Capítulo 2
Ya era de noche, pero Ángel en vez de ir de regreso a la población donde tenía su «centro de operaciones» —y donde todos creían que vivía—, hizo una escala en el departamento que poseía en una comuna aledaña al centro de la ciudad. Ese era su santuario, el único sitio en el mundo donde se permitía ser una persona relativamente normal. Era su hogar. Antes de que su abuela enfermara, ella lo visitaba regularmente a escondidas de su hermano. Gloria le dio el toque acogedor a cada rincón para que él no se sintiera tan solo cada vez que encontraba en ese lugar.
Abrió la puerta y entró. Siempre lo recibía el gélido silencio. Dejó las llaves en el recipiente que tenía en una mesita que estaba al lado de la puerta, se quitó los zapatos, y luego fue a la cocina americana a prepararse un té con canela. Mientras esperaba que hirviera el agua, comenzó a hojear el informe para estudiar su misión y planificar los pasos a seguir para llevarla a cabo con éxito.
Ángel era un hombre metódico y muy meticuloso... y estaba a un paso de desarrollar algún comportamiento obsesivo compulsivo. Vivir en ambos lados de la ley le obligaba a no mostrar sus sentimientos ante nadie, ni siquiera a su familia, o bien, lo que quedaba de ella. Siempre se exhibía duro e implacable para así no delatar sus puntos débiles, el desligarse de sus seres queridos fue la única forma de protegerlos. Todo el mundo sabía que a «El Rucio» le importaba un pepino su abuela y su hermano, así que cualquiera que quisiera meterse con él estaba consciente de que era un desperdicio de energía usar ese recurso.
Sonó el pito de la tetera que le anunciaba que el agua estaba lista, por lo que en un infusor puso una generosa dosis de hojas de té con unas ramitas de canela. Luego, llenó un tazón con el agua caliente que humeaba caracoles de vapor, hundió el infusor y esperó a que el agua tomara el color y aroma que le indicaba que estaba en el punto que él disfrutaba. Ese era el ritual que ejecutaba en solitario cada vez que entraba en esos setenta metros cuadrados.
Eso era lo más cercano a la paz y tranquilidad.
—«Operación "la joya del pacífico"», qué ocurrentes son estos tipos con los nombres, hasta suena cursi... ni que fuera una película de James Bond —ironizó, mientras leía el título del informe y bebía un sorbo de té—. ¿¡Un mes de negociaciones?! —exclamó sorprendido, nunca había estado tanto tiempo fuera del país, solo unos días y ya—... La Cosa Nostra, la Camorra, la 'Ndrangheta, la Sacra Corona Unita... ¿Cómo no van a saber a cuál pertenece el contacto? ¡Esto es inverosímil!... Alguien debe estar jugando sucio desde adentro de la Interpol —especuló.
Continuó leyendo los antecedentes del caso, observando fotografías de todos los implicados, memorizando las fichas de los agente de la Interpol con los que debería tratar en Roma. Se tomó su tiempo analizando y decidiendo cómo llevar a cabo su papel en ese juego peligroso que llevaba años practicando. A veces, se preguntaba cuándo se le iba a acabar la suerte, sobre todo esos días en que sentía que perdía el norte y lo consumía el hastío de su vida rutinaria y al borde del peligro.
«Esto se ve demasiado sencillo, me están ocultando algo, lo sé», pensó paranoico al terminar de leer los documentos unas horas después. Negó con la cabeza. Definitivamente, la fatiga le estaba haciendo una mala jugada y sus emociones se tornaban pesimistas. Debía descansar algo antes de volver a la población de madrugada y seguir con la fachada en la que se había transformado su vida.
Se fue a su dormitorio y se quitó toda la ropa. Ángel poseía un porte atlético, alto e imponente, no era extremadamente musculoso, pero sí tenía lo justo para que las mujeres de todas las clases sociales le dieran miradas lascivas al pasar. De hecho, muchas conocían su cuerpo, pero el derecho de compartir las sabanas con él, solo les era permitido a las desconocidas. Únicamente, ellas sabían que la piel la tenía salpicada con tatuajes que siempre tenían un significado; que en las piernas tenía algunas manchas borrosas obtenidas de sus juegos de infancia cuando todavía era un niño travieso y risueño; y que cerca de la clavícula izquierda se encontraba la prueba física que le recordaba su promesa, la cicatriz de un impacto de bala. Ángel instintivamente se la tocó, recordando lo sucedido hace diez años...
—Siempre lo arruiné, Ángel... No supe hacer otra vida... Por favor... Encuéntralas y diles que me perdonen. —Tosió y escupió sangre, jadeaba por atrapar algo de aire, hablar era cada vez más complicado—. Ella... siempre tuvo la razón... Promételo.
—¡Enzo, no!... ¡Aguanta, amigo! —animaba desesperado, porque en el fondo, y muy a su pesar, sabía que él no iba a salir vivo de ésa.
—¡Promételo! ¡Encuéntralas! —presionó vehemente, era importantísimo para él, para su espíritu, para descansar en paz.
—Lo prometo, lo prometo —aceptó finalmente con la voz ahogada, sin dimensionar lo que aquello significaría para su vida—... Te vas a recuperar, no digas esas cosas... Lo vamos a lograr.
—Perdóname, Ángel. —Sus resuellos eran cortos y acelerados, estaba hiperventilando, el pecho de Enzo silbaba con cada bocanada de aire. No le quitaba la vista a Ángel, pero su imagen era casi borrosa—. No hagas lo... mismo que yo... —Tragó un poco de saliva con dificultad—... Eres mejor que esto... No te hundas en esta miseria... No, no, no... —Dejó de respirar de golpe, lanzando una última exhalación... Con los ojos completamente abiertos, mirando fijamente a su joven amigo, Enzo dejó de existir.
—Enzo... ¿amigo?... ¡¡¡Noooo!!!...
Parpadeó de pronto volviendo al presente, su mente había vagado demasiado. Era como si hubiera sido ayer, si no fuera porque su cuerpo había cambiado demasiado y sus sienes estaban adornadas con aquellas canas prematuras, habría pensado que solo habían pasado apenas unos días desde que Enzo murió. Sin embargo, una década había transcurrido, tenía treinta años y todavía no había podido cumplir con su promesa, aún no las encontraba. A esas mujeres se las había tragado la tierra y él tampoco contaba con demasiada información. Estaba en un punto muerto, ya solo esperaba un milagro.
Inspiró profundamente para quitarse la sensación de frustración y desasosiego, se acostó en la cama y se tapó con las mantas, el sopor rápidamente lo invadió y se sumergió en un sueño profundo, pero intranquilo. Ya no sabía cuándo había sido la última vez que su mente había descansado.
¿Alguna vez podría estar simplemente en paz?
*****
El celular sonaba insistentemente, atravesando la bruma de los sueños de Ángel. No alcanzó a contestar. Dirigió su vista hacia la ventana y aún estaba oscuro, por lo que miró el reloj de la mesa de noche, eran las cinco de la madrugada.
Tomó el móvil y se dio cuenta de que solo tenía una llamada perdida de uno de sus compradores habituales. Ese hombre estaba desesperado, un caso perdido, ¡pues, que espere!, él no iba a correr para abastecerlo, se iba a tomar su tiempo.
Era la hora de comenzar un nuevo día.
Un taxi lo dejó a medio kilómetro de la población, Ángel siguió su camino a pie con las manos en los bolsillos. Estaba vestido con la misma ropa del día anterior, nunca se sabía si lo estaban vigilando, a ciertas personas no debía subestimarlas bajo ningún punto de vista.
Eso sería un error que le podía costar demasiado caro.
Todavía no amanecía y el silencio era casi sepulcral, la actividad de la ciudad estaba a punto de empezar, y ya se escuchaba a lo lejos los microbuses haciendo su recorrido y uno que otro silbido de los drogadictos y delincuentes que se llamaban unos a otros anunciando que él llegaba.
Su andar era relajado —en apariencia—, pero estaba atento a todo, con todos los sentidos en alerta, por eso no le sorprendió que una silueta amenazante emergiera de entre las sombras.
—Ella quiere saber cómo estás.
—Podrías saludar al menos, Alessandro —regañó, enarcando una ceja reprobadora—. Te estás volviendo maleducado.
—No me llames Alessandro, sabes perfectamente que lo odio... ¿Hasta cuándo vas a probar el límite de mi paciencia? —lo reprendió ofuscado. Respiraba profundo para contenerse y no propinarle un golpe que le cerrara la boca permanentemente a su hermano mayor—. ¿Vienes llegando de alguna juerga que no estás en condiciones de contestar una simple pregunta?
—Eso no es de tu incumbencia, mocoso —replicó con suficiencia—. Dile a la Noni que estoy bien, y que el lunes salgo de viaje fuera del país por un mes.
—¿Un mes?, ¿en qué mierda te estás metiendo, Ángel? —interrogó, ocultando pobremente su interés.
—¿Estás preocupado, acaso? —espetó.
—Es lo que hubiera preguntado la Noni —rebatió, escudándose en su abuela para justificar su inquietud—, solo le quiero dar respuestas para no llenarla de más angustias por tu causa.
—Muy amable de tu parte... —ironizó—, solo dile que estaré bien y que la llamaré en cuanto llegue al aeropuerto.
—No sé por qué diablos ella me envía a hablar contigo, si existen los teléfonos —rezongó malhumorado.
—Porque ella odia hablar por teléfono, ya sabes cómo es de mañosa y orgullosa la italiana —respondió Ángel en un tono paternal, mientras esculcaba uno de sus bolsillos hasta que encontró una cajetilla de cigarros—. ¿Tienes fuego?
—No, estoy dejando de fumar... —respondió sin pensar, había momentos en que Sandro bajaba la guardia y empezaba a tener una conversación normal con Ángel.
—Qué bien, es un muy mal hábito —alabó. Era cierto, era un muy mal hábito que compartían, pero que él todavía no pretendía dejar—. ¿Y por qué lo estás dejando? —preguntó, tentando a su suerte, a la vez que buscaba un encendedor en sus bolsillos. De pronto, recordó que lo tenía dentro de la misma cajetilla.
—No es asunto tuyo —bufó, recordando que detestaba al traidor de su hermano—. ¿Tienes algún otro mensaje para la Noni?
—Creo que es suficiente información la que acabo de darte —dijo mientras ponía el cigarrillo en la boca y lo encendía para luego inhalar a placer la primera bocanada de nicotina. Asqueroso y reconfortante mal hábito.
—Bien... —resolvió lacónico—. Solo vuelve vivo, no quiero que mates a la Noni de la pena si se te ocurre morir...
—Hasta pronto, hermano...
Silencio. No hubo despedida, Sandro se había ido.
Ángel sonrió con un dejo de tristeza, cada vez que hablaba con su hermano sentía que el abismo que los separaba aumentaba de tamaño, exponencialmente. Se preguntaba si algún día iba a perdonarle todas las mentiras que había acumulado de manera inextricable a lo largo de todos esos años.
Eso esperaba de corazón... Si es que salía entero intentando cumplirle la promesa a Enzo.
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