrisa que mostraba un par de dientes faltantes a causa de una paliza que le propinó su padrastro.

—Ya, me voy. Nos vemos en treinta días. —Se despidió, abrazando a su compinche con sus palmadas de macho en la espalda.

—Cuídate, Rucio... —respondió Yeison emocionado, a pesar de ser un tipo encurtido en el hampa era muy sensible y ya tenía los ojos enrojecidos con lágrimas a punto de salir.

Ángel salió de su casa en la población a las cuatro de la tarde, sin maletas, solo con lo puesto. Nadie sabía que «El Rucio» iba a desaparecer por un mes, así que verlo paseándose por las calles era algo tan habitual que no levantó sospechas de ningún tipo.

Pasó por fuera de su antiguo hogar, aminorando el paso, observando la casa a modo de despedida. Vez que estaba frente a la reja de fierro le bajaba la melancolía por pertenecer a algún lugar y recibir cariño; añoraba el calor de su familia, sus raíces. Su abuela que ahora, prácticamente, permanecía en casa por su enfermedad, miraba por la ventana. Ángel hizo un gesto imperceptible con su mano y ella lo vio. Emocionada por ver a su pequeño antes de partir, sonrió y le lanzó un beso con sus dedos temblorosos, le dio su bendición, haciendo la señal de la cruz como buena católica que era y cerró la cortina con pesar para no delatar de alguna forma a su nieto.

A Ángel se le llenó el corazón de lamento, no quería causarle angustias a su Noni, pero debía cumplir con su deber. Por lo tanto, inspiró profundamente para darse coraje y comenzar a caminar. Dio un paso, luego otro, y otro más.

Siguió con su camino, sin volver la vista atrás.

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