Capítulo II
Al día siguiente, Justin estaba en la pequeña oficina que compartía con otros fiscales en el tribunal de Old Bailey. En el ambiente se oía el leve murmullo masculino que hacía eco en las alturas, fiscales y procuradores entraban y salían del lugar. Justin se abstraía del familiar bullicio y revisaba, concentrado, los antecedentes de varios casos para los juicios que se realizarían una hora más tarde.
Presentaba el caso, interrogaba testigos, el acusado se defendía, y si tenía dinero para un abogado ―las pocas excepciones― podía tener más opciones de obtener un resultado favorable. Después esperar el rápido veredicto y el juez establecía una condena, por lo general, dura.
Un juicio completo podía tomar diez minutos.
Llevaba dos años como fiscal, y en el transcurso del último lo colmaba una sensación de agobio. El mundo en el que había crecido no era solo blanco y negro, había infinidad de matices, por lo que no comulgaba con la dureza de las normas para delitos menores ―y eso que ya los habían suavizado―. Estar en la parte acusadora, la mayoría de las veces, no era una labor grata. Justin consideraba que un gran número de acusados no cometía crímenes por ser intrínsicamente malas personas. No, muchas veces era la pobreza, ignorancia y violencia. ¿Cómo pedirle a un niño que no robe si tiene el estómago rugiendo de hambre? ¿Cómo se le puede hacer discernir a un adolescente entre lo bueno y lo malo si la única persona que le da techo y comida le exige que lleve dinero como sea? ¿Cómo exigirle a una muchacha que sea decente si su cuerpo es la única mercancía que tiene para sobrevivir?
Él tenía que acusar, condenar, hacer cumplir las leyes. No le gustaba la parte de su trabajo en la cual debía poner entre la espada y la pared a la persona que estaba en el banquillo, sabiendo que la mayoría no disfruta delinquir.
Él prefería, por lejos, lidiar con crímenes en donde la bondad de la naturaleza humana no existía.
Justin se miró de soslayo la mano derecha, un recordatorio de esa maldad. Era extraño, a veces sentía el dolor en los dedos, como si estuvieran completos.
Suspiró. Quizás iba a llover en ese soleado día.
En fin, ningún trabajo era perfecto, pero ser fiscal lo llevaría a ser juez algún día, y eso le daría una oportunidad de tener una buena posición en la sociedad. Ya no dependería del nombre de su padre y sus conexiones aristocráticas. Las agradecía, por supuesto que sí, le habían permitido estar donde estaba, pero quería ser Justin Montgomery, no estar bajo la sombra de su padre o su hermano mayor, quien había logrado ser uno de los jueces más jóvenes de la década pasada.
Y quizás, si lograba ser juez, no se sentiría tan miserable ante las injusticias. Se podría permitir ser más flexible ante un veredicto negativo.
O tal vez solo debía ir por el camino más fácil; dedicarse al ámbito privado y elegir a sus clientes. Después de todo, tenía mucha experiencia.
Dejó de divagar, esculcó su bolsillo y consultó su reloj. Faltaban diez minutos para las diez de la mañana. De pronto sintió curiosidad por la señora Hudson. ¿Cómo sería? Seguramente se trataba de la primera madame, la que le dio el nombre al burdel El Palacio de Madame Écarlate. Hasta donde Justin sabía, el establecimiento llevaba más de diez años funcionando, por lo que la dueña debía estar sobrepasando los cuarenta.
Resopló. Esperaba que no fuera una viejecita indefensa, porque no podría negarse y eso le llevaría demasiados problemas.
―No puedo, no tengo tiempo. Soy un fiscal, no un procurador que se dedica al papeleo ―se recordó para mantenerse firme. Lo sentía por Rubí.
Se imaginó la expresión de decepción de la madame y se sintió miserable. Siguió leyendo.
―¿Señor Justin Montgomery? ―consultó una voz suave y femenina.
La señora Hudson.
Lo primero que vio Justin fue un maletín sostenido por delicadas manos cubiertas con guantes de encaje negro. Estaba de luto. A medida que alzaba la mirada, atisbó un elegante vestido de terciopelo, cuya falda ancha se estrechaba en la cintura y se coronaba con un generoso busto.
El rostro, enmarcado con un bonete a juego con el atuendo, definitivamente, no correspondía a una mujer de cuarenta años. Justin se atrevía a decir que era poco más de la mitad, pese a las ligeras ojeras que ensombrecían su mirada verde. Y en esos bucles castaños claro que adornaban su faz no había ni un solo pelo cano que delatara el paso del tiempo.
Justin parpadeó lento y luego entrecerró sus ojos.
―¿Señora Hudson?
―En efecto ―confirmó la mujer ofreciendo su mano derecha―. Gracias por concederme esta entrevista.
Justin se la estrechó. Ella ignoró el hecho de que le faltaban dedos. Todo el mundo lo notaba.
―Permítame. ―Justin fue a buscar una silla libre y acto continuo la dejó frente a su escritorio―. Tome asiento, por favor.
―Gracias ―dijo la señora Hudson poniendo el maletín sobre sus piernas.
Justin se sentó frente a ella y la observó brevemente, para luego decir:
―Madame Rubí es muy eficiente a la hora de dar mensajes.
―Lo es sin duda ―respondió con una expresión risueña―. No le quitaré mucho tiempo, debido a que está al tanto de mi situación. Solo necesito que revise mis documentos que acreditan que yo soy la propietaria del palacio desde hace doce años.
La señora Hudson abrió el maletín y le entregó los papeles a Justin, quien empezó a revisarlos a conciencia.
Mientras Justin leía, la señora Hudson se distrajo observando el lugar. Sorprendió a varios hombres que desviaban la mirada, justo cuando sus ojos verdes coincidían por una breve fracción de segundo. Se maldijo a sí misma por llamar tanto la atención, quizás debió haber conseguido algún vestido de día con una de las muchachas, pues tal parecía que en esa ocasión el luto no alejaba a los curiosos. Decidió centrar su atención en el escritorio. Había una pila de papeles, tinta, pluma y una peluca blanca que, junto con la túnica negra que colgaba de un perchero, lo distinguía del resto de los mortales dentro de una sala de audiencias.
De inmediato lo imaginó con esa peluca. Anticuado y ridículo. Una risita amenazó con salir de su garganta.
Justin chasqueó la lengua.
Sus miradas se encontraron. Él frunció el ceño por un breve instante y parpadeó. En un imperceptible ademán, sacudió su cabeza.
―Bien, en apariencia todo está en orden... ―concluyó Justin centrándose en los papeles―. Por la documentación que usted me entrega, en el año 1827, la propiedad fue vendida por Hebert March, duque de Oxford, por un monto de diez mil libras a la señora Helena Hudson. Su madre, si no me equivoco. ―Justin le dedicó una mirada por sobre los papeles para que confirmara. Y ella respondió con un asentimiento de cabeza―. Bien, aquí en la escritura se establece que la propiedad del duque no estaba ligada al título, tampoco tenía algún tipo de cláusula que prohibiera alguna transacción comercial o de usufructo, por lo que no tenía impedimento para venderla. Tres años después, la señora Helena Hudson, se la traspasa a usted, quedando como la única dueña.
»Tendríamos que ver qué pruebas entregó el actual duque de Oxford para haber hecho la reclamación de la propiedad... Por lo pronto, le aconsejo que apele a esta resolución lo antes posible. Le puedo recomendar un buen abogado litigante que...
―No. Tiene que ser usted, señor Montgomery ―interrumpió la señora Hudson, autoritaria―. No confío en nadie más que usted.
Ese tono de voz... ¡No podía ser!
Justin entreabrió la boca y alzó sus cejas. Ya lo había escuchado antes. ¡Era su imaginación! ¡Esa mujer lo estaba volviendo loco!
La señora Hudson añadió:
―Creo que ya lo ha descubierto. Ha visto mi cara, ya sabe mi nombre... y creo que puede intuir mi lazo con el ducado de Oxford.
Aquella declaración confirmó las sospechas de Justin. Con razón esa mujer ocultaba su identidad, era la hija ilegítima del antiguo duque de Oxford. Toda una mancha para esa familia que se jactaba por su intachable reputación. Se llevó la mano a la frente y tiró de sus cabellos rojizos.
―Usted es madame Rubí ―jadeó Justin.
―Evelyn Hudson. Si fuera tan amable. ―Y añadió susurrando con severidad―: Estamos fuera del palacio, nadie debe asociar ambos nombres.
Justin boqueó dos veces, intentando encontrar las palabras que pendían en la punta de su lengua.
―Evelyn ―dijo al fin, mas se corrigió―: Señorita Hudson.
Evelyn rio con dulce diversión.
―Creo que ese trato no aplica para mí, señor Montgomery. Si le incomoda mi nombre de pila, solo llámeme señora Hudson. Ya no soy una jovencita, después de todo.
Justin corroboró que era así. En la documentación que tenían en sus manos se mencionaba que Evelyn Hudson había nacido el 14 de marzo de 1815... Tenía veintisiete años.
―Ayer estuvo de cumpleaños ―soltó Justin sin pensar, con una punzada de molestia―. Y no me lo dijo...
―¿Por qué habría de decirlo? ―replicó tranquila y esbozó una sonrisa―. No se preocupe, no lo celebro, es solo un día que me acerca más a la muerte. Además, tengo un negocio que atender y ya sabe que no lo mezclo con... la diversión.
Sin desearlo ella bostezó. Se cubrió con el dorso de su mano.
―Disculpe, me ha citado muy temprano ―dijo Evelyn con su voz que evidenciaba las pocas horas que había dormido.
―Lo sé... Pudimos haber brindado deseándole una larga vida ―insistió Justin ignorando la disculpa de Evelyn, comportándose como un perro que no quería soltar su hueso―. Es muy melancólico su concepto de cumplir años.
―Melancólico sería celebrarlo en soledad ―apostilló Evelyn―. Prefiero ser realista en ese sentido y no desperdiciar una buena botella de champaña de la que solo beberé una copa.
―En ese caso es posible que tenga razón ―zanjó para no caer en una discusión que podría llevarles demasiado tiempo.
―Entonces, ¿me va ayudar, sí o no? ―insistió Evelyn con un tono que Justin jamás creyó que escucharía por parte de ella. La súplica.
La miró directo a los ojos. Gran error.
Por todos los dioses, era peor que una viejecita rogándole.
Se afirmó la cabeza por un breve segundo, y se peinó los cabellos con los dedos, dejándolos desordenados en el proceso. Volvió a centrar su atención en Evelyn.
―Me encantaría poder ayudarla, pero no soy experto en litigios civiles ―rechazó intentando convencerla―. Y en vez de lograr su objetivo, lo arruinaré. No es lo mismo asesorarla en sus diversas consultas que ir a un tribunal a defender su caso.
―Sé que usted está más que capacitado, señor Montgomery. Y como ya le dije, no confío en otra persona más que en usted.
Justin se inclinó hacia adelante.
―¿Por qué?
―Tengo muchos motivos ―replicó, negándose a dar una respuesta concreta.
―Tengo curiosidad, quiero saber por qué yo.
Evelyn hizo un gesto que solo decía «¿En serio debo explicarlo?». Justin le propinó una cínica sonrisa, animándola a dar una respuesta. Ella puso sus ojos en blanco y se explayó:
―Usted es un Heredero del Diablo, y ha demostrado con creces que le hace honor a esa fama que tienen los hombres de su círculo. Supongo que ese apodo que tiene desde niño no es una mera coincidencia. Minos, el juez del Inframundo. Dice el mito que cuando él estaba vivo era un rey muy justo y amado.
En ese momento, Justin sintió un leve arrepentimiento por su afición a beber whisky con ella. Debía admitir que, a diferencia de su hermano gemelo, nunca tuvo buena tolerancia al alcohol y al segundo vaso se le aflojaba la lengua.
En particular frente a madame Rubí... Evelyn... La señora Hudson.
¿Por qué solo con ella?
Quizás era por el antifaz y la peluca. Era evidente que el castaño era su color natural y no el rubio que caracterizaba a la anfitriona del palacio.
Estaba pensando demasiado.
―¿Y cómo sabe que es verdad lo que yo le he contado de nosotros? ―interpeló suspicaz.
―Su familia, por supuesto. Recuerde que su hermanastro, lord Ernest Smith, fue mi primer contacto. No crea que no he hecho mi propia investigación respecto a ustedes y su círculo cercano. Aristócratas y profesionales destacados, liberales y con un pasado turbulento. La buena sociedad los tolera gracias a sus obras benéficas y sus contactos influyentes... Y debo decir que los varones casados ostentan la fama de no tener amantes ni frecuentan establecimientos de moral distraída.
―Vaya, veo que hizo su tarea.
―Y usted, como buen soltero, es muy discreto y no mezcla negocios con placer. En este momento de mi vida, en el único abogado en el que puedo confiar es usted.
Justin pensó que su padre podría ser una buena opción para la señora Hudson, mas la desechó. Era consciente de que la larga carrera de August Montgomery podría destruirse si tan solo se corría el rumor de que él trabajaba para madame Rubí.
Si lo pensaba mejor, también la de él también corría peligro.
Sus mundos eran diferentes con normas opuestas.
Ella vivía de noche, en un negocio rentable pero inmoral, donde una buena reputación se basaba en la calidad de su «servicio». Él hacía su vida de día, persiguiendo justicia, poniendo en la cárcel precisamente a mujeres como madame Rubí o a las muchachas que ella contrataba para dar vida a su palacio.
No obstante, por algún motivo se sintió avergonzado, no por ella, sino por él. Cualquiera diría que la señora Hudson no era más que una indecente proxeneta. Pero él sabía cómo ella conducía su negocio, intentaba darle dignidad y seguridad a la profesión más antigua del mundo, brindando un techo, clientes respetuosos ―dentro de lo que cabía―, y preocupándose de mantenerlas sanas. Las muchachas se quedaban con el 90% de la tarifa que cobraban por sus servicios, la anfitriona con el 10%, el precio de la entrada y lo que se ganaba en el bar. A todas luces un trato justo, ningún burdel en Londres ofrecía tales garantías a sus trabajadoras.
No, él no veía blanco y negro. Tenía frente a él a un gran matiz.
Y ese matiz lo cambiaba todo. Incluso tomar el riesgo de arruinar su carrera. Ningún abogado respetable la tomaría como cliente... Se imaginó a un pomposo leguleyo osando humillarla.
Era terrible esa visión.
No podía permitirlo.
―No puedo trabajar solo en esto ―masculló Justin en voz baja, rindiéndose.
―¿Perdón? ¿Qué dijo? ―preguntó Evelyn.
Justin volvió a enfrentar esa mirada, que había cambiado del cielo a la tierra.
―Dije... que no puedo trabajar solo en esto. Mire, todos los abogados necesitamos un procurador. Un procurador es un abogado de menor rango que se preocupa del trabajo sucio y lento. El papeleo.
―Oh, entiendo. ―Guardó silencio por unos segundos, sopesando lo que Justin mencionaba, a la postre dijo―: No deseo que involucre a nadie más. Supongo que usted sabe hacer el papeleo.
―Tardaré más con su caso y debo cumplir con mi deber aquí. Necesito un procurador ―advirtió, imaginando la terrible posibilidad de volver a hacer trabajo de principiante.
―Pida algún permiso especial ―propuso―. Pagaré lo que sea, señor Montgomery. Es imperativo que nadie sepa quién soy. Mientras menos personas sepan de mi existencia o de mi pasado, mejor.
―¿Por qué tanto afán en ocultarse, señora Hudson?
―Mi identidad es lo único que valor que poseo... Lo que soy en verdad ―admitió. Inspiró y alzó su barbilla para domar el repentino nudo en la garganta que amenazaba con dejarla con voz trémula―. ¿Entonces tomará mi caso? ―reiteró.
―Creo que no tengo alternativa. Alguien tiene que representarla ante el juez.
―Gracias, señor Montgomery... Su esfuerzo será bien recompensado.
―El dinero será la menor de sus preocupaciones, se lo aseguro ―acentuó Justin―. Si logramos apelar la resolución del juez, el litigio puede durar años. Mientras tanto, no le garantizo que podrá seguir con su negocio en paz. ¿Me entiende? Estamos lidiando con un bendito duque.
―Sé que ese hombre debió hacer algo ilegal para reclamar mi propiedad ―aseveró Evelyn―. Ni siquiera sé por qué le interesa tanto ahora. En sí es la plusvalía es paupérrima.
―Bueno, ya veremos ―sentenció haciendo el ademán de devolverle los documentos a Evelyn.
―Quédeselos para su investigación. Son transcripciones...
Justin alzó sus cejas, eran más que transcripciones, parecían falsificaciones.
Ante ese gesto Evelyn aseveró:
―Son «transcripciones fieles». Con esta situación no me siento con la seguridad de andar en la calle con los documentos verdaderos.
―Creo que no es necesario recomendarle que tome sus precauciones y mantenga sus documentos en un lugar seguro.
―Por supuesto ―convino esbozando una leve sonrisa.
―Necesito que me haga un favor mientras hago el papeleo
―Lo que quiera.
―Cualquier información adicional o noticia me la hace llegar en el acto. Desde ahora nuestro tiempo es oro.
―A... ¿su casa? ―indagó Evelyn dubitativa.
―Sí, será lo más seguro para ambos... ―Justin se esculcó el bolsillo interior de su chaqueta, sacó una tarjeta y se la entregó.
―Muy bien. ―Estudió la tarjeta, estaba escrita a mano con una temblorosa caligrafía. De reojo miró la mano derecha de Justin. Se levantó y le ofreció la mano para despedirse―. Envíeme su factura. Estaremos en contacto.
Justin también se levantó y le estrechó la mano a Evelyn.
―Así es, señora Hudson. Que tenga un buen día.
―Usted también. Adiós, señor Montgomery.
Evelyn se retiró de la estancia contoneando sus caderas. Justin miró a su alrededor y los demás la miraban como si quisieran comérsela viva. Dos segundos después todos lo miraban a él.
Justin se aclaró la garganta y les alzó una ceja, desafiando a los demás a que osaran hacerle algún comentario desagradable. Como no hubo respuesta, centró su atención en los papeles que estaba revisando antes de la visita de la señora Hudson.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top