Capítulo 1
Verano, año 2009, diez años después...
Ángel estaba fumando un cigarrillo al salir de su casa, era un mal hábito, lo sabía, pero era lo único que lo relajaba al caer la tarde. Tenía una reunión importante, pero iba vestido con sencillez —según él—, camisa lavanda, corbata, traje a rayas de gabardina e impecables zapatos negros. Según sus compinches, iba vestido como para un bautizo o un matrimonio, pero ellos ya estaban acostumbrados a él y a la «excentricidad» de sus atuendos. Sabían que Ángel era uno de ellos, pero no era exactamente como ellos, porque hablaba con educación y siempre vestía de punta en blanco. A veces, no se explicaban cómo un tipo como él estaba metido en medio de toda esa mierda. Llevaba tantos años en ese barrio que ya era parte del paisaje y le daba identidad y, a pesar de todo, nadie sabía a ciencia cierta cómo se había convertido en «El Rucio». Algunos decían que mató al antiguo jefe y se apoderó de la mercancía y del territorio, otros decían que empezó haciendo mexicanas, quitadas de droga, y que fue escalando posiciones rápidamente, y a otros, simplemente, no les importaba, ya que las explicaciones eran irrelevantes, mientras estuvieran abastecidos de pasta base de cocaína para poder seguir drogándose.
Apagó el cigarro, pisándolo con la suela de su lustroso calzado de cuero negro y se encaminó hacia su destino. Su andar era seguro, rápido y firme. Saludaba con un gesto con la cabeza a quien lo llamaba, pero nunca les dirigía la palabra, a menos que estuvieran a dos metros de distancia. No le gustaba gritar, y todos lo sabían. Nadie cuestionaba su forma de ser, ni le pedían explicaciones. Era amo y señor, y nada se movía sin que él lo supiera.
Siempre estaba atento a su entorno, era un auténtico experto usando su vista periférica, y era muy raro que lo sorprendieran con la guardia baja. Las calles de la población no cambiaban mucho con el paso de los años, la misma suciedad de basura acumulada y alcantarillado en mal estado que infestaba el aire con un olor nauseabundo, ese mismo hedor que respiraban los vagos y zombies parados en las esquinas, además de niños jugando solos y que ya dominaban la jerga callejera y marginal. Independiente de si era hombre o mujer, pocos se salvaban de su destino, el cual se dividía en tres caminos: delincuencia, drogadicción o partirse el lomo trabajando por un sueldo paupérrimo, el cual se transformaba en la única luz de esperanza de la próxima generación para salir de ese hoyo. Era un paisaje deprimente y desolador, y todo era culpa de la falta de una buena educación, de familias disfuncionales y la maldita droga, el cáncer de los pobres.
Hizo parar un taxi en la esquina de la avenida principal, tomando la precaución de que nadie lo siguiera, y se subió, indicándole al conductor que lo dejara en la estación más próxima del metro. Ángel siempre cambiaba sus rutinas. Era un hombre frío, calculador e impredecible para sus pocos enemigos y, por lo tanto, intocable.
Cuando llegó a su destino, pagó la carrera al taxista y se dirigió al metro. El trayecto iba a ser largo, tenía que llegar hasta la estación Cal y Canto, por lo que sacó sus audífonos y apretó la tecla play del reproductor de MP3. Ángel solo escuchaba música clásica, pero ese día repetía una y otra vez el Canon de Pachelbel. Su humor mejoraba cuando oía esa melodía, por alguna razón le llegaba al corazón y le hacía sentir que todavía era un humano. Vivir en el núcleo de una población y ser testigo de sus miserias lo habían endurecido al punto de no sentir nada por nadie. No podía salvar esas vidas, era algo inútil si ellos mismos no querían ser salvados. Él no era un Don Quijote o Robin Hood, pero aceptó ese hecho cuando la mitad de quienes fueron sus primeros amigos cayeron bajo el flagelo de la delincuencia y las drogas. Tarde o temprano morían.
Llegó al lugar habitual a la hora acordada. Nuevamente miró a su alrededor y se internó en el añoso y elegante edificio que era un monumento nacional. El palacio, construido en 1903, era un claro ejemplo de la arquitectura de esos años y estaba conservado en perfectas condiciones. Era escalofriante el brutal cambio de la ciudad con solo una hora de trayecto, era como viajar a otro país, en otro continente, muy lejos de la población donde vivía gran parte de su vida.
Se identificó en portería y se dirigió a su destino final, se presentó educadamente a la secretaria nueva, lamentó que la antigua jubilara, le caía bien. La muchacha tomó el intercomunicador y fue anunciado. No le hicieron esperar y entró en una de las pulcras oficinas de la jefatura de la Brigada Investigadora del Crimen Organizado, más conocida por sus siglas BRICO.
—Buen día, subprefecto Reyes —saludó Ángel al hombre que se encontraba del otro lado del escritorio.
—Buen día, detective Larenas. Tome asiento, por favor.
—Gracias. —Ángel se quedó en silencio, a la expectativa de lo que su superior le iba a informar, ya que por lo general él era quien comunicaba y fijaba las reuniones, no al revés.
El tenso silencio se tornó incómodo para ambos. El subprefecto Reyes tosió para aclararse la garganta y decidió iniciar la reunión de una vez por todas.
—Bien, lo llamé porque tenemos una emergencia. A raíz de la última información obtenida, gracias a sus pesquisas, descubrimos que la red que estamos tratando de desbaratar es mucho más grande de lo que imaginamos, no es solo droga, va mucho más allá. Estamos hablando de tráfico humano, trata de blancas, prostitución infantil. —Le acercó una carpeta engrosada con cientos de páginas de un enorme informe—. Todo está ahí, pero tenemos un eslabón perdido, el que conecta nuestra investigación con la de la Interpol.
—Vaya al grano, por favor.
—Debes ir a Italia.
—¿Italia?... ¿Por qué yo?, ¿no se supone que la Interpol tiene agentes mucho, mucho —enfatizó—, más entrenados que nosotros?
—Sí, claro. Ese es el problema, están entrenados. Tú eres uno de ellos, eres un delincuente. En el bajo mundo ya te has hecho de un nombre. Todos saben que eres un narcotraficante excéntrico, pero respetado, y esa fama no la tiene ningún agente por mucho entrenamiento que tenga. Tú estás metido hasta el fondo.
—¿Y qué quieren que haga, exactamente? —interrogó, intuyendo de qué se trataba el nuevo trabajo.
—Necesitamos identificar al individuo que está conectado con nuestra investigación. Sabemos que es de Italia y que pertenece a la mafia, pero no sabemos a ciencia cierta a cuál de todas, de las que existen en ese país, pertenece. Han fallecido dos agentes de la Interpol que fueron descubiertos. En sus informes figurabas nombrado varias veces como un intermediario del proveedor de cocaína y pasta base sudamericano. Nos contactaron para apresarte e interrogarte y debimos revelarles que eras un infiltrado. Lo demás está todo en el informe que tienes frente a ti. Estúdialo, porque la próxima semana vas a Roma donde te reunirás con la gente de Interpol y te darán sus instrucciones.
A Ángel la noticia le cayó como balde de agua fría, ya que el tener que ir a Italia le disparaba todas las alarmas. De pronto, tuvo un muy mal presentimiento. Para un hombre como él, ese país era sinónimo de peligro, venganza y muerte. La historia de su familia estaba marcada a fuego por ese lugar. Definitivamente, no era su deseo ir, pero había hecho un juramento, y ese temor no iba a ser un motivo para romperlo. Además, sabía que en algún momento de su vida tendría que visitar aquel país.
—Usted, asume que voy a aceptar esta misión como si nada. —Ángel desafió a su superior para dilucidar qué tan serio era que él fuera a Italia.
—No estás en condiciones de rechazar esto, Larenas. Eres el único elemento apto. No levantarás sospechas y además, el italiano es tu segundo lenguaje nativo.
—Tratar con la mafia italiana no es lo mismo que tratar con los narcotraficantes que vienen del norte.
—Eso hará más creíble tu papel. El rumor ya se ha diseminado por América y Europa. Un cargamento de cocaína de alta pureza, listo para ir a Europa y ser rematado al mejor postor. Tú estarás a cargo de las negociaciones, solo se necesitará la identidad de los posibles compradores o, por lo menos, sus rostros para ser identificados.
Ángel resopló resignado, si lo analizaba bien no iba a correr mucho peligro. Cuando se inician las conversaciones y las negociaciones todos son amigos y te hacen un montón de «regalos» para lograr alguna ventaja. Los problemas vienen mucho después y, lógicamente, él no iba a estar para cuando eso sucediera.
—Bien, supongo que el pasaje de avión está aquí en la carpeta.
—Ya te dije, todo lo relacionado con la investigación y tu misión está ahí —Se hizo nuevamente un silencio incomodo, siempre ocurría. Ángel lo miraba fijo, él nunca desviaba sus ojos—. Eso es todo, Larenas, informaré que estarás en Roma el próximo lunes.
Las conversaciones con su superior siempre tenían ese tenor, frías y escuetas. El subprefecto Reyes nunca aprobó las decisiones de su predecesor en lo que se refería a la infiltración de Ángel Larenas en el mismo barrio donde creció, era una apuesta inédita, única y arriesgada, demasiado para su gusto. El detective tenía demasiado poder y libertad de acción. Debía reconocer que todavía no daba señales de corrupción ni de abuso de su posición, y la información que brindaba siempre era fidedigna, pero así y todo, el subprefecto desconfiaba profundamente de Ángel. Pero para el detective Larenas eso no era ningún misterio, y con mayor razón trabajaba con más ahínco para que sus acciones nunca dieran lugar a dudas o sospechas de ningún tipo.
Se despidió del subprefecto Reyes con un gesto de cabeza y se retiró del edificio tal como entró. Su cerebro empezó a planear el viaje, a inventar las excusas pertinentes y a delegar su trabajo a alguien de su confianza. Eso era fácil.
Lo difícil era cuando tuviera que darle su mensaje a su abuela, a través de su hermano. Su relación con él no era de las mejores. Por obligación, Sandro iba a informarle del estado de salud de su Noni y él, a su vez, le informaba si todo estaba bien o no. A Ángel lo mataba no contar con él, pero no le culpaba, era el precio que tenía que pagar por sus errores y ya nada podía hacer al respecto. Tenía la esperanza de que cuando todo acabara pudiera reconstruir su relación con su hermano menor que, irónicamente, siguió los mismos pasos de él sin saberlo. Hacía poco había salido de la Escuela Policial y, tal como Ángel, también era un detective, pero esa información Sandro se la ocultaba deliberadamente. Era lógica su actitud, es más, era lo más sensato, porque para todo el mundo Ángel Larenas, alias «El Rucio», era el narcotraficante más temido y respetado del sector sur de la capital.
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